jueves, 18 de mayo de 2023

 
 
Miscelánea de Abril
(de bucles, infinitos y abogados)






En 1996 una jovencísima Natasha Lyonne, apenas estrenando su carrera de actriz, interpretaba un curioso personaje en Todos dicen I love you del hiperprodcutivo Woody Allen que, lamentablemente pasó desapercibido. La carrera de la señorira Lyonne ha sido bastante larga y completa, mas no será hasta 2019 que estrena Russian Doll, producida y escrita por ella misma, cuando se rebele con toda su gloria y talento. Sin duda se trata de una miniserie (15 capítulos) originalísima y caótica, enraizada en la moda de los bucles y las fiestas nocturnas. Una delicia inesperada; un peli serializada. Pero esta no ha sido su última carta, pues en 2023 ha estrenado Poker Face, un serial donde cada capítulo es una aventura nueva, casi como si de los famosos trabajos de Hércules se tratase. En dicha historia da vida a una peculiar mujer llamada Charlie, perseguida por asuntos turbios, dotada de una habilidad nada corriente, concerniente a la verdad. Si se analiza la ficción norteamericana en un amplio ratio, la profunda esencia de las historias se basan en la profusión de la mentira y en cómo alguien lucha por aclararla o simplemente se topa con ella. Dicha inercia habla de un cultura imperialista construída a partir de falsedades y apariencias como pilares básicos; el capitalismo se basa en las ventas y el arte de las ventas se basa en la ocultación, el disfraz y si no visionen Salesman (1969) d elos hermanos Maysles. Curiosamente, exceptuando un puñado de autores desperdigados por el mundo que trabajan la originalidad y no utilizan tramas maniqueas o simplemente materialistas, todo parece reproducirse ad infinitum (de hecho, llama mucho la atención la cantidad de títulos que abarcan el tema en su sentido menos laxo: A trip to infinty, 2022 / The edge of all we know, 2020 / The man who knew the infinity, 2015). Sin saber cómo, el público del presente se encuentra en medio de una seria encrucijada, ante una producción ilimitada en base a una ficción pobre y clónica; en cartelera, siempre vemos la misma película. A pesar del absurdo del caso, a nivel psicológico y por supuesto monetario, parece funcionar. También le funcionaba a Pavlov con los perros. Han generado una sociedad ludopática y ahora, unos cuantos se están frotando las manos con guantes de oro. Después de mimetizar la sociedad con la mitología, las personas fluctúan entre mundos inciertos, confundiendo cada vez más lo real, cuándo acaba el cuento y cuándo el suceso. Literatura o vida. Cine o paisaje. La tergiversación y refrito de los géneros está deshaciendo el mínimo pensamiento crítico que quedaba entre bambalinas. La religión del todo es lo mismo y la distópica igualdad generalizada, ha dado como resultado, entre  otras muchas cosas, un monto fílmico que aplasta literalmente al público y hace lo que quiere con él, sometiéndolo en la imposibilidad. La abundancia es la protagonista. Hoy la marioneta, más que nunca, está entre butacas. Por eso es tan importante ver Kajillionere (2022) o Pacifiction (2022), sólo para darse cuenta de ciertas caras de la invención que persiguen la senda de la originalidad y no del mimetismo monetizante. Medicinas. El desafío del futuro no es llegar a Marte sino ser uno mismo, diferenciarse de lo demás por la esencia y la personalidad que quieren destruir a través de los mensajes del mainstream -lanzados como bombas atómicas sobre las neuronas-, cuyo deseo es esclavizar al mundo en un sofá viendo series hasta que se les salgan los ojos. Perder el tiempo. Time. Por cierto, hablando de lo cuál, ahí va una lista de series cojonudas, no demasiado vistas para aprovechar los tiempos muertos:

1- The night of (2016) de Richard Price

2- Servant (2023) T4 de Tony Basgallop
 
3- The consultant (2023) de Christoph Waltz

4- Broadchurch (2013) de Chris Chibnall

La primera es una delicia con el mejor John Turturro conocido -al menos, el más equilibrado-, de una factura excelsa y una narración clásica digna de todos los honores: da gusto ver series sobre la justicia tan bien hechas (Saint Omer, 2022 sería un ejemplo y Delitos flagrantes, 1994, sería otro). En formato miniserie, que es lo único que funciona de forma homogénea, brilla con luz propia coo una mariposa; lo que se alarga más de ocho capítulos suele acabar siendo ensaladilla rusa. Increíble. La segunda y la tercera son series de terror bien ideadas, crueles y entretenidas. La cuarta es como la primera pero peor hecha, más british, con un final algo flojo. Qué difícil es terminar una buena historia y sobre todo cuando trata de un crimen. De la muerte. Aunque para buena historia, la de la película La duda (2008) con Seymur Hoffman y Meryl Streep, un film aparentemente sobrio y minimalista, mas de una tensión fuera de campo de una efectividad enorme. Dirigida por el curioso director de Joe contra el volcán (1990), su estética emana el color del secreto, su guión, la factura de la buena artesanía narrativa; de hecho el guión es también de John Patrick, autor entre otros libretos de Cinco esquinas (1987) -con John Turturro por casualidad- o ¡Viven! (1993). Hablando de los 90', habría que recordar Seven (1995), origen de todas las ficciones criminológicas de los siguientes 25 años. En 1997 se estrenó Hércules de Disney -quizá la mejor película de animación del final de la bidimensionalidad- donde digamos se mezcla lo viejo con lo nuevo, pero donde se nos recuerda que lo verdadero es lo más importante. Si ahora retrocediésemos unas cuantas décadas nos encontraríamos Los viajes de Sullivan (1941) del maravilloso Preston Sturges, quien encomienda a su protagonista a bajar a los bajos fondos de la realidad para poder conocerla de primera mano y poder así crear algo verdadero. Durante los años 70' se intentó mover las conciencias y ciertos directores hicieron lo suyo: Brian de Palma estrenó su atípica Hi, Mom! (1970) con Robert De Niro, un film heredero de lo mejor de Pasolini, Hitchcock y Godard -al menos, de su parte más documental-. También en 1970 Hal Ashby dirigió The Landlord, una película fascinante que entremezcla los temas del racismo y la lucha de clases de la manera más extraña y cómica, utilizando como levadura la cruda realidad de los barrios bajos. La verdad está en la basura. Arte Povera. Los 80' fueron más evasivos: en 1984, Gonzalo Suárez estrena Epílogo, un supuesto palimsesto experimental sobre dos escritores y sus luchas internas, centrada en el hecho de la escritura como creación existencial, como gesto eterno; un Bouvard y Pecuchet a la española. En The Whale (2022) se trata entre otros ese tema de la literatura como escape, como elevación, como transfomación de lo mostruoso; otra cosa es que Moby Dick sea sólo una obra religiosa de los colonos protestantes de EEUU y se utilice como piedra angular de un falso misticismo redentor. Un país fanático ansioso de pirámides y billetes. 
 
Para terminar, recomendaciones de primavera para alérgicos: 
 
- The dirties (2013) una versión cómica de Elephant (2003) de Gus van Sant, mucho más impactante y menos dramática, de una construcción inteligente y fresca, sin eledir el eemento trágico; su creador es Matt Johnson un  verso libre del arte cinematográfico. 
- Yehudi Menuhin, a family portrait (1991) de Tony Palmer, un retrato sobre el prodigioso violinista norteamericano, dotado de un detalle y una sensibilidad dignas del arte musical. Muy recomendable, quizá lo mejor del mes.
- No está nada mal la que quizás acabará siendo la mejor película del irregular Willem Dafoe: Inside (2023) dirigida por Vasilis Katsoupis a modo de larga performance que sirve como una crítica directa a las prácticas del arte contemporáneo y que a su vez, las utiliza como elementos narrativos para acabar en una especie de conclusión al modo The Whale. 
 
