miércoles, 10 de junio de 2015




IL CASANOVA DI FEDERICO FELLINI
-STORIA DELLA MIA VITA-
(1976)

Federico Fellini






ANDREI RUBLEV
(1966)

Andrei Tarkovski



Con ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas 
del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, 
la música o la pintura. Pero una y otra vez hay que buscar de nuevo el
camino por el que tiene que ir el cine como arte. Estoy convencido de 
que el trabajo práctico en el cine será para cada uno de nosotros algo 
infructuoso y esperanzado, si no comprendemos con toda exactitud 
y claridad la especificidad de este arte, si no encontramos nosotros 
mismos la llave que tenemos para abrirla.

Contraportada de un libro sobre 
Tarkovski editado en España



PRÓLOGO

Biográficamente se dice que Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga. Fue hijo de poeta y estricto alumno encauzado en el humanismo. La música fue una de sus principales intereses, junto a la literatura, la pintura y la magia. A pesar de sus disciplinas predilectas, a principios de los 50', tras un viaje a Siberia, se decide por estudiar cinematografía, asistiendo a las clases de Mijail Romm, uno de los cineastas más conocidos de la revolución rusa junto a Eisenstein o Pudovkin. Una década después estrenará su ópera prima, La infancia de Iván, galardonada con el León de Oro de Venecia. La crítica aplaude su prematuro trabajo y ansía descubrir de qué es capaz este joven ruso desconocido y fascinante. Cuatro años después, estrenará Andrei Rublev, con la que experimentará  los primeros problemas con las instituciones de su país, que se alargarán durante toda su carrera y acabarán haciéndole abandonar la URSS definitivamente hacia 1983.
A pesar de los problemas, Andrei Rublev es seguramente la obra más completa de Tarkovski, aunque siempre es demasiado arriesgado afirmarlo, debido a la calidad y esencialidad de toda su obra. El llamado cine metafísico o lírico, se transforma en esta extensa pieza fílmica en un cantar épico y monumental a la maniera de Stroheim o del mejor Kurosawa. Es sorprendente y casi milagroso que siendo ésta su segunda película, el director ruso maneje tal cantidad de elementos y espacios con tal facilidad y gracia. Presentado como un encargo del gobierno soviético para ensalzar la figura de su más famoso pintor de iconos, Andrei Rublev, Tarkovski acepta animado con el ánimo de aprovechar las grandes posibilidades que le puede ofrecer el respaldo de una gran producción. Será ésta la única y última ocasión en la que pueda contar con la gran infraestructura del Mosfilm. A Tarkovski, como a cualquier otro artista, no le interesa ningún país, sólo anhela un espacio de libertad para liberar sus imágenes, para crear las formas que sólo él puede ver; de ahí su problemática: Tarkovski nos presenta la contraposición esencial de imágenes autónomas frente a las imágenes establecidas por la generalidad; es la pura contradicción entre la imagen del Andrei Rublev que ansía reivindicar el estado soviético y el Rublev que está dentro de la cabeza de Tarkovski. 
La película se extiende en siete capítulos, establecidos como fragmentos de una basta novela, comenzando con un prólogo bastante sui géneris que representa la parte más potente de toda la cinta a nivel poético: un hombre intentando despegar en un globo desde una catedral mientras le persiguen para matarle, isletas oníricas a vista de pájaro (plagiadas de forma idéntica por el cineasta Pere Portabella en su película Puente en Varsovia, 1989; ya lo dijo el escritor Josep Pla: los catalanes sólo saben copiar) pasando ante nuestros ojos como sueños líquidos, un caballo revolcándose en el polvo como si fuera un dios, figuras en la lejanía creando dibujos en la distancia, un grupo de cazadores surcando un río en piraguas; un cuadro de Brueguel, una película de Fellini, un cuento de Verne. Tarkovski echa mano de todos los materiales que le impresionan y coloca al principio del metraje sus versos más misteriosos y mudos, sus deseos más hondos sintetizados en cine: escapar y ser libre


I. EL BUFÓN (1400) 

En vez de hacer un biopic al uso o una americanada kitsch, Tarkovski opta tajantemente por no contar la vida de Rublev, a pesar del inicial encargo del gobierno soviet. Así, su decisión es acompañar a Rublev durante siete momentos particulares de su andanza a través de la Edad media rusa, siete momentos en los que Rublev no siempre funciona como el centro de la acción; elige determinados sucesos aislados para desarrollar un cine caprichosamente elíptico, fascinante y asombroso. Cada una de los capítulos constituye un pequeño film autónomo, y en conjunto, la obra se vislumbra como una serie de cortometrajes de muy diferente temática, aunque de idéntica factura. 
El personaje de Andrei Rublev no es más que una excusa que se utiliza como eje vertebrador de un historia latente de sueños y violencia; el film, no difiere en demasía de la estructura de obras como el Decamerón de Boccaccio o Los cuentos de Canterbury de Chaucer. 
Los caballos que ya aparecen en el prólogo -y que dominarán toda la cinta como dueños y señores del simbolismo del film- se mantienen en la pantalla como esculturas móviles, como totems sagrados que irán deviniendo en tres insignificantes figuras de monjes, entre los que se encuentra el atormentado  Rublev. La figura de los tres monjes taciturnos trae el silencio a la escena, purificando con su presencia un paisaje vulgar en medio de un prado, sacralizando los elementos sin querer, con el simple hecho de estar; la potencia de la imagen en Tarkovski representa la voluntad de ser, la necesidad catártica de afrontar la realidad en pos de la transformación. Sin apenas palabras, llegamos a una hospedería donde un bufón canta a la vulgaridad, a la carne e incluso nos muestra su culo, donde hay dibujada una enorme sonrisa. Tarkovski hace que lo ascético se encuentre con la materia, con lo soez, en una batalla sin armas, sin enemigos, estableciendo un equilibrio casi milagroso. El bufón hace música con un tambor y los huéspedes disfrutan con el circo de sus gestos; el entretenimiento siempre será sucio pues implica un interés, una debilidad, un secreto. Tarkovski lo celebra en sus imágenes, homenajeando a la cultura juglar, a la ficción oral de los cantantes y humoristas que traían la risa a una sociedad feudalista, sometida por la autoridad del pecado. Pero el contraste vuelve a irrumpir y unos guardias arrestan al payaso cantarín. El teatro se termina, la representación es amordazada y de nuevo la escena sale de la taberna: vemos los caballos en la lejanía llevándose al reo, creando casi una doble película, una doble narración como si una escena del Séptimo Sello de  Bergman, se insertara en un cuadro del Bosco y fuera contado por la princesa de Las mil y una noches. La injusticia y el sometimiento vuelven a aparecer en el imaginario tarkovskiano, como una obsesión repetitiva que siempre atormentó al ruso en su carrera y que definió sus prerrogativas al respecto.


II. TEÓFANES EL GRIEGO (1405-1406)

A través de la voz de un personaje casi irreal, Tarkovski la aprovecha para volcar sus pensamientos más profundos, sus preocupaciones más ardientes, casi desplegando un decálogo artístico. Teófanes es el pintor de iconos más famoso del siglo XIV, una especie de Miguel Ángel de la iconografía rusa; en una conversación con Kirill -un compañero de Rublev- afirma: siempre hay que utilizar la simplicidad sin ostentación, pues eso es lo sagrado. En lo sencillo está la paz, la tranquilidad, el paraíso; quien aumenta su conocimiento, aumenta su dolor. Continúa: voy por un camino distinto al de los libros, una ruta desconocida guiada por mi corazón. Leer muchos libros no nos lleva a nada y el estudio excesivo es agotador para el cuerpo. Finalmente, después de su encuentro, Kirill se vuelve loco y deja el monasterio para entregarse a la vida mundana; ya no quiere pintar, no quiere representar, pierde la fe en la pintura, se siente engañado. Antes de irse, mata a un perro a palos, marcando su intención de regreso a la violencia de la naturaleza, retornando a la deriva de los días, abandonando la disciplina de lo ascético por lo banal; el mundo donde nada significa nada, donde lo literal adora el realismo. Rublev pierde a su compañero y amigo y contrata a Foma, un adolescente que le ayudará a pintar una catedral. Rublev desconfía inicialmente del chico, pues le acusa de inventar historias continuamente, aunque de alguna manera le envidia, pues le reprocha ser simple e ingenuo, al mismo tiempo que él añora dicho estado. Aparecen una serie de imágenes alegóricas: una serpiente, Teófanes resucitado cubierto de hormigas y un cisne muerto al que Foma levanta un ala, jugando con la idea del fénix; ya lo dijo Baudelaire: para mí todo se vuelve alegoría (Le cygne). Los versos pasan a ser metáforas y éstas, alegorías y oximorones sin término; la construcción bíblica de imágenes se irá haciendo mayor a lo largo de la cinta. Entonces todo vuelve a transfigurarse y la película toma una estética digna de Joris Ivens en su Pour le mistral (1965) y los brillos del agua acaban elevando el relato por encima del bosque, haciendo realidad el segundo vuelo de la película. El discurso fílmico se ve invadido de nuevo por los pensamientos del autor: todo es un círculo eterno que se repite y se repite. Los mercaderes siempre fueron los maestros del engaño; estudiaron para conseguir el poder y aprovecharse de la ignorancia del mundo. Más a menudo, debemos recordarle a la gente que son personas... dentro de la muchedumbre existe un destello de humanidad que purifica.


