THE BUKOWSKI TAPES
(1987)
Barbet Schroeder
En un pequeño jardín de Santa Rosa, se esconde un hombre que decide hablar por la noches delante de una cámara. Es un tipo sencillo. Nunca ha tenido nada: un hogar, un descanso o una oportunidad. De niño temía a su padre porque le pegaba; de él aprendió una de las cosas más importantes de la vida: el aguante. Su padre le azotaba con el cinturón diariamente, con el único objetivo de humillarle. La mayor parte de su adolescencia no fue más que una tentativa de demostrarse a sí mismo que podía contener el dolor. Todo está en la mente aunque se quede en el cuerpo. La cara de este hombre se ha curtido en la pura serenidad, combatiendo la salvaje naturaleza de la existencia. El mundo es temible y violento y es imposible oponerse a este hecho. Tal vez por eso, se aficionó a las sencillas historias que se publicaban en las páginas de los periódicos, relatos anónimos que describían la vida palpitante y latente del día a día de gente de carne y hueso. A pesar de ir convirtiéndose en una especie de Buda, este niño-hombre sabía que era más que nada carne y huesos. Decía Marx que la historia la construyen los hombres, así, cada relato que leía, iba construyendo en su mente un mundo y una idea que en el futuro se convertiría en un revolucionario y original mecanismo caleidoscópico de ficciones. A este feo adolescente le gustaban las cosas sencillas: escaparse por la ventana, vomitar, pegarse en la escuela y mirar a las chicas. Él decía que de joven era un chico peligroso que se vengaba de su mala suerte. Le gustaba leer a Dostoievski, a James Thurber, a Jack Kerouac, incluso al viejo Heminway. Su madre le advirtió que ni se le ocurriera intentar ser como ellos y que si lo hacía, sin duda se moriría de hambre y acabaría siendo un marginal o un loco solitario. Él le respondió diciendo que no quería ser como ellos sino uno de ellos y que si llegase el momento de morirse de hambre, volvería a leerlos para comprobar que la literatura no es ninguna quimera, sino un hecho contante y sonante.
La vida es difícil, sobre todo para gente que se aparta del flujo de las norias y las hipnóticas inercias. El hombre de Santa Rosa nunca quiso saber nada de eso: nunca quiso vivir con una mujer, nunca quiso tener una familia, sólo se propuso asentarse en una ciudad barata, tener un pequeño trabajo y tiempo necesario para beber. En su madurez siguió siendo una persona sencilla con gustos sencillos. Beber fue su utopía, su país, su forma de decirle al mundo que no quería saber nada del mundo. Soplar eran sus matemáticas, la lógica idónea para resistir lo absurdo. Beber fue su excusa para no exponerse nunca del todo, para recogerse como un caracol y gruñir en la oscuridad mientras otros sacaban pecho. Beber mantuvo tranquila a la bestia que llevaba en su interior, una bestia que a lo largo de los años se transformó en palabras.
Nunca se podrá saber cuánto hay de leyenda épica y cuánto de hechos reales en su biografía. Decía que vendía sus máquinas de escribir para tomar unos tragos y que luego iba a casa cogía un lápiz y escribía una pequeña historia en el margen de un periódico y que luego se dormía y la olvidaba, buscando el siguiente paso, el siguiente paraíso, alquilado en una pútrida pensión, soñando poder cepillarse a la propietaria. Este tipo de rostro místico y ojos como ranuras de tragaperras, confiesa ser como una vulgar araña deambulando por su propia tela sin saber ni tener más que hacer. Su mente de insecto acepta la ley universal de los acontecimientos de una manera directa; asume las causas y sus efectos y nunca se queja, pues dice que el que se queja, no es más que un miserable. También cuenta que vivió en un yate con tres putas y que trabajó en mataderos infernales colgando piezas de buey en un garfio espeluznante. Allí comprendió: elegir ser un escritor es querer con todas tus fuerzas arrastrar un fiambre de buey congelado sobre tus hombros mientras te mueres de hambre. Antes, otros muchos también habían sentido lo mismo: Rembrandt, Bacon, Goya o Salinger. Después de hacer su trabajo se fue sin cobrar porque el aguante le había hecho comprender que tenía que saltar al siguiente hecho. La conclusión es que lo que sea alejarse de las fábricas ayuda, a todo en general, no solo a escribir. Cuando lleva un rato largo hablando de su mente, de repente la niega, pues se da cuenta que es demasiado abstracto hablar de algo que nunca podremos entender, algo tan complejo que funciona por sí mismo; no le gusta hablar de filosofía y estrellas. Él quiere funcionar por sí mismo y por eso confiesa no poseer mente de ninguna clase para no ser más que un esqueleto paciente como Celine o Dos Passos. No considera ser nada, aunque ahora todos le llamen escritor. Nota ser famoso como Henry Miller, pero no cree en Henry Miller; dice que se va demasiado por los cerros de Úbeda. Además, todo el mundo sabe que todo lo que escribe Miller es pura mentira, puro vómito edulcorado. Realmente se parece mucho a lo que él escribe, pero al menos a él le suena a mentirijilla. Dice que la literatura consiste en la simple acción de saber escribir una sencilla línea después de otra; todo el meollo está en la línea. Las teorías sobre este oficio no valen nada ante sus ebrias certezas, predicadas desde un patio hortera de la ciudad de Santa Rosa, mientras alguien le filma en silencio en medio de la noche. A veces los coches pasan y la luz le da en la cara; parece un dios cansado, uno de esos hindúes que devoran carne de vírgenes. Reflexiona sobre la creación y concluye que no es un acto tan serio como se cree, de hecho sin humor no funciona, pues la vida es fea y hermosa, triste y feliz. La salsa es la risa. Hay que mezclarlo todo como si fuera una sopa rica a las diez de la noche, un sopa que te haga recuperarte un poco después de haber estado trabajando un siglo recolectando piedras inútiles e infinitas. Ya lo dijo Bergson: el secreto está en la risa.