Los directores, últimamente, tiran de evanescencia.





jueves, 13 de abril de 2023


 



Memorandum Febrero-Marzo

El cambio, lo Real y la salud mental



 




Richard Brody, el crítico cinematográfico del New York Times, días antes de los premios Oscar, publicó una lista alternativa a la oficial, según su criterio profesional:



Benediction

Amsterdam

Armageddom time

Both sides of the blade

The cathedral

The eternal daughter

Hit the road

No bears

Nope

Saint Omer


Quién podría dudar que esta lista es muy distinta y más interesante, si la comparamos con las verdaderas nominaciones de la ceremonia 2023:


All quiet on the wenstern front

Avatar: the way of water

The banshees of Inisherin

Elvis

Everything everywhere all at once

The fabelsmans

Tár

Top gun: Maverick

Triangle of sadness

Women talking


Aunque las diferencias son significativas -en gran parte a causa del bajo nivel de la selección oficial-, la llamativa ausencia en la lista de Brody del ingenioso film Tár y de la singular Everything everywhere all at once, son hechos gravemente injustificados. Alarmantes. Por muy crítico del New York Times que se sea, Brody se sigue dejando llevar por falsas producciones independientes y un cierto aroma cultureta de pensamiento débil; de ahí su adoración por James Gray y Kelly Reinhardt. Aunque a fin de cuentas hay que comprenderlo, teniendo en cuenta que este mismo crítico de abultada barba y presencia solemne, es la misma persona que eligió -por ejemplo- la terrible y torpe The Irishmen como mejor película del 2019. Vaya tela marinera. Por otro lado, introduce con gran acierto en su selección la película Nope, una rareza de seudohorror a la que podríamos bautizar como trémolo movie, con todos los galones para ganar un premio comercial de este tipo; el terror será un género popular en un par de décadas, mucho más que el género romántico o el bélico. El tino de Brody se basa en la exclusión pero no en la inclusión de películas; saca la basura, pero no introduce lo mejor del año. De un plumazo elimina a las vacas sagradas de Spielberg y Cameron (totalmente prescindibles), se saca de encima a Luhrmann (el cineasta que sigue confundiendo una película con un videoclip), después a Tom Cruise (sin comentarios) y por último, al pesado de Ruben Ostlun, quien se cree el mejor cineasta del mundo por tener dos Palmas de Oro, cuando sólo es un autor satírico del montón venido de Suecia, el país de la moral, cosa que a Cannes le sulibella (¿sulibela?); ¿o por qué si no los hermanos Dardenne son tan aclamados en dicho festival? La cosa: un coñazo burgués de espanto. Hasta ahí bien pero, ¿por qué eliminar películas como The banshees of inisherin? Un misterio, y ¿por qué no añadir The whale? Una pena.

Es cierto que esto de los Oscar es un poco una verdulería -y tomárselo demasiado en serio es de memos-, un lugar donde de lo que menos se habla es de cine y donde importa más el famosete de turno o el vestido de Versache que cualquier otra cosa. El certamen de los Oscars, si nos ceñimos a las últimas veinte películas ganadores de los últimos veinte años, se hace bastante vergonzoso o problemático tomárselo con cierta formalidad. Tal vez Birdman (2015) -con muchos peros-, No es país para viejos (2008) y American Beauty (2000) se salvarían -por los pelos-, pero aún así, si comparásemos estos films con otros de su misma quinta en otros certámenes, la diferencia sería abismal. La popularidad de los Oscars es un asunto tan naif y ridículo que cuando se leen artículos de críticos profesionales llevándose las manos a la cabeza porque una película tan innovadora y fresca como Everything everywhere all at once se lleva una estatuílla (de hecho 7) y Spielberg no -o ninguna-, a uno le dan ganas de comprarse una botella de whisqui y meterse en la cama. Este es el caso del crítico Jose Luis Losa, del periódico La Voz de Galicia, una persona irritable por naturaleza y ofensiva por defecto, que se comporta como un auténtico reaccionario ante lo desconocido, ante lo diferente. Lo distinto. Se trata de un xenófobo cinematográfico. Sin argumentos demasiado elaborados, tirando de ira acumulada, abomina sin complejos de Dan Kwan y Daniel Schinert, los autores de la singular Everything everywhere all at once, dos valientes y singulares cineastas responsables de locas comedias como Swiss army man (2016) o Omniboat (2020), creadores de un estilo propio y en cierto sentido, mutante. El crítico aludido, fuera de sus casillas, define el film vencedor de los Daniels como “atropello, insultantemente victorioso, experiencia extravagante, grimoso, freaks rompetechos (los Daniels), latosísimo engendro, no-película, 24 cantinfladas por minuto, toxicidad anticinematográfica”, y no quedándose a gusto aún, escribe un segundo artículo -en la misma tirada- donde perdiendo aún más los papeles y la decencia, especula sobre las producciones de Netflix y la productora A24 (responsable de Everything everywhere all at once), negativizando todo lo que no comulga con lo que él cree que debería ser el cine. Un tipo como él debería estar al tanto de que culturalmente nos hayamos en medio de un cambio de paradigma y por tanto, en una transición estética que como todas, es una montaña rusa en la que lo mejor es disfrutar del espectáculo y no cerrar los ojos hacias las nuevas formas -que nadie dice que sean definitivas-, pero que deben existir para dar voz a nuevos ojos con los que mirar a un mundo que las vacas sagradas de la industria ya ni entienden ni quieren entender. Tal vez se necesitaría una crítica más fresca también, más abierta, más joven (en amplio sentido). Así, vamos a esbozar a continuación qué es lo que según Jose Luis Losa debería ser la cosa de los Oscar en forma de lista:


The fabelsman (Mejor película)

Elvis (Mejor director)

Top Gun: Maverick (Mejor actor)

Avatar: the way of water (Mejor guión)

...etc.


Vamos, un desastre espantoso. Mente cerrada con candado. Lo que le ocurre a Jose Luis Losa es que llegada una edad, el cambio se convierte en un problema y Losa no quiere que la industria del cine cambie, entre otras cosas, porque además de cronista, él es director de un festival llamado Cineuropa donde dan premios a películas tan deprimentes y mediocres como Drive my car (2021), el Murakami de la pantalla; ¿donde se dejó la sensibilidad aquella casta crítica que alumbraba el camino del público hacia lo mejor?

La nostalgia, a algunos, les causa estragos.

Lo peor es que intenta defender el cine desde cuestiones banales como el glamour, la taquilla y un puñado de vainas que no solamente no tienen que ver ni por asomo con las películas y su calidad, sino que además son de una superficialidad tremenda. Su ceguera es tal que incluso infravalora de alguna forma el trabajo de Brendan Fraser en The whale, definiéndolo como alivio menor, cuando en realidad, el sólo hecho de la vuelta de Fraser es la demostración de la validez del cine como arte de trascendencia. Pero él no piensa así porque se centra en un mundo muy antiguo que agoniza en el lodo, agarrándose al palo de lo muerto. Pobre Jose Luis. Arenas movedizas.

Dejando esto a un lado, frente a la abundante basura que llueve en las pantallas y las filmografías en general, y hablando de cine norteamericano en concreto, me gustaría recomendar -para mentes hábiles-, un nuevo visionado de las películas de Michael Moore:


Farenheit 9/11 (2004)

Sicko (2007)

Capitalism: a love story (2009)

Trumpland (2016)

Farenheit 11/9 (2018)


Vistas desde el 2023, las películas de Moore cobran una importancia plus, como de relato continuado, como de crónica sobre la barbarie de su país, un infierno que condiciona al mundo entero, un imperio que ha condicionado nuestras mentes y que es necesario curar si queremos ser libres; debemos ser mensajeros como en The Postman (1997) de Kevin Constner. Si no atendemos a las advertencias de Moore, algún día no muy lejano, puede que en Europa ocurran las barbaridades que viven los norteamericanos y que ellos mismos, en su esquizofrenia social, han llegado a normalizar: la ausencia de sanidad pública, la corrupción política naturalizada, la economía del miedo, la tapadera de la felicidad, el imperio crediticio. Todos estos temas son encrucijadas presentes que las sociedades deberán confrontar o ser esclavas de ellas. Todas las películas de Moore advierten de lo mismo: somos esclavos porque queremos, porque no luchamos, porque estamos hipnotizados. Somos más pero tenemos miedo. Salir de ese encantamiento de la mentira es el objeto de su cine. Y es que el documental hoy, como siempre -desde The drifters (1929) de Grierson, A propósito de Niza (1930) de Vigo o Shoa (1985) de Lanzmann- es una de las maneras de sobrevivir a la tendencia virtual del presente, dictadura estética que se lleva intentando imponer por las majors (hoy plataformas omnipotentes) desde chorradas infumables como Polar express (2004) o Avatar (2009), de la que hoy vivimos su ridículo remember nominado a la estatuílla; Cameron sólo hizo una buena película que se titula Aliens. El regreso (1986). Hoy, films tan personales como My octopus teacher (2020), El mochilero del hacha (2023) o la inimaginable Free solo (2018) responden a ese espíritu que va más allá de la ficción y que conserva intacta la promesa del cine que no empieza con los hermanos Lumiere sino con verdaderos artistas como Janssen (Revólver astronómico, Marey (Fusil fotográfico), Muybridge (Cronofotografía) o Reynaud (Teatro óptico); todo el rollo de que el cine comenzó en las fábricas es un invento capitalista para justificar una industria y desprestigiar al cine como un arte de total, un arte de síntesis.

Hoy parece inevitable consumir cierto número de films norteamericanos debido a su desbocada producción tendente al infinito, por lo que hay que elaborar dietas adecuadas y películas de compensación para básicamente no volverse tarumba. Piensen que la ficción comercial estadounidense se centra en unas pocas tramas y unos pocos mensajes que van calando en las sociedades de diferentes maneras. La ultraviolencia, la adoración por el dinero y el poder, el machismo, el feminismo militante, la homofobia, el racismo y la idea de la sociedad de clases son algunos de los somas a los que someten al público día a día hasta generar hordas de enfermos mentales crónicos.

El cine es muy peligroso.

