domingo, 20 de agosto de 2017



THE OA
(2016)

Zal Batmanglij y Brit Marling




Se dice que las épocas del naturalismo sin concesiones, no son los siglos en los que se cree dominar la realidad de manera firme y segura, sino aquéllos en los que, en cambio, se teme perderla. Las apariencias actuales nos dan una imagen falseada de este hecho, enmarcados como estamos en una época puramente realista y material, con una tendencia a la superficialidad y un analfabetismo  potencial en crecimiento. Hoy -como en otras épocas- se vive inmerso en la creencia de que el mundo está explicado, de que se ha descubierto el cartón del teatro de la existencia y que poco a o nada queda hacer más que distraerse hasta que llegue la muerte. No me pongo trágico, lo digo de una manera naturalista, pues hoy todo parece estar untado de la misma mantequilla, de una misma convención que asegura la terrible certeza de todo da lo mismo y de que los misterios no son más que esoterismos y de que sólo la razón da la tranquilidad (los fantasmas kantianos vuelven)... Por eso quizá, la cultura occidental ha decidido llenar ese vacío irracional del espíritu -pues existe, aunque se le niegue- con historias evasivas de tono fantástico. El gusto del público general se ha quedado estancado en el siglo XIX: películas épicas e históricas y films de terror, o lo que es lo mismo, novelas de Walter Scott y cuentos Edgar Allan Poe. Es cierto que el siglo XX fomentó aquello de la ciencia ficción y que hoy, un siglo después, también es uno de los grandes recursos para conectar con el público y con su vacío existencial. Su apariencia de aventura intergaláctica o futurista, sólo sirve para inocular en el público, un sentimiento universal muy acusado en el presente. Hoy, la racionalidad general asume el presente como el dios de todas las cosas, así como en la Ilustración lo fue el futuro o en el Romanticismo, el pasado. Cada época tiene su sentido del tiempo y sus distintos dioses. La cosa es creer, pero, ¿cómo creer hoy y en qué?
El gran escepticismo y la tristeza que hoy gobiernan la vida, hacen muy difícil la reflexión y la conciencia. Hoy, la soledad es un estado y una enfermedad y la falta de sensibilidad, una carencia alarmante. Ante el aislamiento generalizado, provocado por el individualismo psicótico y el narcisismo obsesivo, el espectador se esconde en la ficción para escapar, sin saber de qué, para eludir el aburrimiento o el dolor o simplemente el sin sentido cotidiano. El público llena sus pozos de ambición y sus ilusiones perdidas con el mito de los superhéroes que hoy, más que nunca -al menos en el cine- han invadido el imaginario del público comercial, un público que en los setenta los consumía a través del cómic. Cada superhéroe es el símbolo de un superego, de una superindividualidad que pretende salvar al mundo gracias a sus poderes únicos. Son tantos y tan variados, que su abundancia ha hecho desaparecer el mensaje que quizás, existe tras ellos y sus disfraces; sus inagotables sagas y poderes sobrenaturales, mantienen dormidos a una sociedad enmascarada e infantil. 
