jueves, 30 de mayo de 2024

Radu Jude



No esperes demasiado del fin del mundo
Nu astepta prea mult de la sfârsitul lumii

(2023)

Radu Jude 
 
 
 
Hace poco, el sempiterno George Lucas concedía una jugosa entrevista en Cannes en la que dejó tres perlas legendarias, hablando impasible, a lo Felipe González: 
 
1. La trilogía Star Wars es un producto infantil, para niños de 12 años.
2. El cine es el arte de la imagen en movimiento. Así que si la imagen se mueve, entonces es cine (argumentado en relación a la banal controversia Scorsese-Marvel).
3. Las historias que cuentan son viejas películas. Vamos a hacer una secuela, vamos a hacer otra versión de esta película... No hay pensamiento original... Los grandes estudios no tienen imaginación.
 
O lo que es lo mismo: una confesión tardía, una precaria tautología y una realidad de perogrullo. Siguiendo la tercera reflexión, uno puede entender que Lucas sigue sin creer en la industria (ya le dieron la espalda en el 69' con THX 1138, su ópera prima) y anuncia para los estudios, un desierto de plagios y adaptaciones que no saldrán de la filosofía de la copia. De lo pop. Ya se sabe: más vale malo conocido que bueno por conocer. A Lucas, que ha dedicado la mayor parte de su carrera a producir y escribir productos juveniles (Star Wars e Indiana Jones, en todas sus mutaciones), que sólo ha filmado 6 películas en toda su vida profesional (de la cuál sólo THX 1138 es la única interesante -¿quizá el camino que debería haber seguido y por tanto, el trauma del fracaso que le llevó a una visión comercial-infantil del negocio del cine?-), pasará a la historia del cine por haber hecho posible la creación de importantes películas como Mishima (1985), Powaqqatsi (1988) o Willow (1988). Todo esto para introducir la idea de que el cine comercial lleva muerto desde hace mucho tiempo, por lo menos, desde que se jubilaron los últimos técnicos que entendían el oficio como un arte y una industria que en cierto modo digería ciertos clasicismos que aún transmitían cierto humanismo, cierta sensibilidad. Al haberse convertido todo en un espectáculo sin escrúpulos: ¿para qué arriesgar si el público no se queja aunque se le ofrezca la misma basura una y otra vez?
 

Ante la cínica o sesgada visión de Lucas -en el dulce ocaso de su visión sobre la realidad cinematográfica-, emerge otro bloque, el del cine singular, el del cine valiente, el del cine experimental que hoy día no es más que un sinónimo del cine como arte. En esta estela, cineastas como Alice Rohrwacher, Angela Schanelec, Ted Fendt, Sergey Loznitsa, Miranda July, Laura Citarella, Thien an Pham, Abert Serra, Rodney Ashcher o Chris Smith han creado una estela de brillantes autores con voces únicas, de una capacidad de innovación y extrañeza tal que han conseguido suplir ideas pesimistas sobre el cine, de las cuáles el propio Godard fue vocero en ciertos momentos críticos de su carrera. En este caso, nos adentraremos en la mirada de un cineasta rumano, Radu Jude, una especie de chalado milenarista capaz de mezclar en su tubo catódico todo tipo de realidades y presentes vinculados a la realidad rumana. Después de 11 largometrajes y un montón de cortos, el cineasta destila toda su carrera en una película punk de título apocalíptico (No esperes demasiado del fin del mundo), donde desarrolla una roadmovie a la rumana, protagonizada por una precaria ayudante de producción llamada Ángela. El film sigue sus jornadas interminables, su mala leche, los atascos de Bucarest, sus castings a domicilio, sus idas y venidas por un mundo caótico lleno de vulgaridad y brutalidad. 
 
 
El espíritu milenial en sentido antropológico se sintetiza en su pelo rubio, en su vestido de lentejuelas, en su variado gusto musical (random) y en su perspectiva del futuro, aprisionado en un presente infinito y cruel. En medio de esa ideología de la desesperación cotidiana, los valores desaparecen y los principios se evaporan. La realidad parece desvanecerse en pos de una segunda dimensión -la virtual- paralela de la existencia, donde ella se convierte en un ser grotesco que no para de decir cosas horrorosas para ganar seguidores y así, ganar algo de dinero. Las redes de internet se convierten así en un desierto de pobres que se ofenden unos a otros sólo para divertirse o sacar un mísero cuarto más. El film está lleno de referencias actuales, de la guerra de Ucrania, a los riders de Glovo,de los especuladores inmobiliarios, a los conductores de Uber. Ángela fue conductora de Uber y cuenta por qué las condiciones inhumanas del trabajo le hicieron abandonarlo. 
 