Para ser libre y sano como cinéfilo se recomienda visionar Love streams (1984) de Cassavetes, esa última locura de uno de los cineastas más atormentados y divertidos de todos los tiempos. Para limpiar los ojos y el cerebelo hay que ver más a menudo sus películas. Ver Otra ronda (2020) o Colectiv (2019) –obra maestra del film político- también son maneras eficientes de ordenar el alma y volver a las buenas sensaciones del iris. Revisar Holy Motors (2012) o Annette (2021) es como tocar un sueño posible y efímero, una flor que existe como prueba del paraíso. Viva Leos Carax y su resistencia. Su existencia. El sistema le impide generar nuevas películas pues su potencia más regular anularía toda la mentira y mediocridad reinante,

Por lo demás, ni se les ocurra perder el tiempo con películas como las siguientes, o comenzarán a sufrir secuelas mentales como la depresión o la indiferencia:


The ritual killer (2023)

Marlowe (2022)

Sin novedad en el frente (2022)

True story (2015)

Sharpers (2022)

Triangle of Sadness (2022)

La Flor (2015)

Vivarium (2019)


Si alguien comete la insensatez de ver las películas anteriores de una sola sentada, temdrá que desintoxicarse. Para empezar a recuperar el aliento, películas de media tabla, sugerentes y de altas expectativas, aunque no lleguen a surtir el efecto deseado, son las siguientes (para ir remontando el entusiasmo):


The eternal daughter (2022)

Plaza Catedral (2021)

Living (2022)

The empire of light (2022)

Saint Omer (2022)


Si el espectador ve que no hace efecto y se empeña en ver cine norteamericano -porque el mono es lo que tiene, céntrese en los clásicos narrativos:


Dune (2021)

Interestellar (2014)

Érase una vez en Hollywood (2019)

Foxcatcher (2014)

The master (2012)


Y si lo que se quiere es aliviarse mediante la nostalgia, recurrir eventualmente a:


Cuatro noches de un soñador (1971)

Big (1988)

Werckmeister harmonies (2000)

Las noches de Cabiria (1957)


Para finalizar el tratamiento, se recomienda consumir ciertas píldoras milagrosas:


Fireball visitors (2020)

The Whale (2020)

Ted Lasso (2020-2023)


Como coda y cura, tomar pizcas de How to change your mind (2022) de Michael Pollan y aprender a descubrir que los nuevos mundos somos nosotros mismos. Nosotros somos el cine, no ellos. Hay que cuidar la mente y cuidarse de los críticos oficiales que son como espectros enamorados del pasado o de lo puro. Ningún extremo conviene. Para terminar con el artículo, no puedo despedirme sin agradecer a Richard Brody una recomendación impagable y desconocida llamada Kajillionaire (2020) de la cineasta Miranda July, una de las grandes creadoras de hoy, aún oculta por los resabiados y por la industria, pero brillante por sí misma, emocionante por su talento.

No se la pierdan.




Chao.

 

 

   Jose Luis Losa.




 

 

 

 

jueves, 26 de enero de 2023

  

MEMORIAS DE ENERO

Cine malo, cine bueno

 


 
Hablaba Bresson de purgar la realidad para quedarse tan solo con lo verdadero y así, desprenderse de la horrible sensación de lo falso. A pesar de haber pasado un tiempo más que prudencial, el cine, sobre todo este que hoy llamamos contemporáneo o de siglo XXI, parece haberse perdido en gran medida por las leyes del mercado y las manos invisibles. Un espectador medianamente atento puede detectar con facilidad cómo gran parte de la producción comercial va tomando una homogeneidad preocupante. Si se comparan películas como The Menu o Glass Onion, ambas de 2022, se notará un tufillo que está contagiando a gran parte de la ficción anglosajona. Caprichosas críticas a las clases altas, ridiculizando su ocio con banales performances en clave de Cluedo. Un desastre. Por otro lado está White Noise, una prometedora cinta basada en una novelita de Don DeLillo, perteneciente a ese ramillete de films de fumada new age como Puro Vicio (2014), alimentados de literatura conspirairónica de los años ochenta. Así como ya le ocurrió a Thomas Anderson, Noah Baumbach desarrolla una compleja trama llena de excentricidades que no acaban de fluir y que se quedan en anecdotario de estupideces que, ya de paso, sirve como acicate a la clase burguesa. Palos para todos. White Noise funciona mejor como vioclip que como película y aunque posee cierto interés, al final se zambuye en un vacío de postmodernismo retro. Caduco. El neoliberalismo se está pasando de vueltas y piensa que puede ficcionarse a sí mismo consiguiendo que nadie se de cuenta, diciendo cualquier cosa. Ya lo empezó a hacer con la saga de Alien, vendiendo la idea del monstruito, cuando en realidad la obsesión de Scott es la cuestión de los androides -tema superficial-, que poco después continuaría con Blade Runner, esa película retrofuturista que a las personas de mal gusto les encanta y que en realidad, es tan aburrida y tan sobrevalorada que comienza a oler a mortadela. La memoria es la peor enemiga para estas cosas. Más infantil es Star Wars y más gracioso aún es oír un análisis de la pútrida saga espacial realizado por un cronista parlamentario como Pedro Vallín, venido a cinéfilo cultureta de la prensa, promotor de festivales de cine de medio pelo y pico de oro. Neoliberalismo en acción; defensa de argumentos lamentables. Punto com. Hablo de estas famosas sagas para recordar la decadencia absoluta del Marvel, la cuál, en cualquiera de sus tentáculos, se ha convertido en una guardería para neonatos (¿Alguna vez fue otra cosa?). Así es el arranque del siglo XXI para el cine comercial que pretende anular todas las demás caras de este oficio y hacer creer, a partir de la superabundancia y el meme, que el cine en realidad es Black Adam (2022) o sea, una chorrada efímera que no debería haber existido ni quitarle el sueño a nadie. Aún en el lado más serio de Hollywood, las cosas no van del todo bien: estrenos como She said o Armaggedon Time, dejan mucho que desear, carentes de originalidad narrativa y entusiasmo cinematográfico. Recuerdan a demasiadas otras cosas o a nada, de hecho, la película de James Gray es un simulacro de film independiente. Es curioso que en un siglo como este, del cuál todo quisqui parece estar orgulloso de pertenecer por su nuevo paradigma y su progresismo ilimitado (escuchen de nuevo las memeces de Vallín), el cine sea tan sumamente pobre y defectuoso. La publicidad y el mercado, por no hablar de la censura religiosa, son más poderosos que nunca sobre las películas, enfocadas como un enorme anuncio de ideas, consumo y basura espectacular retuiteada. El público debería hacer mucha más resistencia, tener más amor, volver a valorar las cosas importantes y ver más a menudo La mamá y la puta de Jean Eustache, Out 1 de Jaques Rivette o la maravillosa e irrepetible El testamento de Orfeo de Jean Cocteau. Pero no de sólo cine francés vive el hombre: ver Pacifiction (2022) de Albert Serra es una gloria y un alivio, ver Memoria de Apichatpong es un placer sin límites y recordar Anette de Leos Carax, es mucho más de lo que uno podría haber imaginado a estas alturas del partido; hoy se hace muy buen cine, pero como siempre ha ocurrido, es escaso. Y es verdad que las últimas décadas no han sido fáciles para un arte, el cine, cuya esencia es la realidad. Recordemos que no hay otra disciplina cuya materia básica sean las apariencias del tiempo. A principio de este siglo se estrenó una película de Godard de la que ya no se habla tanto: Elogio del Amor (2001). Ver este film hoy es una experiencia extraordinaria e irrepetible que gana con el tiempo. Una delicia. Hay un montón de películas por las que vale la pena apostar por el cine, experimentando su magia, su toque transformador. Still Life de Jia Zhangke demostró en el 2006 que el cine documental seguía siendo el caballo de Troya del arte de las pantallas y que a pesar de ser una propuesta mixta, los géneros, en este oficio, los inventa cada artista. El cine es un oficio colectivo pero también se trata de una intuición individual, como todo lo humano. Así, viejas películas como El Verdugo de Berlanga o Monos como Becky de Jordá, entroncan con fabulaciones como Banda aparte (1964) o Número dos (1974). Es curioso que las mejores películas europeas se estrenaban cuando las trilogías de Lucas y compañía se abrían paso reventando el sistema clásico de las salas norteamericanas. La decadencia del cine actual se debe en parte a esto, a la idea de una rentabilidad salvaje y cruel que pasa por encima el cine original, de autor. Y no es que el pasado sea un paraíso y si no atrévanse a ver Conocimiento Carnal (1971) de Mike Nichols o El marido de la peluquera (1990) de Patrice Leconte; van a cagar vinagre con ventilador. Siempre han habido películas buenas y malas, pero nunca había sucedido que tanta gente viera mierda empepinada sin protestar; hoy, cualquier subida de tono es juzgada como un delito. La cultura de las series en plataforma tiene mucha culpa en todo esto: al público doméstico se le ha hipnotizado con cuatro historias de chichinavo repetidas ad infinitum. Pedro Vallín les dirá que él siempre prefiere la cantidad a la calidad, propio de un cínico ultraliberal con complejo artístico. Por eso, en su librito ridículo ¡Me cago en Godard! echa pestes de los artistas, culpándoles de narcisismo, misticismo y casi de terrorismo, proyectando los valores de la sociedad que él mismo defiende, ocupando un puesto público. Pero eso es otra historia. Busquen un video de él y pásenselo en grande. No tiene desperdicio. Si quieren flipar con la mejor serie de los últimos siglos, vean How to with John Wilson (2020), la ficción más desternillante y original que se ha visto en décadas, basada en hechos documentales cotidianos. Como decíamos y como será hasta el final de los finales de este maravilloso fenómeno definido como cinematográfico, el hecho documental sigue salvando los trastos del negocio o al menos la dignidad, muy lejos de la paranoia norteamericana y las chapuceras políticas nacionales para generar industrias de cine lucrativas en Europa. Lo ducumental va ha llegar (Arrabal). Para despedir la perorata invernal, no se pierdan Everybody street (2013) de Cheryl Dunn, Who the #$&% Is Jackson Pollock? (2006) de Harry Moses o la más que fascinante, por no decir la mejor película del último año -y por otro lado, quizá una de las mejores de Herzog-, The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft.


