martes, 25 de junio de 2013




INDIA SONG 
(1974)

Marguerite Duras






Tal vez hay que nacer sin patria para ser libre.
Tal vez hay que ser rebelde de una forma muy distinta para ser rebelde.
En la diferencia está la esencia de la distinción y cuando digo diferencia hablo de identidad. 
Nacida en la remota Shaigón, la señorita Duras vivió un largo proceso hasta su muerte, un proceso de entendimiento de un mundo al que de alguna manera, ella no parecía pertenecer. Como cuenta en sus primeras novelas, lo único que recuerda como real, era la pasión, la pasión en forma de gozo y anarquía sentimental; el contacto con el misterio de lo desconocido.
Marguerite estaba dispuesta a ser cualquier cosa en la vida fuera de la cotidianidad, lejos de lo ordinario y establecido. Su corazón era algo así como una bomba de la verdad llena de ganas y por eso escribió mucho, pero no sólo en papel. A la señorita Duras se la conoce popularmente por sus novelitas, pero lo que no mucha gente sabe es que, esta curiosa señora también ejercía -con un grado de distinción supremo- el exigente arte del cinematógrafo, instalándose como una auténtica gurú de los nuevos cines de cualquier época y cualquier futuro. A través de casi veinte películas, esta cineasta medio vietnamita, medio francesa, sentó las bases a los futuros poetas de la imagen y advirtió silenciosamente, que en el cine se trata de reflejarse a uno mismo con sus propias reglas y nada más y que el cine es una cosa que sólo TÚ puedes saber, en el que debes entregarte por entero. Eso es el cine: uno mismo y el mundo de forma simultánea. Por eso los grandes maestros del celuloide, iban a visitarla a su casa para agradecerle o para pedirle consejo, porque ella sabía y no sabía y por eso su cine es simplemente una melodía que atraviesa el corazón sin saber muy bien cómo.
       Ella filma a la contra, a la contra de aquello que a los demás no les deja filmar lo que quieren y lo consigue en un grado superlativo, dejando a las cosas sencillas ser sencillas y a las cosas complicadas, ser como son. Sus personajes hablan y no hablan y cuando no sabe, hay silencio y la cámara se mueve por ahí, buscando otra cosa, mientras ella escribe en alto para que se oiga lo que le gustaría oír en esos lugares vacíos que no sabe cómo rellenar, en esas bocas que no sabe si deberían hablar o quedar calladas como se quedan, dentro de sus películas, con los labios muy cerrados y la traición entre los dedos -o simplemente tirada en la alfombra-. Todo su cine es música, una música que le gusta mucho a Godard, a Kaurismaki, a Resnais, a Weerasethakul y que ha enseñado NO un tipo de cine, sino a creer en uno mismo y en sus intenciones, sean cuales sean, creando una política de imagen más allá del mundo, más allá de la patria o del recuerdo. Ha enseñado a todos y todos han reconocido su genio. El genio viene de la diferencia. La diferencia viene de la valentía y valentía te lleva más allá de tus intenciones.
Todo es un sonido lento que te envuelve.
En 1967 filmó por primera vez; hizo una peliculita llamada La Música.
Así es Duras la cineasta, así fue su camino hacia su libertad.
Así es como suena.

Algún día se dirá de ella, que fue la madre del otro cine.


martes, 18 de junio de 2013






LA SONRISA DE NANOUK

Flaherty




Cuando Víctor Erice habla de la importancia decisiva que representa la milagrosa sonrisa esbozada por Nanouk -el gran protagonista del film de 1922 rodado por el norteamericano Robert Flaherty-, Erice no está hablando de otra cosa que de la esencia cinematográfica, el misterio que todos los filmakers buscan, incluso los menos acertados. Esa presencia de realidad pura es casi imposible de filmar y por eso, cuando un cineasta la encuentra, sabe que ha llegado a una cima de la experiencia del cine. Cuando Víctor Erice habla de esa sonrisa, también está hablando de los ojos de Ana Torrent, de las lágrimas y las manos del chico de The Kid de Chaplin, está hablando de los aristócratas durmientes de Á propos de Nice, del valiente Timothy Treadwell bañándose feliz con los osos grizzlies en los ríos de Katmai, está hablando del rostro de Giulietta Masina bailando con espíritus, de Michel Simón eructando en una casa consistorial, de Anna Karina paseando por la orilla de un río sin saber qué hacer, está hablando de la risa balbuceante de Leopoldo María Panero, de la sonrisa de Tarkovski en su lecho de muerte, del supuesto cineasta de Close-up de Kiarostami explicando porqué quiso ser otro, de Bob Dylan diciendo I don´t believe you en un escenario, de los rostros del desierto en Passolini perdidos en la eternidad, de las tres niñas suecas de Sans Soleil paseando de la mano por el campo, protegiendo su inocencia.
Es muy difícil llegar a cualquiera de estos momentos, ya que estos momentos son el cine y el cine es muy difícil de encontrar porque se escapa, porque es la fruta prohibida más allá del umbral. Erice lo sabe porque se ha encontrado en ocasiones con él, con el cine y ha querido filmarlo el mayor tiempo posible; pero el cine no dura mucho o al menos, no dura lo que desearíamos y se rebela, explota, desaparece. La cosa es así de extraña y seguramente por eso se sigue filmando o como dice Godard, por eso la gente sigue yendo al cine: porque no hay reglas y nadie sabe muy bien qué puede aparecer en la pantalla.
Seguimos enganchados al calor del asombro.
La historia del asombro, de la contemplación.
Cuando Erice se queda hipnotizado mirando el rostro de Nanouk mientras lanza su arpón, no sólo ve al esquimal, sino que está mirando también la cara de Joe Dallesandro en Trash o en Flesh fumando en la calle la hierba de dios, está mirando los golpes que Jean Paul Belmondo lanza en el aire como si pudiera alcanzarlo, ve la capa de Orson Welles apunto de desaparecer de la escena, ve el rostro de Klaus Kinski sobre una balsa llena de monos, navegando a la deriva en el Amazonas, sintiendo cómo todo se destruye, cómo le devora la selva mientras su mirada se pierde, ve a Buster Keaton saltando de un tren porque está enamorado, ve a Vanda filmada por Pedro Costa con su hijo en la cama, enganchada a la locura, ve a Marlon Brando acariciando una paloma en el ático, ve a Joris Ivens intentando filmar lo imposible, a Jean Marie Straub discutiendo con Danielle Huillet por el instante de un rostro o a Renée Jeanne Falconetti en esa milagrosa película de Dreyer de la que tan poco se habla.
Y esto no es nostalgia del cine, y esto no es historia del cine.
Que se mueran todos los manuales y todas las teorías.
El cine no tiene reglas, sólo se revela y nadie sabe cuándo.
Pero nadie quiere aceptarlo.
Y por eso los niños y por eso el amor, y por eso los esquimales.
Y por eso Robert Flaherty -como Erice o Dreyer o Bresson- no pudo filmar más que unas cuantas películas, regalándonos lo más precioso de la existencia de la manera más sencilla, el tesoro del cine en unos cuantos momentos imposibles donde algo se revela, por fin. Imagino cuando Flaherty conoció a Nanouk y vio en sus ojos el cine, estoy seguro de que fue lo mismo que Raymond Depardon vio en Nueva York por primera vez o cuando John Ford puso sus pies en las llanuras del Gran Cañón para encontrarse a John Wayne. Billy Wilder lo buscaba en Marilyn, pero Marilyn lo encontró en Huston (The Mysfits) y Truffaut se obsesionó con que estaba dentro de Antoine Duanel, pero no siempre se consigue, aunque lo intentes toda la vida.
Bukowski lo repite una y otra vez: no sólo vale con intentarlo. DON´T TRY.
Por eso Barbet Schroeder consiguió filmarle y vimos que Bukowski era real y no sólo un libro y no sólo historias, sino un hombre de habla y que bebe, donde se puede comprobar que su sonrisa se parece mucho a la de ese esquimal de Alaska que se llamaba Nanouk, donde de alguna manera, empezó todo, otra vez.

