sábado, 26 de septiembre de 2020

SEPTIEMBRE 20 SERRA





LIBERTÉ
(2019)
 
Albert Serra






El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán en erupción
De donde había salido
Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos
Sus ojos de doncella
Y ese permanente razonamiento de "sálvese quien pueda"
Tan exclusivamente suyo,
Pero desde el salón fosforescente iluminado por lámparas de entrañas
Nunca ha cesado de lanzar las órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche moral;
Por esa brecha veo
Las grandes sombras crujientes, la vieja corteza gastada,
desvaneciéndose
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la primera mujer,
Con toda libertad,
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo ha llegado a ser hombre,
Por la cual el marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
Y acróbatas trágicos,
Aferrados al hilo de la Virgen del deseo.

 
André Breton 
 
 
 
 
Creo que el viejo André Breton lo explicó a la perfección y que Serra raptó de él su idea, también a la perfección o al menos de una forma bastante similar. Las ideas fluyen por el aire, por las páginas de los siglos y van asentándose en diferentes formas, objetos y fenómenos. Durante mucho tiempo fue la Biblia, después la pintura, la música y por fín, después de un cierto lapso de fascinación por el pensamiento político-utópico, la humanidad fue dominada por el cinematógrafo. La cultura del ver comenzó con el despertar del deseo dormido en los ojos del inconsciente; el cine perpetuó aquello que el público sediento de pasiones prohibidas vivía en los espectáculos de variedades. Se hace más que interesante notar que una de las películas que mejor encarnan ese espíritu del mal que sobrevoló el séptimo arte antes del código Hays y el establecimiento de las sociedades bienpensantes, fue un film del olvidado André Dupont titulado Varieté (1925). Así, Liberté y Varieté se conjugan mágicamente casi como una rima infantil, dos versos satánicos separados por casi un siglo, generando un hecho impuro, anticultural, antinaturalista. Destruyendo tabúes y clichés, yendo por la senda de la incertidumbre que suele llegar al valor de la verdad de una forma siempre inquietante, Serra toma el relevo de Dupont, de Stroheim, de Passollini, de Godard, de Warhol, del conde de Lautréamont, de Villiers y de los surrealistas para deformar de nuevo el mundo y darnos una perspectica diagonal de la realidad, que no es poca cosa en estos días de pobre sensibilidad y abundante banalidad. Liberté es una obra enorme pues se desborda por el desfiladero de lo simbólico cayendo en catarata dorada hacia las oscuras puertas del abismo, hasta el lugar donde los senderos se bifurcan: un bosque ponzoñoso. En este veneno erístico abonado desde su inicio por una maloliente montaña de estiércol, irán naciendo cuerpos como espíritus enfermos, sádicos, perversos y cazadores de carne, entregados al placer orgiástico como único paraíso ante la tragedia de la existencia. La película es en sí misma una evasión, un número de variedades de enorme sofisticación y pluma, llena de gritos y susurros, de hecho, podría interpretarse en cierto modo, como una superación de todo el cine bergmaniano. El público, más que ver,  escucha conversaciones en alemán, francés e italiano, idiomas de un alto grado de racionalización que intentan aludir al hecho inefable que las reúne, tal y como si se tratase de un aquelarre donde las palabras van alimentando a la imaginación, convirtiéndose en llaves evocadoras de relatos infames e imágenes violentas que contrastan con el paisaje de un oscuro bosque que representa, al fin y al cabo, el único protagonista de toda la cinta. Los seres que copulan entre hojas y troncos no son más que conejillos en celo en medio de la hermosura y el misterio de lo telúrico, por lo que sin duda, Liberté podría definirse como el primer film contemplativo de Serra, su primera conexión sublime con lo sagrado, con lo real. Este psicasténico cuento de hadas lleno de convulsión, liberación, entrega, inconsciencia y hormonas, nos propone un atlas de los supervivientes del Jardín de las Delicias, como si ciertas almas aún respirasen desde el siglo XVI para seguir alimentando la llama lúdica del alma o del reverso de esta, pues el lado tenebroso existe, aunque los curas y los brahmanes intenten deshacerlo con palabras y meditaciones, o al menos eso es lo que parece ofrecer en esta ocasión el controvertido cineasta Albert Serra, dotado de un olfato muy fino para detectar lagunas perversas repletas de polvos dorados y anatomías fantasiosas. "Estos son hombres de verdad, me pueden dar cien veces lo que tú", dice una voz. "Me dais miedo", responde otra. "Los hombres débiles merecen arrodillarse", sentencia una tercera. Como ha hecho a lo largo de todo su cine, Serra no elige -o al menos no es su gran interés el hacerlo-, sino que respeta la sucesión de los hechos, pues el cine, en gran medida, es eso: lo maravilloso acontecido por casualidad en medio de un despiste. Como en muchas otras películas, estos hallazgos se suceden sin querer en Liberté, interrumpidos por conversaciones solapadas, monjas, pelucas blancas, duques, carrozas, engendros, anormales, libertinos, inocentes y sadomasoquistas, tratados como si de una fábula se tratase, pues la insatisfacción del director ante el mundo se convierte aquí en una fatigosa chispa imaginativa que establece una dialéctica del sentido obsesionada por el espacio. Sin lugar a dudas, Liberté es el tratado espacial más riguroso del cineasta catalán, una tragedia ante el espejo llena de miseria vital -en vez de marxista, sadiana- donde el prójimo se transforma en una oportunidad de explotación, en un territorio fértil y fragmentado. Lo que vemos en la pantalla no es lo que creemos ver: aparecen partes, trozos, sugerencias y matices que el espectador une empujado por su deseo de descubrir y vislumbrar, pues las sombras siempre van más allá de los sentidos, transformándose en hechos verosímiles, cuando lo extraordinario habita la ficción y nos deja atónitos. El mundo de lo obvio y el mundo de lo elíptico se mezclan para dar como resultado una estampa terrorífica de la esencia humana, un álbum que recoje las imágenes del lado oscuro de la conciencia, construida en forma de teatro de la crueldad de una mente universal, llena de humorismo (farsa + elementos inquietantes) y deseo. Pero, ¿sólo nos queda el deseo? Deberíamos dejar hablar a Gilles Deleuze. Así, no todo el monte es siempre orégano, pues a pesar de este logro épico, Serra se enfrenta ahora a su momento más difícil: superar su idea de deshumanización, de vacío y tras culminar con Liberté su ciclo de pelucas afrancesadas y personajes vampíricos, debería empezar a llenar el vaso del significante y el significado o acabar como Paul Morrisey, o lo que es lo mismo, haciendo el ridículo; la impostura es bella pero efímera. La potencia de su última obra sella una rica veta en la cuál, si insiste, dejará de brillar. La magnífica instalación Personalien (2018) -expuesta en el Museo Reina Sofía de Madrid- y la adaptación teatral Liberté (2018) -estrenada con gran polémica en el Volksbühne de Berlin- fue la cadena de baldosas amarillas que Serra siguió para acabar filmando una obra que sella un claro mensaje: "voy a seguir haciendo lo que me de la gana." Instalado en las altas esferas de la cultura, embriagado por su naturaleza burguesa y escéptica, si no quiere quedarse encerrado en su malebolgia particular, Serra deberá partir hacia otros mundos o morir en la pesadilla de los ilustrados y los románticos que sólo conduce a la estetización y aurificación. Todo ágil cinéfilo entiende que aquí se detiene un autobús para coger otro, un autobús donde en vez d emirar por el ojo del culo, si quiere brillar, deberá elevarse... Por cierto, un atisbo de ello es mencionado por uno de sus personajes: "Dios es un perverso con el que me gustaría tratar."
















martes, 22 de septiembre de 2020

Jose Luis Garci

 

 

 CRACK VISIONS

 (El Crack I y El Crack II

1981 -1983

Breve reflexión sobre cierto cine de Jose Luis Garci

 