miércoles, 23 de noviembre de 2022



MEMORIAS DE NOVIEMBRE
Apostillas contadas por un muerto
 

 
Dos milenials van en un autobús y uno le dice al otro: "no concibo una película mejor que aquella en la que aparezcan Christian Bale y Natalie Portman juntos." La afirmación es loca de primeras, superficial y adolescente, de segundas. Por un lado, en la conversación -que naturalmente era más extensa-, subyace el hecho de la mitomanía, de la idealización de las formas, del anhelo burgués de los dioses. No mucho ha cambiado a ese respecto desde la época de Capote o de Warhol; ellos también eran adolescentes que soñaban con las estrellas mundanas. En la otra cara del dado se pueden leer otras cosas, como que el imperialismo salvaje de los yanquis es hoy la normalidad dentro de la mente occidental y más allá (cuenten cuantas películas anglosajonas ven a la semana y cuántas europeas) y no ha dejado hueco para casi nada. Los milenial juegan a videojuegos, ven películas que se parecen a videojuegos (Marvel) y se relacionan en aplicaciones ludopáticas que también son videojuegos (tragaperras sentimentales). Esto les hace no querer salir demasiado de sus círculos de poder y seguridad y les obliga a agarrar con fuerza ese aparato inverosímil que parece saberlo todo. Pero lo malo o lo nuevo no es esto, sino que la mentalidad actual y las políticas de poder han bendecido todas estas prácticas, sacándoles la máxima rentabilidad, potenciándolas, aprovechándose de una época depresiva y estéril, perfecta para estas políticas del gusto y la banalidad. El mantra del nuevo paradigma ha entrado en el coco humano como un pepino de ilusiones perdidas, como un satisfyer infinito que hace confundir el placer con el dolor, el erotismo con la indolencia. El mundo virtual ha llegado para quedarse un tiempo, para empobrecer las almas y los corazones de una humanidad machacada por la conspiración, la guerra y el existencialismo. Más que nunca, un escepticismo del malo asola los imaginarios y se conforma con la queja y el hastío -y la mala hostia- como se puede ver en dos películas idénticas hechas en dos países muy distantes: La Estrella (2013) y Sorry, we missed you (2019). Un desastre pesimista sin límites. Allá lejos, perdido en los inicios del siglo XX, queda El chico (1921) de Chaplin, esa fábula idealista y optimista nacida de un hecho terrible: un año antes, el director inglés había perdido un hijo. Charles Chaplin no es grande por ser un artista superdotado, es memorable por emocionar y soñar esa emoción de una manera positiva; a cien años vista, su época no fue más sencilla que la nuestra. Pero los milenials siguen charlando en el autobús, alabando sin querer el cine norteamericano y por tanto, la ultraviolencia, el chantaje, el capitalismo y la injusticia. En torno a  los años 90' -década donde se fraguó el mayor declive ficcional del cine-, se estrenaron películas "antisistema" como Robocop (1987), rarezas kitsch como Always (1989) -curiosa antecesora de Ghost (1990), nacida de una película francesa decadente y infantil como Silvia y el fantasma (1946)- o films perversos como Bound (1996), la olvidada pieza de los hermanos Wachowski, quizá única salvedad de su filmogafía. Los milenials los adoran pues se han convertido en una especie de patrón, de ídolos de barro, deshaciéndose en cada nuevo estreno; sus personajes se han comido su obra, convirtiéndolos en aquello que se ha venido a llamar influencers. Cada generación ve caer a sus ídolos, ve nacer las promesas y tiene que aguantar a los parásitos. Es tremendo que las nuevas generaciones sólo miren para atrás para encontrar películas como Pulp Fiction (1994) o El padrino (1972), cuando películas tan accesibles como La Promesa (1996) de los hermanos Dardenne, a pesar de su prosaísmo, mantiene una belleza incalculable, una frescura -que se fue perdiendo en el nuevo siglo- pero que se conserva intacta en films de este tipo, de factura europea, realizados con una mentalidad humana, no transhumana. Pensemos en El Desencanto (1976) seguramente una de las mejores películas de los últimos cincienta años: ¿por qué los milenial no se interesan por ver y disfrutar de esta joya del cine, esta obra única e irrepetible que nos acerca a la clave de la problemática existencial? 
 
Todo esta noción de llegar más allá de lo humano, más allá del planeta, más allá de los límites de lo que en realidad somos, no es más que un esoterismo barato. Todo esto de los viajes a Marte, a la Luna y qué se yo, Orión, no son más que distracciones megalómanas de encantadores de serpientes; nuevas utopías, falsas razones. Hoy el dinero produce hipnosis y allí, en ese fenómeno psico-materialista, reside gran parte del problema. En la reciente Amsterdam (2022) pueden encontrarse ejemplares de este tipo de dictadores de lo humano, como también se puede apreciar, en otro nivel en Tar (2022), una película sorprendente aunque demasiado dilatada, donde la ambición se mezcla con el talento y lo refinado; detrás subyace un genocidio personal. Los nazis basaron toda su teoría de exterminio y dominación en una serie de principios astrológicos; el resultado, de alguna manera, se percibe en Tar, ¿quién domina hoy el mundo?, ¿de quién es Europa? Esto nos llevaría aún más lejos, hasta la gran China, donde en 2008 se realizó una interesantísima película titulada Ciudad 24, dirigida por Jia Zhangke, el gran documentalista asiático, privilegiado testigo de una era de astronómica transformación que se lleva por delante las historias humanas y que acecha en convertirse en un futuro que avanza hacia Occidente, un futuro sin memoria, amenazándolo en el silencio hasta conseguir borrarlo del mapa; por eso es tan importante ver películas de Apitchatpong Weerasethakul. La cultura Europea peligra cuando se adhiere a las costumbres foráneas más banales venidas de los diferentes trópicos y olvida su esencia más ínmtima que es, nada más y nada menos, que la originalidad. Toda la cultura norteamericana es un bluff, un plagio repetido infinitamente hasta la senilidad, una lluvia dorada de heces sin emoción: su originalidad es la aplicación del lavado de cerebro. Miren: uno de sus novelistas más famosos, Paul Auster, además de ser un bodrio de escritor, padre de la novelística comercialoide con apariencia de profundidad, es un copión de primera. Si se vuelve al inicio de Sunset Blvd. (1950) de Billy Wilder y se escucha con atención el prólogo de la voz en off y seguidamente se lee la primera página de la aclamada novela de Auster, Leviatán (1992), los ojos podrán corroborar el robo explícito del planteamiento, la probeza de oficio desarrollada por Auster, el cuál se hizo famoso en la década de la mierda, del capitalismo salvaje, de la gran corruptela; pero el mundo gira y los milenials siguen en el autobús dejándose llevar, hablando de películas, de vídeos, de clips, de instantes de narcisismo que en un par de décadas les pasará facturas, como a otros ya les ocurrió, mientras yo imagino, en medio de una de sus diálogos, que uno de ellos cita a Michi Panero y entonces el mundo vuelve a cobrar sentido.
 
