Andrei Tarkovski
Con ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas
del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura,
la música o la pintura. Pero una y otra vez hay que buscar de nuevo el
camino por el que tiene que ir el cine como arte. Estoy convencido de
que el trabajo práctico en el cine será para cada uno de nosotros algo
infructuoso y esperanzado, si no comprendemos con toda exactitud
y claridad la especificidad de este arte, si no encontramos nosotros
mismos la llave que tenemos para abrirla.
Contraportada de un libro sobre
Tarkovski editado en España
PRÓLOGO
Biográficamente se dice que Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga. Fue hijo de poeta y estricto alumno encauzado en el humanismo. La música fue una de sus principales intereses, junto a la literatura, la pintura y la magia. A pesar de sus disciplinas predilectas, a principios de los 50', tras un viaje a Siberia, se decide por estudiar cinematografía, asistiendo a las clases de Mijail Romm, uno de los cineastas más conocidos de la revolución rusa junto a Eisenstein o Pudovkin. Una década después estrenará su ópera prima, La infancia de Iván, galardonada con el León de Oro de Venecia. La crítica aplaude su prematuro trabajo y ansía descubrir de qué es capaz este joven ruso desconocido y fascinante. Cuatro años después, estrenará Andrei Rublev, con la que experimentará los primeros problemas con las instituciones de su país, que se alargarán durante toda su carrera y acabarán haciéndole abandonar la URSS definitivamente hacia 1983.
A pesar de los problemas, Andrei Rublev es seguramente la obra más completa de Tarkovski, aunque siempre es demasiado arriesgado afirmarlo, debido a la calidad y esencialidad de toda su obra. El llamado cine metafísico o lírico, se transforma en esta extensa pieza fílmica en un cantar épico y monumental a la maniera de Stroheim o del mejor Kurosawa. Es sorprendente y casi milagroso que siendo ésta su segunda película, el director ruso maneje tal cantidad de elementos y espacios con tal facilidad y gracia. Presentado como un encargo del gobierno soviético para ensalzar la figura de su más famoso pintor de iconos, Andrei Rublev, Tarkovski acepta animado con el ánimo de aprovechar las grandes posibilidades que le puede ofrecer el respaldo de una gran producción. Será ésta la única y última ocasión en la que pueda contar con la gran infraestructura del Mosfilm. A Tarkovski, como a cualquier otro artista, no le interesa ningún país, sólo anhela un espacio de libertad para liberar sus imágenes, para crear las formas que sólo él puede ver; de ahí su problemática: Tarkovski nos presenta la contraposición esencial de imágenes autónomas frente a las imágenes establecidas por la generalidad; es la pura contradicción entre la imagen del Andrei Rublev que ansía reivindicar el estado soviético y el Rublev que está dentro de la cabeza de Tarkovski.
La película se extiende en siete capítulos, establecidos como fragmentos de una basta novela, comenzando con un prólogo bastante sui géneris que representa la parte más potente de toda la cinta a nivel poético: un hombre intentando despegar en un globo desde una catedral mientras le persiguen para matarle, isletas oníricas a vista de pájaro (plagiadas de forma idéntica por el cineasta Pere Portabella en su película Puente en Varsovia, 1989; ya lo dijo el escritor Josep Pla: los catalanes sólo saben copiar) pasando ante nuestros ojos como sueños líquidos, un caballo revolcándose en el polvo como si fuera un dios, figuras en la lejanía creando dibujos en la distancia, un grupo de cazadores surcando un río en piraguas; un cuadro de Brueguel, una película de Fellini, un cuento de Verne. Tarkovski echa mano de todos los materiales que le impresionan y coloca al principio del metraje sus versos más misteriosos y mudos, sus deseos más hondos sintetizados en cine: escapar y ser libre.