El cine posee una cualidad casi esotérica, ausente en las demás artes; me refiero al hecho documental. Cualquier película, desde las de Spielberg a las de Albert Serra, contiene en su materia esencial algo que con la virtualidad actual va perdiéndose y por tanto, empobreciendo el cine: la capacidad de sellar lo real es un milagro que nunca debería perderse. En toda ficción, por debajo del argumento y los personajes, se va escamoteando aquello que en un futuro -aunque la película no resista el paso del tiempo- acabará saliendo a flote hasta convertirse en un verdadero tesoro; se trata de aquello que como un monumento, pertenece a la vida y por lo tanto, a la memoria. Si volvemos cuarenta años atrás, nos encontraremos dos ficciones de Jose Luis Garci (El Crack I y El Crack II), propuestas sobrias de género negro que en su día mostraban unos acentos y unos donaires muy de la época postfranquista, llena de rituales lingüísticos y cotidianos desaparecidos hoy, que en el aquel momento, de seguro, se pasaron por alto al imitar los modos del pasado. Pero cuatro décadas después y al revisar esta nostálgica ficción garciana, basada en la vida de un oscuro y silencioso detective madrileño conocido como el Piojo -interpretado de forma brillante por Alfredo Landa-, los tintes casposos y cierta torpeza narrativa se ven transformados milagrosamente por el tiempo, reactualizándose por varios motivos. El primero se basa en un hecho lleno de voluntad por parte del cineasta que fue la decisión de incluir en la película numerosas postales de la vida urbana madrileña, sobre todo nocturnas y vacías o muy distantes, intentando deshumanizar lo común y mostar un Madrid mitificado lleno de brumas y nieblas, luces azules y callejones pestilentes más cercanos a la literatura de Chandler que al Madrid de los pichis. Garci intenta de forma naif, evocar en su ciudad y sus diálogos su Nueva York idealizado, la ciudad a la que le hubiera gustado pertenecer, ya que él, como es más que sabido, es un mitómano inconsolable adorador del Hollywood clásico. Por tanto, comparado con la apariencia de la capital española hoy, el Madrid de El Crack es un Madrid casi imaginario, fantástico, casi de Blade Runner, por momentos irreconocible, repleto de descontextualización y sombras chinescas. Los planos que realiza de la calle Santa Isabel, donde aparece un Cine Doré ennegrecido y abandonado -casi irreconocible- y otros donde encuadra al fondo los Cines Ideal, con apariencia de tugurio desolado, dan muestras perfectas de una idea de muerte y desencanto que sobrevuela a ambos films. Por otra parte, el segundo factor que parece redimir a la película de su estereotipo de obra casposa y reaccionaria es la de su austera estética y ritmo atemperado, similar -guardando las distancias- a la de un Kaurismaki o un Resnais. Soy consciente de que esta afirmación podría llegar a ser polémica, pero tampoco quiere decir que a partir de ahora, El Crack deba valorar como una obra resucitada de entre las cenizas para pasar directamente al parnaso, ni mucho menos, esto sólo es un pequeño apunte para advertir sobre un fenómeno que puede revertir muchas percepciones en otros muchos casos debido al aplatanamiento de la producción fílmica industrial de nuestros días. Cuando Garci realizó estas películas, ni era un novato ni un director independiente, sino un autor comercial que realizaba films personales o mejor dicho, obras llenas de gustos personales y mitomanías, eso sí, sin mucha ambición técnica, limitándose a sus talentos exclusivamente, a su territorio conocido y sobre todo, a la influencia de cierto cine localista que se hacía en España por aquella época. Pues así y aunque parezca una exageración, el tiempo a otrogado a El crack el don que sintetiza una idea simple de hacer cine que muchos siguieron en la época y que tiene diversas conexiones con cines aparentemente tan alejados del suyo como el de Almodovar, Carlos Saura o Antonioni (¿o es que no es idéntico el ambiente de El Crack al de Crónica de un amor (1950)?). Soy consciente de que es una idea exraña, pero al visionar estas películas de los 80', uno ve perfectamente cómo era un mundo que se acababa y que no sabía cómo resucitar, lo cuál es un fenómeno extrafílmico que se rebela como el gran protagonista cuarenta años después; la realidad se convierte en algo sublime cuando se transforma. Jose Luis Garci representaba por aquellos tiempos, a esa ola nueva de lo español que en realidad soñaba con ser norteamericana -al igual que lo quiso durante los 60' y en gran medida, la Nouvelle Vague-, cargada aún de complejos y callejones sin salida. Así, el mundo noir, el mundo de las películas de gansters de los años 50' (La jungla de asfalto de John Huston) y las ficciones de detectives de los años 30' (Sangre Española de Raymond Chandler) crearon la idea de esta película que rescata a su protagonista de los clichés cómicos y bobalicones del cine basura que adquirió Landa durante décadas anteriores (Un curita cañón, 1974), transportándolo a otro nivel, otorgándole una somera beatitud. Miguel Rellán (el Moro) es la otra alegría del film: un personaje moderno, divertido y liviano, un Sancho Panza que habla de una España joven, pícara y bohemia abocada al fracaso. En cambio, el Piojo es serio, triste y escéptico, pero siempre triunfa porque es como Humphrey Bogart: un ser poderoso e instintivo que nunca falla. Un superhéroe. Todos estos factores empujan al ávido espectador a pensar de nuevo ciertas películas en apariencia muertas ya por olvido, ya por mitología. Cuando uno se detiene hoy a observar estas obras tan poco revisitadas y mencionadas, tan faltas de promoción, tan llenas de polvo al considerarlas inútiles, se descubre otra cosa, un extraño paso del tiempo, un momento civilizatorio perdido en la memoria, una fantasía de la oscuridad casi inverosimil: un milagro del cine. El eterno presente al que parecen obligar las redes al mundo actual, deja improcedente a la verdad de las cosas, a las antiguas apariencias, al mundo de ayer; otras sensibilidades. Parece haberse instalado una guerra contra el pasado, un estigma contra el hecho de mirar atrás para comprender dónde estamos y dónde vivimos. Es cierto que la cultura norteamericana recoge hoy los frutos de más de setenta años de imperalismo salvaje y aunque es paradójico, es muchísimo más sencillo revisitar obras estadounidenses que españolas, lo cuál desfigura la percepción que cualquiera puede tener de una tradición fílmica como la española. El crack es una ficción más, un pequeño palimpsesto de atmósferas y una simple historia de detectives, pero también una obra que contiene una latencia especial sólo apta para aquellos que sepan ver más allá del aburrimiento y el aburguesamiento de los que hoy consta el mundo. Como hace el Piojo en la película, descubriendo la clave de sus investigaciones al descubrir que una foto está invertida -o sea, que la realidad está invertida- miremos a contraluz el panorama general e intentemos darle la vuelta para encontrar una respuesta que nunca es explícita, que nunca es obvia, pero que nos haga disfrutar de otra manera a la establecida.

















lunes, 14 de septiembre de 2020

Charlie Kaufmann




 I'M THINKING OF ENDING THINGS
  (2020)

Charlie Kaufmann


 



Escribo sobre la confusión porque está ahí, 
porque es un sentimiento que me invade 
 habitualmente.

Ch. K.


 

Comenzaré advirtiendo que todo es mentira, que todo -o casi todo- lo que se ha dicho sobre la última película de Kaufman es sesgado, tímido y en gran medida, superficial. La razón se encuentra en el hecho de que a pesar de los halagos y las incomprensiones, del enroque en el fenómeno de lo raro, en el estereotipo de lo excéntrico y todo lo demás, en medio de todo eso, de las cifras que ha hecho o no el film en Netflix o de las retrospectivas filmográficas comentadas una y otra vez de un autor bastante asimilable por el mero hecho de su esencialidad, al personal se le ha olvidado mencionar que nos encontramos ante la mejor película del año 2020. Casi nada. En lo mejor de las redes se comentan referencias obvias de pasada, intentando comentar las conexiones con otras obras contemporáneas, siguiendo la errática tendencia crítica de la actualidad de no ser capaces de mirar atrás. Hablar de Raúl Ruiz o Alain Resnais, mencionar el nouveau roman de los sesenta, mencionar a la santa Durás, mezclado con un somero comentario sobre la terrible sociedad estadounidense, no es suficiente. Al menos, no es suficiente hoy. En la época de Susan Sontag valía con eso y con alguna broma satírica para que el artículo punzase las conciencias más insensibles y provocase el debate y la controversia, en definitiva, el movimiento de las ideas. En cambio, hoy lo veloz no es suficiente y lo breve no garantiza nada o casi nada; no todos somos Borges -y aún en su caso-. El aluvión de films que un crítico está forzado a ver hoy, supera y mucho la cantidad que necesitaba un analista de hace medio siglo para estar al día y combinarlo con su cinefilia clásica; de ahí la importancia del criterio y el olfato. Una mirada al presente y otra al pasado: no hay otra. Por eso, tal vez tenemos dos ojos y no uno o tres. Dos manos, para escribir sobre lo que pasa y otra para recuperar lo que pasó. La cosa es que -como en la película de Kaufman- hoy todo parece detenido en el mismo punto, inmovilizado, paralizado, como si el mundo sufriese una enfermedad neuronal que le hubiese dejado patidifuso. Todo está congelado, hundido, teñido de blanco. La nieve cae y al ser humano de hoy no le importa transformarse en llanura, en desierto, en nada. Por eso los grandes artistas se ven obligados a crear desde cero, desde lo subterráneo, desde la oscuridad. Así, Kaufman lo ha hecho en esta ocasión, metiéndose de lleno en la cascada más compleja de su vida. Estoy pensando en dejarlo (2020) es una película que se embarca en la llamada escuela de la dificultad, un movimiento muy yanki, muy de palimpsesto, muy posmoderno, en su mejor sentido. Me refiero a una literatuta que se realizó en el Nuevo Mundo desde los años 70' y que intentó crear la Nueva Novela Americana, un nuevo Moby Dick. Y es que toda esta corriente es hija del modernismo más ambicioso, talentoso y brillante. T. S. Eliot, Ezra Pound, John Barth o James Joyce son algunos de los creadores de esta idea de creación no apta para ilusos ni vagos redomados, vedada para escépticos y animales sin alma. Charlie Kaufman es un escritor que idea películas, que construye artefactos narrativos excelsos, versátiles y mutantes, dotándoles de una materia maleable que va cambiando de forma como si se tratase de un pulpo o una medusa. Sus films son seres de una galaxia oscura llamada cinematógrafo, lugar donde se engendran las criaturas luminiscentes más ingeniosas de la existencia. No nos vamos a poner petulantes ni insoportables, pero cuando el seno del cine da a luz algo como Estoy pensando en dejarlo, hay que celebrarlo por todo lo alto. 
Kaufman tiene claro lo que quiere: hacer una película clásica en medio de un mundo banal, senil y vulgar, por eso elige un formato en cuatro tercios, el maravilloso formato de los grandes cineastas olvidados de las primeras décadas del cine, ese área maravillosa y mítica que se acerca más al número áureo, a la armonía perfecta de la visión. "Los ojos están hambrientos", recuerda Lucy -la gran heroína de este viaje, en parte carrolliano- al espectador, mirándole a los ojos fijamente, llamándole la atención, traspasando la pantalla hasta llegar a nuestra mente. Con ello, Kaufman no sólo conecta con el primer Godard, sino con una forma de hacer cine, un espíritu marginado por la contemporaneidad, donde se dejaba aún imaginar al espectador que aquello que veían era real y verdadero. Y la realidad de los dos protagonistas -los magníficos Jessie Buckey y Jesse Plemons- montados en un coche nos llevan aún más lejos, hasta Rossellini y su Viaggio in Italia (1954), -renombrada en la península hispánica con el sugerente título de Te querré siempre-, hasta Anna Karenina (1948) de Duvivier o hasta la versión de Clarence Brown, pues aunque no salta a primera vista, con el justo detenimiento, uno se da cuenta de que la heroína se da un aire a Greta Garbo. Parecidos razonables a parte, hay que tener claro que es esta una película de ideas, no de acciones. El argumento es muy escueto y la peripecia se resume en menos de una frase, lo cuál no nos debe llevar a equívoco, pues no es sólo una película de guión ni mucho menos, pues el talento de Kaufman con las palabras o con el collage discursivo no sólo acaba en la escritura, sino que en especial en esta última entrega, se hace evidente un bello dominio del ritmo, las luces, los ambientes, la fotogenia y el instinto interpretativo. Domina y maneja el sonido a sus anchas, corrigiéndolo, silenciándolo, cortándolo, creando en ocasiones un maravilloso mutismo que nos traslada al cine mudo y a su inquietante profundidad, haciendo nacer el áura que tanto cuesta, en estos días paganos, resucitar. Kaufman decide despistar a sus personajes, secuestrándolos en una ficción sin retorno -una road movie fragmentada a base de alocados entremeses-, disfrazada de circunstancias burguesas y archiconocidas por el común de los mortales que haya establecido alguna vez una relación sentimental con alguien. Pero la cosa no se queda ahí, pues partiendo del texto original de la homónima novela, escrita por Iain Reid, Kaufman dispara su película sin saber cómo acabarla o lo que es lo mismo, simulando una improvisación ficcional donde la telequinesia, Newton, la Biblia, Sartre, Camus, Ciorán, Robert Walser e incluso el situacionismo de Guy Debord, tienen cabida. Todo se iguala bajo la nieve hasta morir. Las palabras fluyen mientras el público cree que encontrará algo en su arena, en su confusión, en su delirio... pero las palabras se las lleva un viento que, por un instante se reencarna en Lucy en medio de una anagnórisis brutal, en mitad de un ataque de autoconciencia sublime que llena de poesía la película y el corazón del que la observa y oye a estos dos titanes imaginarios perdidos en la tempestad. Al principio de la cinta se muestra un rincón de la casa donde vive Lucy, lugar donde ella tiene colgada una reproducción del famoso óleo de Caspar David Friedrich, titulado Caminante ante un mar de niebla (1818), referencia romántica muy clara que nos llevaría a justificar el idealismo de la película por un lado y los sentimientos oscuros por otro;
su presencia se hace pictórica, lo que lleva al film a surcar los universos de Rembrandt, Goya o Velázquez, bajando las luces hasta matizar las formas al extremo de convertirlas en una luz ténue que nos habla. El color es un sentimiento, una emoción; la luz trasmite dichas sensaciones de forma irreal, fantástica. Kaufman, desde sus primeras ficciones, instauró su personal estilo lúcido-depresivo-surreal -muy distinto al de Todd Solonz- que engendró joyas como Adaptation (2002) o Cómo ser John Malkovich (1999). Siempre se ha vinculado a Kaufman con ese grupito de postadolescentes infantiloides que son Wes Anderson, Spike Jonze y Michel Gondry, creadores singulares pero inmaduros y aburguesados, voces distintas que acaban por decir nada, de aportar nada, sólo pura estética, eso sí, espectacular, diferente; la decisión de Kaufman de pasar a la dirección a partir de 2008, tal vez se deba a que las colaboraciones que tuvo con los anteriormente mencionados, no llegaban a satisfacerle, a encarnar sus ideas a un nivel digno. Pero lo distinto, por sí solo nunca garantiza lo nuevo, lo importante, lo necesario: el mito de la innovación no lleva a ningún sitio por sí mismo, lo raro, tampoco. Muchos han etiquetado a Charlie Kaufman como a un cineasta extraño, raro, personal, definiéndolo así para quedarse tranquilos, para encerrar su nombre en una jaula donde no les haga daño un verdadero creador: sin lugar a dudas, Charlie Kaufman es uno de los pocos artistas que sobreviven en Hollywood o como se llame a aquel engendro industrial que hoy nadie sabe cómo definir o situar. Dice el crítico Lucas Santos que "a lo que se parece ese cine impersonal, rutinario y afectado que nutre los abismos de las plataformas digitales y las candidaturas a los Oscar es a los libros de autoayuda y a toda esa gazmoñería que parece adueñarse poco a poco del mundo" y no le falta razón. Buena síntesis. La cosa es que el gran público -por llamarlo de alguna manera- sigue sin querer darse cuenta de que algún día se convertirá en lo que ve en la pantalla y de forma irresponsable, sigue considerando y utilizando el cine -y las demás artes- como un mero entretenimiento. "Nos convertimos en lo que vemos", afirman sin vacilar los personajes de la película, avanzando en medio de la nada, cada vez más sombríos, pensando en el amor, las películas, los libros, los poetas, citando y discutiendo la realidad mental, las ideas que vienen y que van, demostrando que el cine puede proyectar un más allá de las formas y contraponer la razón y la locura de una forma equilibrada, montando a ambas en un coche para hacerlas hablar la una con la otra. Kaufman quiere decirnos muchas cosas y nada a la vez: es un amante del cine, quiere construir una película imposible como lo hacía Fellini o Buñuel, un ensayo de tinieblas donde todo quiere crecer, donde todo quiere vivir, atravesando el túnel de Alicia, obligando a sus personajes a reencarnarse  en conceptos -como en Beckett-, en entelequias, en palabras, en música, en teatro o en cotidianidad, consiguiendo convertir un coche en toda la memoria del mundo, o de su mundo particular, pensando en el final de la historia, en un cierre simple y justo para un pandemonium discursivo que crece como un rizoma y que quiere perpetuarse en el infinito a pesar de su imperfección. Exactamente ahí reside el reto de Kaufman: repetir su tentativa de la fallida Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), pero de una forma absoluta, centrándose en su parte onírica, en su potencia más brillante y llegar hasta lo hondo de lo bello a través de herramientas surreales, jungianas, lacanianas, joycianas... continuando adelante a pesar de la mentira de la existencia y de las máscaras, consiguiendo un ambiente psicoanalítico, lírico y dulce lleno de interrupciones, reflexionando sobre la deshumanización de la contemporaneidad y la universalidad de una forma sencilla, aceptando que no hay colores en el universo, ni respuestas claras, mezclando realidades opuestas, géneros esperpénticos, correcciones lingüísticas, helados derretidos y complicadas metáforas hasta atravesar la frivolidad de la evasión, los dibujos animados, el terror, la violencia, la danza y la enferma adolescencia hasta aplastar el mito de la juventud y del tiempo mediante el absurdo de Ionesco y Pirandello, observando con paciencia los intimidantes cuadros de Ralph Albert Blakelock.
Todo esto sólo es una muestra de lo mucho que se podría hablar de Estoy pensarlo en dejarlo, traducción no del todo fiel, dotada de una sibilina ambigüedad que refleja las intenciones y la postura -a estas alturas del partido- del cineasta niuyorkino. Las palabras son maleables, las imágenes también: Kaufman consigue demostrar que el cine, además de un lenguaje autónomo, es un creador de realidades capaz de llegar muy hondo y de secuestrarse a sí mismo para desnudarnos sin darnos cuenta y a la vez, de encadenarse para no poder escapar y mostrar los huesos que nos rodean, el cementerio blanco de la verdad, la emoción de la revelación y del misterio, tan sólo para llegar a un bello final digno del El principito, ese artefacto "minimal" escrito por el conde Antoine de Saint-Exupéry, otro tipo raro, inclasificable. Parece que a la crítica generalista le preocupa demasiado encasillar las singularidades para poder hablar de ellas con facilidad y llegar más fácil al lector. Es una lástima y un ejercicio inútil el hacerlo, pues para artistas como Kaufman, no sirven los clichés, ni las teorías, ni las biofilmografías sintéticas; comprender un mundo autónomo exige un sacrificio, una emoción y no información, una sabiduría y no un memoria usb; vivir en el caos es bello si uno se deja llevar por la complejidad, por la honestidad de los verdaderos autores. Es una verdadera pena que la crítica actual tenga prisa por hacer listas, clasificar, comprender y explicar en vez de disfrutar de las grandes obras de nuestro tiempo, fenómenos de los que un día se hablará largo y tendido y se los calificará de incomprendidos en su tiempo.
Vale.



