miércoles, 28 de marzo de 2018




EL HILO FANTASMA
(2017)

Paul Thomas Anderson




Henry James escribió una vez: “terreno prohibido es la cuestión del regreso de los muertos en general y en particular, la de lo que sobrevive”. Yo añadiría que el destino de los grandes artistas, el de los valientes, el de los seres verdaderamente honestos, pasa por adentrarse en dichos terrenos, hoy lamentablemente desolados y abandonados por el miedo y la idiocia generalizada. El panorama fílmico mundial es en la actualidad, un bolo indigerible y en gran medida tóxico, destinado a anular los poderosos dones del cine. Uno de los héroes en esta batalla incierta del arte cinematográfico es el señor Thomas Anderson, noble caballero, docto en el oficio de despertar a las imágenes de una hibernación casi obligada por una cuestión ética. Su trayectoria, embobada en sus inicios en conceptos confusos e ineficaces, desde hace una década nos regala en cada nueva entrega una curiosa alegría, un respiro profundo que nos hace aguantar bajo el cieno, haciendo real la esperanza. Al igual que las obras de Christopher Nolan, las películas de Thomas Anderson funcionan desde hace años como bálsamos catárticos, píldoras alucinógenas, extraños conjuros. El halo de sus obras esconde trazas de materiales desconocidos que se nos revelan de formas insospechadas dejándonos asombrados ante lo que un mecanismo narrativo puede provocar en nuestro interior. Satisfacción, honor, generosidad, talento, belleza y alegría son algunas de las emanaciones que exhuman sus extravagantes e inesperadas pócimas, construidas a partir de una riqueza de elementos tal, que sólo su elaboración los supera en calidad. De hecho, todo lo que el señor Thomas Anderson toca, se transforma en un hermoso relato de curvas cerradas por las que hay que ascender si uno desea ver el paisaje total desde la cima.
Se ha hablado mucho sobre su película The phantom Thread, la cuál yo traduzco libremente como El hilo fantasma (en verdad, más exacta en todos sus niveles que el elegido para ser estrenado en las salas españolas) por un motivo de claridad y, por qué no decirlo, de justicia. Después de conocer los múltiples y variados análisis que se han hecho de la película en los medios, tengo que decir que la mayoría son insuficientes o innecesarios. También es cierto que una minoría (en concreto, cierta revista cinéfila), ilustra con acierto sus enormes virtudes y profundiza en el verdadero valor de una sofisticada pieza como la de Thomas Anderson. Tiendo a imaginar que siempre ocurre de forma parecida con las grandes obras en épocas tan trémulas como las actuales. Hoy la crítica, más que nunca, debe proteger estas obras para que no se hundan en el lodo del olvido, del masivo olvido que hoy infecta casi todo, por no decir todo. Obras como El hilo fantasma suelen pasar desapercibidas para el público inexperto y más aún, para un público insensibilizado por la violencia, la frivolidad y el infantilismo. Si no me creen, echen un vistazo a la última entrega de Steven Spielberg. La virtualidad, la fantasiosidad, la tecnología… son los mundos visuales (y conceptuales) hacia los que se está arrastrando a las nuevas generaciones (y a otras no tan nuevas que igualmente se dejan seducir), en vez de mostrar las verdaderas virtudes del cine, ese maravilloso invento donde aún es posible resistir. Thomas Anderson va totalmente a la contra de la tendencia e incluso de su propia inercia, pues se desvía en gran medida de su anterior trabajo (Inherent Vice, 2014) para embarcarse en una canoa distinta, aparentemente más sencilla pero de trayecto mucho más complejo, en definitiva, y a mi modo de entender, el más difícil de sus retos hasta la fecha. Y con esto no quiero decir que su portentosa Pozos de ambición (2007) y su más que prodigiosa The Master (2012) sean inferiores, sino al revés, pues el listón está tan alto que es difícil imaginar que el director californiano pueda rebasar los límites de dichos desafíos. La cuestión del nivel de complejidad de El hilo fantasma radica en que Thomas Anderson se lo ha puesto así mismo muy difícil y se ha batido en un duelo muy incómodo, rodeándose de formas rígidas y espacios muy limitados. En sus anteriores proyectos,  el espectador siente que Thomas Anderson es capaz de hacerle viajar por cualquier rincón de la tierra, a bordo del barco de sus imágenes, como si estas estuvieran dirigidas por el mismo Marco Polo y el tiempo fuese ilimitado e irrelevante. En cambio, en El hilo fantasma, el cineasta da un giro a sus planteamientos y se encierra en un cubo de cristal de margen mínimo, como si Houdinni intentase hacer su truco más complicado intentando escapar de una simple botella de cristal. De ahí la magia, de ahí la ilusión, de ahí el bello asombro de la hazaña. Los elementos son pocos y parcos; el ambiente es inquietante y antinaturalista. El ambiente elegido es el de la corrección y represión inglesas, el tema superficial, el de una historia de amor. Los pilares maestros son Reynols Woodcock (D. Day-Lewis) -modisto de alta costura- y Alma (Vicky Krieps) joven camarera de una cafetería. El idilio está servido y el film arranca en ese tono de película sentimental cercano a Las dos inglesas y el amor (1971) o a Sentido y Sensibilidad (1995). El ojo novato o impulsivo comete el error de prejuzgar la película colocándole la etiqueta de gótica, pues aunque la sensación inicial nos lleve a relacionar El hilo fantasma con una novela de Jane Austen o C.S. Lewis, la realidad es que su deriva nos arrastrará de cabeza hasta el género fantástico de un Guy de Maupassant o un Nathaniel Hawthorne. Así, El hilo fantasma no sólo nace de un trabajo de documentación sociológica sobre ciertos estratos y gremios de la sociedad inglesa, y tampoco exclusivamente de un estudio sobre la historia de la moda y ni siquiera de unas cuantas referencias clasicistas del cine, sino sobretodo y en gran medida, de una cosa llamada literatura, a la que por cierto, Thomas Anderson recurre muy asiduamente. 
El horror, los corazones oscuros, la ira, la venganza, la mentira, el miedo, el terror… son los ingredientes que se van añadiendo en dosis calculadas, para que el espectador entre en un  trance especial que desembocará en un ligero duermevela a través del que la mente viajará guiada por Thomas Anderson. El hilo fantasma es un secreto, un conjuro venenoso nunca mortal, pero sí eficaz en sus efectos, engañándonos hasta hacernos contemplar cosas que nunca pensamos poder contemplar, hasta hacernos vivir encerrados en lugares claustrofóbicos que nunca pensamos poder soportar, hasta el punto de conseguir amar a personajes egoístas y crueles. Por eso, quizás, por su entera ambigüedad y su hipnótico poder, muchos no han llegado a entender la verdadera naturaleza del film y se han quedado en la voluptuosidad de los sentimientos, en la ruptura de convenciones, en la anécdota final del relato. Cuando uno lee atentamente a escritores como Poe o Henry James, se da cuenta de que el final suele ser lo más pobre por muy efectista que resulte. Suele ser, de hecho, lo más decepcionante dentro de una relativa brillantez. Por esto y no por otra cosa, Thomas Anderson tiene un mérito desorbitado al haber abordado una de las verdades más complicadas a desarrollar en la obra de un artista: mostrar el proceso y la vida de la creación. De esto y no de otra cosa trata el film; esto y no otra cosa es lo que la eleva hasta la cima del arte que sólo los grandes y más valientes se atreven a explorar. Allí, en aquel terreno prohibido es donde se forja lo inmortal, lo eterno, la belleza, la verdad… Llámenlo como quieran: el cine.










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