III. DÍA DE FIESTA (1408)

La imagen de unas algas bailando con la corriente del río, abren el tercer capítulo, uno de los más sensuales y eróticos. El contoneo de las plantas acuáticas se constituye aquí como una señal que anuncia el misterio del cine tarkovskiano, de tal manera que lo volverá a utilizar en su siguiente película, Solaris (1972), anticipando igualmente lo extraordinario y lo sobrenatural. 
Cae la noche y en la orilla de un río el paisaje se transforma en un cuadro de Jheronimus Bosch, concretamente en aquel cuadro del Museo del Prado tan conocido, titulado El Jardín de las Delicias, una obra donde todas las Evas y todos los Adanes confluyen en un mismo espacio, interpretando todos los movimientos, todas las acciones, todas las historias, todas las alegorías. A diferencia de aquella escena idealizada, Tarkovski recrea una noche de brujería y amor, donde cientos de jóvenes corretean a través de un bosque, entregándose al placer de los instintos naturales; como diría John Huston, un paseo por el amor y la muerte. La violencia del amor, la mirada de las tentaciones y el cuerpo de la mujer, concentran toda la atención de Tarkovski. Las palomas caen del cielo y el bosque se hace impenetrable. La noche está hecha para hacer el amor y los amantes abandonan el pensamiento para entregarse al instinto; el film se purifica por instantes y lo irracional domina la escena. Rublev teme caer en las redes de la lujuria y compadece a los pecadores, al dejarse arrastrar por los días como vulgares animales atrapados en la noria de la existencia, en la inercia cotidiana embrujada por la noche. Finalmente, los herejes de la vida son perseguidos por actuar de forma salvaje; sólo una mujer se salva, cruzando a nado el río.


IV. EL JUICIO FINAL (1408)

La parte cuarta es sin duda la más simbólica. Posee una hermosa primera sección donde Rublev y sus ayudantes se proponen pintar una catedral vacía y encalada, pero el pintor acaba convenciéndose de que no puede representar aquello que le piden. No quiere atemorizar a la gente con escenas del Apocalipsis, no quiere aterrorizar el espíritu pues, finalmente es pintar para el poder, ser siervo de una mentira fatal; Rublev sólo desea revelar el espíritu a los ojos, al alma, al universo. La catedral vacía nos confiere una idea del sentimiento profundo de Rublev, de su pureza y su honestidad.
Los meses pasan y aún no han pintado nada; Rublev se opone a la representación de cualquier figura. Su fe está embarcada en un dilema que va más allá de la pintura. El pintor no plasmará el Juicio Final; sabe que si lo hace, el Infierno existirá realmente y eso le hará cómplice de la corrupción del espíritu. En la segunda parte de este episodio, unos vándalos asaltan en un bosque a los monjes y les apuñalan los ojos; los pintores son ciegos, ya no podrán pintar más que en su mente.


V. EL ATAQUE (1408)

La segunda parte del film está compuesta por tres bloques más, de los cuáles el primero ilustra la famosa invasión tártara de Gengis Khan. Nadie hubiera imaginado que Tarkovski, el poeta de la imagen, pudiera haber sublimado de tal manera la representación del horror y la crueldad de la guerra; ciertas escenas son dignas de Ran, de Kurosawa. Siguiendo con sus influencias bruegelianas, nos muestra un vaca ardiendo, un caballo cayendo por una escaleras, gansos volando despavoridos ante la estupidez del poder, una hoguera inmensa... la fealdad y el ruido invaden el film y lo llenan de esqueletos imaginarios que aparecen en el famoso cuadro El triunfo de la muerte. Tarkovski contempla la muerte cara a cara, sin dar tregua a la ficción, sumergiéndonos en un callejón sin salida donde nos sentimos débiles e impotentes. Tras la masacre, nieva dentro de la catedral, en la que aparece un caballo perdido como si fuera el mismo Teófanes resucitado, proclamando: no tengo nada más que decirle a la gente. Todo vuelve a la calma y se cumple la teoría del contraste silencio/ruido, construcción/destrucción que Tarkovski impone en todas los capítulos; corrupción/purificación como estructura.


VI. CARIDAD (1412)

Rublev abandona la catedral, hace voto de silencio y vuelve al convento. Ahora sólo es un mudo que contempla peleas de perros por un trozo de carne. Allí vive una chica, también muda, que se deja seducir por los tártaros y sus señuelos. Rublev la intenta salvar, pero finalmente la engañan. Rublev vuelve a su trabajo: arrastrar enormes bloques de carbón incandescente con unas tenazas hasta bidones de agua. Acepta la ingenuidad y la futilidad de la humanidad y se emplea en lo único que le salva: su trabajo.


VII. LA CAMPANA (1423-1424)

El último capítulo es uno de los más autónomos. Trata la historia del hijo de un forjador de campanas que se ve obligado a ejercer de maestro sin tener experiencia previa. Todos los forjadores de campanas han muerto y el rey quiere una campana nueva para la catedral. La forja de la campana es toda una aventura: primero hay buscar un lugar especialmente arcilloso, luego, cavar un enorme agujero durante semanas, luego hay hacer el molde, enterrarlo y conducir el bronce líquido hacia el vaciado. El verdadero riesgo de la aventura es que si la campana no suena como debe, como castigo, la tradición manda matar al forjador. El niño es el héroe de la realidad, es el único espíritu que no tiene más que perder que su inocencia; es todo sueño, esperanza. Rublev llega y observa a aquel ser jugándose la vida por algo desconocido y frágil y descubre en él el gesto de la divinidad, de la voluntad, de la fe con mayúsculas. También aparece el bufón de la primera parte y Kirill el vagabundo, quien confiesa que él fue el culpable del arresto del juglar. Todo el universo medieval de Tarkovski confluye irremediable en este capítulo final, hasta que suena la campana y el barro y la lluvia purifican la escena por última vez. Entonces la película toma su tercer y último vuelo y vemos todo de nuevo, como si fuéramos pájaros sin pensamiento; libres por fin, escuchando el sonido de la campana. El milagro ha sucedido y sentimos que la película es en sí misma dicha campana que ha nacido de la tierra, algo extraordinario y eterno, engendrado por un sentimiento, por una creencia distinta. Finalmente, Tarkovski es el niño y el film es la campana.


EPÍLOGO

El epílogo de la película consta de una imagen doble: la toma fija de las pinturas en color de Andrei Rublev y una misteriosa secuencia de cuatro caballos, también en color, pastando en paz sobre una isleta, invadida por un río. La película concluye con ese curioso poema que va devorando la imagen y que nos va desintegrando también a nosotros mismos, como en aquel cuadro de Bruegel titulado: El pez grande se come al pequeño.





domingo, 24 de mayo de 2015





KLASSEN VERHÄLTNISSE
(1984)