Pero la ciencia ficción, ha intentado otras sendas como la que inaugura Blade Runner en 1982, donde a un hombre corriente se le encomienda perseguir algo imposible, algo inmortal. Por eso, bajo las luces de colores y las naves voladoras, siempre ha existido un poso de trascendencia y espiritualidad que siempre ha ayudado al hombre a afrontar la existencia; esto siempre ha sido una de las funciones del arte, pero ahora parece ser que el entertaiment también lo intenta a su manera, ¡y qué manera!. Si recordamos la primera mitad de la película Close Encounters of the Third Kind (1977), encontraremos a un hombre obsesionado con los sueños y las visiones de una montaña, nada más cercano a las aventuras de un eremita o un asceta español del siglo XVI. Si analizamos detenidamente Watchmen (2009), descubriremos una panda de superhéroes hastiados por la vida y obsesionados con el apocalipsis. Es una pena observar cómo el público, a través de los productos culturales, ha llegado a la extraña conclusión de que el mundo se va a acabar mañana o pasado mañana, lo cuál sólo es una consecuencia psicológica, derivada de las prácticas narcisistas y materialistas. Siempre es más fácil la inercia que tomarse en serio las cosas. El apocalipsis se ha transformado en una idea paradójicamente idolatrada y fascinante (como imagino que le ocurrió al apóstol Juan cuando estando en la isla Patmos, escribió sus famosas revelaciones), hasta el punto de que existen personas que desean que se haga realidad; cosa contradictoria, la raza humana. En en este nuevo siglo, han sido muchas las producciones que han abordado el tema; últimamente The Leftovers (2017) ha dado su propia puntilla al tema. En el 2013, se estrenó Oblivion, una película postapocalíptica, dotada de un naturalismo enmascarado, ¿o no se identifica el público con la rutina aséptica e hiperdisciplinada de Tom Cruise, de la vida rodeada de tecnología y minimalista, de ambientes de cristal, alturas y flow? En la primera parte de Oblivion -la única aprovechable- se plasma la infinita soledad del interior de los hombres: ese aislamiento en confrontación con un mundo incomprensible y lleno de misterios. Los misterios son los que han otorgado a las ficciones todos sus dones. La emoción, la intriga, el secreto... es lo que hace avanzar los argumentos y la poesía y en definitiva, al arte. Hoy el público está muy alejado de la alta cultura, nido de todo lo que los hombres han logrado en esta civilización a nivel de sensibilidad. y espíritu. El arte es una cuestión de sensibilidad, donde la vulgaridad, está totalmente desterrada. Hoy el público no quiere consumir nada serio, nada profundo, prefiere la frivolidad y el queso fundido, algo no demasiado fácil, pero tampoco difícil; están demasiado cansados y  colocados como para poder atender al conocimiento estético, a la belleza profunda de las cosas. El problema de la pereza y la idiotez es que son como un virus que no sólo infecta al público, sino también al mercado, a las producciones, a la cultura. Por eso, hoy todo es confuso y paradójico y más que nunca, las apariencias engañan para tener sedado al personal. Por eso, la notable Dr. Strange (2016) -a pesar de sus mediocres puntos de frivolidad millenian- trata ese tema de las falsas apariencias, eso sí, en modo espectacular y mágico, pero también como un camino de conocimiento y un proceso de aprendizaje en el arte de saber qué es verdad y qué no. Por eso, hoy día y aunque parezca contradictorio, el naturalismo se ha hecho fantástico, para crear una ilusión de realidad, en la mayoría de los casos, inocua. Se necesita una ficción más potente en temas espirituales, existenciales; artísticos, para resumir. Hoy, en la era de la tecnología, en medio de la era de la imagen por antonomasia y la superabundancia de ficciones, es más que necesario el regreso de los antiguos cineclubs, donde se podrían crear criterios de visión y se educaría al ojo. Pero hoy, de eso, no hay nada o muy poco. Hoy que parece que todo puede ser recreado, que todo puede ser representado y explicado, sólo se hace mierda reluciente llena de vacío y lo poco que se puede sacar, se hace rascando muy fuerte, pues en realidad, de esencia sólo hay extracto, como pasa con la fruta en los zumos baratos.  Además, el público es más soberbio que nunca y cree poder comprenderlo todo, cuando en realidad y seguramente, posee una incultura y una falta de conocimiento brutal; de hecho, al menos en la Edad Media, los campesinos memorizaban las gestas de los juglares para luego poder contarlas; hoy, la memoria está enfrascada en un bote de cristal y nadie se acuerda de qué diales hizo ayer. Sociedad demente. Como hace el protagonista de The Green Lantern (2010), yo cogería toda la supuesta ciencia ficción mundial -en especial la norteamericana-, la metería en una enorme bolsa y la arrastraría hasta el sol para quemarla para siempre. Pero bueno, todavía no soy un Green Lantern, así que, de momento, no se preocupen.
La cosa es que hace poco, cayó entre mis ojos una curiosa película que, más bien se podría calificar como el piloto de una potencial y original serie; su nombre es The sound of my voice (2011). La cuestión trata de la existencia de una pequeña secta y la investigación de dos jóvenes periodistas a partir de su infiltración. El film se centra en la líder de dicho grupo y en su asombroso poder de convicción. Ella, una taciturna y joven rubia, dice venir del futuro. Sus acólitos la adoran como a una diosa llena de conocimiento, pero el desarrollo de la película va desentrañando que el objetivo de todo ese circo, parece ser mucho más pueril y vulgar de lo que aparenta. Es cierto, imagino que por su naturaleza incompleta, que el film termina apresurado, aunque no sin una sorpresa final que lo hace altamente ambiguo y abierto. Sin duda, The sound of my voice es un ejemplo de eso que antes he bautizado como naturalismo fantástico. Su factura, su simplicidad, su complicada estructura contada de forma sencilla, el ambiente cotidiano, la luz, los rostros... dan como resultado una eficaz forma de misterio.