 

 

 
 
 

viernes, 18 de noviembre de 2022


 

 

THE SQUARE
(2017)

Ruben Ostlund

 


¿Por qué le cuesta tanto a los cineastas hablar de arte? Tal vez es una vulgaridad explicitar algo sagrado o quizás, un desmesurado acto de soberbia. El mundo del arte contemporáneo y concretamente el que atañe a los museos estatales bautizados con dichos tropos, es un asunto espinoso, pues ¿qué es lo contemporáneo del arte contemporáneo? La película de Ostlud comienza con valentía abordando este tema directamente, evadiendo la respuesta en un galimatías, subrayando que todo, en definitiva, como también le ocurrió a la Escolástica, se trata de un embrollo lingüístico donde los conceptos se han adueñado de los espacios. Hoy, toda obra, sea de la naturaleza que sea, tiene una apariencia conceptual; otra cosa es que finalmente lo sea. En esta dicotomía del parecer y el ser, Ostlund, lamentablemente elige la primera, dejando caer a su película en una sopa de frivolidad que va desgajándose a sí misma hasta desactivarse. Cuando uno ve que un film como este ha sido galardonado por Cannes, comienzan a volar sobre las cabezas ciertas sospechas. Las palmas de oro del festival francés suelen ser fatales bagatelas: Elephant (2003), El niño (2005), El árbol de la vida (2011) o la La vida de Adèle lo confirman con creces. Así, ¿toda película estrenada en una sala de butacas se convierte en cine? o como se plantea en The Square: ¿todo objeto colocado en un museo se convierte en arte? Vivimos en un mundo postduchampiano donde la verdad y la mentira han fracasado. La mantequilla de la frivolidad y el cinismo cubre nuestras conciencias y hace reprimir los sentimientos y las emociones. Lo que parece una cosa, es otra. El famoso urinario de 1917 firmado por Richard Mutt y expuesto por Marcel Duchamp, abrió la caja de Pandora y el arte quedó embrujado para siempre entre el indiscernible, la copia, el infraleve y el original. Todo parece lo mismo y a este juego se ha apuntado hasta el más tonto. Desde aquello, hace ya más de un siglo, ya nadie entiende el valor de las cosas y se deja llevar por las tendencias. El film de Ostlund es una tendencia, una moda a la sueca, un cacho de tela pretendiendo ser cachemir sin ser más que un pobre plástico. La oportunidad de reflexionar sobre un asunto tan providencial como lo es en la actualidad, nuestra relación con el mundo de los objetos artísticos, se pierde en un espectáculo circense y ridículo lleno de clichés y música techno, alta burguesía y buenos modales. El intento de ridiculización por parte del cineasta del panorama expositivo y comisarial se vuelve contra él mismo, al enredarse en un tono infantilizado del asunto, desviando la atención de lo verdaderamente capital, dejando que la cinta se muera por sí misma, mientras el público ya está enterrado de sueño en el cementerio del aburrimiento. Al final, el objeto queda sin definir, sin abrazar y la broma infinita continúa imperturbable. A estas alturas, a uno le da por pensar en la razón por la que Ostlund, en vez de tomar como modelo la artística actitud de su compatriota Ingmar Bergman, prefiere una estética publicitaria llena de diabluras vagas y efímeras que nada aclaran y que poco entretienen. El cine de hoy es un parque de atracciones del que se sale frustrado, con las manos vacías.

Sólo la apariencia parece brillar en lo contemporáneo.


 


 

martes, 1 de noviembre de 2022




ENCERRAR LA INFANCIA
Exégesis del tiempo ficcional


"Cuando la gente crece
se olvida de cómo se hace".

J. M. Barrie, Peter Pan
 
 

Existe una ausencia de doce años entre La Leyenda del Tiempo (2006) y su secuela, Entre dos aguas (2018), continuación o expansión narrativa de una película irregular -con una segunda parte algo caprichosa, aún ligada a la filiación inicial de Lacuesta por Chris Marker- que practica  ese ejercicio de mostrar la evolución vital de un ser a través del tiempo. Ingenio truffoniano sobreutilizado por Linklater en basuras como Boyhood (2014) o su famosa trilogía (2005-2013) junto a Ethan Hawke y Julie Delpi, el experimento fenomenológico de intentar captar la vida a través de la evolución de un mismo personaje nos hace olvidar las tercas elipsis que impiden contemplar el todo. El paisaje, ¿qué había antes del paisaje? El público llena los huecos en su mente a través de sugerencias, palabras y presencias cambiantes, casi mágicas, atrapadas en la pantalla, vivas, de algún modo, en un más allá. Lacuesta desarrolla este desafío azaroso tomando como eje a un niño que sufre un duelo que le condicionará toda su vida, o lo que es lo mismo, la historia de un alma perturbada por la interrupción de la muerte. El misterio de La Leyenda del tiempo reside en esa historia, en la muerte de ese padre del que apenas se sabe nada, dispositivo narrativo similar al de la maravillosa El desencanto (1976). Aún, en ese primer estadio, se aborda la fase de la infancia, una fase idealizada incluso en medio de la circunstancia de precariedad y miseria en la que viven los protagonistas: las marismas de Cádiz como un paraíso de barro que se evapora, un paisaje dantiano y breve. Lo material aún no es importante, aún no es un elemento vertebrador y por eso, se desarrolla la imaginación y el caos. Como película cosmogónica es todo un modelo; como película truffoniana, una auténtica imitación de la intención aproximativa a lo sagrado. Doce años después, canta un pájaro y el pelo largo del protagonista se hace corto y el flamenco se distorsiona en ruido hasta convertirse en pasto para alimañas. El regreso del héroe a su casa es un retorno al infierno: a la Realidad, pero, ¿cómo sobrevivirá aquél que ha vivido en un sueño negro? Lacuesta propone ver lo invisible, entrar en la intimidad de lo cotidiano, en vivir los últimos atisbos de infancia hasta darse cuenta de que eso ya no existe y que ni siquiera el amor es suficiente. En la tragedia, el amor nunca basta. Si las dos películas de Lacuesta fuesen dos personajes, se fusionarían en los protagonistas de Mi tío Jacinto (1956), esa película de Vajda que tan mal se ha visto pero que mucho contiene y más conserva. El cine español es un misterio porque nadie lo conoce ni puede conocerlo en profundidad. Una maldición. El destino. Todo pueblo que no conozca su cine está abocado a adorar dioses extranjeros. Por eso es tan importante ver Mi tío Jacinto, una fábula modélica basada en la tradición picaresca española, asentada en un realismo brutal y demoledor, donde los héroes permanecen atrapados en un sistema que les ahoga hasta  hacerlos desfallecer: sólo les salva cierto ingenio, cierta esperanza vacua. Bukowski. Beckett. Marx, ¿dónde perece el mundo?
Isra, el héroe de Lacuesta, no es un ser inteligente, es un cuerpo enfermo lleno de dudas, una mente ofuscada por la soberbia, por el poder, amarrado a una idea caduca del mundo y muy casposa e inoperante, en medio de un estado de cosas cambiantes y terribles. La realidad. Isra quiere ser un lazarillo tal y como Pablito Calvo lo es con su tío, el torero retirado y arrogante al que se le han acabado las pilas y el argumento. El vino. A Isra no se le han terminado pero su circunstancia y su creencia en que puede superarla con la única ayuda de su voluntad le llevarán  al punto ciego y sin retorno del trapicheo y la corrupción. Nietszche y la muerte. Antes de renunciar a la esperanza, Isra fregará el suelo con agua sucia, se intentará suicidar, se fumará un canuto, se hará un tatuaje horripilante y escuchará un violín hasta distorsionarse a sí mismo, comiendo atún con mayonesa en una chabola perdida de la marisma, sin poder purificar su mirada de miedo. Frente a esta mirada heróica y atormentada aparece -con mayor intensidad que en La leyenda del tiempo- la mirada estrábica de su hermano Cheíto, ese Sancho Panza de corazón humano y mente sublime, que llena la pantalla, superando a los dioses, acercando la imagen a la verdad. Cheíto es una especie de Virgilio, de maestro encapuchado que intenta guiar a Isra por el reino de la pesadilla, intentando enseñar a jugar a su hermano al ajedrez de la vida. Él se gana los cuartos como panadero en una fragata del ejército, montando bocadillos a los marinos. Los marinos intentan ayudarle a él, le aconsejan sonbre el futuro, pero Cheíto echa de menos el infierno. Muy cervantino. Para él, lo mejor es caminar hasta el puente y tirarse al agua pútrida de la marisma y zambullirse en un baño de lujo hecho de podredumbre. Las escena de ambos hermanos en el agua es lo mejor de la cinta. Vuelven a estar juntos, unidos por el barro original, su preferido líquido amniótico. Su Bíblia. Lacuesta muestra el silencio en un mundo distorsionado, atronador, un lugar donde los monstruos desaparecen por un momento y el paraíso o su ilusión, regresa. Se hace presente. En ese momento, nos acordamos de una de la enseñanzas de Bresson: en el cine, una persona sólo puede interpretar un solo personaje, el suyo. Todo lo demás es artificio. Bajo el puente, flotando en el agua, son ellos mismos, dos hermanos, dos humanos respirando de verdad, ejerciendo su particular incomunicación; la desigualdad del amor mutuo. Brilla el cine. Pero si va de algo más este film es de la madurez o de su imposibilidad, ¿sirve para algo o sólo nos endurece?, ¿es malo vivir como un niño? Aparece la leche y un gato y de repente nos acordamos de una película de Vittorio De Sica (ese gran olviado) y uno piensa si tal vez Lacuesta se dio cuenta de que iba de esto su cine, de tirarse de un puente, de bañarse con zapatillas, de correr sobre el agua y de reconectar con un cierto tipo de cine italiano y no de la revolución, ni del arte de los mitos, ni de la piel, ni de la crisis. Lacuesta siempre fue una gran promesa del cine peninsular, un cometa que fue diluido por un ansia de velocidad, de visibilidad. Una idolatría de los ojos. El cine no se hace con los ojos. En 2018 el cine parecía haber cambiado mucho, mas la función del cineasta actual es demostrar lo contrario: hay que detectar la pornografía estética que en ocasiones Lacuesta practica al dejarse llevar por sus ansias de penetrar; hay que evitar los clichés y centrarse más en niños tatuados de infancia, de viento, de miseria y ladridos: Entre dos Aguas culmina una ficción doble que pierde el misterio pero que ahonda en el fenómeno del aburrimiento y la impotencia, dejando de par en par las puertas a elementos narrativos finalistas como la pistola, los gritos, los árboles marcados, los tambores, la venganza y la filosofía de los chatarreros. Todos los gitanos quieren ser chatarreros de mayores, pero, ¿qué ser en la vida cuando no eres más que un duelo sin curar? La ignorancia es una enfermedad que hace cíclico al mundo. Si la película se basaba en un invento truffoniano para pasar a ser una imitación picaresca de la mejor literatura española, para luego convertirsse en puro neorrelismo, pasando por una serie de gestos bressonianos, la dinámica del film desemboca en un invento de Jacques Tourner y su sobrecitada obra I walked with a zombie (1943). Al final de cierto fotograma, Isra descubre que está muerto y que sólo puede ejercer el oficio de los fantasmas, para los cuáles, el agua es la libertad y el miedo es la pérdida del amor. Brilla una escena en medio del film donde los protagonistas navegan en una lancha como reyes del Olimpo, imaginando poder ser ladrones y huir de la miseria. El sueño de irse lejos para vivir es el sueño de aquellos que están muertos. Isra es un fantasma que sueña con un atajo que le lleva a la libertad: piensa en un helicóptero, en una moto, en un coche; trabaja en un desguace lleno de posibilidades, de pensamientos, de ideas, de juegos mortales. Un cementerio de errores. Su vida es una fuga de Bach. Pero él no sabe quién es Bach. Dirime sus reflexiones entre las armas de verdad y las armas de mentira, caminando como un zombie en el desguace de la locura, sometido por los tatuajes como un chamán. Habla de los extraterrestres con sus hijas, de E. T., de Disneylandia, de los piratas de la china, de los marcianos del fin del mundo. Genera ilusiones a otras infancias, se distrae, regatea el obstáculo pero, la torre, la marisma, el tráfico y la desesperación le llevan, inevitablemente al infierno del trabajo, al dilema contemporáneo, a la piedra angular capitalista: si no tienes dinero eres nadie. Un fantasma. La identidad de Isra se desvanece en la religión de los alucinados donde la misión es purificarse y alabar a un dios supremo y único, pero las drogas son una religión más poderosa que cualquier pentateuco y ellas le llevan a contar la verdadera historia de su padre a Cheíto, el quid de la cuestión de toda la trama construida desde La leyenda del tiempo, uniendo dos extremos invisibles, agotando el duelo. Como en Banda aparte (1964), una escalera larga lleva a la muerte; Isra lo sabe y no deja de subir por esa escalera. Al final, como en la primera parte, todo acaba en un árbol, en el árbol del tiempo donde se cierra la mente, donde se pierde la memoria y se reflejan los traumas que serán los destinos fatales, tatuando en la naturaleza las pesadillas del cambio para que a nadie se le ocurra jamás, salir de nuevo de la infancia. 