Straub & Huillet




Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub son un tándem difícil, tan complicado de imaginar como sus películas. Todo lo que ellos fueron e hicieron, es distinto a todo lo demás pues se marcaron esa meta y no otra: hacer lo opuesto a lo establecido. La propuesta iba en serio desde 1963, cuando filmaron su primera pieza, Machorka-Muff. Veinte años después, en 1984, presentan una película llamada Condiciones de clase, basada en la póstuma novela de Kafka, Amérika (1927). El texto, como la obra de Straub-Huillet, es una pieza incompleta, perdida en los apuntes de un escritor que intentaba hablar de la sensación de estar perdido, sin referencia, en medio de una época confusa y extraña. De hecho, a partir de 1982, la novela se reeditó con el título El desaparecido, pues según los biógrafos, este era realmente el título pensado para la novela en cuestión. No es casual que la versión que proponen los dos cineastas franceses sea de la misma naturaleza; una obra incompleta, perdida, casi invisible. Straub se reafirma en su idea de que él como cineasta y persona, es un exiliado voluntario, alguien que ha rechazado pertenecer a cualquier sitio, simplemente para intentar ser libre. A Straub le gusta recordar que sus películas no las subvenciona nadie, que vive de aquí para allá, sin hogar fijo, sin seguridad social, tarjeta de residencia o jubilación; representa un individuo sin referencia. Straub es un pequeño burgués que se ayuda de la condición educativa que le ha dado su clase social para independizarse, para lanzarse al vagabundeo vital; en cambio, dice que un campesino nunca tiene esa posibilidad, por el simple hecho de que su condición social no le ha permitido plantearse esa posibilidad de abandonar todo y e intentar ser autónomo. Mientras Straub dice aquello, Danièlle Huillet cierra los ojos y duerme o hace que duerme, escuchando a su marido, al que conoció en la adolescencia, con el se casó y con el que se tiraría toda una vida apostando por una idea concreta del cine. Huillet sueña mientras Straub habla sin parar; así es su vida. La relación entre los dos es única; existe un respeto y una lucha entre ellos, un odio y un amor inconfesable (Pedro Costa y Harum Farocki les filmaron durante sus procesos creativos, con un resultado magistral que muestra de forma indiscutible, que lo mejor de su obra son los procesos de sus proyectos, la lucha interna que libran el uno contra el otro, su exigencia alucinada, su delirio constante, su silencio, sus provocaciones, su humor sin límites).
Straub justifica su película y su cine diciendo que son un símbolo del devenir de su vida, algo hecho a partir de la experiencia de estar desplazado; el exilio constante es su paraíso. Pero Straub no es un renegado, ni siquiera un pesimista. A muchos les sorprenderá descubrir que en su juventud fue íntimo amigo de Truffaut y ayudante de realización de Renoir, Bresson, Abel gance o Jacques Rivette. Sólo así se puede comprender la propuesta de su cine y la novedad de sus imágenes. No se repite y no imita; esa es su ley. Hace la película que le viene en gana, sin influencias de ningún tipo, de la manera más honesta que conoce; ser él mismo. A Straub no le gusta que se juzguen sus películas; dice que él sólo filma para un público de mente abierta, un público humilde que vea a cada uno como su igual. Lo bueno y lo malo no tienen significado para él. Dice que su trabajo junto a Huillet, es esencialmente humilde, no como la perspectiva de Godard; el cineasta todopoderoso que sermonea. Yo vivo en el exilio y trabajo nadando en el exilio y esa es la única razón de que mi trabajo tenga esa forma y ese contenido; no queremos formar parte de lo que se hace generalmente con el cine; es el problema de crear imágenes de la realidad, cuando intentas hacer algo distinto y por dicha causa, empiezan a no tomarte en serio, como si fueras un farsante, dice Straub. Su cine es un territorio de pura resistencia, de personajes aislados en el paisaje y de palabras resonando en el vacío. En sus películas (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1968, Dalla nube alla resistenza, 1979 o Trop tot, trop tard, 1982) no hay ruido ni elementos gratuitos; su cine es una mirada conceptual de la materia en movimiento y los discursos dominantes en la sombra. Sus imágenes son un gesto milagroso de independencia y de gloriosa autarquía. Por eso, a lo largo de su carrera, han construido sus películas a partir de textos, pues al fin y al cabo, los escritores son también fantasmas solitarios que trabajan en la oscuridad. A pesar de esta prominente influencia literaria, su cine no es nada prosaico. De hecho, Straub siempre recuerda que él no hace una interpretación de los argumentos, sino una conceptualización de las formas, en definitiva, una película ante todo. No esperes forma antes del pensamiento, pues la libertad no existe en lo abstracto. La forma del cuerpo hace nacer el alma; las cosas no existen sino encuentran un ritmo, una forma, asegura Straub. 
Mientras, Huillet sigue durmiendo. Straub se enciende su puro eterno.
Cuando adaptan Amérika, Straub deja muy claro que él no se identifica literalmente con el personaje. Él no es Karl Rossman, él es Jean-Marie Straub. Lo que dice el protagonista es cosa del protagonista, lo que ve el espectador es lo que ve Karl Rossman, pero el espectador no está en la mente de Karl Rossman, sólo ve las presencias que abordan al personaje. Por tanto, Straub-Huiellet plantean un cine de distanciamiento, de lejanía, de extrañamiento, de acumulación de objetividades, en definitiva, de objetos. Utilizan las palabras para crear una musicalidad, una sensación. Dicen que eligieron la obra de Kafka por ser el único poeta de la civilización industrial, una civilización que a su entender, ya ni siquiera existe como tal. Por tanto adaptan una novela sobre un desaparecido, rodeada de un sistema que hace desaparecer la realidad. Straub habla del capitalismo diciendo que se ha transformado en un estado vital que provoca que todo el mundo viva en un estado de dependencia: las personas tienen miedo de su jefe a causa de conservar su puesto de trabajo, les da miedo estar lejos del dinero (el gobierno debería quemar el dinero y a quien lo defiende), de la seguridad, de su clase; a la gente le da miedo salir de casa y relacionarse con los demás, no confían, no creen, han olvidado. Por eso, el título de la película no es Amérika sino Condiciones de clase; una provocación en sí misma. Entonces, Huillet se despierta y aún sonámbula, le corrige: no es una provocación, es una referencia.
Straub asiente moviendo su puro y completa: una referencia provocadora, ¿no?
Una película no es una herramienta ilustrativa o descriptiva; todos los cineastas que utilizan el cine como la literatura acaban errando. Así Orson Welles y su fallida adaptación de The Trial (1962). Según Straub, Welles hace un trabajo de minucioso detallismo que busca la monumentalidad sin conseguirla; el único que la logró fue Stroheim, pero ese tipo de cine ya no es posible, por eso hay que hacer lo contrario. Una película no está hecha para contar una historia en imágenes, ni para demostrar algo; hay que destruir todas las tentaciones de la expresión. Straub-Huillet siempre hablan de la esencia y la intentar llevar a sus austeras imágenes, casi irreales y oníricas por su vaciado, por su limpieza, por su carencia de ideología o discurso. Una nube es igual que una palabra, la hierba, un coche. Sus planos se estructuran bajo una estricta ordenación de los materiales. Muchos cineastas son capaces de mostrarte miles y miles de árboles, pero son incapaces de mostrarte uno sólo. Straub-Huillet intentan aislar el mundo, trasladarnos esa sensación de aislamiento que ellos mismos experimentan, esa soledad voluntaria y ascética convertida en imagen; ante la imposibilidad de lo monumental, hay que sugerir con lo mínimo. Ante lo popular y establecido, lanzarnos a lo opuesto. Straub dice: tienes que construir imágenes y las cosas tienen que existir sin ellas, imágenes lo más complejas y amplias posibles. Hay que tender hacia lo opuesto del terror o de la crueldad del capitalismo: esa realidad que nos han hecho creer. En realidad sólo hay que celebrar el camino de la ternura.
Con este especial y sólido carácter, Straub-Huillet han construido una obra poderosísima, gobernada por dos magníficos y monumentales personajes: ellos mismos. La bella durmiente y la bestia charlatana. Straub no ha parado de hablar inconteniblemente a lo largo de toda su vida, de derivar su pensamiento eternamente, de encenderse un puro, encadenando palabras que casi siempre acaban en versos propios que hablan del cine y la realidad. Huillet no ha parado de cerrar los ojos y filmar ese sueño que siempre tiene cuando Straub habla. Se podría decir que son dos cineastas idealistas y revolucionarios, dignos del mayor respeto, cubiertos de un talento y un aguante inigualables. Son artistas de principios llenos de valor, que decidieron enfrentarse a aquello que nos rodea, a aquello que no se ve pero que se siente. En sus bellas películas intentaron captar ese infraleve que abraza el estado de las cosas y que nos hace dependientes e débiles. Danièle Huillet murió en el 2006; Jean-Marié Straub aún da guerra a sus 88 años, arrastrando su peculiar sabiduría por filmotecas suizas. Aún sigue repitiendo: que tu vejez sea como tu juventud; haz siempre lo opuesto.