I. EL BUFÓN (1400)
En vez de hacer un biopic al uso o una americanada kitsch, Tarkovski opta tajantemente por no contar la vida de Rublev, a pesar del inicial encargo del gobierno soviet. Así, su decisión es acompañar a Rublev durante siete momentos particulares de su andanza a través de la Edad media rusa, siete momentos en los que Rublev no siempre funciona como el centro de la acción; elige determinados sucesos aislados para desarrollar un cine caprichosamente elíptico, fascinante y asombroso. Cada una de los capítulos constituye un pequeño film autónomo, y en conjunto, la obra se vislumbra como una serie de cortometrajes de muy diferente temática, aunque de idéntica factura.
El personaje de Andrei Rublev no es más que una excusa que se utiliza como eje vertebrador de un historia latente de sueños y violencia; el film, no difiere en demasía de la estructura de obras como el Decamerón de Boccaccio o Los cuentos de Canterbury de Chaucer.
Los caballos que ya aparecen en el prólogo -y que dominarán toda la cinta como dueños y señores del simbolismo del film- se mantienen en la pantalla como esculturas móviles, como totems sagrados que irán deviniendo en tres insignificantes figuras de monjes, entre los que se encuentra el atormentado Rublev. La figura de los tres monjes taciturnos trae el silencio a la escena, purificando con su presencia un paisaje vulgar en medio de un prado, sacralizando los elementos sin querer, con el simple hecho de estar; la potencia de la imagen en Tarkovski representa la voluntad de ser, la necesidad catártica de afrontar la realidad en pos de la transformación. Sin apenas palabras, llegamos a una hospedería donde un bufón canta a la vulgaridad, a la carne e incluso nos muestra su culo, donde hay dibujada una enorme sonrisa. Tarkovski hace que lo ascético se encuentre con la materia, con lo soez, en una batalla sin armas, sin enemigos, estableciendo un equilibrio casi milagroso. El bufón hace música con un tambor y los huéspedes disfrutan con el circo de sus gestos; el entretenimiento siempre será sucio pues implica un interés, una debilidad, un secreto. Tarkovski lo celebra en sus imágenes, homenajeando a la cultura juglar, a la ficción oral de los cantantes y humoristas que traían la risa a una sociedad feudalista, sometida por la autoridad del pecado. Pero el contraste vuelve a irrumpir y unos guardias arrestan al payaso cantarín. El teatro se termina, la representación es amordazada y de nuevo la escena sale de la taberna: vemos los caballos en la lejanía llevándose al reo, creando casi una doble película, una doble narración como si una escena del Séptimo Sello de Bergman, se insertara en un cuadro del Bosco y fuera contado por la princesa de Las mil y una noches. La injusticia y el sometimiento vuelven a aparecer en el imaginario tarkovskiano, como una obsesión repetitiva que siempre atormentó al ruso en su carrera y que definió sus prerrogativas al respecto.
II. TEÓFANES EL GRIEGO (1405-1406)
A través de la voz de un personaje casi irreal, Tarkovski la aprovecha para volcar sus pensamientos más profundos, sus preocupaciones más ardientes, casi desplegando un decálogo artístico. Teófanes es el pintor de iconos más famoso del siglo XIV, una especie de Miguel Ángel de la iconografía rusa; en una conversación con Kirill -un compañero de Rublev- afirma: siempre hay que utilizar la simplicidad sin ostentación, pues eso es lo sagrado. En lo sencillo está la paz, la tranquilidad, el paraíso; quien aumenta su conocimiento, aumenta su dolor. Continúa: voy por un camino distinto al de los libros, una ruta desconocida guiada por mi corazón. Leer muchos libros no nos lleva a nada y el estudio excesivo es agotador para el cuerpo. Finalmente, después de su encuentro, Kirill se vuelve loco y deja el monasterio para entregarse a la vida mundana; ya no quiere pintar, no quiere representar, pierde la fe en la pintura, se siente engañado. Antes de irse, mata a un perro a palos, marcando su intención de regreso a la violencia de la naturaleza, retornando a la deriva de los días, abandonando la disciplina de lo ascético por lo banal; el mundo donde nada significa nada, donde lo literal adora el realismo. Rublev