MONEYBALL
(2011)
Bennett Miller
Hay que tener fe.
Hay que tener fe en el cine para hacer cine.
Las matemáticas también son una especie de fe.
Hay que creer en ellas, sobre todo si se sintetizan en una sola cifra.
Son muy pocos los elementos que conforman este film de apariencia inocente y ociosa, una obra de simpleza que oculta su verdadera intención en varios niveles. Empezaré haciendo un aviso para navegantes: cuando Brad Pitt produce e interpreta una misma película, a ésta, se le debería prestar una especial atención. Ya lo ha demostrado en otros títulos como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El árbol de la vida o Mátalos suavemente, todas producidas y protagonizadas por él. No es vano descubrir que dichas obras se sitúan en un lugar muy particular dentro del cine norteamericano -un nuevo cine yanki que ya sorprende desde hace más de una década- y que por tanto, establecen una actitud clara frente al cíclico mainstream hollywodiense. Brad Pitt sabe que hay algo que sólo se puede hacer en ciertos márgenes, que hay espacios de libertad donde nacen films por los que apostar sin miramientos. Muchos actores multimillonarios como él han descubierto esta beta, el MAKEYOURSELF -o en este caso, PRODUCEYOURSELF- como única manera de representar papeles verdaderamente dignos; al final todo esto nace como producto de un capricho, una responsabilidad, un sentimiento de culpa.
El actor mecenas.
Hay casos en los que el remedio es peor que la enfermedad (Sandra Bullock), pero si se hace bien, funciona (Nolan). Kevin Costner o Mel Gibson apostaron en los años 90 por esta fórmula, pero se equivocaron, pues quisieron cambiar el sistema de financiación y producción para acabar haciendo lo mismo, o sea, superproducciones mainstream. Aún nadie sabe muy bien qué es lo que pretendían. Por eso, ellos no pertenecen a ese Nuevo Cine Yanki, que revierte los sistemas de producción para hacer películas distintas, tan diferentes como Moneyball -la tercera película del poco conocido Bennett Miller, a pesar de su éxito con Capote (2005) y de su extraordinaria The Cruise (1998)- donde podemos reconocer cómo el cine vuelve a repetirnos que ha perdido su inocencia y que quiere luchar y ser algo bello con carácter. En los sistemas de representación actuales, nada es lo que parece, ni siquiera en la ficción -cuando la ficción es realidad y la realidad es otra cosa- y los directores con talento como Miller, saben que cada obra cuenta como si fuera la última y por ello intentan no dejarse nada fuera, creando artefactos fílmicos de una multiplicidad de lecturas, que acaba transformando a la -en teoría- ligera Moneyball, en una auténtica matriuska fílmica. Y esto al sistema no le gusta, porque al final es un desafío, una ruptura de paradigma, una nueva forma de hacer las cosas, en este caso: el cine.
Al sistema no le gustan los cambios y sobretodo, los que no puede controlar.
Empleando una estética comercial, Miller juega con el espectador presentando una historia ordinaria -o repetida a nivel formal-, en un escenario común, junto a una serie de actores famosos que indican un camino trillado que probablemente, llevará la película; el espectador se prepara para dormirse y a la vez sonríe porque le gusta saber que ya sabe lo que ocurrirá (éste es un extraño síndrome que ha creado el capitalismo cultural, que aún nadie le ha puesto nombre, pero que tiene mucho que ver con la pasividad, la condescendencia y el control), pero en Moneyball no pasa lo que se espera, ni siquiera lo contrario, pues tampoco cae en el espíritu New Age de otra tendencia fílmica norteamericana, tan equivocada como el mainstream, representada por películas como Promised land (2012). Tanto el New Age fílmico, como el mainstream, se rinden ante intereses muy alejados del cine, ante poderes ante los que tienen que saldar cuentas; eso no es cine, es esclavitud.
¿quién quiere ver una obra sometida? ¿quién disfruta de una película a la que no la dejan crecer?
Pero Miller sí que crece y lo consigue con Moneyball, sorprendiendo y construyendo una trampa fílmica, consiguiendo, desde muy pronto, una atención milagrosa, empleando un argumento, inicialmente sabido, pero que es el punzón que nos va atravesando sin hacernos daño, hasta el final.
Vamos, que nos comemos el queso sin darnos cuenta.
Y eso no es fácil ni gratuito por mucho que nos guste el queso.
