jueves, 15 de mayo de 2014




THE GESTURE OF SHANGAI
(1941)

Josef von Sternberg





A veces hay películas que no tratan de nada aparentemente; el cine de Sternberg busca la profundidad en la piel más superficial, invocando los misterios de las formas, preparando así un conjuro sensible, compuesto de mágicos fragmentos de realidad. Sternberg es un hombre que mira dentro de la cámara para encontrar un territorio ausente ante los ojos vulgares. Su idea del cine, se basa en la obsesiva contemplación de los rostros como si se tratase de tesoros perdidos. Como los grandes pintores renacentistas, su obsesión es el retrato de ciertas mujeres, de ciertos gestos y pupilas; por eso las historias de sus películas acaban siendo torpes o efímeras; a Sternberg siempre le interesó otra cosa muy distinta a las tramas. Desde los años 20, Sternberg consiguió convencer a los productores más ambiciosos de Hollywood, de que sus películas debían ser de esa manera concreta, tan excesivas y simples como aburridas y emocionantes. Nadie puede explicarse aún cómo Chaplin o Howard Hughes acabaron financiándole proyectos meramente personales, que él tenía la habilidad de hacer pasar por grandes producciones. Nadie sabe las razones por las cuales Chaplin destruyó A woman of the sea, antes de que se estrenase en 1927 o porqué el mismísimo Adolf Hitler mandó eliminar todas las copias de la legendaria Der Blaue Engel (1930) y sobretodo, cómo consiguió que una sobreviviera en posteridad. 
Sternberg es uno de los directores más extraños de la estela hollywodiense, alineándose en la constelación del sádico Stroheim o del visionario Keaton. Nada hay en su cine que se parezca a  ninguna otra película, pero todas las demás películas deben algo a Sternberg. Él fue el padre del cine de gansters aunque odiaba los gansters, él fue un director hollywodiense aunque siempre odió la industria, él fue todas las mujeres que filmó, aunque siempre se conservó como un hombre... aunque una vez dijo que él mismo se consideraba Marlene Dietrich. Esa travestida ideología, sobrevuela el misterio rondando entre sus imágenes, creando ambientes extenuantes donde nada se detiene y donde el humo envuelve las esquinas con una pretensión esquiva y ambigüa. Sternberg aprendió a celebrar el caos de la manera más bella, recreando el azar artificialmente, envolviendo sus imágenes de un velo especial que seduce a los ojos de forma instantánea. Viendo a sus actrices, sentimos un gusto por lo ideal y por el sueño de las formas vivientes, congelando el tiempo en sus erosiones más bellas, siendo un volcán de formas inesperadas. Sus imágenes podrían ser prototipos de lo que luego sería la visión de grandes fotógrafos como Richard Avedon o Helmut Newton; todo un universo ya se conjuraba en sus pupilas y prodigiosamente, lograba hacer vivir esos sueños que siempre le invadieron.

Sternberg fue un niño pobre que vivió entre Europa y EEUU, un joven vagabundo sin tierra que encontró trabajo como ayudante en un laboratorio de películas. Allí aprendió los secretos de un oficio que sólo se aprende haciéndolo, sumando y restando imágenes, cortando, montando y ensamblando ilusiones congeladas en pequeños cartuchos que luego resultan ser verdad de alguna manera y que aún nos es difícil entender por qué; la mística de la química tiene su propia historia y seduce al hombre con sus milagros y erosiones. El cine es esa erosión que puede llegar a ser algo bello. Sternberg aprendió lo que no se enseña y llenó sus manos de negativo para convencerse de que todo aquello podía ser real. Quien se deja encantar por las artes mágicas de las imágenes, adquiere una maldición de por vida, pero también un don especial sobre ellas; luego, hay unos pocos que consiguen demostrarlo al mundo, otros se desvanecen.

La antepenúltima película de Sternberg se llama The gesture of Shangai y no tiene nada que ver con la también suya, Shangai express (1932) o con The lady of Shangai (1947) de Welles o con la experimental Chungking express (1994) de Tarantino. Es extraño entender por qué se bautizó en castellano a esta película como El embrujo de Shangai. No hay nada menos acertado en la concepción de un film como este, que evitar o esquivar su verdadero meollo. Esta película podría haberse llamado de muy diversas formas: El casino de Shangai, La dama de Shangai (como la de Oson Welles), La locura de Shangai o uno más directo y sencillo: Los sacacuartos. Habría sido de cualquiera de esas maneras y cualquiera hubiera servido, si la idea de Stenberg hubiera sido ilustrar el argumento o la moraleja del film, pero The gesture of Shangai, que podríamos traducir simplemente como El rostro de Shangai, nos habla de algo mucho más amplio que una historia o un personaje. Sternberg utiliza la ambigüedad del título, para referirse casi en secreto a su oficio de retratista, a su obsesión de cazar esos instantes de luz sobre los ojos y siluetas, recorriendo la piel suavemente, para revelar lo que la materia esconde de por sí. Todos sus personajes son maniquíes con cabeza de madera, donde él inventa -o intenta- sus rostros, donde él les da de beber placer hasta que se caen de culo o hasta que deciden volarse la tapa de los sesos. 

A Sternberg no le interesan sus destinos, lo más importante es la fortuna del film.

Algo tuvo que ver la falsa traducción de la película, para que el escritor Juan Marsé escribiera una novela, versionando el erróneo título. No entraré a juzgar dicha novela, pero si un error lleva a un acierto, alabado sean los malos entendidos. Lo digo precisamente, porque esa novela debe encerrar algo de lo que Sternberg escondió en las prodigiosas imágenes de su película, sesenta años antes, pues casualmente, el parco y marginal cineasta Victor Erice, se aventuró a escribir un guión, motivado por las lineas de Marsé. Erice, buen conocedor de la selva imaginaria del cine, cambió -sabiamente- el título para el supuesto film, que encarnaría en su primera página, dicho guión: La promesa de Shanghai. No siempre se cumplen las promesas y en este caso concreto, el título se convirtió en una verdadera y caústica profecía, pues cuando estaba a punto de empezar su rodaje, Erice tuvo que abandonar inesperadamente el proyecto por graves malentendidos con el productor. Esa película nunca logró vivir, como tampoco lo hicieron otras obras de Sternberg, fatalmente para el destino del cine. Tal vez, estos dos directores viven un mismo destino de diferente forma, aunque no tan diferente, pues la marginalidad es su reino actual, apartados de su oficio (Erice en vida, Sternberg en la historia) y de la consecución de su genio, por el mero hecho de intentar hacer algo a su manera y no a la manera de los demás; como diría Artaud: yo me destruyo para no ser todos ellos.  









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