LA MATANZA DE UN CIERVO SAGRADO
(2017)
Yorgos Lanthimos
"Ya estamos más allá del final. Todo lo que había sido metaforizado,
ya está materializado, sumido en la realidad".
J. B.
Llegó la hora de hincarle el diente: desde hace más de una década, el cineasta griego Yorgos Lanthimos ha estado mandando señales inequívocas de su firme intención de conquistar el arte cinematográfico, esa rara disciplina donde todo parece converger, compuesta por luz y tiempo; la luz, portadora de la vida de las sombras, el tiempo, padre del movimiento. A Lanthimos siempre le ha atraído la relación de las formas en el espacio y así, desde su primer film reseñable (Kinetta, 2005) ha intentado invertir las rutinas y convenciones de los cuerpos a través de varias formas de fuerza: la primera, a través de la fuerza física, utilizando como elementos básicos la carne y el lenguaje corporal. Así, en la enigmática Kinetta (topónimo de una ciudad costera a orillas del golfo de Mégara) se concentra en filmar misteriosas peleas fingidas, como si fueran ensayos de violencia deliberada dignos de una obra de teatro que se confundiese con la vida. En la película, el personaje principal es una especie de filmaker amateur que intenta captar dichas escenas (al estilo del apasionante personaje de la película The nightcrawler, 2014) con el único fin de acercarse a la perversidad de las relaciones entre las personas, llegando a un punto de crueldad artaudiano que metaforiza el dolor y el sin sentido a través de los gestos y el silencio.
El otro tipo de fuerza utilizada en su obra es la del lenguaje. En 2009 realizará su película canónica Kynodontas, excéntrico cuadro familiar lleno de transgresión y absurdo con el que el autor consigue que el misterio se instale en el delirio con poderosa eficiencia, ofreciendo una imagen quimérica de la existencia cotidiana, la libertad y la conciencia de realidad. Al incluir las palabras como ejes de juego, su cine se revela como una suerte de sublime galimatías donde las percepciones se confunden en los significados, demostrando que, en gran medida, el mundo que conocemos no es más que un relato que nos hemos creído o que hemos asumido a través de un tipo determinado de educación y de entorno. Las versiones oficiales no sirven para explicar el mundo de Lanthimos, por eso el público se ve obligado a busca una deriva mental hasta despertarse en medio de una rara incertidumbre, buscando la salida de enigma imposible, repitiéndose sin parar; "¿qué estamos viendo?".
El desvelamiento de las mentiras, la perversión y los bajos instintos nos hacen descubrir todo el pastel, un pastel que incide en la conciencia del espectador como una aguja afilada: las personas no somos más que animales salvajes. Claro que no es este un discurso exclusivo de Lanthimos; visiten si les parece las obras de Apichatpong Weerasethakul o Bruno Dumont y notarán dicho desenmascaramiento de las apariencias, muy típico en ciertas derivas del cine contemporáneo. La diferencia que ofrece Lanthimos ante el espiritualismo del tailandés o el jansenismo progre del francés, es que él hace circular sus mensajes a través de individuos trastornados y no alucinados, enfermos y no mesiánicos ni demoníacos o fantasmales, lo cuál mantiene una sensación más terrenal, más mundana, lo cuál hace de su cine una reinterpretación posfreudiana de las relaciones personales. Lo que ocurre por ejemplo con el cine de Bruno Dumont es que en demasiadas ocasiones, se convierte en simple fábula decadente o en el caso de Weerasethakul, en un misticismo algo frágil y evanescente. Con ello no quiero encumbrar a Lanthimos por encima de ellos. Los tres son magníficos ejemplos de ese cine manierista y subterráneo que anuncia un arte radicalmente nuevo en medio del adocenado status quo actual, lo cuál no impide apuntar ciertas debilidades que no siempre llegan a ser satisfactorias.