Y esto no es historia, es cine y el cine sigue por ahí, bailando a nuestro alrededor, para siempre.













BOUDÚ SAUVÉ DES EAUX
(1932)
Jean Renoir






Boudú flota como una hoja sobre el agua y no le hace falta mojarse, no le hace falta tener para reír, no le hace falta una cama, porque prefiere el suelo. El espíritu nace de la misma tierra y es más fuerte que cualquiera y se parece a una inocencia amorosa que nunca se cansa de vivir. A Boudú quieren hacerle feliz, pero no saben que Boudú es la felicidad, una felicidad infantil que ha perdido a su caniche y que sabe que no volverá; por eso quiere ahogarse o al menos dice que quiere hacerlo, pero antes de aceptar el último trago, se siente tan bien flotando sobre el río que le lleva, que deja a la muerte para luego y se va a dar un paseo. Se salta el guión sin pensárselo dos veces.
Boudú no lo dice, pero la vida burguesa es un coñazo; lo repito: la vida burguesa es un COÑAZO. Boudú quiere besar a todas las mujeres para divertirse, para pasarlo bien como cuando jugaba con su caniche; paseaba con él, lo abrazaba, le lamía la cara y juntos, buscaban algo que llevarse a la boca.
Baila arededor del tedio, enseñándole el culo.
¡Qué difícil es ser un poco como él!
No se puede transformar lo inevitable, no se puede. La Naturaleza es más fuerte que nuestra voluntad y quien la guarda dentro como un fuego, la conservará para siempre.












sábado, 15 de junio de 2013




BORN INTO THIS
2003

John Dullaghan




Señor Bukowski, ¿cree usted en esta guerra?
no
Señor Bukowski, ¿lucharía usted en esta guerra?






Charli sabía que el silencio lo llevamos por dentro.
Charli sabía que fuera todo era un delirio sin sentido.
A Charli le pegaron, le escupieron , le dejaron solo y él dijo:
os rociaré con mi suerte.
Charli era un mono por fuera y un santo por dentro,
un perro con el poder de todos los dioses diciendo la verdad.
Charli murió y volvió a vivir para jurar que era posible.
Charli es el hombre más fuerte que conozco.
Charli sólo tenía una idea en la cabeza y las mil y una noches en sus ojos.
Charli tuvo miedo pero supo bebérselo hasta el final.
Charli tuvo las mujeres más feas y las amantes más lindas del mundo.
Charli fue el Rey Midas más guarro y más divertido de la historia.
Charli tenía una máquina de escribir y nadie pudo hacer nada para evitarlo.




LA FILLE D`EAU
1924

Jean Renoir

  



Intento ser el de la vida que no duerme y cuando duerme sueña, escribe uno de los autores más talentosos de mi generación (de momento, lo mantendré en el anonimato) para marcar así un signo de los tiempos, una apuesta de valor. El cine, cuando es cine, es valentía y riesgo, es pura acción en los terrenos privados de la belleza, un lugar donde nacen los sueños, donde los sueños sueñan y se dejan llevar por ellos mismos, para escapar, para no volver nunca más a ser quienes eran, para transformarse en formas que andan de una forma o de otra, paseándose delante de nosotros.
Este es el primer sueño que tuvo el cine de uno de los hijos del famoso pintor August Renoir, el joven Jean, que iba por ahí imaginando con su novia conquistar algo así como Hollywood, mucho antes de que Hollywood fuera Hollywood, mucho antes de que Jean Renoir fuese Jean Renoir. Antes de materializar esa ambición de juventud que lograría veinte años después, Jean Renoir empezó haciendo esta peliculita muda que inocentemente intenta copiar a Linder y a Chaplin por todos lados, pero que le sale sin remedio un Renoir de primera; un primer Renoir. Dice Miguel Marías que si Jean  Renoir hubiese muerto antes del sonoro, nadie se hubiera acordado de él y en parte tiene razón, pues en sus siguientes películas mudas (Nana 1926 o Sur un air de charlenston 1927), fue creciendo en su ambiciosa teatralidad (en muchos casos fallida) y perdiendo ese vigoroso sentido poético con que trabajó en La fille d´eau.
Es cierto que esa frescura, la volverá a encontrar más tarde, ya en el sonoro.
Tal vez esta peliculita es distinta a las demás, pues en ella no se siente una ambición más allá que la de vivir el cine, la de inventar el cine, la de amar el cine sin complejos. Tanto sus virtudes como sus errores hablan de ella y del futuro de Jean Renoir, de ese hombre que quiso ser uno de los grandes y que volcó toda su sensibilidad en un arte para hablar de todos los demás, para hablar de las cosas más grandes, de la forma más ligera posible. Por eso esta película no sería nada sin el elemento del sueño, ese motor que funcionó como el corazón primigenio del ánimo de Renoir.
Se nota en la mirada de los actores (que eran sus amigos y su mujer) la felicidad de ser libres por una vez y hacer algo de una manera verdadera, sintiéndose igual de novatos, igual de valientes que el joven Renoir.
Nunca serás tan libre como cuando no sabes hacer algo y lo haces.
Justo después de hacer esta película y de no encontrar distribuidor, Renoir se frustró. Se empezó a repetir cada mañana: el cine no existe, el cine no existe, para convencerse de ello y lanzarse a ser un vagabundo de los días. Poco después, le invitaron a una proyección donde exhibieron varios fragmentos de la película. El público de esa pequeña salita del Vieux Colombier de Paris, se emocionó y aplaudió entregado.
Renoir supo que el cine existía.







miércoles, 8 de mayo de 2013






SAUVE QUI PEUT (LA VIE)
(1980)

Jean Luc Godard






Es la segunda vez que tengo la sensación de tener mi vida ante mí, 
mi segunda vida en el cine... o más bien la tercera; 
la primera es cuando no hacía cine, iba dando vueltas, buscaba; 
la segunda, a partir de A bout de souffle hasta los años 1968-1970 
y después vino el reflujo, o el flujo, no sé cómo llamarlo; 
la tercera es ahora.


