WOODY ALLEN
Una historia peluda,
acertadamente fallida
Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción. Allen escribió esta cita en uno de los relatos que publicaba en la revista The New Yorker durante los años 60'. Se equivocase o no, Allen se contradijo y lo demostro a la postre en el desarrollo de su cine. Después de trabajar para la televisión y para los nightclubs, Allen decidió escribir algunos guiones picantes que llamaron la atención de los productores del destape. Luego, debió engañar a alguno de ellos, les contó algunos chistes y del día a la mañana del año 1966, comenzó a hacer películas, empezando con aquella extraña, What´s up Lily? que planteaba cuanto menos, algo nuevo, algo raro. Más que la película en sí, el proyecto plantea la milagrosa consecución de la extravagante idea de falsear y remontar una barata película japonesa, para crear un producto absurdo, gamberro y distinto; de alguna manera, plantear la posibilidad real de otros usos de la imagen y ya de paso, reírse del personal.
Aunque curiosa, la intención no fue a más, pues en los once años siguientes, se puede decir que no hizo nada por el estilo, al menos, de relevancia, a pesar de que le dio tiempo a hacer cinco películas más que podrían usarse como programación para fines de año, cuando por suerte, nadie ve la tele con atención. Pasaremos por encima de ellas, aunque sólo sea por su pobre talento y escasa brillantez; hay ciertas cosas en la realidad, que no deberían ser mencionadas. Para más detalle, todas sus producciones hasta 1977 son sin excepción, vacilantes, progres, convencionales, tendenciosas y acomplejadas en grado superlativo. Un humorista como Allen, era en esos tiempos, una persona traumatizada y burguesa, cultureta y freudiana, admirador de figuras como Groucho Marx o Jerry Lewis y defensor de la pseudofilosofía, la charlatanería y la fama; Allen quería ser una estrella. El postmodernismo -si alguna vez existió dicha aberración estética- fue su religión absoluta y la frivolidad y el escepticismo, sus vírgenes suicidas. De todas maneras, toda esta inicial confusión es probable que se incubara debido a su participación en Casino Royal (1967), la producción que el irregularísimo John Huston ofreció a la saga 007. Es posible que Allen creyera que el cine tenía algo que ver con dicha película y que allí nacieran sus primeras impresiones sobre la representación d ela realidad y su concepto de cine. Por otro lado, allí también nació el personaje de Austin Powers, una mezcla de Woody Allen, Peter Sellers y James Bond.
A esos niveles, el cacao es importante.
Siguiendo la cita inicial de Allen, no se sabe si por el paso de un meteoro o por un fortuito golpe en la cabeza, el director norteamericano se dio cuenta de la tontería que estaba haciendo y en 1977, sin precedentes ni expectativas, realiza Annie Hall, una pieza objetiva de la vida y de la muerte sin canción alguna. En ella, sigue utilizando sus obsesiones: el cine, el sexo, la muerte, los judíos, Freud, la falsa erudición, el mundo burgués... pero extrañamente, le sale algo eficaz y honesto, una peliculita que se gana el beneplácito de la academia norteamericana y gana cuatro oscars: película, director, actriz y guión. Les pareció demasiado darle el premio al mejor actor, tal vez, el único que hubiera sido, en realidad, coherente. Cuestiones académicas aparte, aquí empieza el mito y en la memoria popular, parece que esta obra de Allen justifica el valor de todas las demás; pero la verdad no es así. Annie Hall se transformó en la tarjeta de presentación de Allen, la cuál, hasta nuestros días ha constituido su identidad y su imagen. A partir de ella, parece que si a alguien no le gustan sus películas, dicha persona es menos inteligente que el que las acepta como si fueran obras maestras.
El relativismo es una enfermedad.
La burguesía es la peor de las clases; defiende lo que sea en pos del establishment y el confort.
El pensamiento débil sigue de moda.
En todo caso, la estrella le acompañó, no un año después, sino dos, con su impecable y eterna Manhattan (1979), esta sí, cristalización de un nuevo Allen, que vaticinaba a un artista en toda regla. No existe en su filmografía, una película tan equilibrada, clara y sincera, tan cine y tan bella como esta balada de amor urbano y jungla de asfalto que nos brinda aventura, ingenio y humor sin precedentes. Toda ella es una sinfonía de aciertos concatenados, donde ya no hay sketches aislados, ni gags de segunda; sólo hay un hombre contradiciéndose y luchando por vivir una vida que no comprende.