Kynodontas, al igual que su sucesora Alps (2011), trabajan a partir de desviaciones de la mente que provocan curiosas grietas en la realidad convencional y en el sentido común, consiguiendo situaciones surrealistas o definitivamente absurdas que marcan un estilo muy personal. De hecho, el juego que establece entre las palabras y el lenguaje le hace digno heredero directo de cierto cine de Buñuel y también, por qué no, del de Otar Iosseliani. Dicha veta sádico-lingüistica llegará a su clímax cuatro años después con The lobster, un film donde Lanthimos abandona el minimalismo de la puesta en escena y los espacios reducidos, para lanzarse a crear una película de gran reparto donde, por vez primera, mezclará a sus ya conocidos y extraños personajes ionesquianos, junto a grandes estrellas de Hollywood (Colin Farrell), lo cuál provocará un gran choque de dimensiones que cortocircuitarán de golpe la red neuronal del público. The lobster es una película bisagra que nos transporta del indescifrable mundo de Lanthimos, a los misterios -aún mayores- del nuestro. Pues The lobster se presenta inicialmente como el último intento de curar los males mentales que perturban a los seres humanos en estos tiempos confusos donde ni siquiera el amor parece ser posible en medio de la neurosis y la depresión. Para regatear todo este quilombo, Lanthimos nos propone senderos oblícuos y escarpados, llenos de innumerables sendas que se bifurcan hacia jardines aparentemente hermosos; en realidad, paraísos que esconden esclavitudes de otro tipo y que sin poder evitarlo, provocan la parálisis del alma. Todo el cine de Lanthimos trata de eso, de una liberación (del cuerpo, de la mente, del lenguaje, de la educación, de la familia, del Estado...), de una lucha incansable por huir con un solo objetivo: encontrar a alguien que ofrezca un poco de amor. Los personajes del cineasta griego son seres deshabitados, vaciados de sentimientos; falsas caretas que esconden miedos inconfesables. El regreso a lo salvaje, a la exteriorización de la metáfora parece la única salida posible; hay que escapar del teatro social para reactivar la lívido que de nuevo nos haga auténticos. Así, parece ser que sólo en la clandestinidad de la Naturaleza volvemos a ser libres o mejor dicho, a ser nosotros mismos, o sea, lograr ser lo que somos y no lo que creemos ser o lo que hemos aprendido que somos. Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "raramente me habéis comprendido y raramente yo os comprendí, sólo al encontrarnos juntos en el barro, nos hemos reconocido".
Toda la obra de Lanthimos es la puesta en duda de todo código, de toda ideología, de toda clase social. De hecho, todos sus films parecen experimentos sociológicos filmados en un laboratorio. Su ojo clínico intenta diseccionar los sentimientos y las emociones, alambicando el miedo que nos aleja del bosque, obteniendo cristalinas gotas de un bálsamo lleno de secretos. Su obra aparece regada con toda la fuerza de dichos secretos, como si el director poseyese un libro único e inédito donde se contase la historia de la humanidad, pero de manera distinta, con el cerebro dado la vuelta y los ojos cruzados; debemos cerrar los ojos para conocer la verdad. Los clichés, estereotipos o tópicos comunes están desterrados de sus imágenes y sus sonidos y con ello ha conseguido de forma gloriosa, que el espectador se asombre de nuevo al descubrir una mirada original ante un mundo que cada vez sentimos más viejo y roído. Lanthimos da la sensación de haber encontrado una veta áurea e ilimitada donde la sorpresa argumental se mezcla con la sensorial. Lo que en un principio parece caer en lo psicológico, sólo trata de un puñado de juegos de palabras que mantienen despierto a ese público adormecido por las memeces de las producciones comerciales. En su cine no aparecen gánsters ni pistolas, no existe el dinero, la ambición material o la venganza (el ojo por ojo) tan predicada por las producciones yanquis.
En 2017, Lanthimos estrena no sólo una nueva película, sino que funda un nuevo sendero en su carrera. Es extraño que la crítica general no haya valorado positivamente su nueva propuesta: La matanza de un ciervo sagrado. Tal vez, se haga fácil menoscabar su valía por el hecho de que Lanthimos haya construido este último film de una forma más mainstream de lo acostumbrado, pero aviso para navegantes: no se dejen embaucar por las apariencias. Es cierto que la forma que el cineasta heleno ha elegido para su último trabajo es distinto, más parecido al de otros, pero eso no quiere decir que haya claudicado como tantos lo hicieron al acercarse a la estética hollywoodiense: eminentes cineastas como Kar-Wai Wong, Jean Renoir o Milos Forman, fracasaron en sus aventuras norteamericanas, devaluando su cine a fáciles fórmulas o estéticas blandas y tontas, hasta el punto -en muchos de esos casos- de acabar destruyendo carreras artísticas prometedoras. No es este el caso de Lanthimos, el cuál no sólo pega un salto estético sino conceptual en su cine, sacrificando de manera inusual su propio código, zambulléndose en uno nuevo, tan fascinante o más que el anterior. Para ello, abandona las paradojas lingüísticas, el teatro corporal y su tendencia performativa, para hacer de su película, entre otras cosas, un trasunto de la obra de Stanley Kubrick. Sé que esta afirmación es harto escandalosa, pero explicaré los motivos a continuación.