martes, 28 de abril de 2015




BIRDMAN 
o
EL PROBLEMA DE LAS APARIENCIAS

Alejandro González Iñárritu




Repasando el panorama del cine contemporáneo, bien es cierto que parece destacar por su originalidad en los tratamientos de ciertos temas. Lejos del sometimiento a los géneros tradicionales que padeció el cine clásico, el cine del siglo XXI (forjado desde los 60') viene experimentando planteamientos de pura metaficción: el cine pensando sobre sí mismo. Creo que no es necesario explicar quién es el rey de este género tan controvertido y tan difícil de llevar a cabo: Jean-Luc Godard. Obsesionado por desmitificar las falsas ideas que habían invadido el reino cinematográfico, el director francosuizo desarrolla una constante reflexión sobre el hecho esencial del cine a lo largo de toda su obra. Aunque poner ejemplos es absurdo, pues cualquier película de Godard es metaficcional de principio a fin, propondré Le mephris (1963), Autorretrato en diciembre (1995) y El rey Lear (1987) como indicativos. 
Poner el ejemplo de Godard es ineludible pero en todo caso, poco clarificador, ya que su estilo es personal e intransferible, tal vez uno de los más peculiares. Si es cierto que la mayoría de los directores que alguna vez se han atrevido a abordar sus demonios en este género tan distinto, lo han hecho -para bien o para mal- utilizando estéticas diversas, por lo cuál no existe un prototipo en las formas: se pueden agrupar títulos tan dispares como La noche americana de Truffaut (1969), Sinecdoque NY de Charlie Kaufman, All about Eve de Minelli, Hollywood ending de Woody Allen, Ranging Bull de Scorsesse, Noises off... de Robert Altman o la magnífica Ocho y medio (1983). Es Fellini uno de los que pone sobre la mesa, de una forma rotunda, esta necesidad del autor por hacer una película que exprese sus dudas ante el oficio y la fragilidad al que está sometido todo un proceso de creación. Al espectador común le envuelve la falsa idea de que una película, desde su concepción, es totalmente rígida y estructural, cuando realmente tras la cámara, todo son miedos e intuiciones. El problema del género metaficcional es que hay que ser muy brillante para que todo el entramado discursivo no acabe siendo una pantomima repleta de estereotipos sobre las crisis artísticas y cuestionamientos de identidad provocados por el mundo del espectáculo. La gran masa de películas que intentan abordar dichos temas son innumerables y los pocos ejemplos que he propuesto son sólo un modelo de algunas de las menos equivocadas (exceptuando la de Truffaut). Las trampas a las que se ven abocados todos los que intentan hacer un film en esa línea son, sin duda, el narcisismo, el espectáculo y la crítica; por eso es tan difícil acertar con el tono y el tratamiento de temas tan peliagudos. Los mejores siempre lo han sabido salvar con ingenio, inteligencia y humor. Aún dicen las viejas enciclopedias que una sátira es algo que censura o ridiculiza un hecho concreto; un discurso agudo, picante y mordaz. Quédense con eso. Como he anticipado antes, para estos casos, la sátira es idónea, ya que siempre ha funcionado bien -desde el viejo Aristófanes- ahora sí, para aplicarla hay que poseer un gran talento y un excelente material, por eso muchos al intentarlo, se quedan en el peligroso rango de la ironía. Lo que popularmente se conoce como tal no es más que una burla construida a partir de un engaño, con el objeto de ridiculizar y, aquí precisamente, empezaremos a hablar de Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia)
González Iñárritu siempre ha destacado por su mirada trágica de la vida. Desde sus primeros films, convirtió la técnica del montaje paralelo en firma de su idea sobre la estética realista. Siempre ha recurrido a temas actuales para argumentar sus trabajos, dándoles una perspectiva de crudeza; podría denominarse realismo trágico. Dicha estética coincide casualmente con el gusto del público contemporáneo (aunque nunca se sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina) y de sensibilidades tan discutibles como la de Cannes o la de los oscar de Hollywood (el público debería darse cuenta que dichos premios no ofrecen ningún criterio real y se basan exclusivamente en intereses ideológicos y económicos). Hablamos de Amores Perros, 21 gramos y Babel; una trilogía conformista y burguesa, disfrazada de realismo social y galardonada con todos los laureles imaginables. El problema que tiene Iñárritu es el mismo que tienen muchos directores del nuevo siglo: están acostumbrados a ver televisión, a leer periódicos, novelas populares y sobretodo, a ver mucho cine contemporáneo (como si en la historia del cine no hubiera películas suficientes como para cubrir al menos tres vidas). Los cineastas de hoy creen tener solo dos opciones: el realismo o la evasión. Parece ser que el público actual demanda un grado de realidad tal que ciertos autores están influidos por esta falsa necesidad. Bien enterados, algunos se aferran a ella como una manera de llegar al éxito, otros como Albert Serra, confiesan no ver película alguna, para no ser contaminado por otro y mantener una visión independiente y original en su cine.
Llegado 2014, González Iñárritu se propuso hacer algo que aún confunde a los espectadores: realizó una película llamada Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia), aparentemente un discurso reflexivo sobre el mundo del espectáculo. El problema es que su ambición y su tendencia al realismo, le llevaron a concebir un monstruo demasiado difícil de domar. Sin lugar a dudas, aquí llegamos al mundo de las hipótesis: ¿qué quiso expresar el director mexicano con Birdman? ¿una crítica a Hollywood? ¿una sátira sobre los actores? ¿una comedia metaficcional? ¿un berrinche emocional? ¿una ironía sobre sí mismo? ¿una broma, un joke o una boutade escénica? o aún más, ¿quiso hacerlo todo a la vez? En principio dicha ambición no tiene por qué ser negativa pero, evidentemente, hace falta tomar ciertas precauciones y medir los límites de cada uno; porque existen y hay que saber asumirlos. He empezado hablando de Godard, aparentemente de forma gratuita, pero saben que no acostumbro a esos caprichos. Nada más empezar Birdman, el mexicano emplea un tipo de créditos que, como muchos ya habrán adivinado, son una copia exacta de los que el director francés inventó para su mítica película Pierrot, le fou (1965), igualmente reutilizados por Javier Rebollo en su desafortunada obra El muerto y ser feliz (2012); siempre que son utilizados, anuncian el terreno experimental que se avecina pero, por supuesto, no su éxito. Así el director mexicano idea la vivencia de un actor de cine de acción antes de estrenar su primera obra en Broadway, enfrentado a sus miedos y a la neurótica maquinaria del espectáculo. Para el planteamiento formal, vuelve a recurrir a una clara influencia cinéfila: el falso plano secuencia hitchcockniano (Rope, 1930), con el que intenta construir una ilusión de continuidad que acaba en monotonía entre bambalinas. Como último recurso ajeno y célebre, recordaremos que elige una obra de teatro de Raymond Carver: el favorito de la burguesía americana. Todo esto hace presentir un abigarrado film de altas expectativas, pero que se diluye en temas psicológicos menores, en efectos caprichosos, en dramas vulgares y en el famoso dilema contemporáneo de la ficción y la realidad. Es lícito que González Iñárritu lo intente, porque en la vida hay que intentar todo lo que nos obsesione, pero la cosa es que al ver Birdman da la impresión de que el González Iñárritu no tiene una necesidad real de ficcionalizar sus problemas, como Fellini o Godard, sino que se queda en las apariencias y en reflexiones sin trascendencia sobre el entertaiment y los gustos del público comercial, utilizando las tan populares películas de superhéroes, como ejemplo del sin sentido del violento cine de la actualidad. El discurso es demasiado sesgado y alarmantemente snob; si esa no fue la intención, al menos lo parece. Lo que se presentaba como una dura sátira ante ciertos temas referentes al cine, cae en una ironía malograda contra todo en general: los críticos, el público, los actores, el teatro... en definitiva a todo el tinglado. El problema es que esa supuesta ironía acaba siendo puro sarcasmo; una burla sangrienta y cruel que ni siquiera acaba trágicamente, como suele ser costumbre. Todo acaba en una broma sobre él mismo o sobre su película (quién sabe), en la que después de que el protagonista intenta suicidarse al final de la obra, el productor le felicita porque han conseguido crear un nuevo género: el hiperrealismo. Bien, no entiendo la broma; González Iñárritu lleva haciendo eso desde sus inicios. Por otro lado, no hablaré del final pues me parece una tontería más dentro esa bola de confusas intenciones llamada Birdman; todo está mezclado y el director se pierde en su discurso. A veces es bueno perderse, pero nunca lo es engañar... se me olvidaba que analizábamos un sarcasmo. 
Ya publicó Dylan en 1993 su World Gone Wrong, explicitando el sino de los nuevos tiempos. Los artistas de hoy viven bajo el azote de un mundo que no marcha bien en general, pero que vive cómodo y pasivo. Si desde los años 20' el movimiento Dadá pretendía despertar las emociones de las almas dormidas por el opio de un arte anquilosado en la tradición y el artificio, hoy parece que no hizo efecto del todo y lo más grave es que parece que ha afectado también a los artistas. Los artistas de hoy son, en su mayoría, descendientes de burgueses que tienen un punto de vista demasiado blando y superficial de la realidad, rodeados de intereses económicos y narcisistas. En este mundo es en el que ha triunfado González Iñárritu y, creo, es algo a tener en cuenta y de lo que hay que sospechar. Birdman es una tentativa de gran película, un objeto cultural con pretensiones exageradas; no es una cuestión de dinero, sino de pretensión. Como a otros muchos ya les ocurrió al habitar en estos lares, González Iñárritu cae sin querer en la autocomplacencia, en el narcisismo, el victimismo atroz, en la gracia ligera y profundiza poco en ese arte sobre el que escribió Baltasar Gracián y que muy pocos han leído. Hacen falta artistas sinceros, alejados de las grandes corporaciones, apartados de la vida cotidiana y la cultura oficial; el arte sólo sirve para atender a cosas mayores e íntimas y eso es algo que el público también debe reaprender. La historia de la creación es enorme y parece que el cine contemporáneo más visible, se empeña en plagiar siempre a los mismos, en recrear las mismas cosas, obviando la infinita riqueza que contiene el mundo de las representaciones. González Iñárritu desarrolla en Birdman un manual de ciertos problemas que no sabe hacer suyos y que acaba estereotipando, pactando con la tétrica normalidad y los tópicos más extenuados. No se trata de arriesgar más, sino de arriesgar lo más íntimo. No hay que inventar más, hay que desnudarse. No hay que volar, hay que dejarse llevar por uno mismo; ya lo dice uno de los personajes principales: me gusta la verdad porque siempre es interesante. Birdman es un film prometedor que acaba en agua de borrajas, una expectativa que no se cumple porque el contenido no equilibra la forma. Sobra hablar de la verdad y falta la verdad en sí misma, esa que no hace falta nombrar para que acontezca, esa que nadie puede rebatir; pregunten a Giulietta Massina. Tal vez, alguien tendría que preguntarle a González Iñárritu qué significa para él la verdad. Estén atentos si lo hace algún día, pues seguro que sin querer, lo disfraza en un simple chiste sin gracia; ya lo dijo Zenón -el padre del estoicismo-: no os fiéis de las apariencias de la realidad.   






viernes, 24 de abril de 2015




REMITIFICACIÓN 
DE LA OBRA DE BILLY WILDER
 
(1934 - 1981)
 