lunes, 17 de octubre de 2022


 


¿TODAS LAS NIÑAS TIENEN AGUJERO?

Acerca de la película Numéro deux (1975) de J-L. Godard

 


 




Se hace difícil entender que en el cine no es sólo la imagen sino también el sonido, que las historias se cuentan dos veces al igual que hay dos naturalezas, un abrir y un cerrar, el día y la noche, el ying y el yang. La fenomenología está partida por la mitad y por eso hay siempre algo que entra y algo que sale. Meter, sacar. Uno y dos. Nada funciona en soledad o no debería, mas la civilización ha generado un mito falocéntrico, de exaltación al héroe, distorsionando la realidad. En 1975, Godard, junto a su compañera Anne-Marie Miéville, abordan este problema cultural que hoy es todo un absoluto, un conflicto. Pero la dualidad de la existencia no sólo se refiere al género, sino también a los ciclos vitales o al trabajo: así, existe la vida de la infancia y la vida de la madurez, dos mundos muy distintos; existe el campo y la ciudad o en conceptos postindustriales, el campo y la fábrica, pues todo ciudadano se convierte en la sociedad capitalista, en un producto que no sólo produce sino que también consume. Así se establece el binomio hombre-mujer o fábrica-paisaje, algo que fabrica y algo que se observa, pero esta división debe cambiar para que la mujer-paisaje no sólo tenga derecho a acostarse con ácidos, dice Godard, soñando ya en una biblioteca sin libros que para el cineasta no es internet sino el cine, ¿en qué medida esto hoy se ha solapado? Vivimos en un mundo de síntesis, alejados medio siglo de estas profecías godardianas que exponían un mundo compuesto de máquinas donde lo único interesante era encontrar dinero, fabricar papel, crear billetes. Bucar papel e interpretar un papel. Hoy los banqueros y los actores son lo mismo o al menos, tienen el mismo dinero. Godard propone un nuevo tipo de fábrica y un nuevo tipo de papel: un lugar donde se imprima la realidad o el pensamiento de la realidad a una velocidad regulada por un nuevo jefe, el artista, el cineasta, quien es a la vez patrón y obrero. Así, para entender el futuro, que hoy vivimos en presente, no es necesario ir a la escuela pues en ella se impone un método para generar obreros, o sea, seres de angustia. En vez de eso debemos centrarnos en el amor por el lenguaje, pues este nos lleva al amor por las cosas, por los juegos, las bromas, las revelaciones. Debemos dejar de obsesionarnos con las imágenes pobres de Hollywood (hoy todas las series anglosajonas en general) y escuchar a los pájaros, escuchar la música del mundo que nunca para de repetir la verdad. Hay que volver al origen pues las cosas son muy complicadas y la angustia demasiado simple. Las fábricas de cine deben desaparecer y florecer los cineastas, brillando en su independencia, su aislamiento, con una palabra en la boca que defina el mundo. A los 45 años, Godard confiesa haberse quitado una carga enorme de chorradas y obstáculos que le impedían acceder al quid de la cuestión: la misión es ser ligero, minúsculo e ingenioso para encontrar el papel que permita sellar la visión. Durante los años 70', la información ya se ha hecho dueña de las mentes: el fútbol, la reproducción infinita, Saigón, los sindicatos, el ruido del comentarista, la idiocia del periodista, las patadas de Bruce Lee; todo ha colisionado en un bosón de Higgs y la única conclusión posible es que el trabajo se ha convertido en mierda, ¿qué es lo que vemos por los ojos? Mierda, pero ¿por qué? No nos damos cuenta. No sabemos diferenciar la imagen del sonido: hay dos historias y una de ellas va sobre la música. Así, Numéro deux es una película que muestra cosas increíbles y ordinarias al mismo tiempo, dividiendo la pantalla, separando el grano de la paja, hasta descubrir que el deseo no es sencillo pero que la angustia sí y por eso se somete al individuo desde siempre; el placer es complicado y por eso el cine erótico es un tabú. La vida del erotismo siempre ha sido un secreto. Lo otro es lo fácil, lo explícito, lo banal, el chantaje: "cuando se está cómodo en el paro se instala el fascismo." La decadencia de una sociedad se nota en la relación de los individuos con el chantaje del poder, por eso es ésta una película de posicionamiento, de cambio de sitio, de girar el cerebro, los ojos, los oídos. Hay que mirar las cosas desde otro punto, desde el lado opuesto al que solemos mirar y por eso se hace tan relevante la imagen de la sodomía, donde uno ve y el otro no. El poder ve lo que el ciudadano sólo intuye: él mira el paisaje y la víctima sólo la fábrica, por eso en la escuela sólo se enseña a identificar la fábrica. Por eso es tan importante Bergman, él mismo, su obra, una fábrica de imágenes que ponen en suspenso el equilibrio de las relaciones, mostrando la irracionalidad salvaje de nuestra naturaleza, mostrando una serie de tabúes emocionales por los que pasa cualquier alma sensible. Un patrón que también es el obrero. Secretos de un matrimonio (1974). Todo es un caos y por eso hay que contar la imagen desde el origen: 1+1= 2, uno es la imagen y otro el sonido. Un matrimonio. Un binomio. Entonces, ¿por qué un elemento debe valer más que el otro? En este mundo zapping se ha producido un desorden de los valores, una confusión alimentada por el interés: todo se ha convertido en un trailer, en un spot de publicidad, o sea, en una perversidad alucinatoria y breve, muy simple: pornografía.