 





sábado, 22 de agosto de 2020

AGOSTO 20





DOCTOR SLEEP
(2019)

Mike Flanagan 
 
 

Prometía ser algo mejor, pero de todas maneras lo tenía muy difícil. Cuando un cineasta o realizador audiovisual decide versionar o crear una variación de una obra canónica, la mayoría de las veces, fracasa. Esto no justifica la macedonia tónica y genérica que plantea Flanagan, en su aparentemente flamante film. El gancho de Ewan McGregor y el prestigio de la obra de The shining (1980), parecían bastar para que la película saliera a flote, a pesar de su muerte anunciada, pero la pretensión y la falta de ingenio del director consiguen un naufragio seguro. En el presente parecen abundar una especie de cineastas mitómanos, adoradores de la vaga idea de que con la ayuda de un voluminoso presupuesto y un equipo de técnicos a la última, todo puede ser realidad y el talento se puede suplir con imitaciones. Se está transformando en una superstición enfermiza el hecho del remake, del copypaste, del plagio... en la industria parece haberse extendido la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor y que si hubo un éxito hace medio siglo, ¿por qué no lo será hoy? Todo esto para explicar la carencia de riesgo y riqueza artística. Gran parte de los cineastas se agarran a un clavo ardiendo, intentando garantizar a sus productores fáciles dividendos, empleando supuestas viejas fórmulas y temas, como si fuesen la piedra filosofal. La industria del cine se ha convertido en un bucle que se replica a sí mismo una y otra vez sin solución de continuidad. Nadie sabe hasta cuándo aguantará un público fiel a sagas interminables, a películas que se convierten en series inagotables, en trilogías que se multiplican como un virus. Además, todo deviene enfermizo: gran parte de la ficción mundial se basa en el macarrismo y la cultura pop (la ley del mínimo esfuerzo y el mínimo pensamiento), sentando las bases de un mundo materialista, superficial, sin ningún tipo de sentido más allá del dinero y la fama. Pistolas, violencia, accidentes de coche. Volviendo a Doctor Sleep, no se puede negar de que se trata de un wannabi de primera categoría, un producto hinchado con estrellas, dobles de estrellas, escenas robadas, plagiadas, mezclado con largas secuencias dignas de Buffy, cazavampiros (1997) y una apariencia de serie televisiva que en ciertos momentos echa para atrás. No es este un comentario de un defensor de la obra de Kubrick, pero sí de un defensor de la dignidad y de las cosas bien hechas. A Kubrick se le pueden echar muchas cosas en cara -pues, aunque se ha quedado con el san Benito de mr. Perfecto, su obra, vista hoy, adolece de encorsetamiento-, pero nadie puede negar que amaba el cine y practicaba su artesanía como el mejor. Hoy todo parece pasar por la virtualidad y el simulacro, mundo de falsedad y ruina emocional que amargan y estropean lo más valioso del séptimo arte: la realidad. Esto no contradice a géneros como el fantástico, al contrario: lo real ensalza lo irracional, lo imaginativo y el que esté en desacuerdo, que lea libros de Todorov. Hay que leer más y pasar menos horas ante la pantalla para amar el cine. Hay que vivir. Hay que respirar. Hay que correr aventuras. La mayor parte de los cineastas de la actualidad son unos analfabetos vitales que sólo piensan en la técnica y en la postproducción. Snobs culturales. El cine hay que hacerlo insitu para captar su esencia, para tocar sus imágenes, para recibir sorpresas. El cine es un arte táctil a pesar de su transparencia, un arte palpable a pesar de su fantasmagoría: todo lo que vemos debería existir, tener su duplicado en la realidad. Por eso, el desalmado de Flanagan se explaya en una cinta de dos horas y media creyendo efectuar una especie de obra maestra que no pasa de caca de vaca exprimida en un vaso con gaseosa. El problema de este tipo de ficciones pseudo-fantásticas que juegan con el terror efectista -a lo Miquel Barceló-, las persecuciones detectivescas y las conjuras demoníacas no hacen más que vaciar de humanidad al espectador, introduciéndole en un mundo infatiloide lleno de caprichos y guiños idiotas que nada significan y que acaban ofendiendo al público en general, perdido y confuso. Otros dirán que es difícil trabajar con niños y que tiene su mérito hasta cierto punto, ante lo cuál se podrían confrontar numerosos films dignos y modestos que demuestran un uso efectivo de la infancia para llegar a cotas mucho más altas, a cotas dignas del arte. Para no andarnos por las ramas, podemos comparar Doctor Sleep con la poco conocida Searching For Bobby Fischer (1993) de Steven Zaillian, una ficción hija de los temibles años 90', que poco a poco van valorándose mejor, debido a la montaña de basura en la que se está convirtiendo la gran producción industrial del siglo XXI, por culpa de directores bluff como Flanagan. Vean la película de Zaillian: no se arrepentirán. Si una cosa tuvieron los 90', fue que crearon un fórmula mainstream tan perfecta, tan hitchconiana, que a veces, les salía bien. Además Zaillian, como director, es el responsable de maravillas como The Night of (2016) con el mejor John Turturro de todos los tiempos.

