lunes, 30 de septiembre de 2013




HUSBANDS
(1970) 

John Cassavettes





Vuelve el cine. Cada cierto tiempo, siempre vuelve y no es coincidencia que las películas de John Cassavettes hagan que vuelva como si se tratase de una invocación fílmica. Cuando todo parece tranquilo y acomodado, cuando las cosas parecen estar claras, aparecen películas como ésta, para recordarnos que el cine en sus formas, es tan infinito como todos aquellos autores que se atrevan a ser ellos mismos. Husbands es un film pletórico de delirio y grandeza, una batidora de las pasiones más bajas de lo políticamente correcto, para destruir toda una imagen de la cortesía social de las relaciones personales. Como se señala en el subtítulo inicial del film, esta película trata de la muerte, la vida y la libertad, pero no indica que también trata, y en mayor medida, sobre la amistad y la locura. Las relaciones personales son una guerra intensa en la que nos jugamos la supervivencia de nuetra propia identidad, de si la perdemos o no, de si somos nosotros al 100% o en cambio, somos más la otra persona con la que se comparte una relación (el eterno dilema). Husbands muestra cómo sólo a partir de la locura, del desarraigo y de la perdida de la consciencia, podemos volver a amar realmente, dejándonos llevar por los instintos más naturales, por la violencia de nuestros actos, por la ridiculez de nuestros pensamientos. Esa parece ser la sola vía que presenta Cassavettes como alternativa por la supervivencia de la felicidad, o sea, la opción del espasmo, de la risa contagiosa, de la canción, del baile, en definitiva, de la pasión por la vida en todas sus formas. La lucha, el empujón, la carrera, el viaje son los elementos indispensables para la llegada de la emoción, ese sentimiento que nos hace estar vivos, haciéndonos capaces de sonreir y de hacer el mono por todas partes, pues Cassavettes no habla aquí de los matrimonios en sí, sino de la liberación del espíritu que vamos perdiendo sin darnos cuenta, de las cadenas cotidianas que nos hacen perder el gusto por la melodía de la vida y que nos llevan al silencio y la desesperación. Husbands es un grito salvaje hacia lo incomprensible, lleno de fracaso y paranoia, un ejercicio de ascesis que cuestiona el por qué de nuestro modus operandi, destacando lo más bello del delirio como cura, dejando una puerta abierta llena de inconsciente y palabrería casi chamánica, de hermosas carreras por las calles, de absurdas peleas en las camas y borracheras eternas y brutales, durante días insomnes sin término. Husbands es una especie de fuga de la realidad para hablar de la realidad, una inmersión etílica que se dirige hacia el final de la noche, en una secuencia que nunca termina ni se deja domar; un lugar donde se dice -por una vez- lo que se piensa y se hace lo que se desea. El film es un deseo desatado del lado masculino de las cosas, que transforma a los hombres en niños y al mundo en un juego. Ya lo decía Godard: ellas tienen más infancia, nosotros somos más infantiles, por ello Husbands puede definirse como una película salvajemente infantil sobre el amor por las cosas que nos importan de verdad, sobre la esencia y los deseos que nos constituyen. Cassavettes invoca a la Libertad para que vuelva el cine, y para que el cine vuelva a colocar sus formas y hacernos sentir que todo puede seguir teniendo vida, si estamos dispuestos a sobrevivir con todas nuestras multiplicidades, dejando a un lado las  adocenadas concepciones sobre la existencia, sobre lo que está bien o mal, sobre lo que se puede o no se puede hacer (es increíble que aún haya gente que crea en la moral como algo verdadero).
Husbands interroga con sus imágenes a todo el status quo del aburrimiento eterno y a la insípida sobriedad que acaba destruyendo el espíritu y el amor que nos constituye, representando así, una especie de conjuro de monjes locos por vivir y sentir que la emoción sigue allí fuera, esperando a que la despertemos y juguemos con ella, aunque sólo sea por un ratito.
 