Radu Jude monta en paralelo una película rumana de los setenta sobre la vida de una mujer taxista. Así, la película también conecta con un mundo de hace medio siglo y demuestra que la penuria de los trabajadores sigue siendo la misma, aunque ahora hay mucho más ruido, mucha más violencia. También, a través del contraste, se habla de lugares desaparecidos en la actualidad, en la transformación de la realidad. En cierta manera, es este un film sociológico que mezcla un espíritu godardiano, con un toque ultradreyeriano, o sea, de dinamismo perpetuo en quietud. Tiene también un aire a La salamandra (1971) de Tanner y por supuesto, al cine de Kiarostami. Así, No esperes demasiado del fin del mundo se plantea como una olla a presión llena de confeti e injusticias,de manipulaciones y chistes malos, de realidades y virtualidades que ponen en tela de juicio lo que vemos y lo que hay detrás de lo que vemos. La consecuencia del analfabetismo emocional, de la carencia estética... es la conversión del mundo en una jaula de monstruos, de mentirosos, de interesados.

 

Un falso plano secuencia final de cuarenta minutos -que representa toda la segunda parte del film- se convierte en un ejercicio de autocrítica del oficio de filmar, en una reflexión sobre la historia del arte, en un gag, en un paisaje, en un teatro de variedades, en un retrato eterno, en una disquisición sobre el cine y la fotografía... todo a la vez. La virtud de Radu Jude es que lo cuenta de una manera limpia y transparente, dejando a las claras ciertas trampas y traiciones, liberando el humor y los miedos, ejerciendo su poder de cineasta, dando vida a una obra original, muy lejos de los complejos de George Lucas.










domingo, 26 de mayo de 2024

Jean Cocteau



La Bella y la Bestia
(1946)

Jean Cocteau
 
 
 