 




jueves, 30 de julio de 2020

LARRY DAVID





LARRY DAVID
 y
La senilidad en Hollywood



 


Si nos remontamos a una canción de los Rolling Stones, titulada Beast of Burden, incluida en su album Some Girls (1978), empezaremos a entender de dónde sale el fenómeno Larry David y no lo digo por el sexo, las drogas y el rock&roll, ni mucho menos, sino por el tono de la melodía y ciertas partes de la letra. Así, cuando uno escucha aquello de "Oh little sister / Pretty, pretty, pretty, pretty, girl / You're a pretty, pretty, pretty, pretty, pretty, pretty girl / Pretty, pretty / Such a pretty, pretty, pretty girl / Come on baby please, please, please, no se puede dejar de pensar en una de las coletillas cómicas más famosas del humorista. Cuando se estrenó esta canción, Larry David, además de ganarse la vida de cómico, conducía limusinas, hacía trabajitos de historiador o de vulgar dependiente. Quiero decir con esto que David es un personaje curtido en esa época dorada de los setenta, donde la vida parecía vibrar de otra manera, pero donde también se apagaban los mitos sagrados y comenzaba el reino del paganismo, en el que David se hizo un experto. Así, después de pasar varios años por la escritura de televisión, el cómico da en el clavo en 1989, cuando inventa Seindfeld (junto a Jerry Seinfeld), proyecto en el que plasmará -desde la sombra- y durante nueve esplendorosos años, todas sus obsesiones e ingenios. Lo que nadie podía advertir es que Larry David no iba a parar: en el año 2000 estrena Curb Your Enthusiasm, una bufonada gamberra acerca de su propia vida, protagonizada por él mismo, casado y retirado en Los Ángeles y podrido de dinero. Si Seindfeld trataba de ironizar sobre personajes burgueses viviendo en el mundo del absurdo capitalista, Curb Your Enthusiasm ahonda en el sinsentido de la vida de la gente adinerada del espectáculo, mostrando su corrupción, su aburrimiento, su estupidez supina. La serie -que por el momento lleva diez temporadas- es una especie de testamento cómico de un hombre que no sabe muy bien por qué ha llegado donde ha llegado y al que no le importa lo más mínimo lo que le rodea. Larry David es un sofista del siglo XXI, una especie de Gorgias psicótico lleno de diablos y mala baba. A través de un demoledor nihilismo, David pone en su sitio al mundo materialista, frivolizándolo, engañándolo, persiguiéndolo; librando mil batallas en cada episodio. A modo de Quijote, Larry David campa por la ciudad de Los Ángeles sin nada que hacer, metiéndose en líos, peleas, denuncias, accidentes, amores y en un sin fín de locuras cotidianas que se acaban pagando con la tarjeta de crédito. Larry David lo paga todo pues es el precio que hay que pagar por liarla parda, por decir lo que piensas o lo que deseas, o sea, que el cómico nos presenta a un personaje que es consciente de que necesita grandes dosis de delirio para habitar en un mundo aséptico, sin vibración alguna. La serie comienza siendo filmada con estética de documental, de la forma más austera que uno se pueda imaginar, heredando una aspecto noventero que la hace difícil para el público del nuevo siglo, pero sólo es una treta, una argucia más del mago de Sheepshead Bay: mostrar de manera simple un mundo de ostentación. Así, sólo a través de la imagen, su propia vida se aplana y su estado de fama pierde la brillantez, junto a todo lo que le rodea: Mell Brooks, Ben Stiller, Ted Danson, los chicos de Seinfield, Robin McDonald, Jorge García (Lost), Rossie O´Donell, Michael J. Fox, Ricky Gervais, Phillip Baker Hall, Catherine O'hara, Sean Penn, Vince Vaughn, David Schwimmer (Friends), Anton Yelchin o Shaquille O'Neill, aparecen en capítulos pasajeros como si fueran personas corrientes, sin halos sobre la cabeza ni billetes en las manos. David es un imán de lo cutre, de la bazofia superficial, un alquimista de la simpleza. Coge a todos los mitos de norteamérica y los tritura en su batidora particular para, por un lado, purgarse así mismo y por otro, inventar una ficción. Tal vez esto sea lo más importante de su serie: todo lo que ocurre parece nacer de la pura improvisación y del error más craso. David sabe que en la imperfección, en lo feo, en el deshecho, en lo inacabado hay algo que brilla más que el oro, algo por lo que vale la pena vivir, por eso, como en la canción de los Stones, cuando la letra dice:

Am I hard enough
Am I rough enough
Am I rich enough
I'm not too blind to see


David nos está revelando sus intenciones, ofreciéndonos su verdad. Por eso, él crea su propio Olimpo de semidioses: su mejor amigo Jeff, su amada Cheryl, la terrible Susie, el neurótico de Richard, el envidioso Ted, el extraño Marty y su chalado escudero Leon. Todas estas son piezas que se van construyendo a lo largo de una ficción que abarca veinte años reales que van demacrando al reparto -y llevándose a alguno por delante-, produciendo en el público una sensación real de lo efímero de la vida. Tal vez, Larry David, cuando empezó todo esto, nunca pensó en que una serie cómica de capítulos de veinte minutos podría llegar tan lejos y convertirse en su testamento filosófico sobre la vida del espectáculo en general y la fama en concreto. Por eso, la traducción de la serie al castellano podría ser: No te flipes demasiado, consejo taoísta para estos tiempos de narcisismo y superficialidad agónica. Ya no se trata de un divertimento sin más como lo fue Seindfeld: él es consciente de que pertenece a una generación que se muere y por eso intenta, desde su punto de vista, llenar la pantalla con una ambigua dignidad, con un tono distinto que siempre consigue dibujar una sonrisa y en sus mejores momentos, una enorme carcajada. Hay un Hollywood que está muriendo y otro que no sabe a dónde va o en qué diablos se convertirá. Por eso, últimamente, suceden cosas tan extrañas como la terrible The irishman (2012), la vergonzosa The Professor and the Madman (2019), la decrépita Venus (2006) o los supérfluos experimentos de Linkater con Boyhood (2012); en los grandes estudios no entienden por qué existe una película como La mort de Louis XIV (2016) o en su defecto, por qué es necesaria. Algo se está muriendo y no es el cine, por mucho que lo repitan los agoreros o tendenciosos: más bien se muere una actitud ante la vida, una forma pragmática de afrontarla y que pretende resistir a viento y marea mientras el espectador se queda atónito en la butaca ante las monstruosidades filmicas más espeluznantes. Por eso, Curb Your Enthusiasm acaba siendo una vuelta de tuerca de todo eso, una ficción que se ridiculiza a sí misma para rejuvenecer, que utiliza el cinismo, la mentira, el lujo y la ofensa para buscar un amor que hoy parece imposible de atrapar por culpa de la abrumadora insensibilidad en la que nos vemos inbuidos y la nula capacidad de asunción de que las cosas son finitas. Como dice una estrofa de la canción de los Stones:

I'll tell ya
You can put me out
On the street
Put me out
With no shoes on my feet
But, put me out, put me out
Put me out of misery

martes, 21 de julio de 2020

JULIO 20




 MIGUEL MARÍAS

 Conversaciones con Peter von Bagh


 


"Hacia mediados y finales de los años 60' vivimos un momento único en la historia del cine. Jamás volverá algo así. No pretendo decir que el pasado sea mejor, pero estamos aquí ante una cuestión puramente histórica. Durante esos años, si pudiera hacerse un corte en el tiempo, como se hace en geología, encontraríamos diversas capas temporales. Fue entonces cuando se estrenaron los últimos lms de los grandes autores clásicos, a menudo maravillosos: Gertrud (Carl eodor Dreyer, 1964), Una trompeta lejana (A Distant Trumpet, Raoul Walsh, 1964) o Siete mujeres (Seven Women, John Ford, 1965), la cual sólo fue defendida por Cahiers, a pesar de ser una de las películas más hermosas de todos los tiempos. Se publicaron dos artículos, uno de Comolli (COMOLLI, 1966: 16-20) y otro mío (NARBONI, 1966: 20-25). Ni siquiera la apoyaron los fanáticos de Ford. “En estas mismas fechas, como puede verse en el llamado “consejo de los diez” –es decir, las votaciones de la época en Cahiers–, solemos encontrar las terceras o cuartas películas de los cineastas de la Nouvelle Vague. Por ejemplo Los carabineros (Les Carabiniers, Jean-Luc Godard, 1963), o L’Amour fou (Jacques Rivette, 1968). También están presentes las óperas primas de los cineastas de los “Nuevos Cines” -los lms de Jerzy Skolimowski, Marco Bellocchio, Bernardo Bertolucci - o las obras tardías de los cineastas postclásicos, como Luis Buñuel o Michelangelo Antonioni. En un mismo mes, uno podía ver una película de Skolimowski, de Pasolini, de Bertolucci, de Godard y el último Ford. Eso nunca volverá a suceder, porque la primera de las capas, la de los grandes clásicos, se acabó, ya fallecieron. Y, por un azar histórico, nos encontrábamos en un lugar en el que había que mantener las cuatro dimensiones al mismo tiempo. En un mismo número debíamos ser capaces de defender Siete mujeres, Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, Pier Paolo Pasolini, 1966), Walkower (Jerzy Skolimowski, 1965) o Los carabineros... Por eso no se puede establecer una sucesión lineal. Sucedía como en la música, pues teníamos que buscar un contrapunto o una fuga en la que entraran dos voces, luego tres, más adelante cuatro... Nosotros tuvimos la suerte de vivir una época en la que esa fuga contaba con cinco voces".


"Por supuesto, me gusta mucho el cine desde que tenía 5 años y veía tantas como podía y muy pronto empecé a ver dos veces seguidas las sesiones dobles dos veces por semana, pero me convertí en un verdadero ciné lo en 1962 (mi año clave, también cuando me enamoré de Mary Reyes, cuando empecé a leer en inglés y dejé de ser un alucinado de los aviones) después de ver, con mucho retraso, una de las sesiones dobles más esenciales: De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) + Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), repitiendo de nuevo De entre los muertos, llegando así tarde a casa sin cenar, y al día siguiente empecé a comprar revistas de cine, a buscar lmografías y a tomas notas. De todos modos pienso que, puesto que la mayor parte de las personas que lean esto serán muy jóvenes y no habrán vivido directamente (o en absoluto, más bien, si tienen menos de 40 años) la experiencia de esos años, dependen demasiado de la crítica o de las citas, tomando como generales cuestiones bastante particulares o modas. Así que creo, si estás de acuerdo, que podemos comenzar hablando sobre nuestra propia experiencia y luego intentar decir algo sobre esas cuestiones que puede que apenas hayamos tocado y que pensamos que pueden ser interesantes o de algún modo signi cativas."