Jean-Luc Godard siempre ha hecho lo mismo: dar vueltas al concepto de la diferencia o del eterno retorno o lo que es lo mismo: hacer que las cosas vuelvan al mismo sitio pero de forma diferente. Esto es precisamente lo que hace del cine de Godard, un rico manantial de lirismo y pensamiento, de esa unión tan terriblemente difícil que acaba llamándose cine. Es muy complicado vivir ahí, en medio del misterio sin saber muy bien qué harán finalmente las imágenes contigo, porque como él dice, las imágenes no se colocan unas detrás de otras, sino que se suman unas a otras para crear la visión y la visión es lo que falta en esta edad contemporánea de la pagana confusión y el ebrio liberalismo. Ya lo advierte en su siguiente película, Passion (1982), donde repite incansable: 

el cine no tiene reglas, 
por eso la gente sigue yendo a verlo.

Un año antes de Passion, realiza Sauve qui peut (la vie) (1980), tal vez una de sus películas clave, a partir de la cual nacerá un estilo muy concreto que se perpetuará hasta sus últimos films (hasta la fecha), como Nostre Musique (2004) o Film Socialism (2010) y que hará nacer un nuevo lenguaje, un nuevo Godard, un nuevo acercamiento al cine, una nueva ligereza para hablar de las esencias escondidas en las cosas; una nueva maniera en el mundo de lo metaóptico.
Hago películas para mantenerme ocupado. Si tuviera fuerzas, me gustaría no hacer nada. Pero es porque no puedo soportar no hacer nada, que puedo hacer películas y no por otra razón. Esto es lo más honesto que puedo decir de mi trabajo, son las palabras que hace suyas Godard, originales de la fascinante artista, Marguerite Durás y que le sitúan en su cine como a un paria enamorado de su oficio; lo único que le queda para seguir perpetuando su fe. 
Para Godard, el trabajo y el amor son lo mismo y por eso, de alguna forma casual, comenzó a hacer cine de repente, ya que desde sus inicios hasta Pierrot le Fou (1965), Godard filmaba sólamente para una mujer, para entender a una mujer (Anna Karinna) y para entender que esa mujer se alejaba cada vez más y más como una estrella fugaz, por eso Godard, en esa época concreta, era amante y marido, ya que que besaba a Karina con los labios y besaba al cine con la cámara y luego cerraba los ojos e imaginaba otra película para que aquello nunca terminase, pero ya se sabe que las historias a tres no suelen salir bien. Después del 65, se agota la estrella y Godard se queda sólo con el cine y entonces intenta seducir a otra amante muy diferente, la realidad (como ideología) y deambula por el mundo del celuloide, siendo el paria más famoso del negocio de la poesía, intentando capturar el infinito espíritu revolucionario de la historia: la revolución interminable del pacto social. En los 70 se empeñó en que la gente viera cosas (La Chinoise, 1967), viera lo invisible más allá de los textos (Loin du Vietnam, 1967), utilizando la conciencia como canal (Weekend, 1967) desenmascarando complicados conceptos (Un film comme les autres, 1968) para así poder contemplar el poder de las palabras en todo su esplendor (2 ou 3 choses que je sais d'elle, 1967) y empezar una batalla de tú a tú con la estructura de la existencia y sus múltiples variedades. Encomendado a la regilión Vertov y a su ojo mágico, supuestamente capaz de cambiar el mundo -y sobretodo de hacer soñar a jóvenes aventureros-, Godard se lanzó a la guerra de la vida, iniciando su década más rousseausiana y concesiva, militando en las filas de lo que él creía como su lucha verdadera: Lotte in Italia de 1971, Tout va bien de 1972 o Ici et ailleurs de 1976, las cuáles siguen una linea de panfleto y protesta experimental, influido por el viento del 68´. Todo es así hasta la aparición de su síntesis lírico-sociológica Número deux (1975) donde Godard se derrumba entre sus pantallas y magnetófonos, derrotado por el absurdo de la existencia. El mundo no se puede cambiar disparando películas; el mundo se cambia desde dentro de ellas, creando mundos diferentes, formas nuevas de respirar. Así, Godard empieza a soñar ya con una historia distinta, donde la imagen está a punto de apoderarse de todo lo real; empieza a tramar una verdadera historia del cine para hacer que todo se vea de una vez por todas. Apartó sus idealizaciones y asumió su traición, iniciando una nueva década de pura pasión, donde se instituye su estilo definitivo (su hiperstylo). 

Tengo que disculparme por esta introducción prolongada, pero que creo necesaria para instalarme aquí a comienzos de los 80, en el lance más importante de la obra de Godard, en la vuelta a la cama de su amante eterno, el CINE, por el cuál se tira de cabeza con su peculiar salto del tigre y desempolva su placer para mostrarlo más poderoso que nunca, construyendo un milagro de película que comenzó llamándose La vie y que acabó llamándose Sauve qui peut (la vie), 1980.
Dice que al filmar esta película tuvo el deseo de hacer cosas que no sabía hacer, volver al principio, al origen y por eso, quería aprender a filmar bosques, pero no pensándolos sino filmándolos (como le dijo Bresson), filmar el cielo, pero sin verlo, sólo mirándolo; filmar la luz de la infancia de las mujeres y la luz de la infantilidad de los hombres. Quería filmarlo todo de una vez y por eso volvió al sus temas naturales: el hombre y la mujer, el cine y el video, la cultura y el arte.

Un silencio.

...dije que amo; esa es la promesa


Él sabe que el mundo contemporáneo es confuso por el ruido que lo envuelve y por eso sabe que nadie puede llegar a oír la verdad, pues siempre llega algo que crea el silencio, tal vez ese silencio que nace alrededor de la lectura y que crea la palabra; pues escribir es, en palabras de Durás, una desaparición, una disolución del yo. Así, él suple la palabra e instala la visión como prueba de la existencia de la vida. Él desaparece y entonces la visión se oye...
La música siempre fue muy importante para Godard, pero en esta película es una de las protagonistas, al igual que los árboles y los cuerpos, para dejar de ser una simple comparsa o una anécdota ingeniosa. La música, por primera vez en el cine, tiene un sentido recto, alineado con la imagen y su peso en la balanza, significa lo mismo, pues en el cine lo importante no es lo que está, sino lo que no está. No diré de qué trata Sauve..., porque creo que eso no interesa demasiado, ya que todas las secuencias son performances de primera categoría, semánticamente equidistantes, repitiendo lo mismo una y otra vez, como si fuera un secreto a voces que no para de sonar en nuestros oídos; nostre musique. Esta peculiar melodía es la que quiere que acabemos escuchando, aquello que envuelve a las cosas, haciéndolas irrepetibles y bellas; algo así como nuestra música personal. Éste es el título que Godard utilizará en uno de sus futuros films -en el año 2004-, pero que ahora en 1980, es aún una idea estética que está naciendo gracias a la nueva actitud que toma ante el cine, o sea, la de un regreso al niño del cine, a ese niño que nunca se le dejó crecer y que abre los brazos en un nuevo entendimiento de su propia idea de la diferencia.







