lunes, 20 de enero de 2014



WALDEN
(1969)

Jonas Mekas





Decía John Cage que si escuchas Mozart o Beethoven continuamente, te das cuenta al final de que realmente es lo mismo y que por eso a él le gusta más escuchar el tráfico de Nueva York, porque aunque parece siempre igual, nunca se repite. Las imágenes de Mekas en este excesivo y exigente film, realizan el mismo juego del que habla Cage. Cage admira a Duchamp y por eso también le gustan los juegos y por eso dice esas cosas que a oídos poco diestros llegan como una boutade o una simple provocación. Duchamp creó el movimiento Dadá (sin crearlo, pues nunca existió) para despertar al público, un público que llevaba muchos años adormecido en las formas y los significados tradicionales. Duchamp puso patas arriba el mundo del arte, revolucionando el objeto en sí para que mirásemos de otra manera y descubrir algo dentro de nosotros mismos que se nos estaba escapando; la vida se escapaba y había que recuperarla. Así y de la misma manera, John Cage hizo un trabajo parecido con el campo del sonido para hacernos entender que la música no es lo única que suena en el mundo. En esa línea de trabajo, Mekas trae hasta los ojos, un nuevo tipo de sensibilidad de la imagen y plantea una forma de percepción distinta. Así, Walden se estructura como una especie de diario fílmico donde cualquier situación es vulnerable de ser captada y transformada, el acto más simple, el gesto más tonto, un detalle, un vacío, una imagen costumbrista; todo cabe, pues es real si incide en el que lo filma. Loviejo y lo neuvo se dan la mano para saltar al vacío.

SPLASSSH

En 1969 Mekas está a la cabeza del avant-garde estadounidense y lo demuestra con este film de belleza exasperante, proyectado a toda velocidad como intentando captar eso que en la vida se nos va y no vuelve y que no sabemos cómo llamar. Recupera así el ritmo perdido del cine mudo, esa sensación extraña de vernos a una velocidad imposible. A pesar de las apariencias exigentes del film, Mekas cuida mucha de que no nos perdamos por el laberinto y va dejando notitas maravillosas para que sigamos el camino. Por momentos sentimos que estamos viendo recuerdos que recorren un tiempo prolongado donde las cosas se van sucediendo en progresión, donde a unos les crece y les decrece la barba y donde otras tienen hijos de repente y donde también se celebran bodas de todo tipo; tradicionales y salvajes.
Es el trato que él tiene con la imagen: filmar cosas comunes y sin ningún tipo impacto y revolucionarlas con su cámara para que se muevan por sí mismas, para que vivan algo salvaje y se sientan libres de una vez. Entonces, nos damos cuenta de que Mekas no quiere sellar el tiempo sino agitarlo, deformando los cuerpos y los movimientos en todas direcciones y bajo todos los colores. A mitad del film, el mismo Mekas nos lo confiesa: esto que veis sólo son imágenes, imágenes sin drama, sin terror, sin intriga, simplemente imágenes sin intención, sucesos ocurriendo uno tras otro como ocurren en la realidad, componiendo mi diario.
Thoreau, en su famoso libro Walden, escribe un diario experimental que recogerá la posibilidad de sobrevivir en un lugar alejado de la civilización. Thoreau nos habla de los árboles, de los palos que utiliza, las herramientas, de su silla, su camastro, las plantas, el lago, el camino, las hojas, el tiempo, las nubes, la comida, la sed, la soledad. Todo el libro son fragmentos, secuencias independientes del pensamiento de Thoreau que se van transformando en sentimientos existenciales y en delirios de hermosura. Mekas copia esa estructura de una manera magistral, haciéndola suya, filmando las intimidades de sus amigos, las comidas, los desayunos y las conversaciones. Se filma así mismo comiendo con gatos o grabando la nieve. Retrata a la gente bailando, a gente triste, a gente pensando, a gente paseando. Filma a Hans Ritcher, a Barbet Schoreder, a su amigo Stan Brackcage, a John Lennon con Yoko Ono en el edificio Dakota, a Andy Warhol, a un niño negro con un parche, a un burro, a los pacifistas, a los Krisnah, a la voz de Jean Cocteu, a los niños patinando, a los bebés recién nacidos, a las limusinas, a los poetas callejeros, a Allen Ginsberg, a los árboles, a él mismo sobre un árbol imitando a Thoreau, a los acróbatas del circo, a los Velvet Underground tocando por primera vez, a los aviones sobrevolando Manhattan, a los bichos, a las butacas, a las calles vacías, a las calles llenas, a la gente rara en las aceras y a la gente pausada en sus salones. Filma las fiestas privadas, los cumpleaños, las visitas inesperadas, sus viajes en metro, sus viajes en barco. Filma Central Park durante todas las estaciones del año y en la película vemos cómo llega el invierno, cómo se va y cómo vuelve otra vez al final. Finalmente, también acaba filmando la soledad.

Mekas es un solitario que se lo pasa teta y que está muy flaco.