Porque Moneyball parece que nos va a hablar del problema del dinero, de la ambición, de la corrupción, pero realmente, nos va a contar qué podemos hacer sin él (de nuevo, la épica de la picaresca, del ingenioso, del rebelde) y por esa razón, Brad Pitt se encarga de que te olvides de que él es Brad Pitt y se transforma en Bill, el gerente de un humilde equipo de baseball que quiere cambiar el status quo del funcionamiento de la máquina mercantil del sistema de fichajes de EEUU. El deporte se ha convertido en una metáfora simplista y complaciente de nuestro mundo: quien paga más, gana más y por tanto, el mejor siempre será el que más tenga; DINERO = ÉXITO. Ésta es una de las ideas implícitas que conlleva la mutación del capitalismo; la máquina de control más perfecta de la historia. Capitalismos aparte, Bill, nuestro hombre, representa la alternativa ridícula de aquel que pretende cambiar las cosas de una manera poco ortodoxa, o sea:
Por eso esta película va de tener fe, de hacer un milagro, porque en cuestión de contracorrientes, las cosas siempre suceden de esa manera y si uno no cree en él mismo, da igual por lo que luche. Hay mucha gente que lucha, pero sólo unos pocos se lo creen y esos son los consiguen el éxito como una victoria personal y no como un premio por haber sido el más servil. Porque si realmente no haces lo que deseas, eres pasto de la servidumbre y la creación de servidumbre es de lo que trata el
sistema.
Por eso Bill no es uno de ellos; Bill quiere hacer explotar todo por los aires para que las cosas sean más justas, aunque en el fondo, lo hace sólo por él. Bill tiene cosas sin solucionar en su vida y ésta es su respuesta ante una existencia con la que nunca es fácil lidiar. De alguna manera, me recuerda al Sheriff Freddy Heflin, el protagonista de Copland (1998), interpretado por Sylvester Sallone, aunque si lo pienso mejor, diré que Bill y Moneyball, se parecen aún más a John Rambo y a su First Blood (1982), en parte escrita y también interpretada por Stallone (quien con esta película cumple con la filosofía del Nuevo Cine Yanki del que hablamos, por lo que Stallone sería, en teoría, un pionero en esa línea).
Finalmente, Bill es una especie de John Rambo.
Moneyball se contagia de ese espíritu de resistencia que nace en Bill y por eso y a pesar de tratar sobre un simple equipo de baseball, el film no trata exactamente sobre un grupo -que es de lo que generalmente habla el cine norteamericano, del grupo, del colectivo, de la masa, de la nación- sino que habla de un solo individuo y de su inquietante actitud ante las reglas del juego, luchando por él mismo. Tomando este sentido que ligeramente suena a la homónima película de Jean Renoir, podríamos decir que Moneyball es un poco renoiriana -si se puede decir así- partiendo del hecho de que ciertos personajes se rebelan en un mundo establecido, con una cortesía salvaje y una original defensa de la justicia.
El bien siempre es una meta.
Bill es un héroe porque sabe que no ganará la batalla, pero aún así tiene fe y continua en su creencia, como si esa fuera la única forma de ganar -cuando ganar significa también perder-.
Porque Bill sabe que no hay otra, porque si no, todo seguirá igual.
Y él quiere cambiar el juego, aunque el juego acabe con él.
Es una película sobre un sacrificio personal, porque lo importante para Bill es ganar, pero no un partido, ni veinte partidos, sino ganar la liga con un equipo de desconocidos y de veteranos -de perdedores-, o sea, de marginales que no están atados a las modas ni al sensacionalismo, jugadores que no valen nada en una escala de valores construida con la filosofía de lo políticamente correcto, jugadores que simplemente hacen lo que tienen que hacer: jugar bien al baseball.
Al mismo tiempo, Miller está jugando bien al cine.
Jugar, porque todo lo demás sólo es dinero.
Y eso Bill lo sabe y eso Miller lo sabe y eso Pitt lo sabe.
Por eso, esta película es importante, porque se enfrenta a la épica clásica de Hollywood, donde el pequeño acaba triunfando para convertirse en un modelo de la sociedad; Bill no acaba siendo un modelo canónico del sistema. El sistema no logra devorarlo.
No todo es el dinero.
Por eso el sistema no quiere gente como Bill o como Miller, pues no quieren que nadie se de cuenta de que el sueño americano nunca existió verdaderamente, aunque ha pervivido durante generaciones dentro del cine y ha prometido que el pequeño será el grande. Pero el grande siempre será el grande y el pequeño siempre será el pequeño, porque así es el estado de las cosas. Por eso Bill es el héroe de los nuevos tiempos, el héroe que sabe que fracasará, pero que asume que representa la amenaza ante un sistema imperfecto.
Bill, junto a su asesor Peter Brand y a una teoría estadística inventada por un tal Bill James, intentarán dar la vuelta a las cosas, al sistema, al cine, para descubrir el valor oculto que tienen las personas e incluso demostrar que, como en muchas otras cosas, norteamérica se equivocaba.