...ella dice: es terriblemente difícil ver el final del mundo.








miércoles, 1 de mayo de 2013





ZODIAC
(2007)

David Fincher



"Stirring up people, getting things accomplished, making a difference.
Isn't that what books should be about?
Robert Graysmith





En la historia del cine existen películas importantes y películas que no lo son; hay un tercer tipo, que es el de las películas necesarias y éstas últimas siempre plantean preguntas, construyendo una intención, una postura ante la realidad. Zodiac, por sí misma, plantea dos cuestiones elementales: ¿QUIÉN es Zodiac? y por otra parte, ¿QUÉ es Zodiac?
A la mitad del film, el director norteamericano David Fincher, nos muestra una virtuosa imagen de un rascacielos construyéndose a toda velocidad, dándonos una pista -tal vez inconscientemente- de lo que realmente está planeando a través de su personaje principal, Robert Graysmith, una persona que intenta reconstruir la historia de un asesino en serie a partir de informes, pruebas y suposiciones; desde los pilares hasta la cúspide. Para Graysmith, inicialmente, se trata de un juego, de un acertijo, del desafío en descodificar los criptogramas que el supuesto asesino manda a la editorial del periódico donde él trabaja como dibujante de viñetas. 
Es un boyscout que le encantan los acertijos y el cine.
El caso se hace más y más complicado a lo largo del tiempo, un tiempo que Fincher nos muestra filtrado a través de los medios de comunicación, como si los medios fueran el Tiempo en sí mismo; como dice Godard, el cine intenta crear memoria, la televisión sólo crea olvido. 
ZODIAC se convierte en espectáculo, porque el espectáculo es entertaiment y el entertaiment es olvido; todo lo que se transforma en espectáculo, pierde su valor intrínseco.
En los medios, el mismo suceso, toma un nivel de transformación y muta socialmente, adquiriendo todo tipo de matices que lo van, de alguna manera, inventando de nuevo. La reconstrucción de cualquier suceso de la realidad acaba siendo una invención, un producto imaginario muy distinto al original, una copia certificada que nos habla de la imposibilidad de entender la realidad si la queremos entender solamente a través de ella. La realidad muta por sí misma y Fincher lo sabe y por ello realiza este artefacto fílmico tan emocionante y ambiguo, tan prodigioso en la narrativa, como en su misterioso sentido. Bill, uno de los agentes de policía, al oír una noticia sobre Zodiac, dice: 

¿sabes por qué sé que es real lo que aparece
Porque sale en televisión

Por tanto, hay que tener en cuenta que el relato que nos propone Fincher posee multitud de niveles que van transformando a ZODIAC en una amalgama metaficcional llena de mutaciones narrativas, a través de las cuales, un caso de asesinato múltiple, se transforma en un motivo esencial para explorar la esencia de las cosas; una sencilla pregunta para la que no existe respuesta, pero que todos buscamos. 
¿Por qué hacemos las cosas?
Partamos de que David Fincher hace una película acerca de un asesino, un asesino sobre el que se hace una investigación policial que dura más de diez años, una investigación que lleva a Robert Graysmith a escribir un libro para explicar dicho caso, un caso sobre un asesino que inventa pruebas que no existen, que se adjudica víctimas de otros, que miente para ocultar su identidad, que filma sus asesinatos y que se hace tan famoso que llega a inspirar películas como la de Harry el Sucio y que insiste constantemente en sus cartas, exigiendo que hagan una película sobre él y que finalmente hace que la gente, de alguna manera, quiera ser él, ZODIAC, alguien que no existe en realidad, porque nadie sabe quién es y nunca nadie lo sabrá. 
Alguien que manipula la realidad.
ZODIAC se transforma así en la gran ficción del propio Fincher, filmada meticulosamente, siguiendo las directrices de las investigaciones de Robert Graysmith, publicadas en su libro homónimo de 1986, ZODIAC. Fincher es real, Graysmith es real, su libro es real, ¿pero qué es Zodiac sino un misterio sin solución?
Todos los personajes de la película -incluido el público- creen saber quién es el culpable, pero las pruebas en sí mismas oculatn la verdad, nunca son suficientes; la LEY impide alcanzar la verdad. Nuestra imaginación -a través de la mirada de Fincher- llega a conclusiones y admite que lo importante son las pruebas, los hechos, basándose en que sólo se puede confiar en lo que se ve, en lo que se puede demostrar a través de un discurso racional, pero ZODIAC es irracional o al menos el hiperrelato creado a partir de los hechos en sí mismos, a partir de la mentira que nace de la invención.
Entonces, ¿por qué seguir adelante?
Robert Graysmith lo repite constantemente: necesito saber quién es, necesito estar ahí y mirarle a los ojos y necesito saber que es él, y el espectador se siente como Graysmith porque ha confiado en Fincher y se ha introducido en su film para poder ver la verdad y esto Fincher lo sabe y por eso juega entre las dos orillas y se sale del relato para darnos pistas, aunque sólo sean pistas narrativas, adelantando el fracaso del resultado de meter las narices en algo tan imposible como la comprensión del mecanismo de la Realidad. 
Antes de hacer la película, Fincher tiene todo esto muy en cuenta y por eso intenta filmar la historia lo más fielmente posible, como un intento desesperado de ordenar los supuestos hechos para que hablen por sí mismos, para que digan lo que tengan que decir sin forzarlos, sin segundas lecturas, sin pretensión, ofreciéndonos la mutación en sí misma de ZODIAC, mostrándonos en qué se ha transformado esta máquina de sucesos que no para de cambiar de forma. Los guiños de Fincher a lo largo de la película, se manifiestan en forma de cortos planos frontales, donde los personajes miran directamente al espectador, revelando en una especie de confesión metaficcional, secretos que en el mismo film, ocultan. Uno muy importante, es aquel en el que Arthur Leigh Allen, el sospechoso número uno, en una declaración ante la policía, afirma rotundamente:

Yo no soy Zodiac, y si lo fuera, nunca se lo diría.

Estas declaraciones aparecen a la mitad de la película, como una nueva advertencia de lo que viene, de que la película no va de eso realmente, de saber si Leigh es o no es el asesino, de solucionar un caso, de atrapar al malo y entonces la película es ya, al menos, dos películas. Fincher no quiere hacer un film comercial -como en otras ocasiones-, aunque para ojos poco diestros, inicialmente lo pueda parecer. Fincher sabe y no sabe qué tiene entre las manos, sabe que está contando algo imposible de contar o al menos de terminar, por primera vez en una de sus películas, está proponiendo algo nuevo porque sabe que está abrazando al misterio con todas sus consecuencias, dándose cuenta de que está filmando una historia sobre un personaje que quiso reconstruir la misma historia que él filma ahora.
Por ello, y cuanto más avanza la película, se aprecia eso, que toda construcción, es un artificio que acaba siendo real, una mentira real, una invención nacida muy lejos del resultado final y que nos dice cosas, cosas nuevas sobre el caso y lo que no es el caso, por ello es importante destacar que el supuesto asesino se basó en una película de 1933 de Irving Pichel, rebautizada en español como El malvado Zaroff -lo cuál no nos da muchas pistas- pero que si descubrimos su nombre original THE MOST DANGEROUS GAME,  la cosa cambia. Ese juego tan peligroso es al que juega, tanto Fincher como Graysmith junto al espectador, porque ¿qué es ese juego tan peligroso? ¿La invención, la mentira, la realidad, el misterio, la muerte... algo que no acabamos de entender y que cada uno practica como puede?
Zaroff cazaba hombres por aburrimiento.