Fantástico.
A veces, se da en el clavo y casi siempre, sin querer.
Atrás queda Interiores, un trauma bergmaniano de poca o ninguna relevancia o sentido (también lo intentó con Septiembre (1987), con Otra mujer (1988) o Alice (1990), pero Bergman no era lo suyo). ¿Por qué hizo aquella película?
Luego, en 1980, intentó contar las vicisitudes de un cineasta a lo Fellini en Stardust Memories, utilizando la estética Manhattan, pero fracasa. Manhattan solo fue y será una vez.
¿Por qué no intenta hablar con su estilo de él mismo y sin embargo lo intenta continuamente con el de los demás?
Llegados los 80', comenzará otra década de decadencia que se alargará hasta 1991, cuando realiza la deficiente Sombras y niebla, intentando realizar un film noir a lo Fritz Lang; sus traumas fílmicos siempre le llevaron al fracaso. Cuando quiere parecerse a alguien, falla, cuando sólo intenta ser él mismo, acierta; siempre es así. Pero Allen no se hace caso ni de él mismo y prefiere asegurar a arriesgar; ese fue su grave error. Allen ha demostrado que siempre quiso ser otros, por eso en 1983 realizó Zelig, su segundo gran experimento. Podríamos agruparlo junto a su primera película, formando un tandem experimental que representaría la ambición artística de Allen, quizás su aportación más interesante a lo que el cine respecta, ya que todo lo demás no pretende otra cosa que espectáculo puro y duro; filosofía del entretenimiento. Hay quien dirá que de eso se trata, pero todos sabemos que el cine tiene otros muchos usos, mucho más gratificantes, mucho más encantadores y que no estamos aquí sólamente para reírnos y pasar el rato, sino también para emocionarnos, conocer la belleza, la sabiduría, el placer de las cosas y dilatarnos en el otro si es posible y comprender un poco más de qué estamos hechos y por qué somos así de imperfectos. En definitiva, los 80' son una caída en picado hacia la condescendencia, salvando ciertos picos, ligeros, como La Rosa púrpura del Cairo (1985) o Hanna y sus hermanas (1986).
Allen escribió: El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Yo, por mi parte, le versiono: El matrimonio no es más que una idea transitoria en la mente de Allen. En 1992 inventa Maridos y mujeres, tomando de nuevo a Bergman como referente o a la preocupación obsesiva de Bergman por las relaciones hombre-mujer (el cineasta de Upsala estuvo casado cinco veces). En todo caso no hay que olvidar que Allen ha estado casado tres veces; su esposa actual es la hija adoptiva de su anterior mujer, Mía Farrow -lo cuál no es ninguna tontería- quien se llama Soon-Yi Previn, la cuál tiene 45 años y dos hijos adoptivos con Allen. Cuando se escriben estas líneas, Allen tiene más de 80. Tal vez, esto refleje el resultado de sus investigaciones sobre el asunto.
En los años 90', Allen profundiza en los problemas de las relaciones convencionales, y así películas como Poderosa Afrodita (1995), Desmontando a Harry (1997) -tal vez uno de sus últimos logros, utilizando una estética Annie Hall-, Celebrity (1998) y Granujas de medio pelo (2000) son las más potables. En todas ellas se vincula el amor con un hecho pasajero, con un hecho casual que no entiende de formas y que no sabe muy bien dónde va. La conclusión es que el matrimonio burgués es un error y una confusión sin una solución clara: aburrimiento, celos, traiciones, mentiras; en 1997, cuando termina de rodar Desmontando a Harry, se casa con Soon-Yi Previn.
Y llegamos al siglo XXI, donde la obra de Allen se vuelve a dividir en varias etapas. Allen es un director compulsivo y eyaculador precoz de películas. No se quiere rendir y hace película a año como lleva haciendo desde los años 80'. La terapia le va bien. La cuestión es que una producción tan profusa tiene sus consecuencias: hasta el 2010, Allen sorprende haciendo versiones de tragedias clásicas e historias de misterio. Destacan La maldición del escorpión de Jade (2001) o Scoop (2006), pues son muestras de historias detectivescas a lo Sherlock Holmes; Match Point (2005) y El sueño de Casandra (2007) son muestras inequívocas de relatos trágicos ingleses y rusos. Es cierto que todas ellas no pasan de un somero notable, pero sí representan una última etapa de brillantez, aunque cada vez más comercial, más bluff.