Y por eso Mekas crea su propio tiempo, una cronología mágica y expresionista a partir del movimiento, articulando el devenir. Existe una temporalidad interna en el film que se va transformando en un ritmo frenético de colores y manchas abstractas, que llegado un momento, se nos hacen cotidianas, entendiendo su lenguaje por fin, disfrutándolo, empezando a entender que estamos viendo imágenes que son realmente sonidos, espectros vibratorios y formas invisibles que se pierden en los días, en cada reel que va pasando, del primero al sexto, revelando cosas que nadie ve porque tiene asuntos más importantes en la cabeza, pero que para Mekas son lo único importante de su aliento, son el sacrificio de su vida, que más que un oficio, es su pasión, su obsesión, la única forma que tiene de relacionarse con ella, consigo mismo, pues ese es precisamente Jonas Mekas, ese obseso que siempre te quiere grabar hagas lo que hagas, ese tipo que siempre lleva una mochila con una cámara de cine dentro porque sabe que siempre aparece algo valioso y le da pena que se escape. Mekas hace esto porque ama el mundo.
Esa es su alquimia.
Hoy puede parecer una banalidad, pero hace 40 años, filmar el día a día con una pequeña cámara y tener la voluntad y el interés de filmar situaciones comunes con esa intensidad y esa terquedad, era una cosa de locos, aunque el mayor logro de Mekas es finalmente reunirlo todo junto en ésta colección sin parangón, sin réplica, donde todo está dividido por etiquetas como si fuera una serie de haikus que hablasen sin más de la delicadeza de la vida, de su fragilidad, de la nostalgia, de la muerte, del nacimiento, de la luz.

Mekas persigue la luz como un loco.

Mekas filma sin parar y encuentra Walden.

Walden se transforma en el territorio salvaje donde viven sus sueños.

Los sueños de Jonas Mekas se mueven a toda velocidad y nos trasladan de un lado para otro, visitando todo lo que él más quiere, llenando el vacío de la memoria, filmándolo como un granjero y no como un cineasta, porque él no necesita historias, él está enamorado de la luz y del movimiento y ahí reside la grandeza de Mekas, al intentar llevar al cine esas metas de la pintura y de la música en sus expresiones más radicales, más manieristas, más peligrosas. Si ésta película tiene una clasificación, es la de un manierismo fílmico de primera clase, donde todo se abre y las diagonales salen despedidas de un lado para otro, apartando las sombras, buscando nuevas luces, nuevos espacios donde brillar libremente.
Contrariamente a su humilde mirada, Mekas propone aquí su estructura más arriesgada, su pieza madre, creando sin querer un género en sí mismo, un estilo que utiliza todo lo que encuentra a su alrededor, que lo devora y lo absorbe, obligándonos sin querer a seguirle durante tres horas en un viaje por el tiempo y por las formas que, en momentos, desespera, pero que en otros acaricia suavemente, llegando a conseguir momentos de un lirismo superior.
Sí es verdad que para visionar el film, hay que creer ciegamente en lanzarse a esta melé indisciplinada de imágenes sin retorno que arrastran hacia delante sin descanso y sin aliento, como una catarata que no piensa en más que en caer, que fluye salvando naturalmente los obstáculos, que se amolda a los huecos y a los salientes, adaptándose triunfalmente a la textura de la realidad. Todo avanza sin parar, nada espera a nadie.
Las imágenes de Mekas no parecen querer morir nunca, siendo cada una diferente y vacua, hipnotizándonos a través de los recorridos que crecen y que mueren de la misma forma, escuchando sinfonías y ruidos de ferrocarriles, configurando algo así como un territorio donde verdaderamente las cosas funcionan como le gustaría a Mekas, con una ligereza extrema, con un silencio sonoro, con un color nuevo, con una mirada campesina.





sábado, 18 de enero de 2014




EL AÑO PASADO EN MARIENBAD
(1958)

Alain Resnais





Él me dijo que nunca lo había leído y yo no me lo podía creer. No pierdas un solo minuto, le dije, consigue La invención de Morel y léetela. A mí no me gustaban las novelas de Bioy Casares, pero ésta era especial: es como si la hubiera escrito una mente prodigiosa en el momento más lúcido de su hacer, le conté. Él también me preguntó por el film de Resnais y yo le dije que no se preocupara, porque lo iba a encontrar justamente en ese libro. A los días, se compró la novela y desapareció del mapa sin dejar rastro; aún hoy sigo sin verle. El año pasado me llegó una de sus cartas, diciéndome que por fin había encontrado Marienbad, sobretodo gracias al informe de Morel. Entre otras cosas, me confesó que ahora se dedicaba exclusivamente a tratar la cuestión de cómo salir vivo de allí. Adjunto un fragmento de su carta para que quien guste, conozca mejor ese extraño lugar del que parece que nadie logra salir del todo.
A partir de la segunda página, la carta sigue así:  