pierde a su compañero y amigo y contrata a Foma, un adolescente que le ayudará a pintar una catedral. Rublev desconfía inicialmente del chico, pues le acusa de inventar historias continuamente, aunque de alguna manera le envidia, pues le reprocha ser simple e ingenuo, al mismo tiempo que él añora dicho estado. Aparecen una serie de imágenes alegóricas: una serpiente, Teófanes resucitado cubierto de hormigas y un cisne muerto al que Foma levanta un ala, jugando con la idea del fénix; ya lo dijo Baudelaire: para mí todo se vuelve alegoría (Le cygne). Los versos pasan a ser metáforas y éstas, alegorías y oximorones sin término; la construcción bíblica de imágenes se irá haciendo mayor a lo largo de la cinta. Entonces todo vuelve a transfigurarse y la película toma una estética digna de Joris Ivens en su Pour le mistral (1965) y los brillos del agua acaban elevando el relato por encima del bosque, haciendo realidad el segundo vuelo de la película. El discurso fílmico se ve invadido de nuevo por los pensamientos del autor: todo es un círculo eterno que se repite y se repite. Los mercaderes siempre fueron los maestros del engaño; estudiaron para conseguir el poder y aprovecharse de la ignorancia del mundo. Más a menudo, debemos recordarle a la gente que son personas... dentro de la muchedumbre existe un destello de humanidad que purifica.
III. DÍA DE FIESTA (1408)
La imagen de unas algas bailando con la corriente del río, abren el tercer capítulo, uno de los más sensuales y eróticos. El contoneo de las plantas acuáticas se constituye aquí como una señal que anuncia el misterio del cine tarkovskiano, de tal manera que lo volverá a utilizar en su siguiente película, Solaris (1972), anticipando igualmente lo extraordinario y lo sobrenatural.
Cae la noche y en la orilla de un río el paisaje se transforma en un cuadro de Jheronimus Bosch, concretamente en aquel cuadro del Museo del Prado tan conocido, titulado El Jardín de las Delicias, una obra donde todas las Evas y todos los Adanes confluyen en un mismo espacio, interpretando todos los movimientos, todas las acciones, todas las historias, todas las alegorías. A diferencia de aquella escena idealizada, Tarkovski recrea una noche de brujería y amor, donde cientos de jóvenes corretean a través de un bosque, entregándose al placer de los instintos naturales; como diría John Huston, un paseo por el amor y la muerte. La violencia del amor, la mirada de las tentaciones y el cuerpo de la mujer, concentran toda la atención de Tarkovski. Las palomas caen del cielo y el bosque se hace impenetrable. La noche está hecha para hacer el amor y los amantes abandonan el pensamiento para entregarse al instinto; el film se purifica por instantes y lo irracional domina la escena. Rublev teme caer en las redes de la lujuria y compadece a los pecadores, al dejarse arrastrar por los días como vulgares animales atrapados en la noria de la existencia, en la inercia cotidiana embrujada por la noche. Finalmente, los herejes de la vida son perseguidos por actuar de forma salvaje; sólo una mujer se salva, cruzando a nado el río.
IV. EL JUICIO FINAL (1408)
La parte cuarta es sin duda la más simbólica. Posee una hermosa primera sección donde Rublev y sus ayudantes se proponen pintar una catedral vacía y encalada, pero el pintor acaba convenciéndose de que no puede representar aquello que le piden. No quiere atemorizar a la gente con escenas del Apocalipsis, no quiere aterrorizar el espíritu pues, finalmente es pintar para el poder, ser siervo de una mentira fatal; Rublev sólo desea revelar el espíritu a los ojos, al alma, al universo. La catedral vacía nos confiere una idea del sentimiento profundo de Rublev, de su pureza y su honestidad.
Los meses pasan y aún no han pintado nada; Rublev se opone a la representación de cualquier figura. Su fe está embarcada en un dilema que va más allá de la pintura. El pintor no plasmará el Juicio Final; sabe que si lo hace, el Infierno existirá realmente y eso le hará cómplice de la corrupción del espíritu. En la segunda parte de este episodio, unos vándalos asaltan en un bosque a los monjes y les apuñalan los ojos; los pintores son ciegos, ya no podrán pintar más que en su mente.