 
Tal vez nos encontremos ante la película de posguerra más importante del siglo XX, un film sui géneris lleno de trucajes, historias de amor, traición, locura y arquetipos metafísicos. Cocteau se basó en la versión abreviada de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, una escritora francesa que sintetizó las versiones anteriores del siglo XVI y XVIII, e incluso el argumento original que escribió Apuleyo en el siglo II: Cupido y Psique. Pero, ¿quién es el amor y quién la mente?, ¿quién el Monstruo y quién la Belleza?, ¿quién el Poder y quién el Erotismo? Toda la película está llena de signos, de sacrificios, de dobles lecturas, como lo están todos los cuentos infantiles. Cocteau, antes de comenzar, pide al espectador que despierte esa puerta de la infancia para disfrutar y aprender como un niño. Para jugar. En el juego, el niño crea un mundo que intenta materializar: Cocteau lee y filma. Escribe. Recita.
Con la lección aprendida sobre el uso de la profundidad en Welles (Ciudadano Kane, 1941), el ambiente dreyeriano (La carreta fantasma, 1932), la plasticidad de los grabados de Rembrandt, de la delicadeza de Vermeer o las nubosidades de Murillo, Cocteau arma un film extático en la línea de Rebecca (1940) de Hitchcock, en contraposición a Silvia y el fantasma (1946) de Autant-Lara, estableciendo así en el arte cinematográfico, la diferencia entre un cuento de infancia y un cuento infantil. El relato de Cocteau se presenta como una historia del humo, de las distintas formas mostradas por ese infinito infraleve tan sugerente, tan estremecedor. Como si lo más importante no fuese el cuento en sí, sino su materialidad. Así como Joris Ivens realizaría mucho después Una historia del viento (1988), Cocteau nos empuja dentro de una chistera donde el humo y la magia se funden hasta hacer humear las manos de la bestia. La ingenuidad anda suelta, pero también la crueldad. Cinco secretos mantienen en pie a esta fábula cinematográfica: un espejo, una llave, un guante, un caballo y una rosa. Dicho pentágono de elementos construye un laberinto de momentos fantásticos que devuelven al espectador la fe en el cine, en la emoción. A pesar de que las leyendas cuentan que Cocteau fue la verdadera bestia del rodaje, pues se trataba de un ser exquisitamente egoísta, depredador e interesado, su talento consiste en que sobre la pantalla no queda rastro alguno de dicha negatividad, aislando la elegancia hasta el punto de confesar por boca de Jean Marais: Mi noche no es como la tuya. Viajes espacio-temporales, carreras a cámara lenta de Josette Day perdida entre el humo de las velas, flotando entre cortinas, volando por las escaleras, un brazo que sirve vino, chimeneas vivientes exhalando bocanadas como locomotoras y la importancia de las puertas: no es el mismo quien entra que quien acaba saliendo. Todos los personajes sufren transformaciones como si la vida tratase de un segundo y todo, como un poema, se leyese en un soplo. He aquí el desafío de las películas de Cocteau: escribir poesía de otra manera, usando lo real para invertirlo. Las cosquillas de la mente se ponen en funcionamiento al advertir que algo extraño ocurre cuando la lógica se rompe, a pesar de las apariencias. El humo lo cubre todo.  Como pasaba con algunas películas de Hitchcock, La Bella y la Bestia de Cocteau es el origen de unos vasos comunicantes que van desde Tarkovsky (Sacrificio, 1986), a Lynch (Terciopelo Azul, 1986), a Pulp Fiction (1994), por no hablar de la tremenda influencia en la primera etapa godardiana: À bout de souffle (1960), Vivir su vida (1962) y El desprecio (1963), ¿o no es Belmondo un Hermes humeante, o no vuelan los personajes tarkovskianos cuando conocen el misterio, o no es Isabela Rossellini una bestia atrapada o no son Travolta y Samuel L. Jackson dos ladrones que contemplan un tesoro imposible por el que uno de ellos perderá la vida?
Así, esta maravillosa historia queda en suspenso al no poder aclararse si es un cuento fabuloso, político, metafísico o poético. Sólo podemos percibir que se trata de una historia de monstruos terribles cuya única salvación es el amor. Quizá fue una parábola sobre el siglo XX escrita dos mil años antes, quizás es un símbolo de lo humano y de su contradicción fuera de toda ética.
Un poema.
 
 












 
 
 



 















 

WENDERS



Anselm - Das Rauschen der Zeit

(2023)

Wim Wenders
 

 
Un vestido de princesa, una escultura en medio del bosque. Nostalgia de la época romántica. El decoro. El gusto alemán. Goethe. Un recuerdo. Maniquíes en forma de presencias; símbolos del tiempo. El Ser y el Tiempo. El Tiempo y el Ser. Musgo, una mañana, esculturas colosales imitando edificios, invernaderos llenos de ilusiones perdidas. El artista convierte los deseos en objetos palpables. Convierte la moda en una idea, el escaparate en un búnker. La apariencia sólo es un medio para llegar a otro lado pero, ¿hacia dónde soñó dirigirse Anselm Kiefer durante su vida? 
En medio del vagabundeo de la vida, el artista se guía por las señales de ciertos libros, de las espirales de las escaleras, de las manchas de los cristales, de números, de nombres, de alambres, de girasoles, de susurros de la historia, ¿por qué el tiempo humano se repite?, ¿por qué siempre acaba dominando el mal? Él que fue un muchacho brillante que dibujaba, él que fue la reencarnación de un mito.