De Numéro deux se ha escrito mucho aunque no lo suficiente, ya que nunca se ha explicado por qué es una película pornográfica, una película explícita donde la política pasa a ser un folleteo existencial, por eso es tan importante saber que lo que se cuenta se ve y se oye y que esa dualidad crea una mirada que reflexiona: ¿Papá era una fábrica o un paisaje? Suena el jazz para dar paso a la imagen del público, un ejército de devoradores de sexo transmitido, pero entonces, ¿para qué hacer música? Para ver lo increíble, o sea, lo que no se ve. Un cine para ciegos donde una niña escribe con tiza en la pizarra: "antes de nacer estaba muerta". Pero, ¿dónde estabas antes de nacer? En un paisaje o ¿Mamá es una fábrica? A las mujeres se les habla de la menstruación, de la desconfianza en los hombres, de su naturaleza desagradable: sodomía, reproducción, sodomía, reproducción. Entonces, ¿por ese agujero que todo lo experimenta sale la memoria? El sistema configura esos recuerdos, esas experiencias para crear un paisaje donde hay una fábrica; la fábrica debe sustituir al paisaje. El trabajo debe demoler a la mujer ya que ha conseguido demoler al hombre que a su vez, ha paralizado a la mujer; la mujer debe anular al hombre para destruirse a sí misma. El trabajo quiere destruir todo, hacer del mundo una sola cosa: papel. ¿Debemos morir por el papel, desaparecer como el buen papel? Dinero. Cálculo. Pero los cuentos verdaderos se cuentan dos veces: los pájaros y los niños cantan en el recreo y siempre suenan igual. La Anarquía no es una bomba, es la canción de Pinelli, comer y bailar, comer y bailar y no aburrirse y no tomar cereales que acaban con la líbido. Ahora el contraplano invade la palabra y en una sola imagen conviven los dos polos, pero no sólo es el hombre y la mujer, sino la infancia y la vejez. Hay un papel que es de fumar, uno que al quemarse deja ceniza y otro que simplemente desaparece; el bueno es el que se esfuma. La infancia no entiende a la vejez, el hombre no entiende a la mujer, la mujer no entiende el mundo: no la dejan evadirse, escuchar su propia música. Siempre decide la fábrica, no el paisaje. La injusticia a largo plazo genera aburrimiento, infidelidad, impotencia. Entonces, sólo queda la máquina: los dos mirando la lavadora. Ninguno sabe cómo funciona. El sistema funciona por que nadie entiende el funcionamiento.

El sexo es un sistema de miradas, un campo de perspectivas: privilegios, humillaciones, poderes. Cuando el sexo es un trabajo comienza la pornografía. No son dos sino uno. La pornografía la inventa el capitalismo, el aburrimiento existencial. La gente en paro no para de masturbarse. Se anula a uno de los dos. Sodomía. Comienza la era de la masturbación, la era de las destrucción de los sentimientos. Meadas en el lavabo, insultos, discusiones, mentiras, ladridos, felaciones, ¿quién tiene la razón? Melancolía, gritos, chantajes, peleas y el final de la sinfonía, ¿quién ofende a quién? ¿no se convierte todo en una película de Bergman? El sistema convierte todo en una ficción sueca: fría y degenerada. Se produce un extreñimiento existencial y el acto de cagar se convierte en el síntoma del desajuste, una metáfora de la existencia. A un marido se le puede dejar pero, ¿y a un Estado? ¿Cómo se separa el individuo del sistema? A través del lenguaje, definiendo las cosas. Viendo lo que no se ve. hablando de lo increíble. Hablar de sexo hasta llegar al amor, hasta llegar al concepto de muerte, ¿por qué no se dice esa palabra en las escuelas? MUERTE. El sistema tiene miedo a esa realidad y por eso la ha convertido en un negocio, insensibilizando al público, a la sociedad. Los cementerios son supermercados. El sistema genera una pornografía educativa donde los hombres odian a las mujeres; ellas se conforman con llevar bisones de piel, contribuyendo a la muerte prematura. El círculo infinito que hoy se va desvaneciendo. Pero sólo un poco. Todo lo real muere, pero en verano hay tantas flores que la fábrica no se ve. La vejez, aburrida, da vueltas a la sopa, sin historias, sin música, paralizada por el fútbol, los concursos, la mercancía y la infancia perdida sin poder ver el mundo como se ve lo increíble.

Godard, en la coda de la película, desiste del cine como medio para cambiar las cosas, pues llega a la conclusión de que la fábrica y el paisaje son los mismo. Amor y aburrimiento. Follar y ser follado. No se pueden racionalizar estas cosas, pero el sistema nos racionaliza. Aristóteles fue el primero que mintió. Animal racional no, animal racionalizado. Politizado. El trabajo se aprovecha de nuestros conflictos: él siempre gana. Ver la tele te convierte en su cómplice. Entretenerte en internet se vuelve un acto masturbatorio, narcisista. Un acto del capital. Lo complicado es fácil. El placer es angustia. Vuelve el sonido del tráfico, se acaba la ilusión, el cineasta se derrumba. La película colpasa. El instante de fascinación está a punto de terminar. El plan parece irrealizable. El cine sigue siendo la última utopía. Luego suenan los pájaros y por último, su música.

 


 

miércoles, 12 de octubre de 2022

 

 
 