V. EL ATAQUE (1408)
La segunda parte del film está compuesta por tres bloques más, de los cuáles el primero ilustra la famosa invasión tártara de Gengis Khan. Nadie hubiera imaginado que Tarkovski, el poeta de la imagen, pudiera haber sublimado de tal manera la representación del horror y la crueldad de la guerra; ciertas escenas son dignas de Ran, de Kurosawa. Siguiendo con sus influencias bruegelianas, nos muestra un vaca ardiendo, un caballo cayendo por una escaleras, gansos volando despavoridos ante la estupidez del poder, una hoguera inmensa... la fealdad y el ruido invaden el film y lo llenan de esqueletos imaginarios que aparecen en el famoso cuadro El triunfo de la muerte. Tarkovski contempla la muerte cara a cara, sin dar tregua a la ficción, sumergiéndonos en un callejón sin salida donde nos sentimos débiles e impotentes. Tras la masacre, nieva dentro de la catedral, en la que aparece un caballo perdido como si fuera el mismo Teófanes resucitado, proclamando: no tengo nada más que decirle a la gente. Todo vuelve a la calma y se cumple la teoría del contraste silencio/ruido, construcción/destrucción que Tarkovski impone en todas los capítulos; corrupción/purificación como estructura.
VI. CARIDAD (1412)
Rublev abandona la catedral, hace voto de silencio y vuelve al convento. Ahora sólo es un mudo que contempla peleas de perros por un trozo de carne. Allí vive una chica, también muda, que se deja seducir por los tártaros y sus señuelos. Rublev la intenta salvar, pero finalmente la engañan. Rublev vuelve a su trabajo: arrastrar enormes bloques de carbón incandescente con unas tenazas hasta bidones de agua. Acepta la ingenuidad y la futilidad de la humanidad y se emplea en lo único que le salva: su trabajo.
VII. LA CAMPANA (1423-1424)
El último capítulo es uno de los más autónomos. Trata la historia del hijo de un forjador de campanas que se ve obligado a ejercer de maestro sin tener experiencia previa. Todos los forjadores de campanas han muerto y el rey quiere una campana nueva para la catedral. La forja de la campana es toda una aventura: primero hay buscar un lugar especialmente arcilloso, luego, cavar un enorme agujero durante semanas, luego hay hacer el molde, enterrarlo y conducir el bronce líquido hacia el vaciado. El verdadero riesgo de la aventura es que si la campana no suena como debe, como castigo, la tradición manda matar al forjador. El niño es el héroe de la realidad, es el único espíritu que no tiene más que perder que su inocencia; es todo sueño, esperanza. Rublev llega y observa a aquel ser jugándose la vida por algo desconocido y frágil y descubre en él el gesto de la divinidad, de la voluntad, de la fe con mayúsculas. También aparece el bufón de la primera parte y Kirill el vagabundo, quien confiesa que él fue el culpable del arresto del juglar. Todo el universo medieval de Tarkovski confluye irremediable en este capítulo final, hasta que suena la campana y el barro y la lluvia purifican la escena por última vez. Entonces la película toma su tercer y último vuelo y vemos todo de nuevo, como si fuéramos pájaros sin pensamiento; libres por fin, escuchando el sonido de la campana. El milagro ha sucedido y sentimos que la película es en sí misma dicha campana que ha nacido de la tierra, algo extraordinario y eterno, engendrado por un sentimiento, por una creencia distinta. Finalmente, Tarkovski es el niño y el film es la campana.
EPÍLOGO
El epílogo de la película consta de una imagen doble: la toma fija de las pinturas en color de Andrei Rublev y una misteriosa secuencia de cuatro caballos, también en color, pastando en paz sobre una isleta, invadida por un río. La película concluye con ese curioso poema que va devorando la imagen y que nos va desintegrando también a nosotros mismos, como en aquel cuadro de Bruegel titulado: El pez grande se come al pequeño.