miércoles, 18 de septiembre de 2013







EL DESIERTO
EN LLUIS ESCARTÍN








Existe un lugar donde la arena habla sin saber muy bien a quién, donde la arena habita sin saber muy bien dónde ni para qué. Hay un lugar donde un hombre mira un poco de esa arena sobre su mano y luego la echa al viento para reconocer que somos parte del mundo, una cosa muy pequeña que apenas importa al universo. Pero incluso eso es insignificante cuando uno intenta atravesar ese bello desierto donde todo ocurre sin pensar, donde las carreteras se cruzan para hablar del amanecer; donde el amanecer sueña que es la noche. En la oscuridad ese hombre dice: yo no hago cine, sólo filmo las cosas, de la misma manera que un pájaro dice, yo no vuelo, yo sólo soy un pájaro.
Se dice que allí siempre es de día y que por tanto la libertad es un motivo para arrancar lo más bello a un puñado de tierra que a nadie interesa y por eso el desierto se hace mágico mirado desde este punto en el que todo gira y las preguntas rebotan contra el alma, aunque el alma no exista ni se recupere; existen momentos de esplendor que nadie ha podido ver, perdidos en ese espacio salvaje y anónimo donde todo sigue su curso a pesar de nuestra presencia, a pesar de invocar nuestros errores y contemplar el fracaso deslizándose sobre el suelo.
El mundo se abre para mostrar su grieta, su piel, su profundidad y allá, en ese espejo de arena, hay un hombre que mira sin cesar lo que le rodea porque sabe que es irrepetible y que al contrario del desierto, él se agota, se diluye, siente que el viento le erosiona. Por eso es importante este lugar y ese hombre que recorre flotando el territorio de los placeres desconocidos, el secreto del lugar vacío y enorme que lo rodea, deteniéndose en lo efímero para encontrar una materia que le haga libre.
La arena dice que escapes, que huyas, que te muevas para que no te atrapen.
La arena es solitaria y austera, por eso nada ha podido destruirla.











sábado, 14 de septiembre de 2013






POUR LE MISTRAL
(1965)
UNE HISTOIRE DE VENT
(1988)
Joris Ivens








Existen películas hermosas y ésta es precisamente una de ellas. No hay nada tan sencillo y tan potente como la tentativa de atrapar lo invisible y sin duda, este diminuto film, lo consigue. Ivens se remite al ejercicio primitivo de la fotografía, basado -por un lado- en la simple captura de las presencias y por otro lado, en la búsqueda inagotable de la belleza, para acabar construyendo uno de los films más bellos y mágicos de todos los tiempos. Todo lo que ocurre dentro de sus imágenes es prodigioso y como espectadores, sólo podemos disfrutar de ello contemplándolo, casi como si se tratase de un suceso milagroso, casi como un sueño imaginado, un acontecimiento de una naturaleza tan misteriosa que se eleva por si mismo. Todas las imágenes están dotadas por un halo de eternidad que las hace irrepetibles e infinitas, haciéndonos testigos del movimiento puro de las cosas en un momento muy concreto de lo inefable, siendo testigos de su extrema delicadeza, haciéndose cada elemento, un capricho estético y necesario que además de moverse, vibra en nuestro interior, manifestando su resistencia a la propia inexistencia. Se trata de una película de resistir ante lo incomprensible, de seguir mirando -como si fuera un ejercicio-, de mantener la atención en un punto inasumible y bello donde todo se resume en cosas muy elementales. Ivens tiene la lucidez de lanzarse al desafío más difícil de un artista: trabajar con elementos abstractos e inmateriales, en su caso el viento. Para Ivens, el viento es el elemento principal de la película y por ello le dedica su atención hasta límites insospechados, persiguiéndolo hasta las nubes, insistentemente, como si fuera un cazador del aire. En su delirio estético, Ivens va incluso más allá y en ocasiones detiene la imagen (tiempo) para que, por momentos disfrutemos de un gesto, una postura, un detalle -imposibles de ver de cualquier otra manera- y luego, inesperadamente, hace que la imagen se reanude (movimiento), utilizando así las dos cualidades esenciales de la imagen cinematográfica de una forma inédita.
Movimiento, Tiempo.
Tiempo, Movimiento.
Tiempo, Tiempo.
Movimiento, Movimiento.
Pour le mistral es una de esas películas absolutas -a la maniera de A propòs de Nice (1930)- que creo podría estar viendo toda la vida, una y otra vez sin cansarme -recogiendo cosas nuevas en cada visionado- bajando el volumen de la narración, dejándome llevar sólamente por esas visiones hipnóticas y silenciosas que hablan de todo y de nada al mismo tiempo y que tantean al viento como si fuesen una materia oscura intentando saber algo de su secreto, de su violencia, de su inacabable hermosura.  
¿De dónde nace esta obsesión por el invisible elemento?
Ivens lo sabía muy bien y por eso veintitrés años después de este trabajo, el director filmará su última película: Una historia del viento (1988).
Sin duda, es su obra definitiva y más acertada. A un año de su muerte, Ivens concentra todo su cine en un solo filme y vuelve a perseguir su obsesión. Nada le detiene a pesar de sus 90 años para ascender a lo más alto o sumergirse en lo más profundo o desmayarse en el desierto; todo para verse cara a cara con aquello que ha buscado toda su vida. Sólo hay una oportunidad, sólo hay una vida. Ivens realiza una película épica llena de pura extrañeza y modernidad, que consigue una belleza mágica de la forma más simple e ingeniosa. Toda la película es una especie de performance de sus visiones, un work in progress que desemboca en su encuentro final con lo imposible. Al igual que 8 1/2 (1963) de Fellini, F for Fake (1973) de Orson Welles o JLG/JLG - Autoportrait de décembre (1995), la película de Ivens se acerca a expresión máxima de una voluntad y la claridad de sus imágenes y de sus palabras transmiten un mensaje de paz espiritual y de comprensión esencial de la existencia.
Lo más hermoso de la película es ver sonreir a un niño de 90 años llamado Joris Ivens.
Hay que tener valor para crear realidad.