[…] por fin la isla fue descubierta. Marineros franceses llenos de tatuajes entraron en el museo cuando las mareas todavía estaban bajas y el Informe todavía estaba ahí, sobre la mesa del comedor, lleno de tachaduras y humedecido por las algas, pero lo que importaba estaba en él y, de alguna manera, lo que importaba llegó a Resnais: Morel llegó a Resnais, también Faustine, también él, el narrador del Informe, al igual que Marienbad y el tiempo; su reconstrucción. Los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en Los Teques o en Marienbad. Así reza el texto de Casares y por eso la única premisa es que hay que creer y, por lo tanto, la única premisa que hay que aceptar es que Resnais creyó (que Resnais cree) y que de esa forma llegó a la última plegaria del Informe, su última constatación de realidad, cuando habla al hombre que inventará definitivamente la MÁQUINA, en una clara y desesperada súplica: búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine.
Será un acto piadoso.
Búsquenos, búsquenos, pero buscar ¿dónde?, encontrar ¿dónde? Por eso es tan valiosa la tarea de Resnais. Su film no propone una adaptación, porque quizá, no hay nada que realmente tenga que adaptarse. Resnais busca y soluciona, como en dos planos paralelos a nivel de imagen: todos los visitantes de Marienbad son los mismos de la misma forma que el Quijote de Borges es el mismo y no lo es (te digo esto porque Bioy Casares dedicó la novela al argentino y Borges, a su vez, se la leyó a Resnais para que solucionara el Informe. Aquí, en Marienbad, todos los saben).
Ahora Morel juega al Nim y es invencible, vestido de esmoquin en lugar de shorts y  zapatillas de tenis. La mirada de Morel representa la dura consecuencia de lo que fue su plan, y en Marienbad vive como ese marido que en la isla nunca fue. Él es el impenetrable, el guardián, el merodeador: invencible, porque desde el principio de la partida ya ha ganado: todos están allí para pasar unas vacaciones eternas.
Los gestos de Faustine parecen distorsionados. Es la manera en la que sus manos quedan posadas en el aire como en la dejadez de un recuerdo que ella no recuerda, y de qué manera iba a recordar si nunca le había visto, si nunca había visto el jardín de flores que él preparó en su honor, allá en la isla. Faustine es la dama del amor provenzal que pasea por los jardines de Marienbad sin saber qué ocurre.
Ya no es la Dama, porque ha olvidado lo que era el Amor. El interior de la conciencia de Faustine es el lugar donde habitamos en Marienbad, por la pura y simple petición del narrador del Informe. Por eso él es intruso allí, de la misma forma que ellos lo fueron en la isla (Faustine, Morel, intrusos de su vida y de su fuga de la sociedad). Él es la fuerza, la única de todo el film. Es la fuerza de la memoria en la conciencia del otro: recuerda, recuerda, la respuesta de ella: lessez moi, lessez moi, con la voz cansada del que no puede hacer otra cosa. Él es la fuerza de ruptura del panorama que Morel-Nim había creado para todos en ese lugar. Él es la única consciencia dentro de la conciencia: él es el deseo, y todos los demás sólo están de vacaciones en Marienbad como veraneantes instalados desde hace tiempo en un palacio de bienestar y buenos modales. Él es el deseo, sí, pero, ¿el deseo de qué? No sólo de ella, de Faustine, sino de una acción: salir, escapar, huir de Marienbad. Y ahí, cuando él plantea el deseo que muchas otras veces ya se ha frustrado, es cuando el film comienza a tornar en pesadilla, ¡de qué otra forma iba a ser, si lo que él pide es salir de su propia conciencia!
La pesadilla se repite y vuelve: el vaso que cae al suelo y estalla una y otra vez; el ansia del intruso en las esquinas de los pasillos, vivida como una persecución; la violación imaginada, supuesta; los murmullos vigilantes que son a la vez los de su conciencia y los de Morel; los cambios de una habitación anodina llena de espejos que reflejan ¿qué?, el asesinato de Faustine a manos de un Morel sabedor de que todo puede cambiar.
La pesadilla vuelve una y otra vez a Faustine, pero no hay cambio posible. Eso Resnais me lo dijo en el jardín y nunca lo olvidaré: Marienbad es el tiempo de la repetición, la misma repetición que él (del que aún no sé su nombre) contempló en el museo, la misma que describió en el Informe sobre la isla y de la que, como en un sacrificio por la Dama, decidió formar parte.
La repetición de una máquina de imágenes.
¡La máquina!
El tiempo repetido, las palabras repetidas, las imágenes repetidas.
La Dama que olvidó amar.
Resnais me lo dijo en el salón: había tomado una de las frases del Informe y la había dado la vuelta, igual que él, como narrador, tuvo que hacer para entrar en Marienbad. Me dijo: Las imágenes no viven, esa es la frase (y se lamía y se estrujaba el bigote al decirlo), es lo que él dice, en su pesar por la pérdida de Faustine como realidad. Pero qué realidad. Las imágenes viven, pero en otro sitio, y ahí está el misterio (de nuevo, siempre), de la misma forma que la imagen vive en el Informe, en la novela y en su film. Viven transformadas, hablando entre ellas y dialogando como fuerzas que se vuelven unas contra otras, entrelazadas en distintos planos, pues no es igual el Morel de la isla que el Morel de Marienbad, aunque sí son los mismos, al menos en ese mundo donde Resnais busca y Resnais encuentra. Te lo aseguro, no te equivoques: no es una adaptación, ni siquiera una reconstrucción. El año pasado en Marienbad es una resurrección. Es el acto piadoso: otra oportunidad para que todas ellas sigan viviendo, constante y eternamente.