La matanza de un ciervo sagrado no es una versión ni una adaptación de film alguno de Kubrick, sino que es una condensación de ciertas estéticas y obsesiones del director niuyorkino. Cuando el espectador ve la película apenas lo percibe, debido quizá a la hipnótica e inquietante trama del relato, digna de un cuento de Poe o Maupasant. Pero al final del visionado, cuando uno intenta entender por qué le resultan tan familiares ciertas escenas y movimientos de cámara, cae en la cuenta de inmediato de que se trata de un sucinto homenaje, al menos por partida triple, de la obra de Stanley Kubrick: los grandes angulares mezclados con interminables travellings por pasillos de hospitales nos llevan sin solución de continuidad hasta los pasillos de otros hospitales recorridos (veinte años antes) por Tom Cruise en Eyes Wide Shut (1999) o a los corredores de moqueta, surcados por el triciclo de Danni Lloyd, el niño telépata de El resplandor (1980), los cuáles siempre conducen a visiones terroríficas que nos hablan de otro mundo, de una existencia que estremece. El terror es uno de los nuevos elementos trabajados por Lanthimos -dejando a un lado su insistencia sobre la neurosis y la angustia-, pero no sólo procedente de la obra de Kubrick, sino también del ambiente de Carretera perdida de David Lynch o de la inquietante sensación de El ladrón de cuerpos (1945) de Robert Wise. La historia del cine está empezando a recorrer las venas de la obra de Lanthimos, lo cuál no le hace ser menos contemporáneo o menos original, sino al revés. En el pasado se encuentra la novedad, en el futuro, sólo existe el vacío, el cuál desde hace más de veinte años, ha paralizado las ricas vetas del arte cinematográfico. La inclusión del personaje de Nicole Kidman como esposa de Colin Farrell en el film, nos da más que una pista para que descubramos la imagen especular que Lanthimos propone con la obra kubrickiana, regresando a su vez a los problemas sexuales, confesionales y sentimentales que ya fueron abordados por el de Manhattan. Así como en Eyes wide shut la trama surge de este tipo de problemas, Lanthimos parece utilizarlo morbosamente (necrofilia) como una distracción, un anzuelo donde público pica sin problemas, sin advertir que la película marcha por otro lugar muy distinto.
En La matanza de un ciervo sagrado Lanthimos también se deja influir por una cierta violencia kubrickiana llegada directamente de la efectista La naranja mecánica (1971), donde los abusos y el uso de la violencia física como medio se instalan como predicado de una ecuación irresoluble. Lo que Lanthimos instala es una paradoja sin respuesta en la que el sacrificio mortal es una obligación para detener un demoledor devenir de acontecimientos. Al introducir un elemento mágico -como ya Kubrick lo hiciera en su magnífica Miedo y deseo (1953)- el relato queda condicionado por dicho elemento, el cuál se erigirá como soberano de la ficción, otorgando a lo fantástico la batuta de su mundo.