Para mi sorpresa, poco después, alguien me descubrió la serie The OA, que ya, empezando por su título, anuncia un mensaje cifrado. Desde el primer capítulo, entendí que la  historia era el resultado de aquella primera película de 2011, pues el director y la protagonista, eran los mismos: Zal Batmanglij y Brit Marling, además en esta ocasión, la actriz también forma parte de la dirección de la serie. The OA conserva todas las virtudes de su embrión, al que añade toda una serie de nuevos prodigios y ardides narrativos. A través de una resuelta sencillez y un guión brillante, la historia fragua en el espectador un enigma a resolver. Una chica desparecida durante siete años, una memoria confusa y una situación inquietante, plantea el desafío. Al estilo de Thomas Mann en La Montaña Mágica (1924), Prairie Johnson reúne a un grupo de hastiados y jóvenes curiosos a su alrededor, para contarles dónde estuvo en su desaparición, por qué ha vuelto y qué deben hacer si quieren ayudarla. Finalmente, The OA es un artefacto de sugestión, de creer lo increíble para acabar teniendo una fe, aunque sea fabulosa. The OA es una historia que el público debe imaginar junto a los demás personajes y que debe vivir intensamente hasta el punto final del relato. Así, The OA actualiza el formato del cuentacuentos, del storyteller explícito, naturalizando el mecanismo narrativo, casi haciéndolo metafísico, generando la ilusión de una escucha, del poder de las palabras, del poder de una historia, en definitiva, del poder del lenguaje. Todos los personajes van dejando sus problemas diarios y se van comprometiendo poco a poco con la joven visionaria que sólo puede salir una hora al día de la casa de sus padres. Así, The OA, de alguna manera, intenta dar la sensación de que respeta esa regla del teatro clásico de la unidad temporal, un poco a lo Molière, para fomentar el realismo del relato. El cuento de Prairie Johnson se extiende durante ocho capítulos de una hora cada uno y sólo es eficaz sobre el público, pues su pericia narrativa es algo inusual. El personaje es una encantadora de serpientes excepcional, un juglar misterioso venido de algún lugar desconocido del universo; alguien que simplemente, quiere contarnos una historia. Que sea verdad o mentira, no es el asunto -o no debería serlo- pues lo realmente importante de la serie, es que posee ese hipnotismo del que carece todo lo comercial hoy día, ese talento tan escaso entre los actores profesionales, ese compromiso artístico de la emoción y la sensibilidad que nos hace recuperar el mundo y olvidar el apocalipsis. 
Ojalá no hicieran más temporadas de The OA, pues la historia queda contada y el misterio se mantiene en el aire casi como un sueño. Hoy alargan las series debido al money y a la tendencia de la sobreabundancia, pero el 99% de ellas, no deberían pasar de la primera temporada, sean buenas o catastróficas.  No quieren dejarnos soñar, prefieren imponer sus sueños a base de bien. En la vida, hay una cosa que es mejor que el cine y sólo llega cuando uno cierra los ojos.












viernes, 30 de junio de 2017




UNA HISTORIA DE TAXISTAS Y PUTEROS
o
DE LA IMPORTANCIA DE
"BIENVENIDO MR. MARSHALL"
(1953)




En 1955 hubo un ridículo simposio en Salamanca al que se llamó “Las conversaciones de Salamanca”, con el objetivo de regenerar y fijar el inverosímil concepto de cine español. Allí se reunieron los pocos que en la península se dedicaban al oficio cinematográfico, junto a un grupo de intelectuales que defendían que el cine español debía corregir su paleto camino folclórico y encauzarlo hacia imaginarios quevedescos o cervantinos, hacia mundos gracianescos o machadianos. Y razón no les faltaba -es interesante imaginar películas de esta índole-, pero el problema es que excepto mínimas y milagrosas excepciones, en este país, ya mediado el siglo XX, nadie sabía nada de cine. Y cuando digo saber lo que quiero decir es que el cine no estaba entendido y se había asumido como un eficaz instrumento de propaganda y un negocio redondo para los primeros distribuidores que, en definitiva, son los que mantuvieron la mentira de eso que se ha seguido llamando "cine español". Un joven Juan Antonio Bardem, que asistió a las famosas conversaciones, finalizó su discurso con una verdad: El cine español está muerto, ¡Viva el cine español! 