"Los que vivimos “en directo”, adolescentes o muy jóvenes, los 60, sabemos –si no hemos perdido la memoria– que fue una época de efervescencia, ilusión y entusiasmo casi inigualables, no sólo en la música, sino también en el cine. Podíamos esperar con impaciencia y ansiedad, y a veces correr al estreno, o a los primeros pases, por un lado –y mientras sonaban Bob Dylan, los Rolling Stones, los Beatles, John Coltrane, Ornette Coleman, Albert Ayler, Archie Shepp, Eric Dolphy o Sonny Rollins– de las obras cenitales (y en algunos casos las últimas) de John Ford, Ozu Yasujirō, Carl . Dreyer, Jean Renoir, Fritz Lang, Leo McCarey, Frank Capra, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Raoul Walsh, Narusē Mikio, Henry King, Luis Buñuel, Abel Gance–, de los trabajos de madurez de los “maduros” –de Otto Preminger a Blake Edwards, de Orson Welles a Richard Quine, de Robert Bresson a Donen, de Jacques Tati a Georges Franju, de Kurosawa Akira a Manoel de Oliveira, de Rossellini a Antonioni, de Visconti a Fellini, de Nicholas Ray a Satyajit Ray, de Robert Aldrich a Richard Brooks, Frank Tashlin, Robert Rossen, Elia Kazan, Anthony Mann, Richard Fleischer, Billy Wilder, William Wyler, Joseph L. Mankiewicz, Terence Fisher, Alexander Mackendrick, Joseph Losey, Michael Powell, Budd Boetticher, Andre de Toth, Giuseppe De Santis, Pietro Germi, Vincente Minnelli, George Cukor, Samuel Fuller, Vittorio Cottafavi, Andrzej Wajda, Ingmar Bergman, Alf Sjöberg, Iuliia Solntseva, Jean-Pierre Melville, John Huston, Joris Ivens, Luigi Comencini, Dino Risi, Mauro Bolognini, Robert Wise, David Miller, Gordon Douglas, Henry Hathaway, George Seaton, Jacques Tourneur, John Sturges, George Sidney, David Lean, Xie Jin, Edward Ludwig, Mario Monicelli, Vladimir Basov, Tay Garnett, Carol Reed, Fred Zinnemann, Mrinal Sen, Joshua Logan, Abraham Polonsky, Edgar G. Ulmer, Luciano Emmer, Luis García Berlanga, Fernando Fernán-Gómez, Mario Soldati, Mikhail Romm, Ritwik Ghatak, Delmer Daves, Robert Parrish, Uchida Tomu, Don Siegel –y la revelación, a veces fugaz o engañosa, a veces duradera– de Godard, Rivette, Rohmer, Chabrol, Demy, Paul Vecchiali, Agnès Varda, Alain Resnais, Chris Marker, Jean Rouch, Alain Cavalier, Pasolini, Bertolucci, Bellocchio, los hermanos Taviani, Carmelo Bene, Vittorio De Seta, Gianfranco De Bosio, Zurlini, Olmi, Cassavetes, Shirley Clarke, Huillet y Straub, Jerry Lewis, Monte Hellman, Robert Kramer, Penn, Peckinpah, Shinoda, Hani, Imamura, Oshima, Makavejev, Skolimowski, Forman, Polanski, Jirěs, Passer, Chytilová, Jancsó, Glauber Rocha, Paulo Rocha, Ruy Guerra, Carlos Diegues, Nelson Pereira dos Santos, Delvaux, Giovanni, Garrel, Pialat, Eustache, Rozier, Pollet, Moullet, Kluge, Tru aut, Warhol, los hermanos Mekas, Ivory, Ferreri, Hanoun, Yoshida, Masumura, Matsumoto, Alcoriza, Mikhailkov-Konchalovsky, Khutsiiev, Snow, Leslie Stevens, Frank Perry, Malle, Suzuki Seijun, Santiago Álvarez, Michael Roemer, Peter Watkins, Juleen Compton, Pierre Perrault, Michel Brault, Marlon Brando, Paul Newman, Tarkovsky, Jack Clayton, Francesco Rosi, Jim McBride, Emile De Antonio, Guy Debord, Sembène Ousmane, Sydney Pollack, Michel Deville, Sergio Leone, Jean Dewever, Leonard Kastle, Gianni Amico, Silvina Boissonas, Antoine Bourseiller, René Allio, Paula Delsol, Marguerite Duras, Marc’O, Arrietta, Adrian Ditvoorst, Paradjanov, Risto Jarva, Pakkasvirtä, Widerberg, Mollberg, Henning Carlsen, Kevin Brownlow y Andrew Mollo, Paulo César Saraceni, Robert Machover, Oumarou Ganda, Moustapha Alassane, Robert Mulligan, Stanley Kubrick, Alan J. Pakula, Martin Ritt, John Frankenheimer, Sidney Lumet, Roberto Farias, Raoul Coutard, Pierre Schoendoer er, Barbet Schroeder, Roland Gall, Ian Dunlop, Peter Fleischmann, Werner Herzog, Fassbinder, Gonzalo Suárez, Portabella... y sin duda estoy olvidando a muchos de ellos: no quiero buscar nombres olvidados, esperanzas defraudadas, promesas vacías, muertos prematuros o simplemente desvanecidos en el campo de batalla. Pero eran centenares, quizá miles, ola tras ola, a veces llegaban a solas y sin un duro, pero lo hacían año tras año, llegando de cualquier parte y de todas partes, incluso de países en los que hasta entonces no había tradición cinematográ ca, o donde no se había hecho cine en absoluto. Así convivían en las pantallas y en las listas de esos años los clásicos y los rebeldes, o los revolucionarios, los muy viejos y los muy jóvenes, los famosos y los desconocidos, con películas que no podían ser juzgadas o evaluadas con los mismos criterios –¿cómo podías comparar Pierrot el loco (Pierrot le Fou, Jean-Luc Godard, 1965) y Siete mujeres, Gertrud y Banda aparte, El cardenal ( e Cardinal, Otto Preminger, 1963) y Los carabineros, La caza del león con arco (La Chasse au lion à l’arc, Jean Rouch, 1965) y Campanadas a medianoche, incluso Major Dundee (Sam Peckinpah, 1964) con Una trompeta lejana y El gran combate (Cheyenne Autumn, John Ford, 1964)?– pero puesto que podíamos sentir entusiasmo tanto por La condesa de Hong Kong como por Al azar de Baltasar, Persona o Dos o tres cosas que sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d’elle, Jean-Luc Godard, 1966), teníamos que aprender (y no todos lo consiguieron, algunos ni siquiera lo intentaron) a hacerlas convivir. De algunas de esas películas –las “antiguas”– admirábamos la perfección, la sobriedad, la sencillez, la aparente facilidad, la precisión, la madurez, la sabiduría; de las otras –al mismo tiempo– la desmesura, la audacia, el descaro, la libertad, la pasión, la expresividad. Pasolini dio una clave, quizá no del todo cierta, un poco simplona probablemente, pero hermosa: había, según él, un cine de prosa y un cine de poesía, y a nadie en su sano juicio, practicase uno u otro, se le ocurriría renunciar a un tipo de cine por el otro, siendo completamente compatibles pues, de hecho, están más bien a menudo rmemente entremezclados en las mismas películas. El romanticismo y el escepticismo, cuando no el cinismo y la ingenuidad, se daban la mano; a veces los antiguos revolucionarios nos sorprendían convertidos en serenos clásicos, o los aún muy jóvenes poseían la simplicidad de los más tempranos primitivos, mientras que las películas más modernas no siempre eran aquellas hechas por los cineastas más jóvenes –Persona, La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) y Pasión (L 182 alias En Passion, 1969) de Bergman, Los pájaros, El ángel exterminador o La vía láctea (La Voie lactée, Luis Buñuel, 1968), Playtime o Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un rêveur, Robert Bresson, 1971)... No hay tanta distancia, después de todo, entre Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1962), El proceso de Juana de Arco y El hombre del cráneo rasurado (De man die zijn haar kort liet knippen, André Delvaux, 1965), ni Marcas identi catorias: Ninguna o Walkower (Jerzy Skolimowski, 1965) están tan lejos de Peligro... línea 7000, ni El desprecio de Cleopatra o Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks In Another Town, Vincente Minnelli, 1962), ni Hatari! (Howard Hawks, 1961) de Jaguar (Jean Rouch, 1954//7//67) y Adieu Philippine..., ni Los pájaros de El ángel exterminador. Es, por otro lado, un periodo de diez años dominado por la hiperactividad omnipresente y el ejemplo liberador de Jean-Luc Godard, cuya obra es una de las cimas de los años 60, de El soldadito (Le Petit soldat, Jean-Luc Godard, 1960) hasta (¡sí!), La gaya ciencia (Le Gai savoir, Jean-Luc Godard, 1968)."





 
Abril-Mayo de 2013. Traducción del inglés de Francisco Algarín Navarro.

 

lunes, 20 de julio de 2020

Manny Farber






ARTE TERMITA CONTRA ARTE ELEFANTE BLANCO
(1962-63) 
 
Manny Farber 
 
 
 
 


