sábado, 22 de agosto de 2015




10ª SALA. INSTANTES 
DE AUDIENCIA JUDICIAL
(2004)

Raymond Depardon



Ustedes no son libres. La conciencia aparente es una fachada lanzada contra ustedes por monos, por viejos y muy astutos titís. Eso no es serio, entonces demos vuelta a la página y miremos mejor lo que pasa. Vamos mal, muy mal, ¿por qué? Porque la vida tal y como la vemos no es verdadera, es una ilusión, que está en los libros, pero es filosofía. Y ahora, basta de bromas y de camelo y basta de mojigaterías, pero basta sobre todo de ¿de qué, burdel de dios? me falta aquí una palabra que me faltó toda la vida cada vez que quise denunciar algo [...] la sociedad puede cubrirse de religión, instituciones, órdenes, reglamentos e incluso de policía, pero no son más que una fachada adecuada para adormecer a los gogos, [...] la sociedad es una puta que no quiere que la dejen plantada.

 Antonin Artaud
 Historia vivida por Artaud-Momo (1948)


La Justicia en sí, se basa en una determinada opinión, en una sensibilidad concreta. Las leyes han devenido una excusa sagrada para acometer errores y someter a la vida en sus casos más concretos. No es esto una apología a la delincuencia, sino una apología en contra de la democracia y su sobreabuso. El hecho democrático es el único sistema político que ha conseguido disimular la injusticia y el sin sentido con la mayor naturalidad y potestad legítima. Las bases democráticas establecen una dinámica infinita de la moral como tabla de la ley suprema, pero sin duda, la Justicia es el mayor fraude que ha consentido una sociedad y aún más en la contemporánea; los jueces dominan el discurso con un lenguaje, un conocimiento y un poder ajeno a los denominados civiles. Al igual que los políticos, los jueces mantienen la representación de un papel teatral de gran calidad, sometiendo a su apreciación, a fin de cuentas, el destino de una sustancial vida. Según Aristóteles, para ejercer la Justicia se debe poseer la mayor virtud de todas, que es aplicar dicha virtud no sobre ti mismo, sino sobre los demás. Los jueces son sólo hombres masticando la Ley sin parar, practicando un oficio muy alejados del bien.
Depardon nos muestra qué ocurre en la práctica de ese fenómeno tan extraño de la imposición de la ley, columna vertebral y regidora de la democracia. A través de fragmentos de acusados de diversos delitos, va construyendo una imagen completa de la sin razón que domina dichos ritos. La selección de acusados nos alerta de que los focos principales se centran en burgueses aburridos y en emigrantes desesperados. En ambos casos, palpita una necesidad de escape del sistema, una necesidad de fractura con la realidad, como si la revolución del futuro sucediera individualmente y no en masa, en privado y no en público. En realidad, nadie acepta las normas y todos y cada uno intentan esquivarlas para poder vivir y sobrevivir. La ley somete al sentido común, a la falsa sensación de libertad, a la dignidad de los humillados animales metropolitanos. La ciudad es un problema que la democracia nunca tuvo en cuenta. En la época de los griegos (esa civilización tan sobrevalorada), cada ciudadano tenía la obligación y el derecho a defenderse así mismo. Para aprender a hacerlo, existían los sofistas, esos profesores freelance que enseñaban los trucos más audaces para conmover al jurado. Esa es la cuestión; antes, existía una posibilidad de bien, una oportunidad de ganarse el perdón a través de la palabra. Hoy la ley, sólo castiga y en el mejor de los casos, se jacta educando a sus siervos, predicando una moral muy dudosa. Hoy no existen los sofistas y el lenguaje es mucho más complicado por su mal uso, por la falta de referencias; el lenguaje es confuso y las partes no se pueden comunicar. Así, finalmente, un juicio actual no es más que un juego lingüístico en el que siempre gana aquel que hace lucir su mejor retórica, que en la mayoría de los casos, es la del tribunal. Los acusados, en ciertas ocasiones, son analfabetos, marginales, enfermos mentales, vagabundos... en definitiva, sujetos vulnerables ante el lenguaje y la ley, víctimas de la regularización de la vida burguesa. Los jueces son en general severos con este tipo de acusados, pero lo son más con personas que les proponen problemas dialécticos, pues se ven desafiados e intentan castigar con toda su fuerza. Es curioso advertir que ningún acusado pertenece a clases pudientes o milmillonarias; debe ser que en democracia, esta gente está santificada y exenta de errar. Habrá que volver a leerse El curso de lingüística general de Saussure, no vaya a ser que por una tontería como la de no dominar el lenguaje, acabemos en la trena.









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