El mecanismo de ZODIAC es casi infinito y se despliega exponencialmente cuanto más queremos saber sobre él, como si en vez de un hombre, se tratase de todos los hombres, como si de repente pudiéramos preguntarnos, ¿quién nos llama en medio de la noche desesperado? y pudiéramos decir Nadie como si al mismo tiempo dijéramos ZODIAC, como si nos diéramos cuenta de que la única posibilidad de resolver el caso, es a través de la imaginación, ya que no podemos entender la realidad a través de las pruebas, de las leyes, de los hechos -pues todo muta- y entonces tuviéramos que crear nuestra propia mentira, nuestra propia aventura con mayúsculas para salir triunfantes de esta lucha de la existencia, ya que para ganar este juego, tal vez sólo valga ser niños de nuevo, niños que se divierten resolviendo acertijos con su padre, un padre que va convirtiéndose -sin querer- en la voz que construye una nueva idea de ZODIAC, aunque ZODIAC siga siendo Nadie, aunque cada vez nos sea más difícil ser niños.
A veces pienso que este film nunca hubiera existido si alguien, en algún momento, no hubiero mentido, si alguien no hubiera querido reconstruir una historia, si alguien no hubiera filmado, si alguien no quisiera haber sido filmado, si alguien no hubiera imaginado quién era ZODIAC o quién no lo era o si realmente, alguien pudo llegar a serlo alguna vez.    

Uno de los misterios sin resolver de la película es la existencia de un tal Rick Marshall, un supuesto sospechoso que era proyeccionista de un cine y que se dice que dejó una lata de celuloide que contenía los asesinatos de ZODIAC filmados uno a uno. En este punto, el relato se escapa en la oscuridad para siempre, una oscuridad llamada cine o todo eso que llamamos de todas las maneras, y que seguimos hasta un sótano oscuro en el que estamos indefensos y confundidos, hasta que la oscuridad del misterio se da la vuelta y nos pregunta ¿puedes seguirme? y nosotros asustados, retrocedemos, sabiendo que hay un umbral infranqueable que al hombre no le está permitido cruzar y que sólo, con su imaginación, puede llegar a reconstruir.


















MANHATTAN
(1979)

Woody Allen






Vale la pena amar.
No hay nada como amar algo si lo amas realmente, aunque nunca se sepa en qué consiste el amor; no hay nada como amar algo con fuerza, porque, tal vez, nadie sabe ni sabrá nunca en qué consiste el negocio del amor, en qué acertamos cuando lo hacemos bien o en qué fallamos cuando se nos va. En ese mundo sin reglas y quizás por nuestra prepotencia, sólo intentamos proteger una mentira necesaria para vivir y nunca nos atrevemos a hacer lo que realmente queremos hacer, por eso, cuando amamos algo y nos abrimos de par en par, todos nuestros secretos se diluyen y somos transparentes y ya no nos vale la mentira y nos sentimos frágiles ante el otro.
Ahí estamos amando y cuando lo hacemos, nos vaciamos.
Y por eso, no hay nada como amar algo realmente, porque es una cosa muy lejana al pensamiento, a la palabra; es algo que no puede entenderse con la mente y que vale el esfuerzo de toda una vida buscando esa sensación, sentimiento, fe.
Ser auténtico tiene un precio.
El amor tiene un precio.
Woody Allen no confía en la gente, sabe que al final todos traicionan, y caen en la trampa y asumen el juego macabro del amor, porque finalmente el romance es puro trance, una psicosis sentimentaloide sin fin, un disco rayado. A pesar de su tono agradable y sencillo, Manhattan es una película triste, que habla del fracaso de un tipo de civilización, de un tipo de contexto: la ciudad en sí, presentándonos la city por excelencia, N.Y., para demostrarnos que el problema no está fuera, sino dentro de nosotros. 
La ciudad es magnífica, monumental, grandiosa, pero nosotros seguimos siendo mezquinos, crueles y diminutos, mentirosos, arrogantes e interesados. Incluso la mejor ciudad del mundo no nos hace la vida mejor, no podemos aprender nada de ella, sólo podemos protegernos hasta la corrupción total de nuestro espíritu.
La ciudad no ha sido el invento que se esperaba.
Por ello, esta película se llama Manhattan y no se titula Isaac Davis o Mary Wilkie y no se llama Yale Pollack o la joven Tracy y ni siquiera Jill Davis, esa mujer parecida al Empire State, mirándote de frente como hablando de la desesperación de no poder amar, llena de rencor y venganza.
Ésta película se llama Manhattan.
Pero no trata exactamente de Manhattan, porque una ciudad nunca podrá amar a nadie, pero alguien como Issac Davis, sí puede llegar a amarla y Allen consigue convencernos de ello, paseando por las noches a través de calles sin nadie, sentado en bancos de parques solitarios al amanecer, atravesando un Central Park vacío, corriendo por la calle para que no se le escape su última oportunidad de creer en el amor. Me refiero en este caso, a esa última secuencia en la que la cámara sigue la larga carrera de Isaac Davis por la calle para intentar convencer a la jovencita Tracy, para que no se vaya a estudiar al extranjero. Ésta fabulosa secuencia, es copiada de alguna manera por el director Steve McQueen, en su película Shame (2010). La secuencia es parecida y de alguna manera acaba de idéntica forma, la única diferencia es que el personaje de Allen corre sin aliento para detener a alguien, intentando resistirse a perder de nuevo la sensación del amor; en el caso de Shame, el protagonista corre porque no tiene a nadie a quien amar y llega hasta el puerto y se queda mirando el océano como si fuera el desierto.
Como si estuviera muerto.
Aparentemente son películas muy distintas, pero en esencia hablan de lo mismo, de la búsqueda y la necesidad del amor dentro de la ciudad, de cómo salvar el corazoncito entre las calles y de alguna manera, de ese nihilismo norteamericano basado en la desconfianza y el miedo a la verdad, pues si existe una razón que nos impide amar, es el miedo a equivocarnos, el miedo al dolor, el miedo a sentirnos solos.
Steve McQueen nos muestra el lado oscuro de un estado de las cosas.
Steve McQueen se zambulle en la realidad.
Allen se zambulle en sí mismo.
Allen, nos regala el lado onírico y luminoso de su ciudad (ya que esa ciudad que aparece, la ha inventado él). Por esa razón, Allen hace en Manhattan uno de sus mejores trabajos al conseguir engañarnos, mostrándonos su propio Manhattan, una ciudad que sólo existe en su cabeza y en su corazón y que será así para siempre.
Por eso él, en esa ciudad, nunca se siente solo del todo. Por eso Allen, ama Manhattan realmente.
No nos muestra la realidad sino algo muy distinto, algo que no puede comprenderse con la mente y que por eso, vale la pena.








