miércoles, 28 de junio de 2023

 

 

 
FLORILEGIO DE JUNIO
Man Ray, cuestiones de identidad y desmadre

 




No era una continuación de la vida,
sino un salto en la oscuridad.
 
Henry Miller

 

Es esta una bella época calurosa que por momentos vuelve a ser primavera cuando uno ve El retorno de la razón (1925) de Man Ray donde la lluvia dibuja sobre los pechos de una mujer las siempre emocionantes rutas del cine, esos senderos plásticos y milagrosos por los que unos pocos se han atrevido a lanzarse y que han dado tan hermosos frutos, aunque siempre mal conocidos. Un ejemplo: en este corto de Man Ray aparecen esculturas móviles desafiando a sus propias sombras, texturas de la tierra volviéndose cristal y un tío vivo transformado en un enigma de lo obsceno. Tal vez este matiz impuro, propio de cineastas superdotados como Kenneth Anger, Peter Kubelka o Andy Warhol, es lo que, en definitiva, los ha mantenido hasta la actualidad en el margen, en el anonimato del ojo. La cultura visual contemporánea, a pesar de su vicio por lo pornográfico (en todos los ámbitos: sexual, político, social, económico...) se ha convertido en un circo puritano, donde la mentalidad Disney abarca mucho más que al pato Donald. La perversión actual es cínica pues desarrolla la doble moral de una manera acrítica y se deja llevar por la tautología y lo sociológico. Otro ejemplo: en Emak Bakia (1926) -tal vez la más conocida de las piezas cinematográficas del artista de Filadelfia- se trata de dilucidar si el cine puede ser un poema, pues el ojo experimenta la ciencia de la emoción donde las mariposas vuelan dentro de las pupilas de arena donde nacen flores. Los clavos suceden de la nada y los relojes ruedan como peonzas; no hay tiempo. Los letreros luminosos versifican el objeto geométrico que lleva a la locura, al dulce delirio de ver al arte en marcha. Todo es ritmo: el girar de los efluvios en el torbellino de las cosas moviéndose en el azar, deformando la belleza del ojo para llegar a un coche y gobernar al rebaño. El cine es un cerdo soñando con infinitas piernas de deseo bajando de un automóvil. Lo femenino se mira al espejo, se pinta los ojos para ver la espuma del mar; con la cara tapada todo se desliza entre peces y esculturas que se marean pensando en el corcho. Se construye un castillo de imágenes desde donde el saltador se prepara para lanzarse; los dedos se abren y la cabeza del riachuelo se enamora de la ciudad mágica de la oscuridad. Las formas salen del cascarón. Es entonces cuando aparece el rostro y no en las películas de Griffith o Vertov. Los brillos se hacen infinitos, los bailes, los movimientos; el dedo es de cristal y toca el alma del público. El cine se convierte en poema, en fotones, neutrones y sueños de mujeres donde la risa se escapa al control. El arte entra en una nueva fase y Man Ray lo sabe. Es consciente. Cuellos de vestir, nadires y picados rompiendo lo establecido, llevando la experiencia amateur al nivel experimental, bailando en la oscuridad, reino de lo efímero. Ante esto, sólo chuparse los dedos y dormir despierto. Godard y Lars von Trier han amado con intensidad esta pieza que le habría encantado a Mallarmé o a Rimbaud. Por otro lado, en 1928, Man Ray filma La estrella de mar basada en un poema de Robert Desnos, rodada tras las protuberancias de un cristal deformado, intentando transformar al cine en un cuadro de Munch en movimiento. Hay una historia, la historia de una estrella fosilizada que vive, que resucita gracias a la lectura de los periódicos. La información sirve