No es esta una insubordinación gratuita o una deconstrucción à la mode, sino una revisión pausada del mito de un artista. Hoy se considera a Billy Wilder como un autor de alta costura cinematográfica, impecable y presumiblemente perfecto. Es destacable que su biografía más famosa, escrita a partir de las conversaciones con Charlotte Chandler, lleve el título de Nobody´s perfect y la curiosa dedicatoria de A Billy Wilder: alguien perfecto. Tal vez, en este tipo de declaraciones ajenas e irresponsables, comienza el mito de un director aparentemente humilde y discreto, que utilizó la comedia para hacer digerible la sin par tragedia humana; el texto presente lanza la sencilla hipótesis de que dicha idea es falsa en su totalidad, o al menos casi, y que la verdadera historia de este cineasta, sólo puede entenderse a través de una mirada certera de sus películas.
Una de las ideas dominantes sobre la obra de Wilder es que siempre fue regular y constante en su calidad y brillantez. La realidad es que de los veintiséis films que realizó, apenas un par son brillantes y media docena, tal vez, notables. Sus películas pueden dividirse en tres grandes épocas: una inicial y fructífera, trabajando junto a Charles Brackett, una segunda muy irregular en la que escribió sin colaboradores fijos (Walter Newman, Lesser Samuels, Edward Blum, Ernest Lehman, George Axelrod, Wendell Mayes y Charles Lederer) y una última, igual de desequilibrada, pero más larga e inteligente, en la que trabajó con el sesudo guionista I.A.L. Diamond.
La primera época abarca siete películas (sin contar Mauvaise Graine, 1934, su ópera prima), de las que se salvan de la quema más de la mitad, lo cuál es todo un logro: la políticamente incorrecta, El mayor y la menor (1942), la apasionante Cinco tumbas en el Cairo (1943), la etílica The Lost Weekend (1945) y como colofón, su primera obra maestra, Sunset Boulevard (1950). A pesar del gran resultado de esta última, la continua atmósfera oscura y trágica que Brackett viene imponiendo una y otra vez en los guiones, parece que choca definitivamente con la fuerte ambición, la subversión y la geometría de composición hacia la que insaciable, tiende Wilder; fue su última película juntos.
Sin su compañero, Billy Wilder reinicia una carrera que caerá en picado en su primer intento de vuelo en solitario: Ace in a hole (1951) es un fracaso insalvable en todos sus niveles. Para recobrar la confianza de los estudios, Wilder echará mano, por vez primera, a su recurso más utilizado: apostar seguro. Aprovechando la época de posguerra, realiza Stalag 17 (1953), una película en la tónica de La gran ilusión (1937) o La regla del juego (1939) de Jean Renoir; bien es cierto, que su gusto por el cine francés perdurará como una de sus grandes influencias y de alguna manera, la homenajeará años más tarde, dirigiendo Irma la dulce (1963), una comedia a la francesa, cuando ésta ya había muerto en Francia. Wilder siempre irá de retro.
A parte de Stalag 17, de la segunda época sólo puede rescatarse el título Sabrina (1954), prometedora, aunque finalmente demasiado sobria; carece de gracia y mucho menos de humor, como si el estilo de Wilder no funcionase sin ese elemento de amalgama; ni la interpretación de Audrey Hepburn, ni la de Humphrey "Boggie" Bogart, consigue completar un film a medias. Tras dos enormes fracasos (la deficiente The Seven year Itch, 1955 y la tosca The Spirit of St. Louis, 1957), volverá a recurrir a la magnífica serenidad interpretativa de Hepburn para maquillar su crisis y comenzar con nuevas fuerzas su última y madura tercera etapa: el año 1957, es el momento en el que Wilder se asocia con Diamond y escribe Ariane (1957), desternillante en ocasiones, está basada en un argumento sólido, sencillo y brillante, donde sin duda, el papel más destacado no lo realizan los protagonistas, sino una comparsa de músicos que salvan al film de una duración desadecuada y de una acción algo repetitiva de más; en todo caso, el film es una reescritura mejorada del guión que escribió para Lubitsch en el año 1938, La octava mujer de barba azul, y por tanto, un remake de él mismo, reutilizando a Gary Cooper (por la imposibilidad de contratar a Cary Grant), el protagonista de la versión original. Por segunda vez, utiliza su recurso favorito y apuesta seguro, para allanar el terreno para el aterrizaje de los tres grandes ases que guarda en la manga: Testigo de Cargo (1957), Con faldas y a lo loco (1959) y El apartamento (1960). 
Con la primera, refuerza su éxito en taquilla, desarrollando un género de comedia-jurídica con el abrumador y omnipresente Charles Laughton. Some like it hot y El apartamento, configuran sus dos tramas más equilibradas y asientan definitivamente tres de los grandes temas que Wilder desarrollará hasta el final de su obra: la perversión cómica, el travestismo y la mentira como motor de las acciones humanas. 
Wilder mantiene la buena racha hasta que, inexplicablemente en 1960, vuelve a caer en picado con One, two, three (1961). Este nuevo fracaso lo soluciona de la misma manera que en sus anteriores crisis: decide apostar seguro. Así, idea un autoremake a la francesa de El apartamento (1960) con Lemmon y Maclaine: de esta manera nace Irma la dulce (1963), un film repleto de virtudes pero encorsetado en sus formas y temas recurrentes, aunque sí es cierto que logra una reelaboración de sus elementos favoritos, armonizados en gran parte gracias al papel más completo de la carrera de su inseparable amigo Jack Lemmon, en total estado de gracia. A pesar de ello, el éxito de Irma la dulce sólo será un espejismo mayor, una diminuta isla perdida en el océano, casi un canto de cisne de una manera nostálgica de concebir el cine. Algo murió en Wilder con esta película y tal vez por eso tuvieron que pasar nada más y nada menos que once años, para que el director austrohúngaro regresara al éxito y a la dignidad cinematográfica: será con su film The Front Page (1974), su última y sin par obra maestra, junto a la mítica y eterna Sunset Boulevar (1950). En el camino se quedan, por orden de producción y declive inevitable: Kiss Me Stupid, 1964 (muy mermada por el abandono imprevisto de Peter Sellers en su papel protagonista y de una trama hermosa, pero deficientemente estructurada y concluida), En bandeja de plata, 1966 (nuevo intento de apuesta segura que sale mal, a pesar de confiar ciegamente en el efecto Lemmon, por primera vez acompañado por Mattau, lo cuál sólo provoca una buena retribución en taquilla), La vida privada de Sherlock Holmes, 1970 (amputada a más de la mitad por exigencias de la distribución), Avanti!, 1972 (inferior, desordenada y estéticamente vulgar) y por último Fedora, 1978 (filmada en Grecia a toda prisa casi sin presupuesto ni ensayos) y El vals del emperador, 1948 (quizá su peor película).
Decía Wilder que lo que más le molestaba, además de que no le tomaran en serio, era que le tomaran demasiado en serio. Por supuesto, no será este el defecto del texto presente. Nadie puede decir que Wilder fue perfecto, pero tampoco nadie puede defender que fuera un mentecato. La cuestión principal de desmitificación sobre la obra wilderniana, apunta más a una revisión histórica de la idea preconcebida sobre el director y su quehacer, sobre su supuesta impecabilidad, que a una refutación de su carrera y su talento. La importancia de su obra está más que demostrada, la cosa es que siempre aparece algo confusa en las alusiones a su labor; desde su inicio, el objetivo de esta glosa es ajustar la realidad del hecho concreto. 
Releyendo su biografía, se entiende que la experiencia de la inmigración incubó en su carácter aquello que se ha venido llamando el ingenio, lo cuál le facilitó mucho las cosas (ya desde Homero fue una condición sine qua non para resolver agudos problemas). El devenir de su vida le obligó a comportarse como un buscavidas obsesionado por la seguridad y el orden, lo cuál trasladó a sus guiones en forma de comportamientos y formas. Su propensión a la escritura, le hizo trabajar la palabra como elemento subversivo, mucho más que sus imágenes. Sus preocupaciones principales siempre estuvieron centradas en las tramas más que en la plástica, a pesar de ser un gran coleccionista de arte (en 1999 vendió su colección privada por 32 millones de dólares en la famosa Christie's) y su buenas relaciones con los estudios y el público, casi siempre primaron en detrimento de sus obras. Es la obra de Wilder una carrera irregularísima llena de baches y errores, muchas veces sin más explicación que la del dinero. Fue Wilder un hombre que entendió perfectamente y desde el principio, cómo funcionaba el viejo Hollywood y se aprovechó de él, de hecho, se acostumbró tanto a él, que cuando éste le abandonó, fue evidente que parte de los dones de su cine no se debieron exclusivamente a su talento. Wilder entendió el mundo del cine, pero no el cine en sí. Wilder nunca fue un Jean Vigo, sino alguien ambicioso y tenaz rodeado de un infraestructura inmensa y efectista. Wilder entendió mejor que nadie la vieja idea del show business y quiso sublimarla, pero pronto murió ese mundo en que su mentor y admirado Ernst Lubitsch era el rey de la comedia. Fue Wilder uno de esos que creyó en serio en la mentira de sí mismo y en la de los demás, aferrándose a la ilusión del cine como evasión y a las calles de los estudios como su propio hogar. Tal vez por eso, cuando Hollywood le abandonó, no supo hacer brillar nada en sus obras, tal vez por eso, cuando simplemente redujo sus recursos y se dispuso a enfrentarse a la esencia del cine (un hombre, una cámara y algo que filmar) no supo hacerlo como cuando todo un estudio trabajaba para sus imaginaciones.
Tal vez toda su vida fue una mentira que contaron otros sobre él y por eso, basó en ese controvertido elemento, toda su obra. Si se revisan las entrevistas de aficionado que le realizó Cameron Crowe en 1998, se comprobará que él mismo admite que la mayoría de sus películas son imperfectas, en contraste con la opinión oficial de la crítica; su caso no es de falsa modestia como puede ser el de artistas como Duchamp o Borges. Wilder es inteligente y sabe que ha recorrido un largo camino y por eso admite ante las alabanzas de uno y otros que Ni soy un genio, ni sé cómo definirlo... no existen hombres que sólo hagan buenos productos o productos geniales. Bernard Shaw era un genio que escribió cincuenta obras de las cuales hoy sólo siete u ocho son hoy importantes. A pesar de que esto último es muy exagerado, se puede decir que sintetiza una de las grandes verdades de la creación y por supuesto, de la vida: casi todo lo que hacemos es un error y casi siempre nos equivocamos. El acierto en la vida es un fenómeno de privilegio; en el arte, es cosa de un milagro. En todo caso, como reinventor y corruptor de géneros, Wilder tuvo dos grandes aciertos, ambos incontestables: Sunset Boulevar y The front page. Soy consciente de omitir sus dos grandes vacas sagradas: Con faldas y a lo loco y El apartamento. No es esto una boutade o una imprudencia, simplemente es una toma de postura ante los hechos. Tal vez, estas dos películas hubieran sido el inicio de otro Wilder que no fue, porque no quiso o porque no pudo; preferimos pensar que no se atrevió. Apostó demasiadas veces a caballo ganador y eso se paga, sobre todo en el arte, ese gran mundo de las apuestas. Su estilo, si alguna vez tuvo uno propio (pues siempre bebió de Lubitsch, Renoir, Capra, Wyler y Hitchcock) nunca pudo crecer y desarrollarse de una manera natural, y así, el cine de Wilder se quedó en brillantes bosquejos de estilos únicos que acabaron en nada por miedo al fracaso eterno. Los dos ejemplos que proponemos como sus dos obras maestras, vienen definidas y limitadas por la misma idea: la perfección de un conservador.
(No son tantas como las del sobrevalorado Bernard Shaw, pero visto lo visto, más que suficientes)






sábado, 4 de abril de 2015




PUNCH-DRUNK LOVE
(2002)