Una resurrección de imágenes.

Así termina su carta. Pasado un año, aún no he vuelto a recibir noticias de él. Por las noches leo en alto la novela para comprobar si me oye, para saber si sigue vivo, aunque nunca llego a la página final, por si las moscas. Cuando veo el film, intento buscarlo entre los personajes, entre las sombras, simplemente para intentar indicarle el camino. Imagino que, pasado el tiempo, en Marienbad se te olvida casi todo y te quedas atrapado sin saberlo, así que no espero que él retorne de una forma que yo pueda comprender fácilmente.





Con la colaboración del sr. Budd.




domingo, 5 de enero de 2014



LE GAMIN AU VELÓ
(2011)

Jean-Pierre Dardenne 
y Luc Dardenne





La resurrección se basa en una voluntad de amor, en una cabezonería arraigada en el instinto que sólo puede pensar en correr. Correr tiene mucho que ver con resucitar, pues es la aventura de perseguir lo invisible o mejor dicho, el acto absoluto en el que lo invisible persigue a lo imposible. Al menos es así en este film de muertos vivientes tan Truffaut, tan Tourner, lleno de pistas y simplicidad, lleno de vacíos y respiración. El film se compone de dos partes, de dos mundos filmados por dos directores que siempre trabajan juntos. Paradójicamente, en las imágenes convergen dos tipos distintos de sensibilidad que avanzan simultáneos: uno es la que se encarga de lo que se ve, de mimar la historia, de dejar fuera lo prescindible y aislar el objeto para que podamos amarlo aisladamente; el otro se encarga de lo que no se ve, de lo que nace dentro de un niño que no puede explicar por qué hace las cosas. Esa segunda parte es la más valiosa, la que nos revela en momentos muy concretos, que no es una película inocente.;
ya no existen películas inocentes. En el film hay un cambio de concepto que pasa de la imagen truffautiana a una más ligada a Dreyer y a las visiones del alma y del cuerpo. 
El niño representa al ser muerto en vida, o lo que es lo mismo, al fantasma que busca lo que perdió ya una vez y al que nadie entiende. Los fantasmas vagan pidiendo a gritos que vuelva aquello que los hizo sentirse vivos, algo que les amarraba a la tierra de una forma especial y les hacía sentirse bien; sólo estamos aquí para buscar eso que nos hace BIEN, lo demás, solamente nos hace daño. El niño fantasma no para de huir, pero no huye sino que busca (pues es un perseguidor y no un perseguido, aunque todos le persigan), siguiendo incansable las pistas que le llevarán hasta el amor, pues el amor existe para aquel que lo anhela y para nadie más. Él, sin saberlo, va creando el amor a cada paso, en cada carrera, en cada golpe, en cada pelea, en cada abandono. En esto es precisamente cuando la película se acerca a Les quatre cents coups (1959) o Baisers volés (1968), ahí entronca con una tradición de cine francés que aún hoy existe de alguna manera, pero que no es tan eficaz en nuestros días. Existe una mala lectura de esa tradición que pretende ser un arma moral y política al servicio de la poderosa conciencia burguesa de Francia. Allí el cine tiene mucho poder y lo suelen utilizar para justificar realidades y crear una sensibilidad antiséptica y tonta. Pero esa es otra historia; sigamos con el fantasma.
El film continúa. 
El niño corriendo de un lado a otro, preguntando por su padre; otro fantasma del que nadie parece saber nada. Será por eso que se dice que los fantasmas sólo son visibles para aquellos que pueden creer. Por esta razón, el film es un saltito de fe, una creencia en el amor más allá del amor, un intento de estar juntos, de reencontrar un sitio en el mundo que deje respirar sin ahogo. Y por eso el film se acerca a Dreyer y a su enigmática obra, Ordet (1955). Todas las carreras y huidas hacia ninguna parte, acaban en la escena más potente del film: es sábado y el niño no quiere levantarse de la cama. Está arropado totalmente como si la sábana fuera su velo mortuorio; la figura parece un cadáver. El velo parece su mortaja. La escena parece un entierro. No quiere salir al mundo pues ha ido corriendo a todos sitios y sólo ha encontrado el vacío y el abandono. 
¿dónde está el amor?
Es fácil: en una bicicleta.
Éste es el deus ex machina que los Dardenne inventan para que la historia resucite por primera vez, para que el fantasma se haga vivo y despierte a la luz. Una bicicleta puede ser el hogar de alguien que nunca tuvo un hogar o que intuye que jamás volverá a tenerlo; a los fantasmas les encantan las bicicletas. Pedalear es como correr con piernas mágicas para avanzar más, para huir sin problemas y para un fantasma como el niño, para el que los sueños no existen, lo único importante es la velocidad, las calles vacías, el bosque y el amor, ¿pero dónde está ese amor? Busca, busca, busca. El niño es un fantasma que mira al agua porque sabe que no hay respuesta humana a lo que él siente. Él abre el grifo y mira cómo cae el agua, porque quiere ser como ella, quiere ser libre y ligero como un pajarillo sin nombre. Los fantasmas no tienen nombre. Él lo intenta, lo intenta y lo intenta pues es una voluntad con el pelo rubio y las piernas flacas que no se va a cansar de buscar. Pero a veces el amor no se parece a la verdad y el mundo se vuelve a derrumbar y el fantasma quiere arrancarse el rostro para morir; quiere morir porque la verdad no ha sido el amor y entonces ya no sabe dónde buscarlo.
Así, hay una muerte y una resurrección por venir, pues el amor, finalmente es esa bicicleta, es ese movimiento inconsciente donde uno se siente bien porque siente el mundo en orden con las cosas pasando, dejando todo detrás sin que nadie pueda a penas cogerte. 
Es el movimiento que vemos en las imágenes.
Es la vida moviéndose.
Porque si quieres, nunca nadie podrá atraparte.
La bicicleta y todo lo que la hace real, se convierte en el amor, el amor por las cosas, el amor por una vida que hay que pedalear sin complejos hasta caer rendidos, una aventura fiera al final de la noche, donde nadie podrá con nosotros si no nos rendimos y luchamos por cosas tan hermosas como buscar nuestro sitio y nuestro corazón.