En España, corre la truculenta leyenda de que el cine, a partir de los 40’, fue promovido por un putero y un taxista -verdaderos artífices de la industria que mantendré en el anonimato por pura decencia-, y que los primeros cines y el gran negocio de las películas en España, fue controlado por ellos. Visto así, no es tan grave pensar en la herencia y la consecuencia que eso deja para el presente. El Estado Franquista siempre defendió la existencia de una producción nacional y promulgó innumerables normativas, no sólo sobre censura, también algunas de índole proteccionista. Las cuantiosas subvenciones de producción emitidas por el Estado para el desarrollo del cine, eran utilizadas por los pocos productores y distribuidores habidos en aquel tiempo, para hacer películas baratas y tontas, que dejaban sus bolsillos repletos de dividendos. Aparte de enriquecer a taxistas y puteros, la Dictadura Franquista abrió en los años 40’ el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, con el objetivo de formar profesionales que fomentasen esa industria soñada del cine español e hicieran todavía más rentable el business del mediocre peliculeo nacional. Copleras, toros, castañuelas, panderetas, baturros y demás elementos, llenaban las pantallas de la gente, en películas torpes y vacías, destinadas como mucho, a ensalzar a estrellas populares que llenaban el metraje de secuencias musicales y chorradas varias. Pero no hay que equivocarse, lo que provocó ese tipo de producciones, no fue un intento de crear una falsa identidad nacional o de impulsar un caprichoso entretenimiento, sino una respuesta vulgar y repetitiva, llena de concesiones que bebía de Francia, Italia, Alemania y por supuesto, de EEUU. Eso sí, desde 1941, todas películas extranjeras tuvieron que ser dobladas obligatoriamente al castellano, por orden de la censura.
Incluso Hollywood tuvo que aparentar ser español, para que el cine español no existiese nunca.

No hay que olvidar que desde los orígenes del cine, ciertos cineastas hispanos ya habían demostrado un talento excepcional, como lo demuestran con creces los cortometrajes experimentales de Segundo de Chomón -aventajado discípulo y proveedor de Pathé-, Luis Buñuel con Un perro Andaluz (1929), La Edad de Oro (1930) y Las Hurdes (1933) o los primeros documentales de Carlos Velo. Poco más se hizo antes de la guerra, pero suficiente para un país tan abotargado y cerril como la España de principios de siglo XX. No fue suficiente la pobreza cultural de aquellos tiempos como para que en 1936 estallara la Guerra Civil y todo lo poco que se había conseguido, se fuera al traste, por no decir, al maldito carajo. Muchos historiadores del cine afirman que tras el desastre bélico, 1939 no sirvió como un punto de continuidad, como un momento de retomar las enseñanzas de los pocos cineastas que habían conseguido comprender el potencial del arte cinematográfico, sino para desarrollar el llamado pan y circo a través del cine; este es el punto en el que aparecen el putero y el taxista y, con perdón, la lían parda y sin perdón, fundan el desastre. 