lunes, 29 de abril de 2013




A L I E N
(1979)
Ridley Scott




Hay algo que nos supera, escondido muy dentro, dormido en algún lugar del universo, al otro lado del umbral. Hay algo que persigue sin tregua a los ojos, al entendimiento, estrechando el cerco, la carne y la supervivencia, transformándola en una pérdida, en una deriva de terror. La heroína, como icono impuesto de la modernidad reinante, intenta finalmente, lo mismo que el héroe ha hecho desde Homero: bailar con la muerte sin descanso, con la hermosa pasión que hace tan emocionante la existencia en sí misma. El cine norteamericano ha intentado una y otra vez desde hace más de medio siglo, mostrarnos eso, el espectáculo en todas sus formas, poner cara a la sombra y a la luz, poner nombre a las emociones para seguir repitiendo los arquetipos que teóricamente fundan nuestro inconsciente, convirtiendo la pantalla en un género. El inconsciente es incontrolable y muy peligroso si se usa como capricho, como motivo práctico y sólo un verdadero guía, un verdadero cineasta, puede hacer comprender lo invisible tras las formas del horror, del pánico. Ya lo anunció Blake Edwards con su inmejorable Experiment in Terror (1962), cadencia que llegó a resonar hasta obras posteriores como Alien (1979) o Blood Simple (1984); estos engendros son eso, dos caras de la misma moneda de la inquietud atmosférica, de la misma psicología norteamericana del no puedes fiarte de nadie, sólo dependes de ti mismo. La individualidad moderna se encarna en ellas a través de lo femenino, único bastión ante la bestia ignota. No hay que ser muy listo para darse cuenta de lo que deben estas películas a clásicos eternos como La Bella y la Bestia (1946) de Cocteau y Clement o a La noche del cazador (1955) de Laughton. Lo masculino se transfiere a femenino y lo femenino se confunde hasta la sospecha; recordemos la hitchconiana Dial M for Murder (1954) o por alusiones tipográficas, la maravillosa M, una ciudad busca al asesino (1931) de Lang. Esta desconfianza generalizada en el prójimo, en el otro, en la sommbra, en la réplica, es la que hace que gran parte del cine se transforme en un juego monstruoso lleno de criaturas frankesterianas y vampiros más o menos explícitos que ofrecen la sensación paranoica de que cualquiera puede ser el enemigo. Esta eterna amenaza viene secundada por el pecado original que las heroínas sufren como mártires en un mundo extraño que no entienden, en un pasado en el que siempre han tenido que luchar a la contra. Norteamérica, con su estratégico método de la proyección psicológica, después de atemorizar al público duante al menos un sigo, ha querido restituir su imagen a la manera de un stalker, pero el reino del tío Sam aún no ha entendido cosas básicas de la Naturaleza y del arte, de lo humano y del lirismo, de la realidad y el sueño; por eso, incluso sus mejores películas acaban diluyéndose en anécdotas y equívocos sin trascendencia: la pistola, la carne, el relato, la ciencia-ficción... fracasa al transitar las zonas sagradas de la existencia, d ela imaginación. En Alien, Cameron pretendió hacer un especie de Stalker de la señorita Ripley, pero Ripley no sabe nada de los secretos, Ripley sólo es una guerrera, una amazona empezando a creer que será destruída por los atenienses. El mundo se hace más que incomprensible en las representaciones comerciales y hay que plantarle cara, intentando comprender qué hay delante d elos ojos cuando se muta un arquetipo, cuando se cifra la esencia. Delante, un engendro de la naturaleza acecha sin aliento por abrirse camino, desarrollando su instinto animal en su grado más radical, persigiendo a cada paso a la pupila del espectador, un iris atemorizado por una amenaza invisible. Siempre se olvida que finalmente la supervivencia trata d euna pirámide animal, un esquema donde unos se comen a otros en diferentes niveles de entendimiento y de fracaso y que el ignorado deseo de ver la luz al día siguiente, es suficiente para enfrentarse a algo incluso sobrehumano, aun dios terrible e insaciable. Tanto en Alien como en Blood Simple, las heroínas se enfrentan a seres casi del más allá: alienígenas indestructibles, muertos vivientes, detectives zombis y todo un mundo inverosímil nacido en el tan manido cine negro. Las heroínas están entregadas al misterio de morir y de matar, en unas películas llenas de silencio e imágenes vagabundas y sombrías, llenas de laberintos de pasión y peligros donde habrá que hacer un último sacrificio para comprender el precio de la vida. Hay algo más grande, más fuerte, que arrastra a mirar, a evadirse, a pagar una entrada. Hay algo que crece dentro cuando el alma vive y que pertenece al universo y sólo al universo; aunque también a la industria. El mal no existe, decía Spinoza, sólo existe la ley natural y el mal entendimiento del Bien. Por otro lado, como descubrió el racionalista Pierre Bayle a mediados del XVII, existe un principio del mal que se opone a la existencia y que nos devora.








jueves, 25 de abril de 2013





S T A L K E R
(1979)

Andrei Tarkovski






Sólo os interesa comer.
Sólo os interesa dormir.
Parece que ya no hay nada que hacer, pues hacer algo se os transforma en algo imposible.
Hacer algo, hacer algo, para encontrarnos con lo que buscamos. Pero el mundo es difícil
y oscuro, ¡qué oscuro es el mundo si no hay nada que nos guíe, que nos haga imaginar el camino o el agua por el que cruzar los deseos, o incluso la felicidad! ¡Oh, la felicidad!
Pero la Felicidad tiene sus reglas y sus caprichos y siempre cambia de forma para mantenernos despiertos hasta el fin; la felicidad no es fácil aunque la veamos con nuestros propios ojos y
nos parezca algo tan sencillo y tan cotidiano como lo que vemos en cualquier lugar, cualquier día. Por eso la búsqueda de la felicidad es una aventura un tanto tortuosa o si se quiere, espiritual y requiere de un sacrificio y de una acción casi sobrehumana para conseguir algo de lo que siempre hemos oído hablar, pero que muy pocos han visto. Así, esta búsqueda nos acerca a lo sagrado, al mundo de los dones y los milagros, al misterio de la naturaleza y de las fuerzas ocultas que poco tienen que ver con los hombres; cruzar el umbral de lo desconocido, es cruzar el umbral del Conocimiento, una vía muy lejana de la ciencia o de la cultura, donde ya no quedan ilusiones de certeza.

Sólo hay niebla y un par de cosas rotas que la hierba va cubriendo poco a poco.
La felicidad no llega, hay que ir a su encuentro.
Nos huele, nos olfatea, nos busca, pero hay que saber reconocerla.

Como dice Godard: la ciudad es la Ficción y el bosque la Novela. Por tanto, ¿dónde queremos vivir si la irrealidad ha absorbido lo Real y lo Real anda suelto por ahí, vaganbundo y solitario?





domingo, 31 de marzo de 2013



COLOR PERRO QUE HUYE (2011)
ENSAYO FINAL PARA UTOPÍA (2012)

Andrés Duque





¿Qué ocurre dentro de la imagen? 
¿qué vive allí sin hacer caso a nada? 
¿qué conocimiento sobrevive tras las apariencias?