Incluso la muerte se hace diminuta ante esa voluntad.

Corre, corre, corre.






miércoles, 18 de diciembre de 2013






F FOR FAKE
(1973)

Orson Welles




Yo solía hacer eso



Orson Welles se decide a materializar su obra más complicada y más libre, advirtiendo: éste no es ese tipo de película, preparando al personal sobre lo que viene, pues lo que se acerca desde el primer segundo, es algo así como una bola de nieve que crecerá sin descanso. Pero, si no es como las demás, ¿cómo es el film en sí? Nadie nunca ha podido explicar exactamente qué le llevó a Welles a realizar esta aventura de cajas chinas donde todo puede ser si sigues el juego, un juego nuevo y viejo a la vez (pues aunque nadie se había dado cuenta, no era la primera vez que lo hacía).
Welles dice que el mago sólo es un actor y por tanto el truco sólo puede dar como resultado una película y por eso, utiliza esta senda de artilugios de luz y pensamiento en forma de pirueta fílmica, inventando este número de prestidigitación, para el cual, Welles impone sus manos como su principal modus, mostrando los ases con los que ganará la partida: robar imágenes, transformar a las personas en cosas, avanzar a saltos, contar mentiras, contar verdades, jugar con el azar y las coincidencias, andando por ahí vestido de magia negra, hablando de secretos sobre secretos... la bola se hace grande y nadie sabe qué hacer para detenerla. Es una mano que nos toca sin saberlo. La bola aplasta todos los films de la historia, empezando por los suyos mismos, hasta que baja el telón y empieza la historia.
De la guerra de los mundos, a la guerra de los juegos.  
El film trata de un falso falsificador y de un verdadero falsificador que desarrollan -juntos y separados- una ficción alrededor de la vida, para luego destruirla felizmente. Orson Welles la filma porque sabía que 1973 ya no podía engañar más a Hollywood de lo que Hollywood le había engañado a él, por tanto, concluyó que sólo podría volver a triunfar con un fraude, pero ésta vez, avisándolo; el más difícil todavía. Un fraude es como una verdad oculta, un escondite sin motivo muy distinto a lo que hacen los expertos y el sistema: explicar, explicar, explicar (horror de ciencia y economía). El fraude no explica, sino que hace creer. Dice Orson Welles: cree, cree, cree, ¿en qué? pues para empezar, en un escritor que escribe un libro sobre un falsificador que ayuda a falsificar unos documentos con los que el supuesto escritor acaba triunfando. El libro de dicho escritor es la biografía del verdadero falsificador, que a su vez es enviada al mayor faker de la historia: Howard Huhges. 
El cine siempre tuvo esta intención: la de hacernos creer casi cualquier cosa, bajo cualquier forma, pero cuando una película se acaba, un desencanto nos envuelve, pues pareced que el film corre a esconderse al desierto para preparar su siguiente truco y nos deja otra vez solos, con nuevas dudas; así funciona el cine, formulándose y resolviéndose, yendo y viniendo para tropezar donde siempre, para triunfar sin ayuda. El cine es un ritual donde podemos creer sin problema lo que sea, pues el arte es una mentira que nos hace darnos cuenta de la verdad en este planeta donde ser uno mismo y mantenerse fiel a uno mismo, para uno mismo, no es nada fácil. Una de las funciones esenciales del cine es esa, sobretodo a partir de Welles y de ese espejo prodigioso que representa toda su obra y F for Fake en especial.
Pero, ¿a quién le importa todo esto? A Orson Welles le importaba porque estaba luchando por resucitar la esencia del cine, por hacer que la gente vuelva a creer en las cosas, pues él estaba enjaulado desde hacía tiempo, porque siempre luchó contra esa jaula, esa prisión, ese hollywood personal en el que cada vez que se proclamaba como un artista, el sistema le odiaba un poco más, pues hollywood sólo era y es money and ficción, pero el cine va de otra cosa, pongan como se pongan Howard Hugges y todos los que pensaron que podían entretener al mundo mientras ellos dominaban el mundo, pero el mundo les dominó a ellos y por eso Hollywood aún dice: seréis eternos, y por eso Welles proclama en el film: VAMOS A MORIR, mirándonos a los ojos, haciendo visibles los secretos del juego de la vida, cruzando el desierto, repitiendo incansable: sigue cantando, recordando: quizás el nombre de un hombre, no importe tanto, destruyéndose así mismo, haciéndose desaparecer hasta hacernos pensar: ¿quién es Orson Welles? hasta que su nombre pierde sentido y se transforma en su truco, una argucia basada en creer que el arte mismo es real como el cepillo de dientes con el que nos limpiamos misteriosamente los dientes cada noche, creyendo que así, con esa simple chorrada de frotarnos, jamás se nos caerán. Pero se nos caerán y por eso F for Fake es tan importante, pues no es un film sino una posibilidad, siendo a la vez un reto a la imaginación absoluta, para creer que algo así como lo que ves ahora, pudiera ser definitivamente real.