Para entender el fracaso de siete de las ocho últimas películas de Allen, tendríamos que volver a citar uno de sus textos: la nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión. Nadie sabe si el octogenario de Allen se ha instalado definitivamente en el vacío, pero lo que sí muestra con sus pobres y miserables últimas producciones, es un consentimiento y un alargamiento de una imaginación seca y podrida, de un talento que quedó muy atrás o al que se le dejó de hacer caso y que ya no tiene nada que decir, digan lo que digan. Allen va vestido para la ocasión, pues sus películas no dan problemas y abordan temas de las maneras más banales y facilongas, utilizando a superestrellas como sustitutos de su propio y único personaje; él. Allen parece no saber reinventarse e incluso le parece bochornoso aparecer en escena, pues debe ser que ya nadie se cree que pueda ligarse a una rubia de veinte años, ¿fue creíble alguna vez?.
Ya no hay nada en Allen. Ni siquiera una sonrisa. De alguna manera, su cine insulta, ya no la intelegencia del espectador que ni siquiera la roza, sino la dignidad del cine, que empieza por un mínimo respeto al público, aunque tu oficio sea el puro entretenimiento. Desde el 2008, todo ha sido un desastre. Es cierto que en 2015 algo ha vuelto a resurgir, no se sabe si por culpa Joaquín Phoenix, pero sea como sea, Irrational Man parece querer defender que aún existe una brizna de ingenio dentro de este cómico populista y progre que se está muriendo poco a poco, pero que no sabe decirnos cómo y por qué no está sabiendo ser joven, siendo viejo, y que fue viejo siendo joven y que no se atreve a asesinar a Emma Stone en el ascensor, porque le da miedo el vacío o la muerte pues, aunque no ha parado de mencionarla en todas sus películas (la muerte, la muerte, la muerte), no ha llegado a realizar un pacto con ella y no ha podido empujarla definitivamente para destruir la idea de la nada que le obsesiona, la falsa idea del absurdo que se niega a soltar, a ver si al final va a ser verdad aquello que dijo el otro: de lo que no se puede hablar, hay que callar.
Por cierto, Emma Stone representa la falta acierto de Allen en la elección de sus musas.
Deplorable y artificial.
Allen no se calla, pero se permite destrozar una buena película, imponiendo un final ridículo, tal vez un final made in hollywood; una triste manera de ver el mundo y de ser en el mundo. Hablaba Schopenhauer sobre aquello de la representación y la voluntad; en cuanto a la representación, Allen ha demostrado resistencia, pero no suficiente. En cuanto a la voluntad de su cine, aún es un misterio, pues ignoramos si una nueva década de Woody Allen estará en juego o si la muerte se habrá cansado ya de darle más chances; en todo caso, si se los da, es por el puñado de aciertos que ha conseguido en su carrera, que a pesar de ser regular, es decadente. Muchos alaban su obra y la definen como impecable pues no les hace daño ni a ellos ni a sus hijos. El problema de muchos críticos es que tienen hijos y aplican su doble moral, destacando la amabilidad de Allen -incluso su picaresca- y omiten su lado perverso, quizás el más interesante, el que ha dado como resultado sus mejores películas. No desearía que este texto se tomase como un ataque contra Allen, sino como una puesta a punto, una justa mirada de las cosas, una aclaración sobre un enorme cambalache; la destrucción de un mito injustificado. Pero sé que seguirán diciendo que sus películas son magníficas.
Otra cosa es, si en el futuro, alguien podrá verlas sin estupor.
El tiempo dirá.
Por mi parte, sólo puedo advertir que después de ver su filmografía completa, nace una especie de desencanto en el estómago, un sentimiento vago, una indiferencia que repite una idea en la conciencia: para qué ha servido todo esto, nada más y nada menos que medio centenar de películas sin parar de hablar y no decir casi nada y no arriesgar al máximo una forma, un estilo.
Tal vez, haya algo irracional en todo esto finalmente, algo que Allen aún se resiste a soltar.
Hay una mentira que sigue manteniendo y que visto lo visto, se llevará a la tumba.
Peor para él.
Su cine ganaría.
¡Salud y Manhattan!