Nunca se podrá saber cuánto hay de leyenda épica y cuánto de hechos reales en su biografía. Decía que vendía sus máquinas de escribir para tomar unos tragos y que luego iba a casa cogía un lápiz y escribía una pequeña historia en el margen de un periódico y que luego se dormía y la olvidaba, buscando el siguiente paso, el siguiente paraíso, alquilado en una pútrida pensión, soñando poder cepillarse a la propietaria. Este tipo de rostro místico y ojos como ranuras de tragaperras, confiesa ser como una vulgar araña deambulando por su propia tela sin saber ni tener más que hacer. Su mente de insecto acepta la ley universal de los acontecimientos de una manera directa; asume las causas y sus efectos y nunca se queja, pues dice que el que se queja, no es más que un miserable. También cuenta que vivió en un yate con tres putas y que trabajó en mataderos infernales colgando piezas de buey en un garfio espeluznante. Allí comprendió: elegir ser un escritor es querer con todas tus fuerzas arrastrar un fiambre de buey congelado sobre tus hombros mientras te mueres de hambre. Antes, otros muchos también habían sentido lo mismo: Rembrandt, Bacon, Goya o Salinger. Después de hacer su trabajo se fue sin cobrar porque el aguante le había hecho comprender que tenía que saltar al siguiente hecho. La conclusión es que lo que sea alejarse de las fábricas ayuda, a todo en general, no solo a escribir. Cuando lleva un rato largo hablando de su mente, de repente la niega, pues se da cuenta que es demasiado abstracto hablar de algo que nunca podremos entender, algo tan complejo que funciona por sí mismo; no le gusta hablar de filosofía y estrellas. Él quiere funcionar por sí mismo y por eso confiesa no poseer mente de ninguna clase para no ser más que un esqueleto paciente como Celine o Dos Passos. No considera ser nada, aunque ahora todos le llamen escritor. Nota ser famoso como Henry Miller, pero no cree en Henry Miller; dice que se va demasiado por los cerros de Úbeda. Además, todo el mundo sabe que todo lo que escribe Miller es pura mentira, puro vómito edulcorado. Realmente se parece mucho a lo que él escribe, pero al menos a él le suena a mentirijilla. Dice que la literatura consiste en la simple acción de saber escribir una sencilla línea después de otra; todo el meollo está en la línea. Las teorías sobre este oficio no valen nada ante sus ebrias certezas, predicadas desde un patio hortera de la ciudad de Santa Rosa, mientras alguien le filma en silencio en medio de la noche. A veces los coches pasan y la luz le da en la cara; parece un dios cansado, uno de esos hindúes que devoran carne de vírgenes. Reflexiona sobre la creación y concluye que no es un acto tan serio como se cree, de hecho sin humor no funciona, pues la vida es fea y hermosa, triste y feliz. La salsa es la risa. Hay que mezclarlo todo como si fuera una sopa rica a las diez de la noche, un sopa que te haga recuperarte un poco después de haber estado trabajando un siglo recolectando piedras inútiles e infinitas. Ya lo dijo Bergson: el secreto está en la risa.
Después de un trago, dice que él nunca perdona, que es como un perro que ladra cuando huele el miedo y la injusticia, cuando huele el hedor de su padre en los demás y saca los colmillos y no se calla hasta que el extraño se retire y la luna se diluya en el alcohol. Proclama ser un perro que conduce su coche sobre cadáveres y que vuelve a beber cuando aparca en medio de una calle cualquiera. Luego se justifica diciendo que los escritores son personas que hacen cosas distintas de manera distinta y tiene razón. El arte, dice Hauser, está muy alejado de la repetición. Si un artista es algo, es él mismo, algo único e irrepetible, una singularidad dentro de la ecuación.
Dice que ama el dinero pues el dinero es mágico.
Dice que el amor es un perro del infierno.
Escribe relatos que son poemas y poemas que son relatos. También escribe novelas en dos semanas.
Dice que el amor es un perro del infierno.
Escribe relatos que son poemas y poemas que son relatos. También escribe novelas en dos semanas.
Dice que lo que siempre quiso fue encerrase y que alguien publicase sus historias.
Dice que la gente se asusta pero que la naturaleza es algo anormal: una bestia sin sentimientos.
Dice que casi todas las personas son o se hacen estúpidas.
Dice que, aparte de escribir, casi todo le da asco.
Termina diciendo que el mundo hoy está tan seco, que apenas puede filmarse nada.