realidad






¿realidad?






miércoles, 11 de diciembre de 2013







MAN WITH NO NAME
2009
Wang Bing






Él no habla. Él no canta. Él no mira. Él siembra, cuida y recoge, él come, limpia y duerme. También fuma y arranca trozos de mierda de vaca en una carretera por donde ya no pasa nadie. Él vive en una cueva llena de tinieblas y enciende una vela para llamar a la luz. Pero no mira. No habla. Sólo anda de aquí para allá, sabiendo lo que tiene que hacer -lo que él ha inventado- sin perder un minuto. Si no hace lo que hace, morirá, pero él no quiere saber qué es la muerte. Él es un hombre en el que se concentran todos los hombres que no están. Me explico: donde él vive no hay nadie porque todos se fueron de allí y por eso él sobre todo anda y camina mucho de aquí para allá, para buscar cosas que le faciliten otras, para encontrar algo que le sirva para inventarse otro algo parecido a lo que no existe, porque donde él vive, nada existe en realidad; para los demás, él tampoco existe.
Es un film sobre la inexistencia aunque también trata de un hombre que no habla y también es una prodigiosa máquina del tiempo o cohete espacial filmado por Wang Bing, que nos lleva a un mundo desierto y hostil donde el hombre no tiene lugar. Podría ser la luna. El film es un hombre viviendo en un planeta extraño llamado tierra, donde sólo habita él, donde sólo respira él, donde, cuando muera, nadie se dará cuenta, ni siquiera él mismo. El film de Bing reúne la mayoría de los elementos de la estética contemporánea: el outsider, la deriva, la ventana, el paseo, el desierto, el vacío, el silencio, la imagen, el misterio, la aventura, la contemplación... bueno, quizás todo ésto sean sencillamente los motivos de siempre y tal vez, a lo que se llama contemporáneo no sea más que una continuación de esa soledad que viene masticando al hombre desde la Edad Media. Por eso decía lo de la máquina del tiempo, pues con Bing viajamos mucho más allá de la China desonocida y extraterrestre, sino que vamos mucho más lejos, tan lejos que nos encontramos a nosotros mismos en todos los tiempos, representados en esa esencial figura que se mueve lenta y sin hablar, alejado de la histeria y de la neurosis que infecta a las ciudades contemporáneas (!oh lo contemporáneo, ese gran desconocido¡). Bing no nos muestra un paraíso ni mucho menos, sino un molde interior de lo que somos en realidad despojados de toda la parafernalia que parece que mantiene en pie a la esquizofrenia social, lejos de los artilugios que parecen querer hacernos creer que podemos ser inmortales y ubícuos, cuando realmente, seguimos siendo sólo eso: alguien que recoge mierda del suelo para sobrevivir.
El film es pura ausencia y a la vez, puro barroquismo, me refiero, a un vacío que se ve en cualquier rincón sin dejar hueco a nada más, por eso es un film barroquista y ausente, un film fantasma que filma a un fantasma vagando por un tiempo que le es ajeno. El no es un héroe sino un campesino. Él no es un ejemplo sino una excepción. No es la respuesta sino una pregunta. Él es el dios de su propio mundo y por eso somete a todo y todo se le da.
Hay un momento especial en el film, en cuál el campesino se tropieza con una piedra. Al instante, la coge y le da varios golpes, castigándola con ira. Es el único momento en el que podemos ver su poder, su poder sobre las cosas en un mundo que cree suyo pues sólo está él y porque, de alguna forma, él lo ha inventado todo. Él es un dios y Bing es un filmaker que se transforma en  follower para ver qué ocurre en un lugar cuando no hay nadie. Me imagino a los dos caminando por los caminos desiertos de China y lo que es un film casi metafísico, se transforma en una comedia de autor (¿qué será eso?). Pero eso sólo me lo imagino yo, pues Bing nunca aparece, pues su objetivo es filmar como un fantasma.
Un fantasma sólo puede ser filmado por un fantasma.
Man with no name no es un film triste, ni un film doloroso, sino sólo una existencia desnuda y pueril llebada al grado cero de la parquedad, es un regreso a las cuevas, una profecía troglodita de lo que quizás esté por venir si algún día desaparecen todas las comodidades que hipnotizan y cogelan el espíritu. Se está mejor en el sofá... pero él no tiene sofá y todo es peligro a cada segundo y las estaciones pasan sobre su cabeza sin pasar, siendo su cuerpo una constante que lucha y que dura por sobrevivir un día más en ese extraño lugar donde todas las teorías de Locke y Hume se deshacen, porque Bing filma un hombre que es un hombre a pesar de no vivir con los hombres y que no habla porque no lo necesita y que no llora porque no quiere llorar, sólo quiere recoger boñigas en el camino para seguir muriéndose de miedo en su cueva del desierrto.