Paul Thomas Anderson





Si volvemos a los principios de ontología baziniana encontraremos, entre otras cosas, que el cine se considera una alucinación verdadera de la realidad. Cierto o no, algunos cineastas contemporáneos han seguido dicha idea estética, voluntariamente o no, para inventar nuevos objetos cinematográficos. En cada época, unos pocos artistas se encargan de demostrar que las formas son infinitas y que el arte, en sí mismo, es un territorio inmanente, rico y necesario. Hace poco, el azar del rizoma de la red, me llevó a varar en un video del siempre discutido Carlos Boyero. Este, un crítico de cine comercial de medios de alto standing, castigaba con severidad la mayor parte de la obra de Thomas Anderson, con la excusa de un comentario sobre su último film. En su crítica, hace una rápida revisión de la filmografía del director californiano, de la que sólo destaca Boggie Nights (1997), Magnolia (1999) y una parte de The Master (2012). De las demás, su opinión es más que devastadora, ensañándose especialmente con una desconocida peliculita llamada Punch-drunk Love (2002). La curiosidad me llevó a hacer el experimento de revisar toda la filmografía de este director del oeste norteamericano. Tras el visionado, percibí que mi apreciación era totalmente inversa a la del popular crítico: uno de los dos tiene el cerebro del revés.
Es patente que la primera película de Anderson no es más que un simple ejercicio de aprendiz, nada destacable: Hard Eight (1996). Hasta ahí de acuerdo. El problema viene que tres años después, aparece la magnífica Boggie Nights, según la solemne apreciación boyerista; en cambio, a mí me pareció una de las más sosas y más aburridas de toda su obra, por no decir la peor. Pasando por la sobrevalorada Magnolia -la cual sigue creando en mí serias dudas de su verdadero valor-, llegamos a  la citada y denostada Punch-Drunk Love. Tengo la curiosa manía de ver toda película que se deteste popularmente; hace tiempo alguien me dijo que era una actitud adolescente, pero a mí me sigue sorprendiendo su eficacia. Después de ver Punch-Drunk Love, no tengo dudas sobre Thomas Anderson. La estúpida comedia a la que se refirió Boyero, se transformó ante mis ojos en una pieza sublime de humorismo y destreza cinematográfica. Es divertida, ocurrente, loca y traviesa. Es una historia de amor, un thriller, una aventura paranoica y una montaña rusa de sorpresas; es una especie de Arise, my love de Mitchell Leisen, reescrito por Charlie Kaufman. Lo que ocurre en la película sólo puede ocurrir en ella y eso es lo que la hace grande y valiosa. Thomas Anderson inventa un objeto que se pliega en sí mismo y que crece hasta la admiración; no sé dónde encuentra la idiotez el señor Boyero en este virtuoso film, lleno de ligereza e inteligencia. Boyero, como todo crítico, realiza un análisis subjetivo del objeto cultural en cuestión, al que aplica su propio gusto. Una vez, Marcel Duchamp dijo: si a la hora de analizar, sólo introduces tu propio gusto, sin querer, vuelves a los viejos ideales del gusto, al buen y mal gusto y al gusto sin interés. El gusto es el gran enemigo del arte. Quizá este es el punto determinante que configura su error y la inconsistencia de sus diatribas. Todo sujeto mediático que tiene el privilegio y la responsabilidad de influir en la masa (concebida como la concibe Canetti), debe ser consciente de su poder, debe ser capaz de entender que por muy subjetiva que sea su opinión, nunca es como otra cualquiera; en esa diferencia radica la cuestión: si esa opinión no es revisada en sí misma y sometida a un juicio más exhaustivo que las demás, finalmente se corromperá, pues la egolatría viene sola y no avisa.
Punch-Drunk Love es fantástica (en toda su polisemia) y esto es un hecho. Sólo entendiendo este primer gran logro, se puede comprender que sus dos obras siguientes sean ejercicios estéticos de máxima madurez: There Will be Blood (2007) y The Master (2012). Ambos, nos muestran el resultado de un oficio bien aprendido, de una extraordinaria alucinación personal que canaliza creaciones autónomas y sublimes. Obviar cualquiera de las dos en un catálogo del mejor cine de la primera década del siglo XXI, sería casi un delito; obviarlas en un análisis sobre Thomas Anderson, no es un simple acto de prudencia. Boyero idolatra a Scorsese y ama a Julianne Moore. Boyero toma a la ligera obras como Interestellar e incluso la totalidad de la obra de Nolan. Boyero lleva tanto tiempo hablando y viendo películas, que ya no se sabe si su opinión influye en la gente, o si el gusto de la gente influye en sus opiniones. En todo caso, la moraleja de este texto no puede ser más que positiva: la labor crítica de este comentarista al uso, es útil. Para cualquier interesado, las instrucciones son sencillas: diga lo que diga Boyero, interpretadlo a la inversa y ahí hallaréis un justo e inequívoco análisis.
En cuanto a Inherent Vice (2014), aún habrá que hablar mucho en el futuro de su imperfección, pero con ella, Thomas Anderson, sólo parece advertir que no va a dejar que su cine se anquilose en el viejo gusto de las viejas mentes.










sábado, 7 de marzo de 2015






BELLS FROM THE DEEP 
(1993)

Werner Herzog





Todo el mundo ha visto alguna película de Herzog. El que más o el que menos ha oído hablar de Aguirre la cólera de dios o del Teniente corrupto; incluso la mayoría, se llena la boca con la palabra Fitzcarraldo, a pesar de ser una de las más torpes de toda su obra. Existen un Herzog público y un Herzog privado, un Herzog que hace ruido y un Herzog silencioso y clandestino. Su cine es como él: irregular, salvaje, tramposo y en ocasiones brillante. Sus valerosas imágenes han cuestionado desde el principio la validez de la realidad y una peculiar manera de cómo podemos asumirla si logramos desenmascararla, robándole el personae, otorgándole otro papel muy distinto. Más que una opinión, me propongo ofrecer un consejo: para entender sus obras mayores, es recomendable conocer sus obras menores, para que la perspectiva se invierta. 
Empezando por la genial Signos de vida (1968), donde se sintetiza toda su temática posterior sobre la necesidad innegociable de la autonomía espiritual, siguiendo por la excelente y brevísima Medidas contra los fanáticos (1969) -una deliciosa pieza de humor absurdo- y llegando a Cuanta madera podrá roer una marmota (1976) -delirio de cowboys y trance fonético en medio de un concurso de subastadores- se empieza a dar cuenta uno de la riqueza escondida que posee Herzog, en su faceta más humilde de explorador de mundos paralelos. Existen más casos: por ejemplo, Fe y moneda (1980) nos acerca a la personalidad paranormal y moralista de un falso predicador, que obliga a los demás a subvencionar su fortuna mediante un cutre TV show religioso. El diamante blanco (2004) nos hace volar entre lo más oscuro de las selvas, montados en el sueño imaginario de un inventor de artilugios a lo Julio Verne. En El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (1974), nos permite contemplar la belleza de un salto al vacío. En Encuentros en el fin del mundo (2008) nos obliga a tumbarnos en el suelo y escuchar los ultrasonidos de los fantasmas que habitan bajo el hielo (esta película repite de alguna manera, uno de los momentos más bellos de su film de 1993). En Into the Abbys (2011) hurga en los misterios de la muerte de la manera más terrorífica, llegando incluso a hablar con ella cara a cara. En Happy people: a year in the Taiga (2011) nos ofrece un hacha y una cuña para sobrevivir una temporada en el lugar más solitario de la tierra. 
Herzog es un tipo raro que no da soluciones sino ilusiones, imágenes irreales que se hacen reales en nuestra mente, historias reales que se hacen imposibles en la realidad. Herzog es un director de cine que asegura que para filmar hay que leer, que para filmar hay que andar, que lo primero es caminar largas distancias y ver el mundo; luego empieza el trabajo de imaginarlo, de falsificarlo. Andar y leer y luego, si acaso, filmar, pero nunca estrictamente la realidad en sí, sino nuestra mente; la realidad de un paso, de una página. Una de las revelaciones de su práctica es que la representación de los secretos es una forma de la imaginación. Tal vez Bells from the deep (1993) -una de esas pequeñas ignoradas de su obra- es una metáfora de esta idea capital de su cine, pero no la película en sí, sino un par de sus secuencias; tan irreales y cotidianas al mismo tiempo que se hacen ascéticas y bellas: 1) dos hombres en el hielo intentan ver desesperados, un enorme castillo que se encuentra bajo un lago helado, 2) en la secuencia final se vuelve a ese lago, ahora abarrotado de gente pescando y descansando; unos patinadores van sorteando a la multitud ágilmente, como si fueran ángeles de otro mundo, sonidos de las profundidades.
Lo menos conocido de Herzog es lo más pequeño, lo más marginal, aunque paradójicamente es lo
más significativo, lo más poderoso. Herzog es un obseso de las formas, de los hechos y de las máscaras (revisen su Wodaabe – Los pastores del sol (1989)) y por eso es capaz de rodar una película durante años para incluir en ella una sola secuencia aparentemente ridícula, retratando algo que a todos pasa desapercibido. Su obra es así, ridícula y prodigiosa, vulgar y sublime, falsa y hermosa; una larga aventura hacia lo invisible, hacia lo que no se ve, pero existe. Volver a lo pequeño es una forma de comprender lo grande, es una forma de hacer grande lo pequeño, lo desconocido, lo importante.
Al principio he dado un consejo, no lo sigáis: mejor, arrastraos por el suelo y buscad el sonido de las campanas del palacio enterrado bajo vuestros pies y dejad por un momento lo que se aprecia en la superficie, pues existen quienes dicen que es sólo una mera apariencia. 