Tendrán que pasar unos quince años para que aparezcan Luis García Berlanga o Juan Antonio Bardem -exalumnos del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas- y comiencen a jugar con ese cine populista y estrafalario y lo transformen en un artefacto artístico. Admirados por el neorrealismo de Rossellini y los films rusos, la sátira hiperrrealista de Vittorio de Sicca y la poética de las primeros films de Visconti, estos dos ingeniosos jóvenes escribirán un guión junto al dramaturgo Miguel Mihura, que se convertiría en el punto de partida de la extraña Bienvenido Mr. Marshall. Digo extraña, pues la película se ha convertido en un fetiche cultural y cuando esto ocurre, su presencia se hace eterna, aunque la obra no sea conocida más que por su fama. Pasa lo mismo con El Quijote, libro poco a nada leído en España, pero que cada cuál se jacta saber de memoria. Una pena. La cosa es que la película que al final dirigió Berlanga, es una suerte de obra irreverente, experimento y sátira social al mismo tiempo, entretenimiento y experimento en uno. La modernidad que despliega es comparable a cualquier talento internacional del momento y el concepto o la idea que fragua el film es de una sutilidad extrema y de un ingenio muy especial. La película se basa -como se basa el cine contemporáneo- en una sola ley: las normas no existen
Berlanga mezcla los arquetipos nacionales y los confronta, toma los clichés y los revienta, hace nacer el humor y vence. Antes de empezar a ver la película, uno se espera otra cosa, un más de lo mismo, un costumbrismo al uso, pero desde el primer segundo, no hay duda de que Berlanga y Bardem tenían claro que esa obra iba a ser distinta: se tomaron como protagonistas a Pepe Isbert, un actor conocido por el público desde 1912 (Asesinato y entierro de Don José Canalejas), a una estrella de la canción, Lolita Sevilla y a un exárbitro de boxeo, Manolo Morán, para ser los ejes de una historia colectiva y demente, de una sagacidad inusitada. La película comienza estableciendo una deconstrucción del pueblo, objeto a objeto, ilustrada por un narrador que va despiezando la materia de ese mundo imaginario donde habitarán sus personajes. Desde el inicio, las palabras del narrador hacen y deshacen las presencias, colocando y recolocando las piezas, plegando el relato a placer, demostrando un dominio absoluto de la realidad generada. Todo lo que se presenta es una fábula moderna, un cuentito de cristal que se dobla y que proyecta un espectro alucinante que va creciendo en riqueza y personajes, desarrollando una complejidad a partir de la sencillez. La narrativa dickensiana se mezcla con el terruño castellano, el hidalgo quijotesco se cruza con los poderes yankis, la sátira quevediana se une al musical de Minelli y los rostros buñuelianos de Las Hurdes, sonríen y bailan confabulados con la idea evanescente del dollar. No contaré nada más. La película es para verla y más de una vez. La impresión general es como estar ante una viñeta de Máximo o de Forges, pero en movimiento continuo. Es como si Berlanga hubiera cogido The Spanish Earth (1937) de Joris Ivens y la hubiera metido en una batidora con otras muchas cosas, no sólo españolas y hubiese conseguido un tutti frutti delicioso con el aspecto de un sencillo zumo de naranja.
Antes de terminar, me detendré en mi secuencia favorita: en un momento determinado, la película se detiene durante una noche y el pueblo se ve en silencio desde las alturas. La voz del narrador nos lleva hasta ciertos dormitorios y nos muestra los sueños de determinados personajes: el más especial es el de Pepe Isbert, el alcalde. Dentro de su mente, todo el pueblo se convierte en una película de John Ford. Todos los personajes hablan un inglés inventado y gruñen como trogloditas, hay peleas, botellas de whisky, sombreros y espuelas roñosas. También hay un barman y bailarinas que dejan entrever las bragas bajo las faldas, como si fuese un guiño a Jean Vigo. Hay una pequeña orquesta y decenas de mesas llenas de borrachos. Pepe Isbert es el sheriff y entre gruñido y gruñido, tendrá que enfrentarse a una especie de hermanos Dalton. La apropiación es sublime, el trasbase cultural es brutal. Mientras Franco inauguraba pantanos por el país, Berlanga instauró este tipo de puentes en el cine español, demostrando que todo era posible gracias a la voluntad y que las mutaciones eran el futuro del arte y que el humor -bien concebido- era una de las sendas inexploradas de este serio y soberbio país que se llamaba y que se sigue llamando, España. Este tipo de ingeniosas secuencias berlanganianas, anticipan gran parte del cine moderno que nacerá en los 60’ y los 70’. Apropiaciones, mutaciones y parodias. Nuevas rutas emergiendo de la nada. Aunque parezca exagerado decirlo, a veces siento que Bienvenido Mr. Marshall tiene algo que ver con Tarantino y que el personaje sordo de Pepe Isbert, es la semilla del maravilloso personaje de Twin Peaks, Gordon Cole, ideado e interpretado por David Lynch. Quién sabe, tal vez en algún momento secreto y silencioso, el trasbase cultural se invirtió y ciertas obras españolas influyeron en el imaginario colectivo, más allá de la península.