viernes, 6 de diciembre de 2013




BURDEN OF DREAMS 
(1982) 

Les Blank


                                            

esta selva, su casa
este río, su camino
este barco su sueño y no va a dejarlo ir
cuarenta grados de inclinación imposible son la única manera de llegar
aquí, la vida y la muerte tan cerca, tan lo mismo
no sabe si vive o si muere
vive y muere cada día
es hoja, barro, yuca, flecha
aquí la naturaleza en su más puro estado: obscena y violenta
quiere parar
la rendición sería dulce
...
sabe que si abandona su barco no tendría sueños
y no quiere vivir siendo una persona sin sueños


Ésto es lo que ella me escribió cuando vió la película. Ella me preguntó, ¿ de qué va? Yo le dije que no trataba de nada, que había un hombre y un barco que se dejaban llevar por el agua. Luego, una noche, metida bajo de la manta -porque no quería saber nada del mundo-, vió el film y escribió el poema. Me dijo: no sé muy bien si es un poema. Yo le dije que Herzog tampoco sabía muy bien lo que hacía, pero que era su vida; de eso se trataba. Ella me dijo que le gustó la película de Herzog. Yo le dije que no era de Herzog, sino de un tal Le Blank, un puto francés al que sólo le interesaba la política. En cambio, a Herzog sólo le importaba el barco y lo que llevaba ese barco y sólo le interesaba coger animales que se ahogan en el río y contemplar las cuchilladas que se metían los indígenas del amazonas vestido con su bañador amarillo, con su acento alemán y balbuceando español. La película podría haber sido mucho mejor, me dijo y yo le respondía que podría haber sido su mejor película, pero no lo fue. Si la hubiera filmado él, creo que hubiera sido su mejor película, pero la dirigió ese francés que tan poco sabe de cine y que tampoco parece saber nada de vivir. Por eso Herzog, cuando habla a la cámara, está curiosamente nervioso y desconfiado, pues sabe que no le graban como el querría; hay cosas que las tiene que hacer uno mismo para que salgan como tienen que salir. Menos mal que el barco no dependía de Le Blank y fue una catástrofe como soñó Herzog desde un principio. Herzog convenció a todos porque sabía que sus sueños le habían hablado de una catástrofe que debía ser atravesada para poder contemplar algo que se pudiera fimar sin verguenza, pero todo fue mucho peor, pues la película que nació de ese rodaje (Fitzcarraldo), acabó siendo artificiosa y fallida. Por eso Burden of dreams es el rastro más honesto que queda de esos años y finalmente es el film en sí mismo que vivió Herzog, aunque no sea del todo suyo, una partícula de todo aquel espíritu de aventura del que estaba poseído su corazón. Pero su corazón le engañó una vez más y en vez de filmar el proceso de subir el barco él mismo y hacer del barco una película en sí misma, -un film que se podría haber llamado EL BARCO-, se dejó llevar por la literatura y la narración y acabó con las manos vacías, o mejor dicho, llenas de barro. Tal vez es lo que él quería, me dijo. Seguramente, le respondí, no tengo ninguna duda. Un proceso superlativo de esta embergadura es muy difícil de pronosticar, me dijo ella, pero él lo sabía antes de empezar, le respondí. Es como la película de Hooper, ¿no? es lo mismo: The american Dreamer (1971). En vez de ser Le Blank, fueron unos tipos llamados L.M. Kit Carson y Lawrence Schiller. Pasó lo mismo. ¿qué pasó? Pues que Hooper estaba en su proceso, en su paranoia y ellos se pusieron a filmar sin ser Dennis Hooper -sin ser la cabeza de Hooper-, sin escucharle del todo y resultó igual. Ese fue su único error. 
Herzog y Hooper viven sus sueños pero sólo ellos podrían filmarlos.
Después de ésto, Herzog filmó un emocionantísimo film llamado Donde sueñan las verdes hormigas (1984) y Hooper su indisciplinada e irregularísima The Last Movie (1978). Las dos valen la pena y tal vez son el resultado de esos precedentes procesos superlativos que se intentaron filmar, dejando ese rastro de leyenda, de peligro, de aventura y de épica, aunque finalmente es filmar algo imposible, porque en realidad, estos procesos no existen más que en los sueños de aquellos que están abiertos para recibirlos. Y punto.
Pero entonces, ¿qué es lo que existe según tú?
Existes tú, bajo la manta, viendo esos sueños fracasar.