"La mayoría de las cualidades lánguidas y apáticas del arte actual pueden atribuirse a su esfuerzo por salirse fuera de la tradición mientras que a su vez sigue, irracionalmente, ajustado a sus límites, manteniéndose en la misma inercia de gema, propia de una antigua y densa obra maestraeuropea.El arte pictórico avanzado ha sobrellevado desde hace tiempo esta agotada noción de obra maestra, alejándose desde sus condiciones estrechas hacia una improvisación suicida, mezquina, omnívora y sin ambición, moviéndose hacia ninguna y todas partes; y como parte del mismo escenario, rindiendo estricta pleitesía al borde del cuadro y a la valiosa naturaleza de cada centímetro del espacio disponible. Un ejemplo clásico de esta inercia es la pintura de Cézanne: en sus trabajos íntimos sobre los bosques alrededor de Aix en Provenza: unas pocas manchas de excitación hormigueante ocurren cuando él mordisquea lo que llama su “pequeña sensación”, la variación de un tronco, la competencia infinitesimal de colores complementarios en el acento luminoso de una pared de granja. Lo que queda de cada óleo es una amalgama taponeada entre peso-densidad-estructura-pulido asociada a la grandilocuente obra maestra. En tanto se apartaba de la visión única y personal que le interesaba, su pintura se volvió críptica y cerrada: un asunto de equilibrio de curvas para composiciones comprimidas, laminando el color, trabajando la pintura en el borde. Cézanne irónicamente dejó un testimonio íntimo de su sombrío trabajo final a través de acuarelas terriblemente honestas, un ocasional óleo sin terminar (el rosado retrato de su esposa en un patio soleado y con hojas), donde renunció a todo menos a su fascinación por la mancha con interaccionesdiminutas.La idea del arte como un cuerpo trabajoso de límites bien definidos, tanto lógicos como mágicos, se posiciona fuertemente por sobre el talento de cada pintor moderno, desde Motherwell a Andy Warhol. La voz privada de Motherwell (el drama excitante en espacios que se mezclan entre formas ambivalentes, la sensualidad aromática que surge de esparcir pequeñas capasde fríos, colores artificiosamente clichés y hedonistas) se ve inevitablemente arruinada al tener que diluir estos pequeños placeres en trabajos a gran escala. Propulsados con fuerza a volver constantemente a emprendimientos no valorados (llenando formas vastas en forma de huevo, organizando un rectángulo de tres metros con sus esquinas vacías sugiriendo estepas siberianas en los días más helados del año), Motherwell termina con cantidades pasmosas de grandeza enyesada, en una composición excesiva y pintada de modo cuestionable, de forma que los contornos delicados y eléctricos parecen ser solo el relleno de una sedimentada materia interior. El placer provocado por cada figura del arte pictórico (las formas incisivas de De Kooning; el apego de Warhol a la linealidad y al tono ilustrador; el brío obsesivo de James Dine, que rellena de punta a cabo una forma estilizada con un color mezquino) es usualmente despilfarrado en provecho de la
continuidad y armonía, implicadas en la construcción de una obra maestra. La pintura, la escultura, el ensamblaje se vuelven una producción inflada artificialmente con una técnica sobre-madura chillando de preciosismo, fama, y ambición; lejos, en su interior, están las pequeñas almohadas que sostienen la firma del artista, ahoravuelta un manierismo mediante la cháchara lujuriosa, artificio requerido hoy día para combinar la estética con los componentes del Gran Artetradicional.Las películas han sido siempre suspicazmente adictas a las tendencias del arte termita. El buen trabajo usualmente aflora cuando los creadores (Laurel y Hardy, el equipo de Howard Hawks y William Faulkner operando sobre la primera mitad de la novela The Big Sleepde Raymond Chandler) parecen no tener ambiciones hacia la cultura del oropel, pero están envueltas en un tipo de emprendimiento de castores despilfarradores que no es de ningún lado y no sirve para nada. Un hecho peculiar sobre el arte termita/lombriz solitaria/musgoso es que siempre avanza devorando sus propios límites, y, no deja nada a su paso más que huellas de su actividad ansiosa, trabajosa ydescuidada.La descripción más inclusiva del arte es aquella que, como las termitas, encuentra su camino a través de murallas de particularización, sin ningún signo de que el artista tenga en mente nada más que el hecho de fagocitar los límites inmediatos de su propio arte, y transformar esos límites en condiciones del siguiente logro. Laurel y Hardy, de hecho, en algunos de sus más febriles y divertidas películas, como Hog Wild (1930),contribuyen a ello con finas parodias de los hombres que leyeron todos los libros disponibles de “Cómo ser exitoso”; pero cuando les toca aplicar ese conocimiento, se transforman instintivamente con un comportamientotermita.Una de las buenas representaciones termita (el confuso vaquero de John Wayne en el escenario irreal de un ciudad habitada por pálidas repeticiones de actores cuya principal característica es el empolvado maquillaje) ocurre en la película de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance(1962). Anteriores y mejores filmes de John Ford habían sido arruinados por una inmutable y solemne personalidad irlandesa que se expresa a través de actuaciones declamatorias, siluetas de jinetes alrededor de una montaña recortada detrás de un ocaso, y repeticiones, donde grandes cuerpos son amasados en conjunto con una rítmica curvatura de una composición tipo Rosa Bonheur. Aquí, la actuación de Wayne está infectada de cierto espíritu vago, sentado a horcajadas, haciendo un amargo y burlón gesto, contrapunto a la pálida y neutral vida del film detrás de él. En una ciudad de Arizona -que es demasiado plácida, donde los cactus fueron plantados la noche anterior y los nostálgicos actores de reparto participan de una borrachera generalizada, cobarde y voraz-Wayne es el actor termita que se ubica solo en una zona diminuta del presente, mordisqueándolo con un compromiso profesional y un sentido informal, sentado en una silla apoyada contra el muro, ojeando a un flagelante y sobreactuado Lee Marvin. Cuando semueve al ritmo de una lombriz solitaria, Wayne deja una huella que solo tiene pedacitos de actuación inteligente en un contexto intimista –una cara arrugada llena de amargura,
celos, un gran cuerpo que holgazanea lujuriosamente–, habiéndose formado largamente con los rudos juegos jugados por viejos vaqueros como JohnFord.Los mejores ejemplos de arte termita aparecen fuera de las películas, donde el foco de la cultura no es evidente, de esemodo el artesano puede ser malhumorado, derrochador, tercamente comprometido, empeñado en quebrar su arte sin importar qué viene a continuación. La columna ocasional en un periódico de un especialista trabajólico cautivado por un evento excitante (Joe Alsop y Ted Lewis durante una elección presidencial), o un técnico pelotero reactivado durante un fuera de juego que muestra en el escenario a sus villanos favoritos (Dick Young); la producción de TV The Iceman Cometh, con sus grandes ejemplos de una actuación frenética y holgazana de Myron McCormack, Jason Robards et al; las últimas novelas de detectives de Ross Macdonald y de la verbosidad hormigueante sobriamente centrada en los hechos de Raymond Chandler compilada años atrás en un desapercibido libro que es un fino ejemplo de criticismo popular; el debate televisivo de Wiliam Buckley, antes de que renunciara a sus habilidades de contraataque tangenciales y se echara a volar como las hojas de una hélice por diferentes tópicos, como las (des)venturas de Ole Miss de JamesMeredith.En el cine, el arte no-termita está demasiado al mando de guionistas y directores como para permitir al omnívoro artista termita que se arrastre por más de un par de escenas. Incluso el trabajo vaquero de Wayne se debilita en un duelo a pistolas que se ve estresado por el enfoque de ángulos de cámara conflictivos, juegos de luz y sombra, que ritualizan movimientos y posturas. En la película La soledad del corredor de fondo (Tony Richardson, 1962), el guionista (Alan Sillitoe) siente que los fragmentos de una carrera delictiva deben ser unificados en una historia convencional. El diseño que Silitoe establece –un armado con forma de rueda donde cada parte se muestra como una memoria experimentada en una carrera de prácticas–lleva a la repetición de las escenas de un joven corriendo. Incluso una estrella individual variopinta –como Peter Snell–tuvo problemas para hacer valer estas carreras de práctica dentro de una temporalidad cinéfila, aun cuando el tono barato de una trompeta de Jazz pseudo Bunny Berigan suena transversalmente en la película, sobrepasando el aburrimiento neutral de esas vueltas alrededor de una vibrante campiñainglesa.Las obras maestras del arte, reminiscencias de los humidificadores esmaltados de tabaco y ponis de madera, comprados hace décadas en subastas de “elefantes blancos”11NdE: “Elefante blanco”: Se refiere a objetos en desuso, puestos en venta tipo “cachivache”, por lo general, un objeto usado que ha pasado de moda. El uso otorgado vincula esto a artificio e inutilidad, también puede ser referido a un objeto aparatoso que retrasa o interrumpe, un trasto inútil., han venido a dominar las sobrepobladas artes de la televisión y el cine. Los tres pecados del arte elefante blanco (1) enmarcan la acción con un esquema general, (2) instalan cada acontecimiento, personaje y situación en un friso de continuidades y (3) toman cada pulgada de la pantalla y del filme como una zona potencial de una creatividadpremiable.Réquiem para un luchador(Ralph Nelson, 1962) está tan incrustada en
una técnica preciosista que solo una escena –una oficina de empleos con un luchador casi analfabeto (Anthony Quinn) cayendo en las manos de un agente imposiblemente amable–puede ser actuada por el tipo andrajoso de Quinn de una forma prescindible, mientras gatea utilizando una precisa compenetración y una total inmersión en la actuación. La película La noche (1961) de Antonioni, es un buen ejemplo nocivo del uso de la continuidad, desde su escena inaugural con un noble crítico en estado terminal que es visitado por dos queridos amigos. La escena fluye bien, pero el director lleva a la trama a una extensión agonizante, avergonzando al espectador con un diálogo sobre la condición del arte que es inmaduro y unidimensional, entretejiendo una toma virtuosa desde un helicóptero para rellenar el tiempo del intervalo, continuando con una escena de efectismo tristón interpretada por Moreau y Mastroianni afuera de un hospital y, finalmente, varias tomas después, una risible conversación póstuma entre Moreau y Mastroianni retratando el “significado” del crítico como amigo, así como una serie de detalles desorientadores sobre el pobre tipo. Las películas de Tony Richardson, adoradas por sus patrones teatrales, son insuperables ejemplos del pecado del encuadre, encajando una acción con una noble idea o efectos de cámara tomados del GranArte.En las películas de Richardson (Un sabor de miel(1961), La soledad del corredor de fondo), un toque de dirección natural en el espacio doméstico involucrando a perdedores es el plato principal (incluso el ambiente de las habitaciones blanquecinas de Richardson parece estar luchando con la onda andrajosa que infesta a los personajes jóvenes o viejos de este autor). Desde el gusto “tibio” por los materiales de la dirección, un paciente confuso guiado por un atribulado policía que no escatima en los detalles hasta detenerse perezosamente en ellos, Richardson puede montar su acto sedentario de relojería en casi cualquier escena –en la noche, en frente de la ventanilla de una iluminada tienda de departamentos, o un coche de tren con dos pares de amantes adolescentes acomodándose con un animalismo sorpresivo y estimulado. La habilidad de Richardson para darle al espectador la sensación de estar ahí, con parsimonia, llega a su cúlmine en los hogares, departamentos y talleres de arte, aquí se transforma en un vecino académico de Walker Evans, llevando el ojo del espectador a rieles invisibles, maderas gastadas, a sentimientos inclementes espiados a través de pequeños ojos de buey, logrando, incluso, ocasionalmente, hacer que una habitación parezca tomar forma a medida que introduce en ella a un detective mofletudo o a una chica expectante en busca de su primer arriendo. En una escena de cocina con un niño ladrón y un detective andrajoso acosándose el uno al otro irritantemente, el talento de Richardson para revelaciones angulares desarma la escena sin apuntar a un subrayado prácticamente habitual ; inquietando a través de diferentes tipos de materiales de desecho, ambienta con una fina mascarada a dos desagradables oponentes peleándose entre sí, en una situación que es una de las primeras en dar vuelta la intención de la película mostrando la existencia dura y agonizante bajo la lluvia y lanieve.La habilidad de Richardson con los incidentes arraigados en lo vital está, no obstante, invariablemente unida a su capacidad de trampear instalando un amistoso bozal alrededor del cuello de una escena, dándole a la imagen un patrón que sugiere un humor práctico, hábil y garantizado. Sus importantes estrellas (desde Richard Burton hasta Tom Courtenay) caen en emociones parodiadas y giros estudiados, lo que sugiere que están cautivos de una secuencia esmaltada a través de actos de un vodevil: la puntería de Rita Tushingham sobre el cañón de una pistola en un parque de diversiones (locación tradicional para desplegar tipos humanos que están más cerca del arado que de la tarjeta de biblioteca), tiene una configuración cómica y