para algo por fin entre vías de tren, barcos humeantes y cilindros de mar que crean la silueta del mundo. El cine puede ser simplemente el gesto de sacar y meter una espada, de hacer girar la estrella hasta generar un bodegón. Todo desaparece por un momento para darnos cuenta de la ilusión, luego, un pie se posa sobre un libro abierto. Ella está enmascarada ante el amor, el agua, el fuego. El cristal se rompe ante lo bello y sólo queda cerrar la ventana. En 1929, Man Ray rueda los dados de Mallarmé y dos nuevas enmascaradas buscan una aventura clandestina: la aventura del siglo XX. Los ojos ven corridas de toros, el rostro del público filmado de lejos, la muerte filmada en miniatura, ¿no será, de repente, el miura una metáfora perfecta del cine como arte? Durante los años 30', Man Ray crea pequeñas joyas domésticas como Poison (1933) donde ver fumar a un hombre y a una mujer se convierte en un culto, en una forma de llegar al veneno donde el ojo tiene  su brillo final. Filma sus propios cuadros, siempre cercano a lo plástico, hasta que en 1937 rueda una graciosa pieza en la que entre otros, aparece Picasso antes de asumir su calvicie perentoria, magreando a sus concubinas en un chiringuito de la Costa Azul. La obsesión por la muerte y la posesión de la musa se retrata en este capricho goyesco titulado La garoupe, una caja espacio-tiempo donde las máscaras son hojas de árbol, donde todo evoca a Magritte, al misterio, al deseo, a la lucha contra el aburrimiento; al surrealismo. Existió un mundo en el que se podía comer desnudo en un restaurante y fumar un millón de kilos de tabaco sobre la mesa, hubo un tiempo en que Picasso y sus grupis leían las líneas de las manos y el futuro no era luminoso. Un mundo durmiente se acababa y Man Ray lo selló en el tiempo, leyendo, fumando, tapándose la cabeza con un pareo, haciendo quemar cerillas sin motivo al pintor más famoso del pasado siglo. En Ady (1938) Man Ray aparece pintando, ejerciendo el viejo oficio de la representación rodeado de ruinas. En ese año filma también Dance, donde una tal Jenny baila sin parar delante de la cámara, inaugurando el cine cuerpo, las performance de los 60' y cómo no, el Tik Tok del siglo XXI. El ser humano tiene una necesidad de mostrarse al otro, a sí mismo y a la colectividad. Esta expresión de desnudo no está exenta de misterio, carece de explicación. La Humanidad desea ser devorada por el conjunto en una acción caníbal de índole sociocultural. Al final del corto, se ve una especie de retrato insistente de Man Ray haciendo que habla por teléfono, ¿con quién se comunica? De aquí en adelante el cineasta usa el cine como una forma de identidad, así en Juliet (1940) muestra rostros deformados tras el cristal, intentando descubrir el pensamiento de lo femenino, centrándose en lo esencial. Ella baila delante de un cuadro, en el cuadro hay un pez y al final, Man Ray aparece delante del mismo cuadro. El artista, la musa y la obra: el triángulo sagrado del arte clásico. Todos estos rituales chamánicos desembocan en una pieza de 1950 denominada Autorretrato donde Man Ray hace pompas de jabón con una pipa fina y larga, llenando el vacío de la existencia, expresando con la mayor sencillez, algo profundo, verdadero y eficaz. Entre otras cosas, esta película manrrayana profetiza de alguna manera, que el público acabará siendo el óleo mismo, la materia, el cuadro, la imagen; será devorado. El cine acabará siendo el público de una manera invertida, travestida. En suma, una obra sobre la identidad y la función del Arte.