La obsesión nunca termina, sólo terminamos nosotros.

Ivens se fue, el viento se queda.







jueves, 12 de septiembre de 2013







À NOUS AMOURS
(1983)

Maurice Pialat







La histeria del sentimiento es una historia en sí misma, pues ya lo reivindica Klaus Kinski en el título de su autobiografía: Yo necesito amor. Y lo dice él que fue uno de los artistas más apasionados y arrebatados de todos los tiempos. Cuando el deseo y una cierta (incierta) idea del amor nacen a la vez, es muy difícil saber cómo satisfacerlos sin que exploten bombas atómicas de confusión dentro del flujo del cuerpo, un río muy frágil por donde se conducen nuestros impulsos, precipitándose hacia los acontecimientos. El acontecimiento es nuestra vida y el suceso es lo que nos recorre; a veces, ese suceso suele ser contradictorio. Por esta razón, el amor existe como un misterio y para las llameantes almas jóvenes se transforma en una guerra por la satisfacción aquel deseo natural que se combina junto a su imaginación -aquello que se cree saber sobre el sentimiento-, pero que nunca coincide con la realidad. 
La realidad del amor es otra, por mucho que nos empeñemos. 
No estamos preparados para leer los secretos de la Fortuna y por eso nos equivocamos.
Somos un error sentimental, día tras día.
Pero cuando el fuego quema y la pasión por la vida (deseante) se hace incontenible, los enamorados se transforman en una estructura de derrumbe, en invasores de placeres desconocidos, de territorios sin nombre, que luchan por la supervivencia de un sentimiento muy concreto; la sensación de estar VIVOS, el privilegio de ESTAR.
Al enamorado le invade el espíritu del poeta; aquel que lucha para defender el AMOR del mundo, para que no desaparezca, para que la belleza perdure, pase lo que pase. Y por esa meta, se dejará golpear, ridiculizar, insultar, denigrar... pues todo castigo es nimio ante el acontecimiento que arde en su corazón y que por momentos se identifica como el único fin de la vida.
Mantenerse vivos para poder amar; ese es el objeto.
Por eso es hermoso el amor; por su lucha, su ansia, su incomprensión.
Nadie sabe bien de qué va todo esto.
Nuestra condición imperfecta nos hace conocer el horror de las cosas (y no su virtud), el dolor que nuestras confusiones provocan (y no su caricia), nuestra debilidad por el deseo (capricho) y nuestra falta de discernimiento en cuanto al valor oculto de las cosas. Nunca estamos preparados del todo para entender los retos sentimentales a los que nos desafía nuestro instinto y por eso somos un mapa equivocado que nos lleva a la aventura, una aventura en ocasiones tortuosa, en ocasiones triste, pero que más allá de lo ingrato y de lo que se olvida, suavemente nos dirige hacia un lugar que nunca podremos imaginar, donde surge la felicidad y donde va creciendo un verdadero entendimiento de la satisfacción de nuestros deseos, sobre todo el de ESTAR aquí contemplando nuestra propia comedia.




domingo, 8 de septiembre de 2013





 LA MORTE ROUGE
(2006)

Víctor Erice






Todos los carteros son asesinos.
Todos son emisarios de un poder que nos domina.
El Todo y la Nada viven dentro de la cabeza de un niño.
Un niño descubre por primera vez el cine o la muerte.
Ese niño construye su vida a partir de eso, de ese misterio, de esa emoción.
Mientras la luz se apaga y se vuelve a encender, ese niño sigue siendo el testimonio vivo de ese encuentro, la ruina que queda tras el sueño, la flor de esa ruina; lo más real, lo más etéreo, en un sueño que nunca termina. 

El niño nos mira, pero aún no entendemos su obsesión; su bella obsesión.