THE FOXCATCHER
(2014)

Bennett Miller




Cuando un hombre realiza un movimiento por primera vez, es torpe; cuando lo realiza un millón de veces, empieza a entenderlo. Para dominar un movimiento es preciso repetirlo hasta el infinito para que forme parte de ti, para eliminar el pensamiento y dejar simplemente, que la eficacia del gesto se realice por sí misma. Los deportistas de élite lo hacen continuamente, acumulan repeticiones que les separan de las murallas mentales de la razón y les llevan a las mágicas lindes de la pura intuición. No hay nada igual como ver a un animal galopar, volar, cazar, interceptando el azar de la naturaleza, adaptándose instantáneamente al otro, de la mejor manera posible; una forma  muy cercana a la perfección. Bennet Miller tiene una habilidad asombrosa de contar historias, historias, como dice Godard, que son distintas a las demás, pues estas se proyectan sobre una pantalla. La pantalla es para Miller un territorio de pasiones, un nido de cuestiones sin resolver, una misteriosa caja de Pandora. Desde su divertidísima y ligera The Cruise (1998), pasando por su irritante salto a Capote (2005), se instauró en la flamante y camaleónica Moneyball (2011) como un autor dispuesto a decidir su propio camino. Sus personajes no hacen otra cosa que intentar romper las reglas, destapar el pastel e intentar ser libres. Las imágenes de Miller se embarcan en esta aventura sin mapa que intenta solucionar ese grave dilema contemporáneo de cómo y por qué contar una historia. Miller opta por la mirada clásica, la de la imagen sencilla que se hace clara, que va de la oscuridad a la luz, a la vez que la conciencia y los actos de sus personajes. En Foxcatcher, Miller avanza un paso más, pues se coloca en el lugar de un hombre que sufre la soledad y un destino muy particular. A través de la meticulosidad con la que filma la vida de un deportista de elite y la realidad que consigue captar, Miller logra un nivel mayor de sensaciones, donde el argumento y el mundo filmados acaban por mimetizarse para hacerse un único relato. The Foxcatcher trata de la caza de nuestros deseos, la caza de un luchador que lucha, como todos, con él mismo; pero a él sólo le interesa un gesto, un movimiento repetido como una gota de agua en el aire que se forma y se deshace sola. El logro de Miller es que la filma.
Todo el cine de Miller es una repetición, una copia de un suceso real que se transforma en relato para, de alguna manera, purificarse. The Foxcatcher es, de momento, su ejemplo más brillante, la copia más exacta de su idea personal del cine, la repetición más eficaz de su gesto. Bennett Miller demuestra que en Estados Unidos existe un cine realmente autónomo, que utiliza sus propias imágenes y que desafía al sistema lanzándole su propio boomerang. En su cine siempre hay una revelación y un secreto; algo que podemos ver y algo que no. Eso, tal vez, es la esencia del cine. Eso tal vez es la esencia del arte. El logro de Miller es que lo filma.




lunes, 22 de diciembre de 2014



ADIÓS AL LENGUAJE
(2014)

Jean Luc- Godard




La verdadera vida es el cine; 
no el resultado, sino la participación.