http://www.youtube.com/watch?v=DTgzMtdOtpw






miércoles, 4 de diciembre de 2013






LA SILLA
(2006) 

Julio D. Wallovits






¿qué nos dicen las cosas? Todo está ahí para tocarlo y nadie lo prohíbe. Todo está ahí para pasearlo, para comentarlo, para investigarlo. Todo nos habla de alguna manera si se le hace caso, porque todo vive en soledad, en esa intimidad de cama para protegerse del mundo. Todo se amontona en el rincón de la locura y de la estupidez para quitarle el polvo, y por eso, de vez en cuando, nos vemos rodeados por extraños objetos que nos acompañan en silencio, abultando la larga lista de pertenencias que nos hace sentirnos libres, de una u otra forma; aunque secretamente, sabemos que son una jaula.  SOMOS UNA JAULA. Las cosas son el tanatorio de nuestros deseos, los envases de promoción donde metemos nuestras ganas de salir volando de este horrible mundo con cara de orangután al que le salen dos toboganes del pecho porque tiene dos corazones; nosotros sólo tenemos uno.
Julio Wallovits nos regala su pesadilla particular, su oda a la nada y su escalinata de luz de pollo frito con ribetes de existencia, para proponernos el viejo juego de JUGAR. En su cabeza se repite el título de ese diso de Krahe tan cojonudo: Haz lo que quieras. Pues al igual que Krahe, Wallovits está harto del cliché, de la apariencia de lo común, de lo vulgar y por eso se arrima a la poética de Ionesco, de Topor, de Roy Anderson, y estruja la realidad en un pequeño pañuelo industrial –su pequeño soplamocos- lleno de calles que no llevan a ningún sitio, donde todo está atascado y vacío a la vez, donde cada paso, merece una pirueta distinta para sobrevivir y aplacar el suicidio de los días, un lugar donde parece que la muerte ha dejado de existir, para convertirse en un motivo más: ¿puedo ser YO tan eficaz como la muerte?
Al contrario que en su anterior película, la divertidísima Smoking Room,-donde Wallovits utiliza esencialmente el diálogo como una máquina de sucesos- La silla se opone diametralmente, para ser un artefacto de acciones, un aparato donde nada se cuenta, pero donde todo se ve. Nadie dice lo que hace o lo que le ha pasado, sino que lo hace y le ocurre dentro del tiempo del film, allí mismo, obligando al ojo a perseguir las cosas una a una, a reconocer a los cuerpos aislados, a entender las nuevas reglas de esa jaula llamada La silla.
La silla es como el lenguaje de los delfines: nadie sabe qué significa, pero todo el mundo cree que dice algo. Así, Wallovits desarrolla este ensayo abstracto de lo banal, donde la cuestión principal no es entrar o salir, sino ver qué ocurre allí, cómo se vive allí, qué hay allí; es un film dedicado a la curiosidad, la misma, por ejemplo, de Alicia a través del espejo, donde los objetos se rebelan por sí mismos, se deforman en la mente y se transforman en protagonistas que hacen y deshacen las vidas y las muertes de personajes, que finalmente no existen; pero todo existe si se expresa y por eso, de alguna manera, La silla es un sueño baudrillariano, lleno de Sartre y de detectives salvajes que creen en la Ley como en una patata, como en una piedra, como en algo material que reluce y respira (nada muere ni se destruye, sólo se transforma). La silla es un mundo donde todo está a la inversa y bocabajo, donde el bien y el mal son estrategias para vender chismes, donde el amor se infla y se desinfla, donde se pintan las paredes para no perderse, donde nada tiene precio y todo el mundo tira la casa por la ventana, allí donde las cafeterías están abiertas y cerradas y donde sin querer, se celebran NO CUMPLEAÑOS todos los días. Nadie ha nacido aún en La silla, pero todos siguen el guión hasta que salga volando. Wallovits se acerca a Carroll y al postmaterialismo para inventar un avión de papel que se sumerge en el agua para ser un juego.
Un sueño.
Lo horrible se transforma en agradable, pues esa es la magia de Wallovits, un autor donde el humore y el despiste están asegurados como cura al sinsentido y al absurdo irreal del curso de la existencia, por tanto se recomiendo tomar asiento y disfrutar de nuestra propia comedia, pues finalmente, La silla no es más que una estilización profana y bufona sobre nuestra estupidez y nuestra locura; ¿podremos ser algún día tan eficaces como ellas?