familiar donde intervienen mandíbulas y cejas que tienen la alegría e incluso, casi siempre, el tamaño de un hueso de dinosaurio. Otra finura de Richardson tomada de los “objetos de arte” (Dubuffet, Larry Rivers, Dick Tracy) consiste en disponer una red de efectos dañinos para probar que sus personajes están mal puestos en la vida. Tom Courtenay (el último chico enojado en La soledad del corredor de fondo) es arrastrado por este culto, denigrado, transformándose en un derviche en danza de San Vitus, centrando el efecto en los músculos de su mandíbula y sus párpados. Cuando Richardson galvaniza a sus vagabundos con vistosos peinados y una forma de caminar sobre tacos altos de modo que cada taco parece tener un tamaño diferente y se ven desmoronarse sobre un suelo gastado, sus facciones se ven crecientemente elegantes y cautivantes (los peores gestos: ojos enojados que sugieren el vacío de las órbitas en las tiras cómicas de Orphan Annie). La mayoría de sus actores se ven en bancarrota, increíblemente desgastados, a pesar de que hay un actor simpático, un amigote regordete en La soledad del corredor de fondo, que reconfigura casi todos los actos de un modo termita en un estado de gracia. El artista de paquete Richardson tiene otros recursos como hacer correr escenas simultáneas como un hermoso cuaderno de viajes, poniendo un símbolo cósmico alrededor de una travesía que incidentalmente aplasta a Michael Redgrave, un maestro en el fantástico brinco de lanzar a una comunidad de reformatorio entera a una agitación extrema en torno a una únicacarrera.El denominador común de todas estas trabajosas estratagemas es, realmente, la necesidad del director y del guionista de sobre-familiarizar al público con la película que está viendo: el explotar cada personaje y situación con un microscopio familiar que llene de detalles reconocibles a partir de una compasión sensibilera. Realmente, esta sobre-familiarización está al servicio de reconciliar estos supuestos enemigos de siempre, el arte de la academia y de lapublicidad.Un ejemplar de Arte Elefante Blanco, particularmente la virtud que tiene para la crítica devoradora de llenar cada poro del trabajo con el oropel, el estilo del destello y la vivacidad creativa, son las películas de Francois Truffaut Disparen sobre el pianista(1960) y Jules y Jim (1962), dos máquinas moledoras de carne de perpetuo movimiento servidas por un Rube Goldberg francés, dejado atrás en los artificios obvios de Réquiem para un luchadore incluso la más pulcra e incisiva, con tintes periodísticos, Los 400 golpes(1959).El mensaje velado de Truffaut, apegado a su fanatismo por Henry Miller, y que aparece en la trama del espionaje adolescente a una pareja de amantes (la inolvidable imagen cándida de los chicos oliendo el sillón de bicicleta después de que la chica se baja de ella, en un modo típico del arte pornográfico voyerista) es un tipo de retroceso desde el crecimiento y la maduración, en el cual los involucrados retroceden a su infancia. El suicidio se transforma en juego, las casas parecen juguetes de muñecas -risa,muerte, apagar un incendio-todo parece reducirse a una inocencia irreal de mitos infantiles. La real inocencia de Jules y Jim está en el guión, que depende de que el espectador comparta la misma mirada adolescente a una sexualidad retorcida que está implícita en las prácticas arteras y viciosas que se dan entre dos hombres y unachica.Las historias de Truffaut -donde todas las mujeres son villanas, el profesor es visto con los ojos de un escolar llorón, todos los héroes son increíblemente inocentes, incomprensiblemente perseguidos-y sus personajes, expresan la sensación de estar pegados a una banda elástica, aunque él realiza un amago de imitación de las películas de la década del treinta con su libertad lineal y sus virajes independientes. Desde Los 400golpes hacia adelante, sus películas están atadas y abochornadas por la decisión sobre aquello de lo que se va a tratar la película. Esta resolución convierte a los personajes y los incidentes en marionetas planas y tiritonas (400 golpes,Mischief Makers)como en un cómic del Ratón Mickey que logra movimiento cuando las páginas se pasan rápidamente. Este enfoque elimina toda tensión o desafío, y más que todo, cualquier sentido de que la película localice una formaautónoma.Jules y Jim, el único film de Truffaut que parece tener un deslizamiento, es también caricaturesco pero de una forma decorosa y suspendida. De nuevo, la mayor parte de los efectos visuales son una ilustración para el género de la narrativa sentimental. La intención de Truffaut de hacer sus películas fluida y comprensiblemente, las estruja de toda complejidad y reduce sus escenas a fragmentos de pornografía. Como cuando alguien enuncia solo la frase final de un conocido chiste cochino. Tan desmotivado es el juego infantil entre las camas de los amantes que conduce a una sensación de interminable picardía. ¿Por qué toma ella repentinamente un arma? ¿Por qué conduce ella un coche para desbarrancarse en un puente? (Los villanos necesitan ser castigados).Etc.Jules y Jim, parece haber sido filmada a través de un telón que ha filtrado todo excepto la seca vivacidad de Truffaut con los diálogos y su chisporroteada y diminuta sensibilidad. Probablemente el punto culmine en esta película bobalicona sea la tarde lánguida en un chalét con Jeanne Moreau seduciendo a sus dos amantes con el fondo de una interminable canción folk. La lírica de Truffaut, un patrón de nimiedades vivaces que supuestamente exhiben la sofisticación de autor, proporciona la mayor fricción de las escenas, junto con una concentración idiota en detalles sin importancia de caras o incluso muebles (al punto en que una mecedora sin movimiento se transforma en un sustituto impresionante de la psicología). El punto es ese, desprovista de esta vivacidad sin sentido, las escenas se vacíande tensión, dramática opsicológica.El hastío que hace aflorar Truffaut -sin decir nada de la irritación-proviene de sus peculiares métodos para deshidratar toda la vida que pudieran contener las escenas (¿películas instantáneas?). Gracias a su apego por destilar la luminosidad y por el tipo de tomas largas que mantienen sus actores a treinta pasos, especialmente con mal clima, no son sólo las personas las que son borradas; la propia escena parece evaporarse del límite de la pantalla. Junto con su poder de evaporación y desaparición, la imaginería de Truffaut se ve limitada a los desplazamientos (carreras en el campo, caminatas por París, etc.) y las escenas y diálogos, donde las voces, descorporeizadas y parecidas al piar estrafalario del Cerdito Porky de Mel Blanc, se hacen cargo del efecto disolvente. El sistema de Truffaut sostiene el arte a una distancia sin ninguna muscularidad real o propulsión que fije a la película. En la medida en que el espectador se inclina para agarrar el film, este se escapa como una cometaliberada.La especialidad de Antonioni, el efecto del movimiento de un juego de ajedrez, se resuelve hacia una dirección autocrática que roba al actor de su poder de motivación así como de todo su carácter. Un documentalista de corazón y alguien que frecuentemente se parece tanto a Paul Klee como a un Fred Zinnemann cool -diestramente culto e “intelectual” en su fase más temprana de Acto de violencia (1948)-Antonioni obtiene su efecto extraño ahí donde hay claridad en su gusto por el arte chicmanierista que se resuelve en una pantalla vidriosa y vía un movimiento lateral da la sensación de personas aplastadas contra rayas o dividida por verticales y horizontales; su incapacidad de manejar las relaciones interpersonales transforma a las muchedumbres en olas rígidas, a los amantes en apéndices solitarios, colgando rígidamente el uno del otro y ocasionalmente juntándose como planchas metálicas que se golpean, pero rara vez dando el efecto de estar encomunión.En su máxima expresión, transformala letanía mental en un efecto de miseria moderna, soledad, y añoranza culposa. A menudo parece que esos detalles, un gesto, una esposa irónica que traza círculos en el aire con su dedo mientras un pensamiento se mueve circularmente en su cerebro, se corroe por la soledad. Una banda de pop jazz que toca en una fiesta de millonario se transforma en el no intencionado centro deLa noche, anudando ahí el concepto de la película –una vasta fiesta interminable. Antonioni arma este combo como si fuera un desorden pestilente excretado en el prado de una enorme propiedad. Hace su película inhalar y exhalar, vislumbrando a la banda que hace sonar la misma música inmodificable y kitsch-estúpidamente inmóvil, totalmente indiferente a la fiesta que fluye alrededor de la música. La toma más melosa es una de Jeanne Moreau haciendo elocuentes intentos con sus sombríos, alienados ojos y boca, y un paso de baile, como intento de compenetración y amistad con los músicos. La máscara facial de Moreau, una firma de los actores de Antonioni, parece a punto de quebrarse de tanto esfuerzo repentinodesinhibido.La cualidad o defecto que reúne a cada uno de estos artistas divergentes como Antonioni, Truffaut, Richardson es el miedo, el miedo a la vida potencial, a la rudeza, al exceso de una película. Emparejado con sus sacralizados acopios de
autocuidado y conocimiento de la historia de la película, su miedo destella una incesante lucidez. En los films de Truffaut, esta lucidez se muestra como una seca y titubeante frivolidad. En las películas de Antonioni su plasticidad perentoria situado en la apariencia de sus películas, sus patrones lineales, se imponen en la obscuridad del propio fondo sentimental del autor, la necesidad de extender en una delgadez mural interminable, sus principalespatrones.Lo absurdo de La nochey La aventura(1960) es que confirman que su director es un excéntrico auténticamente interesante que no reconoce esta verdad. Su talento está hecho para estudios microscópicos de milimétrica excentricidad, tal como los de Paul Klee, de personajes y cosas que pegotean lo grotesco en un fondo social opresivo. A diferencia de Klee, que permanece limitado y por eso casi evade la afectación, la aspiración de Antonioni es pinchar al observador en la pared y pegarle con toallas mojadas de arte y significado. En algún momento de La Noche, la insatisfecha esposa, tomando el paseo patentado por el director a través de un continente de escenografía, se detiene en un terreno de escombros para arrancar un gran trozo de metal oxidado. Este acercamiento icónico a la desolación minúscula, es probablemente el cliché más remozado de la fotografía, pero Antonioni, para mantener a sus historias y acontecimientos moviéndose como si fueran grandes novelas de contenido significativo, nunca deja de arrojar su puñetazo de fin de semana. Aparece con un ejercicio actoral intensamente interesante de una chica ninfómana, al borde de su razón, termina intentando violar al héroe andrajoso; esto es un gran acontecimiento, particularmente los primeros cinco minutos de una película. Antonioni amplifica a esta chica aterrorizada y su moño de pelo desordenado claveteándola en la típica composición de “parche de curita”. La chica, como un delgado animal atormentado, se recorta en contra la larga raya horizontal de la muralla blanca. Es una imagen pretensiosamente hermosa que minimiza el efecto desgarrador de laescena.Cualquiera sea el tema enunciado en estas películas, lo que domina de un modo tácito es que el negocio del cine termina en el museo de arte o su parodia. El mejor ejemplo de este desencanto es el anacronismo soso de Jules y Jim, Billy Budd (Peter Ustinov, 1962), Dos semanas en otra ciudad (Vincente Minelli, 1962). Parecen habersido abducidas en el presente de un pasado que se ha vuelto inútil. Este abismo entre los reflejos del elefante blanco y las actuaciones termita se deja ver en una inercia y en una ajustada actitud de defensa que permea la actuación de Mickey Rooney en Réquiem para un luchador, Julie Harris en el mismo film, y los escombros de una iglesia desértica sin vestigios de espiritualidad en La aventura. Esas escenas y actores parecen imperturbables y faltos de todo impulso vital de aquellas emociones que se suponedebieran de animarlos, como indigentes intentando pasar el frío al calor de una estufa a carbón anticuada. Este abismo de inercia parece testificar que el Pasado de las películas artísticas afianzadas, acabadas, se ha vuelto ininteligible para el nivel derepresentación contemporánea, incluso de aquellos que vivieron durante su período derelevancia.Ciudadano Kane, en 1941, anticipaba por varios años el cambio crucial de la vida de las películas desde el antiguo flujo de historia naturalista, exponiendo el iceberg de significados ocultos. Ahora, la revolución iniciada por el excitante, aunque sobreactuada película de Orson Welles, alcanzó su culminación en la década del cincuenta, y ha seguido su curso que ha sido superado por una nueva técnica cinematográfica que aparece como un feo arbusto en medio de películas que son preponderantemente viejas joyas. Curiosamente, la película que comienza esta ruptura es de mediados de los cincuenta, semeja en su superficie ser tan tradicional como Avaricia (Erich von Stroheim, 1924). La película Vivir(1952) de Kurosawa es una revelación referencial que sugiere un nuevo enfoque autocentrado. Resume mucho de aquello a lo que apunta el arte termita: una inmersión de lombriz en una área pequeña sin destino o fijación, y sobre todo, la concentración en incidir en el momento sin aportarle glamour, pero olvidando este logro tan luego como ha ocurrido; la sensación de que todo es desechable, que se puede cercenar y botar en un arreglo distinto, sinruina."
 