En 2022, Alejandro G. Iñárritu estrenó Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, una especie de autorretrato de él mismo y de su país, México, tal vez una consecuencia directa de la irregular Birdman (2014) e incluso de El Renacido (2015). Iñárritu decide realizar una superproducción sobre los interiores de una conciencia individual, sobre lo invisible y los sueños, acto que le acerca a Fellini por un momento y a su compatriota Carlos Reygadas por otro. Un film lleno de traumas, de alegorías y de laberintos psicológicos en medio de la memoria que recorre un camino mayor que el del propio individuo. Si Birdman trabajaba el asunto de la crisis del artista, Bardo incide en la crisis del hombre cotidiano; extraña y lujosa. También de identidad trata la incomprensible y saturada Beau is afarid (2023) con un siempre fascinante Joaquim Phoenix, metido en un palimpsesto psicoanalítico lleno de estímulos encadenados llenos de delirio y caos. Por un lado recuerda a la vertiginosa Todo a la vez en todas partes y por otro a Spider (2002), tal vez la única película de Cronenberg realmente interesante. Sobre la identidad también tratan dos documentales de 2022: Oswald el Falsificador y Sintiéndolo Mucho, ambas intentan profundizar en dos almas complejas y contradictorias: una en la de un falsificador de arte y la otra en la de un cantante narcisista. La primera por momentos se hace interesante e incluso divertida, aunque el cartón se va haciendo cada vez mayor y la película se hincha con memeces poco interesantes y poco concluyentes; por la parte de la película sobre Sabina, hay una sensación de desasosiego sobre todo por el director, Fernando León de Aranoa, quien desde 2010 (Amador) ha abandonado el estilo que le hizo respetable y se ha lanzado a territorios poco recomendables en los que su figura se ridiculiza y su obra anterior queda ensombrecida. Por la parte de Sabina, no se esperaba nada distinto: un maníaco egocéntrico y teatrero quemando sus últimas naves en un intento desesperado por redibujar un personaje que ya poco puede ofrecer al mundo; eso sí, a partir de su disco Física y Química, sus canciones son por lo general, cojonudas. El arte documental es un arte sagrado, tal vez el más milagroso del fenómeno cinematográfico. Sólo hay que ver la obra de Raymond Depardon o Jean Rouch para darse cuenta de la potencia de lo real cuando es ordenado de una manera poética. Pero no hay que ser nostálgico para amar el arte documental: obras como American Dharma (2018) de Errol Morris o Icarus (2017) ofrecen un baremo bien alto de la salud de lo documental en la actualidad, por no mencionar a genios actuales del género como Chris Smith, Rodney Ascher o Colette Candem. La realidad está más que nunca desatada; si en época de Cambises o Ciro hubiera habido documentalistas, el mundo sería distinto pero sólo tenemos un siglo filmado, lo demás es una imaginación, un relato, un sueño. En ese relato, la ficción también se desmadra como en las películas de Carlos Vermut, en concreto sus dos mejores trabajos: Manticora (2022) y Quién te cantará (2018). Un poco como en los documentales de Oswald y Sabina,  casualmente Vermut desarrolla las historias de una especie de falsificador (Mantícora) y la de una estrella en crisis (Quién te cantará), ambas imbuidas en lo identitario y en el secreto. Es cierto que la ambigüedad de estas las obras puede llevar al público a quedarse en la superficie de los temas, cuando en realidad Vermut es un cineasta de terror, de misterio, un cuidadoso orfebre de situaciones anómalas que aspira al reino hitchcockniano-browningniano, consiguiendo piezas de horror psicológico construidas con una intencionalidad inteligente, o sea, de participación en la reconstrucción del fuera de campo. Director muy interesante que debe pulir ciertos frikismos y dejar entrar más a lo real en sus historias. Films como El acontecimiento (2021), obra muy comentada e idolatrada por cierta crítica, dirigida por Audrey Diwan, es el ejemplo perfecto de creer en lo real de una manera equívoca, pues la película en sí no aporta nada al tema del aborto y se convierte en una tautología sin riqueza alguna, pornográfica, crepuscular y aburrida; no está demás advertir que Chabrol ya dejó claro en Un asunto de mujeres (1988) el proceso del trágico asunto, ¿por qué seguir haciendo películas que abordan un tema de la misma manera? Un misterio. A Jaime Rosales también le ha pasado con Girasoles silvestres (2022), desviándose de su mirada singular a una ficción demasiado corriente. Lo real debe ser fantástico para que azote al ojo de la conciencia.  No sé por qué me da a mí que es más interesante ver This Gun for hire (1942) de Frank Tuttle y flipar viendo hacer trucos de magia a Veronica Lake. Cada uno a lo suyo. Lo social no es el tema esencial del cine aunque hoy sea tan valorado y financiado, pues la sensibilidad hacia dicha tendencia ensombrece las partes más ricas del mundo del celuloide (o lo que sea hoy), y si o que se lo digan a Muybridge o a Segundo de Chomón. Para ir terminando con la cuestión del individuo como puzzle, recomendamos que durante este Junio, junto a un buen tinto de verano y una pipa de jabón, alguien se decida a revisar la magnífica The master (2012), una cinta casi perfecta llena de aristas y recovecos increíbles donde además de disfrutar de algunos de los mejores actores de nuestra época, se pueden aprender un par de trucos para vivir en este cuerpo del siglo XXI, este cuerpo sin órganos que todo le atraviesa, hundido en la inercia inexpugnable del sistema cruel que a todos azota. Hay secretos para vivir, para seguir vivo, que se esconden en los libros y en los viajes en el tiempo. Nuestra memoria es un viaje en el tiempo que puede curarnos conectando con espíritus anteriores que aún hoy perviven en nuestras venas. Domar al dragón. En este sentido, la película Starman (1984) de John Carpenter es una auténtica joya del cine comercial, hija de Encuentros en la tercera fase (1977) y madre de films posteriores como K-pax (2001) donde Jeff Bridges cede su rol de extraterrestre a Kevin Spacey, a quien intenta psicoanalizar. En Starman, Bridges le cuenta a su compañera que el planeta del que viene es más perfecto y pacífico que el nuestro, pero que la pérdida de la imperfección conlleva una cierta infelicidad y una homogeneización tediosa. La multidiversidad de caracteres otorga a la realidad la única riqueza necesaria: lo imprevisible. Que se apunten esto los idólatras del ChatGPT4; si el algoritmo llega a dominar las cosas, el mundo será un puto coñazo. Por eso, mientras la esperanza siga viva y la locura del pensamiento siga en poder de lo humano, podremos seguir viendo películas tan divertidas como Where the Buffalo Roam (1984) de Art Linson para reírnos de todo y de todos, sin preocuparnos demasiado por lo que ocurre a nuestro alrededor e intentar sólo vivir un ratito de la manera más intensa posible.








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