EL PÁJARO SIN PIES DE LA INDIA

Un texto sobre Bande à part (1964) de J-L. Godard 





Cuentan los biógrafos que Anna Karina, tres días antes de comenzar el cuarto rodaje junto a su marido, había estado internada en un centro psiquiátrico. El motivo: su tercer intento de suicidio. Teniendo este dato, se hace aún más significativa su interpretación en Bande á parte, donde da vida a una adolescente inocente, aniñada y soñadora, ¿intentó volver la actriz a la infancia como compensación a la pérdida del hijo que había concebido años antes junto a Godard y que perdió fatalmente? Y más aún, ¿no intentó Godard a modo de chamán, involucrarla en una ficción fabulosa con la esperanza de volver a recuperar su mente enferma? Sea así o no, la música de Michel Legrand suena en el aire y suena para adentrarnos en una historieta pulp de Dolores Hitchens, un argumento barato de finales de los cincuenta que Godard aprovecha para dar rienda suelta a la barra libre de la imaginación. El atronador sonido del tráfico cesa y la mente del público viaja en melodías evanescentes que abren puertas inesperadas e invisibles, transportando el espíritu hacia el alma y el alma hacia el cine. Godard, como casi nadie, era capaz de evocar de la manera más simple, sus ambiciosas intenciones de escanear el cerebro del espectador y generar una página en blanco donde sellar ciertas ideas, ciertas palabras y ciertos mensajes, pues no es ningún secreto a estas alturas que la obra godardiana es una piñata de paradojas, ingenios y bromas cool, muy adelantadas a una época aún encartonada en las viejas costumbres y los polvorientos mitos. Godard fue una estrella fugaz, un cometa peculiar que pasaba por el cielo cada cierto tiempo para arrasarlo todo. Sus películas son hoy un testamento perenne de una voluntad privilegiada llena de contradicciones y conocimiento. Bande á part es una de sus joyas iniciales, un diamante en bruto que demasiadas veces pasa desapercibida al estar muy cerca de hitos populares como El desprecio (1963) o Alphaville (1965), por no nombrar a la reina de bastos, Pierrot le fou (1965), de hecho, parece ser que Band á part fue una de las películas con las que Godard se entretuvo mientras conseguía dinero para filmar con Belmondo. Y menos mal que tardó en reunir la pasta unos dos años, pues así hoy puede existir Band á part, film milagroso que reunió el mejor reparto posible nunca imaginado: Karina, Brasseur y Girard, tres actores complementarios que funcionan como uno solo, emulando el triángulo amoroso de Truffaut (Jules y Jim, 1962), adaptando así por partida doble una historia que se vuelve original por sí sola convirtiendo lo clásico en algo moderno, tratando el amor prematuro desde tres aristas distintas que convergen en versos de Shakespeare y aventuras de Thomas Hardy. La influencia de lo anglosajón como elemento temático es una constante en el cine de Godard hasta 1968. Juega con el icono de Hollywood y el imperialismo yanki, retorciendo la idea de los mitos dorados del celuloide, sacando jugo a su inutilidad, pues recordemos que a pesar de su cariño por el mundo prebélico mostrado en las pantallas, Godard sabe que ya no puede ser, que esa realidad cinematográfica se ha esfumado y que hay que andar por otros caminos, quizás más ingeniosos y atrevidos, más, a fin de cuentas, nuevos. Así, durante el metraje, juega con ideas dispares: una película de un millón de dólares, la posibilidad de llegar a nada, envenenar a una viuda rica y quedarse su dinero y mil disparates por el estilo. Todas las ideas proceden del cine y se quedan en el cine. La obsesión de Godard en muchas de estas películas iniciales es la dificultad por financiarlas, miles de films imaginados en su cabeza que no tenían salida más que en el olvido. Por eso, él intenta construir una memoria, a estas primeras alturas, de sentimientos y emociones. Así, construye un teatro: Godard es un creador de personajes típicos de Bruegel: un orondo alumno que esconde una botella de licor en una caja en forma de librería, una profesora de inglés que les enseña el idioma a través de la literatura, un chico que su único sueño es conducir en la carrera de Indianápolis, otro que se llama Arthur Rimbaud o una chica que vive con una condesa en una mansión a las afueras de París. El crisol es deslumbrante y a la vez mínimal; parece un teatro de marionetas que Godard va moviendo a su antojo, mezclando estos espíritus irreales en medio de un montón de imágenes cotidianas y antropológicas del movimiento de la ciudad, de su caos inevitable, del desorden y el riesgo que conlleva habitar entre humanos atrapados dentro del laberinto. Vuelve a sonar la música de Michel Legrand, como si se pasase a una página nueva o al capítulo siguiente donde lo continuo y lo discontinuo van de la mano, donde los planos secuencia, los pasajes banales y las brillantes escenas van generando una psicología nueva, fresca, original, emparentada con la de Los carabineros (1963) donde el humor y la tragedia se hunden en la misma fosa. Ambas películas son de las más humildes y austeras de toda esta época inicial: a los personajes les gusta la Naturaleza no la cultura, la cuál odian con todo su alma. Son outsiders, personajes sin identidad social, sin futuro, con la cabeza llena de jazz y noticias leídas en un bosque. Durante el film se habla sobre 20 mil cadáveres ahogados en un río, sobre la inercia del mal, sobre un cuento de Poe, otro de un indio mentiroso y por último, de un pájaro sin pies procedente de la India. Las mil y una noches, ideas baudelerianas, sociología, poesía, filosofía y todo tipo de referencias pop se entrelazan en esta sopa de ajo que sabe a manjar, pues en ella hay muy poca ampulosidad y mucho existencialismo: los tres protagonistas viven el dilema del aburrimiento (¿qué hacer?, ¿qué hacer?) entre billares, cigarrillos y licores, cambios de posición y bailes de moda en modo bucle hasta conseguir la ácida presencia de la repetición. Godard, a partir de un punto de Bande à part incide en esta idea absoluta de la Nada, de habitar la nada, el vacío y la desesperación de vivir hasta preguntarse, ¿el sueño se está convirtiendo en mundo o viceversa? La única solución que Godard encuentra es la imaginación, la coreografía, el juego. El amor se convierte en un chantaje, en una frivolidad, en un pasatiempo pero entonces, ¿dónde van los sentimientos? Montados en la Nouvelle Vague, un ola que en realidad sólo fue surfeada por muy pocos -aunque otros muchos se apuntasen-, un tsunami donde resuena la voz de Godard, un personaje más, un narrador que ayuda a la historia a que avance, a que no se enquiste en nimiedades, en rollos, en clichés. Bande à parte es una de las películas de Godard más literarias en el aspecto de que él filma o intenta filmar como un novelista, de hecho, en un momento de la película, uno de los personajes se detiene en un puesto de libros del Sena y compra la novela Odile de Raymond Queneau, con lo cuál introduce el efecto de la la metaliteratura en el cine, pues la novela de Queneau es un sátira sobre los surrealistas, una burla que trata los temas de la vaciedad, la juventud perdida y el primer amor de una manera ligera, gamberra. Así, la adaptación se vuelve triple, pero suena la música de Michel Legrand y todo se vuelve único, sin igual, perfecto. De hecho, todo cuadra: la madre de Godard se llama también Odile, por lo cuál, por arte de birlibirloque, el cineasta ha coronado como madre a Karina que en la película también se llama Odile. La desconsolada Karina se ha curado a través de su personaje sin apenas advertirlo. Magia. Y entonces ella pregunta al espectador, ¿por qué necesitamos un plan? Sus dos compañeros quieren atracar a la condesa convirtiéndola a ella en una traidora, en una ladrona y a pesar de la bondad y el miedo de Odile, sus dos amigos acaban convenciéndola con la maravillosa técnica de ser felices, matando el tiempo de la mejor manera posible: corriendo por los pasillos del Louvre, deslizándose por los museos, cantando en el metro, conduciendo por el barro como locos, perdiendo la cabeza, enamorándose, mintiéndose unos a otros, robándose los sentimientos hasta hacerse daño; el daño de la juventud, ese falso estado de la vida donde todo vale y donde nada parece tener término. Suena jazz y ellos le piden las medias a Odile: se acabó el juego, se acabó la infancia. La escalera más larga del mundo sirve para alcanzar las pesadillas, para matar a la condesa y terminar la novela de una vez, pues la ficción se ha agotado y ya no hay más que decir. Godard, en esta fastuosa impostura, en este entremés de rastrillo, en este capricho para no sentirse del todo solo, consigue lo que ya no volverá a conseguir jamás: un sueño de entusiasmo, una verdadera revolución, un amor para siempre.
Y suena la música de Michel Legrand
 




jueves, 29 de septiembre de 2022

THE MUSIC OF CHANCE


THE MUSIC OF CHANCE

(1993)

Philip Haas




¿Para qué sirve el cine, para recrear historias de amor, ver superhéroes, vaqueros de las llanuras y militares torturando a inocentes en Irak o Guantánamo, para desarrollar pedagogías del nuevo siglo, documentales sobre la nueva carne, la nueva sensibilidad y la nueva religión o simplemente para exhibir pornografía lato sensu? Cuando se pierde el cosmos se vuelve al caos. El orden, incluso de la imaginación, puede llegar a desvirtuarse hasta perderse por senderos impropios. El cine siempre ha sido una gran ballena blanca que ha ido digiriendo todo tipo de culturas, costumbres y usos varios, triturando la locura y la banalidad; cribando junto al tiempo las pocas pepitas de oro halladas en el río de la vida. Existen muy pocos creadores dignos del título de cineastas y no hablo del talento que es rico y repartido, sino de artistas que hayan respetado el oficio cinematográfico hasta tal punto de conseguir atrapar su esencia. Philip Haas consiguió estrenar en los difíciles y contaminados 90', uno de los títulos más interesantes de al menos, los últimos 50 años. Haas, un vertiginoso documentalista dedicado a lo inusual, se atrevió a adaptar una de las tramas más curiosas del ya de por sí curioso y afamado escritor Paul Auster. Y la cosa no es fácil, ya que las novelas comerciales de Auster funcionan como un entretenimiento interesante, como un artificio de apariencia profunda, mas de gusto bastante standar. Al terminar una novela de Auster, todo lector siente una desazón, un vacío inexplicable que le lleva a la siguiente, pero que nunca puede saciar. No es suficiente. El secreto reside en que todos los libros de Auster son -de alguna manera- guiones de películas y por eso, bien adaptados, pueden dar resultados sorprendentes. Cuando Auster se atrevió a ponerse detrás de las cámaras con Smoke (1995) y Lulu on the Bridge (1998), la cosa no fue bien del todo, pues el fotograma no es el lápiz. La literatura no es el cine. Pero cuando Philip Haas versionó el libro La música del azar (1990), lo hizo de la mejor manera posible, rebasando el libro por encima, contratando al irregularísimo pero fascinante James Spader, reconstruyendo la trama de una manera profundamente poética, llena de elementos líricos y absurdos, menos intensos en el texto, de una manera sutil y perfecta para esconder una posible pretenciosidad. Pero Haas sabe desde el inicio que se basa en un texto fantástico y no quiere que eso se olvide, como si desease que el público leyese las imágenes para no aburrirse en esta singular aventura hacia la prisión de la mente. Se trata pues, de un film único e irrepetible lleno de alusiones a las películas góticas de Vincent Price, a la atmósfera de Hitchcock, a Beetlejuice (1988), THX 1138 (1971) Barry Lyndon (1975), Out of the blue (1980), Twin Peaks (1990), los relatos de Hemingway y el land art de los años 70'. La literatura y el cine son vasos comunicantes y por eso, los libros de Auster están llenos de miniargumentos sacados de viejas películas, reconvertidos en novelas que luego son adaptados por cineastas. El bucle nunca termina. El arte es un bucle en sí mismo, pero un bucle muy especial, un anillo de Morbius preparado para emocionar, para trasladar a la conciencia de lo común a lo maravilloso, para luego retornar a lo real. El eterno retorno. Nos vamos, pero volvemos de una forma nueva. Sin el arte, lo humano se hace muy pobre y perece. Por eso, más que nunca, insertos en un sistema anunciado y teorizado por Adam Smith en el siglo XVIII, debemos depurar el criterio y abandonar la basura cada día más abundante en un mundo repleto de abundancias. La música del azar abre nuevas puertas a ficciones como Funny games (1997) de Haneke, The Village (2004) de Shyamalan o incluso a la paradigmática Lost (2004), que no es más que un palimpsesto enciclopédico de la tradición científica anglosajona. La obra de Haas es un acierto irreprochable, una visión sublimada de una novela anecdótica, una obra maestra más allá de la perfección, más cerca del cine.