 
 
 
Publicado originalmente en Film Culture, n° 27, Invierno 1962/1963
 
 
 
 

sábado, 11 de julio de 2020

JULIO 20





THE EXPANSE
(2015 - 2019)

Mark Fergus y Hawk Ostby






¿Qué es este extraño artilugio serial? ¿qué aporta a un mundo donde la ficción se devora a sí misma? Han tenido que ocurrir muchas cosas para que esta serie de ciencia ficción se haya manifestado: si viajamos en el tiempo, a vista gorda nos encontramos con un puñado de producciones como la pionera Fantastic Voyage (1966), la desmesurada 2001: A Space Odyssey (1968), la legendaria y austera Star Trek (1966 - 69), la inolvidable Solaris (1972), la extraña aventura "neoeco" Silent Running (1972), la épica de Star Wars (1977), el misterio de Contact (1997), el bizarrismo de Esfera (1998), el engendro kitsch de Mission to Mars (2000), el remake fallido de Solaris (Soderberg, 2002), la magnífica Interstellar (2014), la comedia cósmica de Guardianes de la Galaxia (2014), la contemplativa The Martian (2015) o en último término, el fallido intento minimal de Ad Astra (2019). Evidentemente hay muchas otras, las cuáles transcienden el género o simplemente lo denigran. El tópico del espacio siempre ha sido un campo fértil para la gran industria, un lugar donde poder desarrollar la virtualidad y vomitar la impotencia. Digo esto pues si uno se fija detenidamente, detrás de las grandes aventuras y naves colosales, detrás de la gravedad cero y los cazas de combate hipersónicos, tras la recreación de planetas, nebulosas y meteoritos no hay más que una idea amasada por la humanidad desde sus inicios: la expansión. Todos los imperios, desde el sumerio hasta el chino actual, han soñado con extender sus fronteras lo más posible, estirarse para dominar, destruir para crecer. En el mudo globalizado parece que la Tierra se ha vuelto un tanto más pequeña de lo que creyó Marco Polo y a través de la propaganda norteamericana, sobre todo a partir de los años 60', el decadente imperio del tío Sam ha conseguido generar la esperanza de poder conquistar otros mundos distintos de este. El mundo anglosajón lleva en sus venas la tendencia colonizadora, la práctica de aprovechar terrenos vírgenes para explotar en la distancia las riquezas de los ignorantes. Hoy, lejos de los imperios marítimos, la propaganda fílmica parece incidir de una manera inquietante en el imaginario cósmico como un paso cercano de nuestro único futuro. Sólo hay que documentarse en publicaciones serias sobre el tema para advertir que todo lo anunciado o imaginado no son más que bagatelas, caprichos ilusorios de una ideología -la norteamericana- muy poco probables, por no decir, falsos. La industria de lo estelar juega la baza de lo apocalíptico, del desastre natural, para obligar al pensamiento a admitir que debemos partir a Marte, Venus, Júpiter o Ganímedes; la cosa es establecer un punto de fuga, un objetivo milenario para que todo quisqui se concentre en ello y deje de confiar en lo telúrico, lo terrenal: nuestro único paraíso.
Desde finales de los 70', uno de los genios de la corrupción ficcional, James Cameron, estableció con Alien (1979) el mito de la amenaza desconocida, ya anunciada en el género clásico de terror con personajes como Drácula, King Kong, la momia, el hombre lobo, las brujas, el diablo o Jack el destripador; seres imaginarios letales para los hombres que, de alguna manera, amenazan la existencia de la humanidad al representar entes incomprensibles e irracionales. La idea de que el universo está lleno de monstruos temibles e incontrolables viene quizá del temor innato a la oscuridad, a la profundidad de los mares y a las miles de supersticiones que han jalonado por una parte y enriquecido por otra, a nuestra civiliación desde sus inicios, de lo cuál también se deduce el terror a los muertos que pasó de la simple aparición de fantasmas -con más o menos susto y gusto- a la multiplicación de todos los ciclos de zombis imaginables -en la línea de The Plague of the Zombies o The Reptile, ambas de 1966- y que me temo, quedan por imaginar; en qué momento se le ocurrió al señor George A. Romero abrir la caja de Pandora con Night of the Living Dead (1968), por cierto, versionada hace muy poco en la nueva basura del somnoliento, soso y acabado Jarmusch (The Dead Don't Die, 2019). Diez años después de esto, aparece Invasion of the Body Snatchers (1978), para rematar la faena y dejar a los años 80' invadido de seres particulares a nivel masivo: Gremmlis (1984) o la terrorífica Critters (1986) -basada en un grupo de alienígenas hambrientos de carne humana-, dan fe de ello. Los arquetipos se van deformando y multiplicando de tal manera que podríamos estar citando títulos de películas hasta morir, pero no vamos a morir -al menos de momento, esperemos- y por eso, si seguimos el hilo, nos daremos cuenta que la invención de criaturas horrorosas también tiene un límite, tal es así que llegado a un punto, todo acaba pareciéndose y el terror acaba siendo menor o nulo, sobretodo para un público que ya ha visto mucho desde los años 80'. La cuestión de cómo estremecer a un público saturado de horrores parece pasar por la idea de lo invisible: si recordamos la sugerente The Happening (2008), del siempre irregular Night Shyamalan, nos daremos cuenta del concepto. Los guionistas perciben la vieja regla cinematográfica que aconseja sugerir en vez de mostrar, omitir en vez de enseñar. En un mundo banal como el de hoy donde las apariencias parecen ser la única religión, la gran amenaza sólo puede transmitirse a través de lo inmaterial, de lo transparente. Así, llegamos a la serie The expanse.
Creada por dos guionistas (Mark Fergus y Hawk Ostby), autores de dispares trabajos como Iron Man (2008) o Cowboys & Aliens (2011), la superproducción serial circula en base a la existencia de un virus -nada raro en estos días- que acaba brutalmente con las personas. Todo esto se contextualiza en medio del universo, en una supuesta fase de la humanidad donde se han colonizado varios planetas del sistema solar. La vieja historia de la sociedad de clases se traslada ahora a una sociedad planetaria con idénticos problemas. Existe en la ambición ficcional de la industria una tendencia explícita a crear metáforas de la realidad en formas sofisticadas -tal y como lo hizo en su día Dante, Tomas Moro o Campanella-, disfrazadas de luces y fuegos de artificio, dando la impresión de intentar anunciar profecías basándose en la vulgaridad cotidiana y el plagio histórico. Una cosa es la influencia y otra la copia descarada: ustedes mismos podrán comprobar mis palabras en las imágenes, por lo cuál, no entraré en el tema. A pesar de ello, The expanse tiene algo nuevo, que va más allá de Juego de Tronos o Battlestar Galactica, algo que se va generando a medida que pasan los episodios, orientando la trama aparente hacia un elemento algo más espiritual de lo usual en este tipo de producciones. La historia no se detiene meramente en la política, las batallas, las naves o los viajes estelares y de hecho, algo muy destacable es la ausencia de escenas gratuitas de sexo o historias empalagosas rollo Melrose Place o Beverly Hills, 90210, conocida en nuestro país como Sensación de vivir, lo cuál se agradece debido a la saturación pornográfica actual. Se hace muy interesante pensar en el verdadero significado de este último título mencionado: en The expanse existe una enorme virtualidad fuera y dentro de los personajes, como si verdaderamente, los entes ficcionales se sintieran atrapados por un entorno antinatural y contradictorio, en el fondo del cuál se angustian y se sienten tristes y afligidos sin saber muy bien por qué. No están en su lugar y sufren, separados de la natuaraleza. Este fenómeno, más allá de las lecturas aparentes y explícitas, es mucho más interesante que incluso la barroca y abigarrada trama, pues refleja no ya un mundo exterior, sino la intimidad de muchos millones de personas de hoy, con vivencias encajonadas y confinadas por costumbre: el público empatiza con los personajes pues estos se convierten en un espejo exacto de la circunstancia del puro aislamiento -más allá del covid- e infelicidad, al haber claudicado bajo el yugo de la tecnología y haber olvidado la esencia de lo humano. Tal vez sea lo único rescatable de esta enorme epopeya plagada de trayectorias, velocidades imposibles, asteroides y seres confundidos que siguen sintiéndose amenazados por lo desconocido, en este caso, representado no ya por Freddy Krueger o los demonios de Tourneur, sino por unas lucecitas azules a las que denominan protomolécula y que tal vez sean una muestra más de la existencia de lo divino. Este supuesto enemigo sin rostro es el leitmotiv de una historia y unos personajes perdidos en medio de la soberbia humana, de la mentira de la ciencia, de la avaricia, el egoísmo, de la sed de poder y de la obsesión por la supervivencia por encima de cualquier otra existencia posible (o lo que es lo mismo: miedo a la diferencia). Estéticamente, The expanse tiene la particularidad de mostrar una imagen algo tosca, como de videojuego cutre que por momentos, le hace perder verosimilitud y la emparenta con fenómenos similares a los antiguos y mundialmente conocidos Resident Evil o Doom. Imagino que gran parte del público habrá sido antes que cinéfilo (o consumidor convulsivo de lo ficcional), amante de los videojuegos de los años 90'; esto explica muchas cosas y justifica ciertas anomalías estéticas que no tienen nada que ver con el cine y si con nuevas percepciones en deriva. No se engañen, a pesar de sus curiosas virtudes, The expanse ya no pertenece al mundo del cine sino a ese otro lugar denominado ciberespacio, red, audiovisual, new television, lleno de zonas frías e inhumanas hacia las que la industria quiere lanzar para siempre a las almas humanas, para que se olviden de su esencia y su conexión con el universo y en cambio, lo experimenten todo como una amenaza, un enemigo.