Por vez primera, Lanthimos se traslada del corrompido mundo de los adultos, al incierto e imaginativo reino de los niños. Estos, en La matanza de un ciervo sagrado, se establecen como la piedra angular del film, representando, de alguna manera, el elemento sobrenatural dentro de un extraño realismo que el cineasta griego comparte, por ejemplo, con la última entrega de Thomas Anderson, El hilo fantasma, también estrenada en 2017. Desde hace tiempo, se está forjando un tipo de películas fuera del formalismo puramente estético y se está entendiendo que la originalidad se basa en gran medida en la innovación de la narrativa y no tanto en la de la imagen. En un mundo hipervisual donde todo parece posible a nivel técnico y donde la industria progresista amenaza al cine con la invasión de un ejército de hologramas en sustitución a las sombras de la pantalla, las nuevas narrativas y no tanto las nuevas imágenes, son las que parecen estar abriendo un verdadero camino lleno de milagros y emociones a través de sugestiones y evocaciones que seducen a un público desacostumbrado a dichas delicias. Lo que está fuera de campo pasa a ser lo importante, lo invisible, vuelve a ser la clave del cinematógrafo. Ozu, Bresson, Cassavetes, Erice, Browning, Flaherty... en este caso Kubrick como punto de partida; el gran cine sólo puede resucitar a través de otro gran cine. Todo indica que la modernidad sigue viva, pero para ello, no queda otra que echar la vista atrás con fino criterio y encontrar las claves de este arte que parece -en demasiadas ocasiones- desvanecerse y encontrar a los verdaderos manieristas del pasado, experimentadores, no de tendencias, sino de palpitaciones personales e intransferibles que hicieron grande y eterno a la poesía de la pantalla. Cuando se acaba el espectáculo comienza el arte -y el espectáculo ya huele a podrido desde hace tiempo-, el arte con mayúsculas que hoy sigue sepultado por la banalidad, el infantilismo y el relativismo dominante, pero que respira y fluye por obras como la de Lanthimos, quien ha cambiado de dirección para demostrar que la riqueza del cine se basa en sus usos, no en sus convenciones. Abajo los géneros, arriba los autores.
Así, en La matanza de un ciervo sagrado, Lanthimos instala la fuerza de gravedad en un joven misterioso que funciona como una esfinge griega, con lo que también recoge materiales de la gran tradición clásica. La mitología cuenta cómo la esfinge solía detener a los viajeros y plantearles acertijos; si estos no los solucionaban, la esfinge los mataba. A partir de dicho ser mitológico, la palabra "esfinge" se utilizó para designar a las personas difíciles de entender o que hablan mediante enigmas. El personaje de Martin, es la esfinge de la película de Lanthimos y a través de él, se construye un relato fantástico de magia negra donde el tema de la muerte se abordará desde muy diferentes dimensiones, poniendo al público (y a Colin Farrell, de nuevo protagonista de un film de Lanthimos) contra la pared durante gran parte de la cinta, destruyendo sus códigos morales y haciendo desaparecer la líneas que delimitan los terrenos del mal y del bien. Es muy llamativa observar que el joven Martin posee una cierta similitud con el personaje de la serie El pequeño Quinquin, similitud que conlleva un hecho milagroso, ya que esos dos personajes representan lo extraordinario de una manera naturalista, lo cuál es muy poco común. Ambos son presencias maléficas y santas al mismo tiempo, seres habitados por energías sobrenaturales que nos revelan la contradicción humana y el sin sentido de la banalidad; como si desde el más allá alguien nos enviase un mensaje con solo mirarnos. El rostro de Martin -al igual que el de Quinquin- son presencias en sí mismas, enigmas estremecedores que sitúan al público ante frágiles cuestiones que nos convierten, por momentos, en malvados, de la misma manera que en Eyes wide shut se produce un instante en el que el espectador experimenta una curiosa catarsis, al darse cuenta de que se ha convertido en cómplice de un acontecimiento terrible, comparsa de una oscura crueldad, sabedor de un secreto nefasto o en todo caso, inconfesable.
Después de todo, algún lector podrá concluir que en definitiva, Lanthimos no es más que un plagiador inmoderado y que su obra carece de un valor especial. Lo repito: son todo apariencias. Cuando uno profundiza mínimamente en este maravilloso universo y es capaz de detectar la riqueza que las referencias aportan a la obra, se entiende a la perfección que Yorgos Lanthimos es un artista de un talento inclasificable, un cineasta que se hace así mismo y que es agradecido con sus influencias, poniendo en duda incluso su personal sistema de representación para cambiarlo por otro distinto y a su vez, triunfar en él de manera rotunda. Alguien dijo una vez que la originalidad consiste en querer hacer lo mismo que los otros, sin lograrlo jamás. Eso es el estilo, eso es el estilo de autor.