En el enorme taller del artista, los cuadros inmensos se mueven como vehículos ante el pintor ciclista que los merodea, retocándolos, acariciándolos, en una circunstancia utópica, en medio de un sueño construido. La bici es un medio de expresión. Todo está animado. Aquí todo tiene un nombre, todo es un almacén, todo es un museo. La memoria es ese museo, una memoria palpable. Un escenario. Vitrinas, paisajes, nieve; el pasado se teatraliza, se fotografía para que retorne. No sabemos qué ocurrió, pero el artista rescata sensaciones, momentos sublimes, ilusiones. Una puesta en escena, una ruina estética compuesta de hábitats incómodos, desplomados. Una pintura nacida de poemas, de filosofía, de versos de Paul Celan; el artista sueña despierto, tendido en una cama del estudio. Es más importante cerrar los ojos que darle a la brocha. Es de noche. Hay mesas con libros abiertos, fantasmas de Heidegger, setas venenosas sustituyendo a las palabras, una expansión de seres silenciosos invadiendo la realidad. Aquí los lienzos se queman para acelerar el tiempo, las cosechas se siegan para iluminar el futuro. Hay fuego en la pintura, sobre la madera irreal, junto a los girasoles helados. El artista recuerda estudios anteriores donde calcaba el mundo, donde pintaba cuadros que luego ataba al techo del coche y llevaba de un lado a otro. Cargar con la imaginación de uno mismo, cargar con la imaginación de una cultura entera, de un solo recuerdo. La memoria pesa. Kiefer sostiene una rama, atraviesa la nieve, lucha junto a Beuys por proteger el paisaje, el bosque, la biblioteca. Se fuma un puro entre un montón de libros pintados, volúmenes de plomo que guardan la piel de la Tierra. Todo tiene su doble, su transmutación. Decide vivir en una fábrica de ladrillos en el seno francés, aunque él es alemán; el artista no es de un lugar concreto. El artista es del Arte y exclusivamente del Arte. Él sólo es un medio. El humo sale del suelo y el artista intenta conquistar el mundo con metáforas; el mayor mito es la propia raza humana. Diapositivas, aviones, túneles, catacumbas, constelaciones; todo es pintura. La representación habita junto a la carne. El espejo ha sido atravesado. Butacas de cine como estacas, bicis con alas, con banderas, cargadas de madera, de paja, de leche, de libros. Una bici también es una biblioteca, un museo, una memoria. Todo es ligereza. Un paseo. Camas llenas de agua, submarinos, museos, museos y más museos. Una cámara de las maravillas. Kiefer es un artista que desarrolla la polisemia metafórica. Todo es lo mismo, pero es distinto en el fuego. Wenders realiza aquí una de sus mejores películas -tal vez desde Tokio-Ga, 1985-, mostrando a la persona como un medio, como un poderoso canal para que el mundo se contemple a sí mismo.
El ruido del tiempo.





TED FENDT

 

Classical Period
(2018)


Ted Fendt 



El cine contemporáneo esconde verdaderas maravillas, escondrijos donde poder disfrutar de una libertad y una gracia inusuales en el panorama panóptico. Si hoy el cine comercial sigue desgastando los estereotipos de los gánsters, los pequeño-burgueses y los espías, y por otro lado, el cine indi abraza de forma desmedida las ideologías del nuevo siglo (feminismo, milenials, género...), existe otro cine, el del ensayo, el del pensamiento, el de la marginalidad fenomenológica, fundado por maestros supremos como Chris Marker o la dupla Straub-Huillet, que sigue gozando de una pureza y una originalidad brillantes, abriéndose a temas insobornables, únicos. En este caso se trata de una película sobre un grupo de jóvenes eruditos fascinados por Dante, Longfellow y Borges -entre otros-, quienes mantienen sesudas conversaciones sobre sus lecturas; detalles minúsculos encontrados en viejas páginas del Quattrocento que resuelven problemas de traducción o interpretación de obras enigmáticas que llevan entreteniendo a especialistas desde hace más de medio milenio. Encontrar este tipo de obras no sólo es fascinante, sino esperanzador, al recibir un mensaje singular y humano, más allá del sensacionalismo o la pornografía. Su austero formato disfraza a la pieza de un ambiente vintage en medio de un Philadelphia remota para el ojo ajeno, donde el tiempo parece mezclarse o confundirse, como si este grupo de jóvenes lectores viajasen no sólo con las lecturas a través del espacio y las ideas, sino a través del flujo de la existencia, realizando una arqueología del saber tan exquisita que da verdadera pena que la película sólo tenga la duración de apenas una hora. La arquitectura de sus imágenes es muy pictórica, sus silencios, muy sonoros. Se trata de un film como un libro, una experiencia real rodeada de los saberes humanísticos que construyeron la cultura europea y que ahora, una breve banda de ávidos lectores resucita en palabras para que siga viva esa belleza que siempre duerme en las páginas, aguardando pacientemente a que alguien se interesa por -tal vez-, las cosas más hermosas que ha creado el ser humano en toda su existencia.