Existen films cuyo único trayecto es la maravillosa tentativa de la emoción, dirigida mediante un  traspiés narrativo que nos lleva a cualquier sitio inimaginable. Cada vez más me doy cuenta de lo hermoso que es entrar en una sala de cine totalmente al servicio del misterio, dejando a los sentidos en un buffé libre de vías de conocimiento indescifrable, imposible, repleto de vida y pasión, pues al final todo esto va de la PASIÓN y lo digo con todas las letras, pues si el cine de hoy tiene algo para mañana, es por películas como las de Andrés Duque y no porque sean obras maestras, sino porque son espacios donde al cine se le deja crecer en libertad, se le deja despistarse y equivocarse constantemente; un lugar donde poder oírle y verle, por separado, un lugar donde contemplar su corazón y su culo al mismo tiempo; las dos caras de la luna.
Así el cine vuelve a sus primeros códigos, vuelve al silencio, a las secuencias largas, a las intromisiones, al vouyerismo, a la acción, a los fantasmas, a la selva, a las islas, ala aventura, a los esquemas inocentes, pues en definitiva, el cine de Duque es un artefacto que nos habla de un imprescindible intento de huída de la realidad común, del conocimiento común. Sus imágenes no esconden ningún discurso aparente, ni pretenden ser un símbolo. La forma conseguida trata, si trata de algo, de una necesaria invisibilidad, de un ritmo personal, de un manierismo apasionado y sobre todo de un ensayo -tal y como se dice explícitamente- del gesto creador ante la imposibilidad de entendimiento de la existencia.
Duque nos ofrece un viaje a medio camino entre Sans Soleil (1983), Katatsumori (1994) e Inland Empire (2006) por nombrar algunos de los filmes con los que parece dialogar -en esa tradición fílmica tan desatendida por la oficialidad-, junto a un humor y a una contemplación necesarias para que algo mostrado sea completo. 
Existe en sus obras una aparente facilidad y sencillez que enriquece su visionado, regalando intimidades poco habituales, pero sumamente naifs, tan ligeras - en el buen sentido- que una se va llevando a la otra de manera natural, casi inconsciente, provocando una sensación extraña al salir de la sala, una sensación de no saber dónde se ha estado ni qué se ha visto realmente en la última hora y cuarto. 
De momento guardaremos silencio ante la obra de Andrés Duque, primero, porque los perros suicidas y los bailarines psicodélicos pueden sentirse aludidos y desaparecer para siempre; en segundo lugar, porque la obra del venezolano, es una obra en expansión a punto de empezar y terminar en cualquier momento y en estos casos, nunca se sabe dónde nos puede llevar éste curioso Neverlander.









jueves, 14 de marzo de 2013




SINECDOQUE, NUEVA YORK
(2008)

Charlie Kaufman



Ver una película escrita por Charlie Kaufman es toda una experiencia de purificación, de vaciado, de plácida deriva; disfrutar uno de sus films es contemplar la libertad de un creador en toda su extensión, para bien o para mal, por encima de todos los gustos, contra toda indicación. Es curioso que el país que imaginó el cine como un negocio, también fue el que, en su propio seno, crió a sus propios redentores. Así, Charlie Kaufman es una especie de piedra falsa, al igual que lo fue Zeus para Kronos, una piedra venenosa que Hollywood tragó gustosa, creyéndolo inofensivo; un guionista talentoso a sueldo. En la sombra, Kaufman tenía otros planes y en algún lugar que nadie conoce -lleno de sufrimiento y soledad- el espíritu de Kaufman creció libre y valiente, muy alejado de todo aquello impuesto por el parnaso hollywoodiense del contar dólares. Así él, así su cine -dirigido por otros o por él mismo- siempre gira en torno a una sola cosa, a un sentimiento de soledad e incomprensión, envuelto en un humor absurdo que juega con la imaginación como con un juguete, en un intento por comprender la crueldad del mundo y su sin sentido. Él parece dejar al film correr a sus anchas, para poder mostrar eso, su propia obsesión, su destello en este mundo, a través de su propia forma; el relato de un enfant terrible, dando vueltas a su propio infierno.
En todas sus historias, Kaufman crea una superficie vacía de elementos que va llenando a placer de forma rizomática, sin exclusión, apropiándose de sus niveles más catárticos, hasta hacerlos explotar en vertiginosas narraciones llenas de imperfecciones y sorpresas que no a pocos sorprenderá, pues todo lo que hace Kaufman no es más que una versión, una relectura del cuerpo clásico de las ficciones. Kaufman coge ese cuerpo y lo vacía sin piedad para que se convierta en un flujo puro, para que una sensación de eterna continuidad invada nuestros ojos y los llene de pesadillas y de amor, de imágenes que se repiten con diferentes rostros, de bocas que hablan de lo mismo, una y otra vez, agotando todas las posibilidades en favor de su obsesión. Si analizásemos en profundidad trabajos como Synecdoque, New York (2008), podríamos caer en el hecho de que Kaufman es mucho más tradicional de lo que sus formas indican. Repasando algunos de los más famosos cuentos de Borges, podemos encontrar uno de apenas cinco páginas llamado El tema del traidor y del héroe (1944), en el cuál sucede algo extraordinario: un hombre pacta su muerte a partir de una representación que coincidirá exactamente con la realidad y que purgará su castigo y al mismo tiempo ensalzará su fama. La rocambolesca idea parte de los legendarios Fespiele suizos, colosales representaciones teatrales en las que participan miles de actores y que se realizaban en los mismos lugares donde habían ocurrido los argumentos de las obras. Kaufman necesitaba crear Nueva York para poder vivir en ella y así, en esta peculiar película, lo consigue. Kaufman es un héroe que quiere ser un dios y para ello ha extendido este espacio de multiplicidad y paranoia, un cuerpo que sólo entiende la obsesión como huída, como subterfugio y objetivo. Todo su cine es un intento de buscar la identidad y el hogar. Por eso, en el camino hacia su salvación, Kaufman no es más que una hoja seca que vuela perdida sien encontrar su árbol. Desde sus inicios, a Kaufman no le quedó otra que crear un cine nómada,  depravado e irregular, lleno de trampas para cogernos in fraganti. Todo, en su cine, acaba siendo miserable y triste de alguna manera y sólo el héroe, el que acepta la imperfección de la realidad y lucha por su obsesión, aquel que aprende el camino por sí mismo y acepta no saber, es aquel que puede comprender que sin duda somos un laberinto imposible de cruzar. Aquí también se cruza con Borges y sus laberintos bifurcados. Borges creía que el libro era el laberinto más complejo urdido por los hombres; Kaufman cree que las películas pueden llegar a serlo. Por eso sus relatos no lineales, sus  estructuras incómodas, sus personajes neuróticos y débiles. La vida del héroe debe ser una complicada aventura que le lleve, incluso, a traicionarse. Con su cine, Charlie Kaufman demuestra nuestro inmenso poder de creación y advierte, como lo hacía el escritor argentino, la posible incidencia de la ficción sobre la realidad y cómo ésta puede llegar a cambiarnos. La historia de las ideas podría figurarse como el acto de lanzar un flecha al cielo hasta perderla de vista, creyendo firmemente que algún día alguien podrá recogerla para volver a lanzarla con la misma fuerza o con suerte, con una obsesión mayor. Él cogió la de Borges y con él sigue intentando crear un mundo personal, dentro del propio mundo. Tal vez Borges ya lo tenía previsto, parafraseando la última linea de su diminuto y a la vez, infinito cuento.




martes, 12 de marzo de 2013






HELAS POR MOI
(1992)
Jean-Luc Godard





Los pintores no revelarán el secreto del sufrimiento.
Construir frases es relativamente fácil, lo difícil
es deshacerlas.