J.S.T. Urruzola



Nadie puede negar que hoy es sumamente difícil visitar un cine que estrene películas de Godard, tan complicado es el asunto que parece tratarse de un hecho casi milagroso. Es curioso observar cómo, de la misma manera, es casi imposible encontrar un comentario o crítica -llamémosle como le llamemos a esas intervenciones frágiles y esporádicas tan habituales en este particular momento cultural- que no peque de denostar o ensalzar radicalmente las obras que el cineasta franco-suizo va dejando caer desde que se alejó de su relectura clásica de las formas cinematográficas. Parece que algunos aún están resentidos porque Godard ya no cuenta historias copiadas de Nicholas Ray, Rossellini, Fritz Lang, Jean Renoir, Fuller, Preminger o Aldrich. Las viejas formas que él renovó y que reutilizó con magnífico ingenio, eran parte de una deuda que el propio Godard siempre ha mantenido con sus padres fílmicos, con su juventud y con su lírica vivencia del amor. Pero no cesaré de repetir que un abismo ocurrió en Godard a finales de los 70´, un cambio que va más allá de lo conceptual o de la estética. Godard está vacío y pretende llenar ese espacio construyendo una idea crítica de la sociedad, intentando atajar sus problemas con imágenes activas y sesudas, procurando salvarse así mismo a través de una compulsiva apropiación de lo externo; Godard asume como propio el estado de las cosas que el mundo sufría intensamente en aquellos años de transición y revolución. Pero aquella década fulminó a Godard y le desgastó tanto que, ya en Numéro deux (1975), cae desfallecido y derrotado por un enorme desencanto. En 1980, Godard reinicia su verdadera etapa como cineasta autónomo, dejando a un lado la cinefilia y la política que marcaron sus dos interesantes y ricas etapas anteriores. Godard abandona todo y a todos para sumergirse de lleno en él mismo y así, Sauve qui peut (la vie), se erige como el gran punto de inflexión de toda su obra; una flamante huída hacia su verdadera identidad como cineasta, hacia un nuevo sonido que invadirá el porvenir. 
Sin alejarme del tema, al igual que existen legiones nostálgicas del antiguo Godard, también existen las que parece sólo valoran sus últimas etapas, lo cuál es un craso error de la misma naturaleza. El público o la crítica más joven se lía la manta a la cabeza, utilizando la última y más transgresora etapa de Godard (Elogio del amor, Nuestra Música, Film Socialism y Adiós al lenguaje) para defender el experimentalismo, el cine contemporáneo o cualquier otra bandera tan inexacta a la que se ponga nombre en pos de una idea equivocada sobre el futuro de la modernidad actual. Elogian a Godard con el título de maestro y de gurú, pero se olvidan de ver sus películas y no intentan comprender por qué este hombre sigue haciéndolas sin descanso. Visto lo visto, casi nadie parece querer captar lo que una y otra vez intenta mostrar insistente el cineasta franco-suizo, con su ímpetu inquebrantable y su ahora, voz temblorosa.
Adiós al lenguaje no son 70 minutejos sin historia como han dicho algunos, pero tampoco es una obra maestra como la han defendido otros; ni siquiera representa un frágil testamento, como también se ha comentado vanamente, como intentando enterrar al autor de Vivre sa vie; se nota una tendencia general a querer quitárselo de encima de una vez, pues sus enemigos siempre están nerviosos cuando una de sus películas toma la pantalla. Creo con firmeza que Godard nunca se rendirá, a pesar de su nostalgia, su voz ronca, su tono a lo Isidore Ducasse o su caprichoso 3D; algunos, incluso llegan a elogiar la adopción de esa técnica de variedades, como un triunfo visual en sus ingeniosas manos, pero el bosque les impide ver el árbol. Godard, a través de la sabiduría apache, nos recuerda en el film que el bosque, es una equivalencia del mundo, pero que bajo su punto de vista -o el de sus rotas imágenes sonoras- aquel bosque del que hablaban los antiguos, a estas alturas ha desaparecido de los ojos del espectador. La imprudencia del público de hoy es creer que Godard -en concreto- va a reinventar el cine de nuevo y va a imaginar qué forma tendrá la película del futuro, como si se tratase de un agorero que tuviera la obligación de explicar el futuro, mientras los demás esperan sentados a que lleguen las respuestas. Toda esta idea tiene un error de base, pues Godard ya abandonó esa intención en el pasado, demostrándolo en sus últimos suspiros de estilismo argumentado: la irregular For Ever Mozart (1996) o la magnífica e incompleta Hélas por moi (1993). Tras estos ejemplos, Godard concluye su introspección y su tentativa de film. A partir de aquí, ya nunca intentará algo parecido y se dedicará en cuerpo y alma a otros usos del cine -él, que ha usado tantos-, volcándose en sus impecables y abrumadoras Histoire(s), que le conducirán directamente a su última etapa, más sesuda, más fragmentaria, más oscura, un recorrido zigzagueante que llega precisamente hasta la irreverente Adiós al lenguaje
Preguntarse qué es lo que tenemos delante cuando la vemos es el primer paso para entender por qué Godard sigue haciendo cine y por qué lo hace de esta manera tan diferente, tan personal y tan controvertida. Toda la estética utilizada en el film no es nada novedosa con respecto a su obra anterior, de hecho, mantiene la condición de síntesis de sus últimos títulos, pero no como memorandum o popurri personal, sino como una demostración de que cada vez entiende mejor sus nuevas herramientas, esas que él ha inventado a partir de sus errores y sus aciertos. A partir de sus propios elementos, consigue hacer fluir los misteriosos textos con los que acostumbra a llenar sus películas, repletas cada vez más de oscuras voces y altisonantes melodías. Ya se sabe: no es nuevo en él lo de las citas, lo de la música clásica o, como se suele decir de forma más general, lo del palimpsesto cultural. En eso Godard no cambia y sigue siendo muy habilidoso, pues siempre ha protegido su esencia y la ha reivindicado como un valor y una función en sí misma. En los últimos veinte años, las películas de Godard funcionan como un espejo que multiplica la idea de la realidad y que radiografía una serie de controversias que siguen vapuleando a la belleza del mundo.
A pesar de la opinión popular, Godard sigue siendo un poeta enamorado de la existencia, un artista que sufre en sus entrañas la decadencia de un paradigma, de un entendimiento del mundo y de un alma que vuelve a estar en peligro, pues el sistema continúa erosionando las relaciones entre los hombres y las palabras. Nadie puede imaginar qué hubiese sido del hombre sin un lenguaje. Aún hoy, ni siquiera los expertos saben con exactitud cómo funciona dentro de nuestro cerebro algo tan sofisticado y complejo. La poetisa Emily Dickinson escribió una vez que el cerebro es más amplio que el cielo y que por tanto representa algo así como el peso de Dios. Godard, al igual que la famosa  escritora de Massachusetts, sabe que la Naturaleza es lo que vemos, es lo que oímos, es lo que sabemos, pero que ante tanta simplicidad, se nos hace imposible crear una palabra para hablar de ello; quizá el lenguaje común es algo demasiado complejo para hablar de algo tan insignificante como somos nosotros, tal vez no es suficiente para que nos podamos comprender. Somos partículas flotando en el aire, naves ardiendo más allá de Orión y nadie sabe por qué hemos llegado hasta un callejón sin salida. En Adiós al lenguaje, las únicas imágenes realmente felices son aquellas en las que aparece un perro vagabundo surcando un bosque o las vivas copas de los árboles vistas desde el suelo, entrecruzando sus ramas ante nosotros, reflejando los colores que capta en silencio, una pequeña cámara perdida en la inmensidad del universo. Si como afirma el escritor español J.S.T. Urruzola, la cámara es el aire y el aire que rodea una escena está bajo la mirada de Dios, Godard consigue que su mirada interrumpa la intimidad escondida de las cosas, el cartón cutre que todos ocultan sin saber, mostrando la desacralización que nosotros mismos hemos hecho de la vida -o que el mismo lenguaje ha hecho de lo existente-; así, el ojo de Dios no desacraliza, sino que muestra exactamente de qué trata la realidad que se manifiesta. Por eso en sus imágenes, Godard nos devuelve un cachito de honestidad y de silencio, un respiro verdadero ante la confusión que genera la huída del lenguaje, imaginando su desaparición como la catástrofe del porvenir.
Habrá quien proteste por la fealdad estética que generan los fotogramas del Godard de los últimos veinte años, habrá quien se canse de esa estética quebrada, de ese interruptus continuo, de esa manía de no poner fácil las cosas a un ojo cada vez más seducido por una política de imágenes crecientemente despótica, venida de la publicidad y el showbusiness. ¿Cuántas películas contemporáneas se han realizado por un mero motivo estético? ¿Cuánta realidad se ha usurpado a las películas en pos del absurdo espectáculo? El público general parece haber desarrollado una necesidad de seducción en su ojo mainstream y parece ser que ya no se contenta si cada imagen de un film no es nítidamente hiperreal; Godard filma una pantalla plana emitiendo nieve, una pantalla tan común para el imaginario colectivo que da vergüenza sólo con pensarlo: una nieve que muestra el verdadero asunto que se propone. 
La filosofía superestética HD y la conquista que el hiperrealismo ha fraguado en nuestra cultura visual, impide ver el bosque del que hablaban los apaches y hace imposible el lenguaje. Godard quiere sacarnos por un momento de ese stand by y nos pone un espejo delante para que veamos el estado de las cosas, su verdadera apariencia, sin sublimar ni un solo fotograma (como hizo en antiguas películas como Le Mépris o Une femme Mariée, o no en tan antiguas como por ejemplo Passion) para acercarnos a nosotros mismos, utilizando el cine no como una máquina de producir films, sino como una revelación natural y necesaria, un encuentro fortuito con nosotros mismos; alguien al que no reconocemos y llamamos extraterrestre. Es curioso dicho efecto, y es fascinante pensar por un momento que lo que vemos está lejos de nosotros -como ya ocurre en 1967 con Loin du Vietnam- considerándolo algo ajeno e irreal, abandonando la sala de cine por una pura incomprensión de lo que nos ocurre realmente, por no tener las suficientes agallas de mirar cara a cara a la verdad y admitir que hay un error y una mentira que reside en nuestra época, un desafío que debemos afrontar y que sigue creciendo; se está librando una revolución interior donde lo que está en juego es, nada más y nada menos, que el destino de nuestra propia esencia. 
Uno de los personajes de Adiós al lenguaje afirma apesadumbrado: puedo adivinar lo que piensas, pero no puedo saber lo que pienso yo mismo. El film se presenta así como una luz de alarma que advierte de lo que nos amenaza constantemente, de lo que nos aterroriza todos los días, de una cotidianidad del error donde hacemos las cosas sin saber por qué; cuando preguntamos por ellas nos obligan a pensar que no hay porqués, que no hay causa donde reina la pesadilla, que todo es cosa del devenir y la naturaleza. Pero todo esto es falso y una mera falsificación de nuestro verdadero yo, de nuestro verdadero lenguaje, de nuestro verdadero destino. El sistema de pensamiento que establece Godard, contempla la metáfora, la historia, la imagen. Nunca, ninguna cultura como la actual había estado enfrentada a una montaña infinita de imágenes como la presente, unos bloques de realidad que pugnan por ser deseados, por ser contemplados, por penetrar en el cerebro del público para pasar a formar parte de la naturaleza; de ahí el riesgo y la responsabilidad de aquellos que tienen el privilegio de mostrar el mundo, de ahí, que hoy más que nunca, la ética del artista deba ser especialmente cuidadosa, especialmente sensible ante un mundo que está perdiendo su capacidad de compartir sentimientos y palabras. Ya es hora que las imágenes -al igual que pretendía Borges con la palabra- vuelvan a ser sagradas de alguna manera, y se conviertan de nuevo en lugares donde encontrarnos a nosotros mismos, islas donde reconfortarnos para seguir el largo viaje y crear películas como reflejos de una naturaleza que sigue intacta, films tan hermosos como puede ser un perro, del cuál Godard dice que es el único animal que ama más al otro que así mismo; un ser que va realmente desnudo porque siempre va desnudo, aquel que se sigue revolcándo en la hierba, buscando las flores, perdiéndose en el bosque. Nos encontramos cada vez más fuera de la naturaleza, sometidos por rutinas estúpidas e inservibles, hipnotizados por imágenes fascistas que sólo quieren volver a desintegrarnos en una ducha. De alguna forma, todo se repite, pero ahora más rápido y en mayor cantidad, por lo que el lenguaje parece diluirse en esta modernidad líquida -como dice Zygmunt Bauman-, marchándose en un barco de turistas que visitan un lago rodeado de otros muchos turistas -idénticos y desorientados- que apenas entienden la importancia del pasajero que se marcha. El público no confía en la Naturaleza y ya no cree en el peso de Dios, ni en el ojo de Dios y por tanto,  al igual que de él mismo, descree de una utilidad del cine que vaya más allá de pasar un innofensivo rato y olvidar un puñado de imágenes. Las personas se sienten traicionadas por la realidad, por el mero hecho de su condición efímera; se ha aceptado la muerte de una manera nihilista: creen que al igual que ellos, todo debe ser pasajero, por tanto la mente, el espíritu o la memoria también deben  serlo. Se olvidan de que la Naturaleza es más poderosa y eterna que nuestra diminuta y preciosa aportación y por eso, la venganza de los hombres hacia el mundo se ha materializado en una vuelta voluntaria a la más retrógrada racionalidad, rodeando al yo de interminables deseos que se funden unos en otros sin un objetivo concreto, con miras meramente narcisistas y ególatras. La pornografía ha destruido el sexo y la muerte ha sido sustituida por un escepticismo ante todo lo absoluto; nada puede ser fijo, todo debe transformarse, todo debe mezclarse para que nada tenga un significado justo,   pero han topado con Godard, uno de los creadores de la vieja modernidad, esa vieja dinámica que también mezclaba y fundía, pero no para diluir, sino para construir algo resistente al tiempo, algo para todos, hecho por amor; una imitación de la Naturaleza. Godard siempre habló de que su cine era un cine de resistencia, pero siempre se confundieron sus palabras, así el problema del lenguaje siempre ha consistido en que lo que uno dice no llega idéntico a la comprensión del otro y que malentendido tras malentendido, todo acaba formando un mensaje estropeado que nadie reconoce: somos producto de un error histórico, de un problema de lenguaje y de la mala interpretación de una simple metáfora. 
Godard es un hombre corriente que ve películas en una pantalla, que come, que bebe, que fuma, que ve un trueno, que pasea, que piensa y que -imaginamos- a veces sueña, pero Adiós al lenguaje no es precisamente un sueño, sino una forma de decir lo que no se puede decir, concretamente aquel árbol que se resiste tras el bosque que ya no podemos ver pues nuestros deseos han destruido el cielo de nuestra mente. Cómo volver a creer en ese bosque es el desafío del porvenir; cómo el cine puede ayudar a ello, es lo que Godard nos muestra con este uso inesperado del cine, junto a una pequeña representación de la vida, un teatrillo muy alejado del entertaiment o de la épica, del ensayo, la acción o la vanguardia. Adiós al lenguaje es un grito en el aire en un momento de máxima alarma, algo urgente que hay que decir para que no se nos pudra dentro y nos acabe matando, un despertador incombustible que debe seguir sonando hasta que nos despertemos de una puta vez y nos propongamos mirar adentro, en vez de afuera, para volver a ver el bosque y buscar al perro.