La imperfección del lenguaje cinematográfico:
siempre hay algo sucio, incluso degradante
en la exposición de la 

verdad desnuda.

Todo está en uno.

Un amante sólo quiere Amor,
no a la otra persona.

El otro.

¿a quién buscamos?
¿quién nos busca?

Para amar se necesita un cuerpo

La materia, el espíritu.

¿dónde está Todo?

Creemos en una imagen de la verdad,
en eso creemos.








miércoles, 20 de febrero de 2013



THE MASTER 
(2012)

Paul Thomas Anderson



...ya no hay que recordar, ahora sólo hay que imaginar...


Al inicio de la película, el personaje interpretado por Seymur Hoffman cuenta un sueño en público, un sueño que versa sobre cómo se puede someter a un dragón como a un simple perro. Verdaderamente el personaje está mintiendo, pues sabe que ésto es imposible, pero su deseo es el de que todos puedan creer que sí lo es, con el objetivo de proteger a una comunidad de un peligro difícil de explicar. Seymur Hoffman sabe que ningún hombre en la historia ha podido domar a ese dragón del que habla, de hecho, acepta -en secreto- que todos somos sus esclavos; pero eso nadie lo puede saber.
The Master es una película de visiones.
The Master es una película del misterio.
The Master es una película sobre lo más peligroso.

Es comúnmente sabido que ya -a principios del siglo XX- Freud dividió el ser en tres partes diferenciadas y simultáneas: el Ello, correspondiente al inconsciente, el Yo, correspondiente a la imagen creada de nosotros mismos para los demás -o lo que se suele denominar parte racional- y el Superyo, o ese cúmulo de normas aprendidas a través de la educación familiar y social. Este psicoanálisis originario suena ya lejano, pero durante más de medio siglo, influyó en todos los campos del conocimiento. Del tripartito -imaginario- freudiano, Thomas Anderson se centra sólo en una de las partes; la parte más desconocida y extraña.
Por ello, plantear por qué The Master es un film importante, es una cuestión esencial para entender qué es y qué representa y en ese proceso, el Ello o el inconsciente o el Dragón, es el camino que hay que tomar para llegar a entender-creer.

El Dragón.
El Dragón.
El Dragón.

El director americano Thomas Anderson, realiza su mejor película con The Master, una suerte de film en el mejor momento de su carrera. El riesgo de esta película es absoluto, ya que se propone contar la aventura del inconsciente, el deseo de lo incontrolable; la historia del espíritu. Es una película para gente valiente, filmada por gente valiente. Todo en ella es valor y sentido de la vida en su mayor grado. Tras unos escasos diez minutos de prólogo, en el que el film podría haber derivado hacia una película política-moral o de crítica social, Thomas Anderson decide realizar una hermosa deriva en su film, al hacer escapar a Joaquín Phoenix hacia su más peligrosa aventura: la aventura de sí mismo. 
Así como Carrol hizo introducirse a Alice en el agujero o Frank Baum empujó a Dorothy Gale en un extraño tornado de Kansas, Thomas Anderson obliga a Phoenix a esconderse en un barquito mágico que cambiará toda su vida. Curiosamente, es un barco parecido a aquel que, la heroína de Miyashaki, la inocente Chihiro, ve venir una noche a través de un río, lleno de espíritus entregados al placer de la vida; es el inicio de algo así como un sueño donde se está obligado a aprender y a sobrevivir. Y así es The Master, una película de puro espiritismo -en el mejor sentido-, de fantasmas andantes, de sombras que esconden la verdad y de verdades que esconden un tesoro. The Master es una montaña, una lucha por la Vida, por liberar la identidad Pura de cada uno; es una historia sobre la obsesión y sus trampas, de todas sus trampas y sobre todo, de una forma de enfrentarse a uno mismo a través del propio ingenium. ¿De quién somos esclavos?
Thomas Anderson introduce el tema de los viajes en el tiempo, a través de las prácticas de la transmigración de las almas y de las reencarnaciones -como métodos de curación y revelación-, lanzando una advertencia para escépticos: si crees que ya sabes las respuestas, no preguntes. 
(Quien no esté familiarizado con lo trascendente, sólo podrá responder con discursos racionales).
El mundo del misterio es inabarcable y salvaje y el intento de conectar con él a través de nuestra mente, es una vía mágica en la que la imaginación se transforma en un dios que nos envía mensajes para seguir adelante, dándonos pistas y que nos repite una y otra vez, que nunca estaremos solos si estamos cerca y en contacto con ese otro mundo, con el fabuloso ello, con el terrorífico dragón; debemos aceptar que somos débiles y estamos indefensos ante el universo y que somos la canícula de los días -de una invisibilidad a otra-, siendo una especie de fantasmas que quieren saber quiénes son y quiénes han sido, para adivinar qué será de ellos.
¿quién es The Master? El hombre no es sólo uno sino que es muchos, es múltiple en toda su dificultad y se divide en partes innumerables a lo largo de eso que llamamos tiempo; quizás sólo seamos una partícula de un Ser mayor, que al igual que nosotros, se divide en muchos otros, heredando una serie de sueños, de miedos, de mundos.
Thomas Anderson consigue mostrarnos lo irracional de la manera más sencilla, más clara, basándose en las palabras, en la velocidad, en la violencia, en los secretos, utilizando el cine como si fuera ese agitado mar que aparece sólamente dos veces en el film: una al principio y otra al final, cerrando una entrada y una salida que deciden un destino. Quizás sea eso lo que hace de The Master, un film fantástico y metafísico al mismo tiempo, un mundo aparte e independiente de la realidad, introduciéndonos en las cavernas más profundas del ser, tocando lo invisible para intentar escapar, hablando de lo que es vida en sí misma: una canción, una invención, un caminito de baldosas amarillas donde descubrimos que no todo serán canciones y buenos tragos, donde no todo serán amigos y felicidad, donde existirá la pérdida, el fracaso y esos días que nunca se acaban. Pero el camino sigue a pesar nuestro, a pesar de no llegar a la salida, de no encontrarnos, de sentirnos tan solos que no paramos de tragarnos todos esos bebedizos mágicos que nos hacen bailar para liberar a nuestro Dragón durante un ratito. 
Bebe.
Bebe.
Bebe.
Tanto a Phoenix como a cualquiera, lo único que le queda es aceptar que la vida es puro inconsciente y que hay que admitir que estamos perdidos y que hay que dejarse llevar por lo que uno cree y creer en la intuición sea como sea, digan lo que digan y reconocer quiénes son tus amos para poder derrocarlos, para poder resistir la vigilia de los días y definitivamente y -seguro- por casualidad, encontrar a la belleza besándonos una mañana -por fin-. Como Dorothy Gale chasqueó tres veces sus chapines de rubíes para volver a casa, cualquiera deberá repetir su nombre otras tres, para averiguar si verdaderamente somos nosotros los que hablamos o es otro muy diferente, el que nos domina.