MONEYBALL
(2011)

Bennett Miller







Hay que tener fe.
Hay que tener fe en el cine para hacer cine.
Las matemáticas también son una especie de fe. 
Hay que creer en ellas, sobre todo si se sintetizan en una sola cifra.
Son muy pocos los elementos que conforman este film de apariencia inocente y ociosa, una obra de simpleza que oculta su verdadera intención en varios niveles. Empezaré haciendo un aviso para navegantes: cuando Brad Pitt produce e interpreta una misma película, a ésta, se le debería prestar una especial atención. Ya lo ha demostrado en otros títulos como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El árbol de la vida o Mátalos suavemente, todas producidas y protagonizadas por él. No es vano descubrir que dichas obras se sitúan en un lugar muy particular dentro del cine norteamericano -un nuevo cine yanki que ya sorprende desde hace más de una década- y que por tanto, establecen una actitud clara frente al cíclico mainstream hollywodiense. Brad Pitt sabe que hay algo que sólo se puede hacer en ciertos márgenes, que hay espacios de libertad donde nacen films por los que apostar sin miramientos. Muchos actores multimillonarios como él han descubierto esta beta, el MAKEYOURSELF -o en este caso, PRODUCEYOURSELF- como única manera de representar papeles verdaderamente dignos; al final todo esto nace como producto de un capricho, una responsabilidad, un sentimiento de culpa.
El actor mecenas.
Hay casos en los que el remedio es peor que la enfermedad (Sandra Bullock), pero si se hace bien, funciona (Nolan). Kevin Costner o Mel Gibson apostaron en los años 90 por esta fórmula, pero se equivocaron, pues quisieron cambiar el sistema de financiación y producción para acabar haciendo lo mismo, o sea, superproducciones mainstream. Aún nadie sabe muy bien qué es lo que pretendían. Por eso, ellos no pertenecen a ese Nuevo Cine Yanki, que revierte los sistemas de producción para hacer películas distintas, tan diferentes como Moneyball -la tercera película del poco conocido Bennett Miller, a pesar de su éxito con Capote (2005) y de su extraordinaria The Cruise (1998)- donde podemos reconocer cómo el cine vuelve a repetirnos que ha perdido su inocencia y que quiere luchar y ser algo bello con carácter. En los sistemas de representación actuales, nada es lo que parece, ni siquiera en la ficción -cuando la ficción es realidad y la realidad es otra cosa- y los directores con talento como Miller, saben que cada obra cuenta como si fuera la última y por ello intentan no dejarse nada fuera, creando artefactos fílmicos de una multiplicidad de lecturas, que acaba transformando a la -en teoría- ligera Moneyball, en una auténtica matriuska fílmica. Y esto al sistema no le gusta, porque al final es un desafío, una ruptura de paradigma, una nueva forma de hacer las cosas, en este caso: el cine.
Al sistema no le gustan los cambios y sobretodo, los que no puede controlar.

Empleando una estética comercial, Miller juega con el espectador presentando una historia ordinaria -o repetida a nivel formal-, en un escenario común, junto a una serie de actores famosos que indican un camino trillado que probablemente, llevará la película; el espectador se prepara para dormirse y a la vez sonríe porque le gusta saber que ya sabe lo que ocurrirá (éste es un extraño síndrome que ha creado el capitalismo cultural, que aún nadie le ha puesto nombre, pero que tiene mucho que ver con la pasividad, la condescendencia y el control), pero en Moneyball no pasa lo que se espera, ni siquiera lo contrario, pues tampoco cae en el espíritu New Age de otra tendencia fílmica norteamericana, tan equivocada como el mainstream, representada por películas como Promised land (2012). Tanto el New Age fílmico, como el mainstream, se rinden ante intereses muy alejados del cine, ante poderes ante los que tienen que saldar cuentas; eso no es cine, es esclavitud.
¿quién quiere ver una obra sometida? ¿quién disfruta de una película a la que no la dejan crecer?
Pero Miller sí que crece y lo consigue con Moneyball, sorprendiendo y construyendo una trampa fílmica, consiguiendo, desde muy pronto, una atención milagrosa, empleando un argumento, inicialmente sabido, pero que es el punzón que nos va atravesando sin hacernos daño, hasta el final.
Vamos, que nos comemos el queso sin darnos cuenta.
Y eso no es fácil ni gratuito por mucho que nos guste el queso.
Porque Moneyball parece que nos va a hablar del problema del dinero, de la ambición, de la corrupción, pero realmente, nos va a contar qué podemos hacer sin él (de nuevo, la épica de la picaresca, del ingenioso, del rebelde) y por esa razón, Brad Pitt se encarga de que te olvides de que él es Brad Pitt y se transforma en Bill, el gerente de un humilde equipo de baseball que quiere cambiar el status quo del funcionamiento de la máquina mercantil del sistema de fichajes de EEUU. El deporte se ha convertido en una metáfora simplista y complaciente de nuestro mundo: quien paga más, gana más y por tanto, el mejor siempre será el que más tenga; DINERO = ÉXITO. Ésta es una de las ideas implícitas que conlleva la mutación del capitalismo; la máquina de control más perfecta de la historia. Capitalismos aparte, Bill, nuestro hombre, representa la alternativa ridícula de aquel que pretende cambiar las cosas de una manera poco ortodoxa, o sea:

si 1 + 1 = 2
Bill dice que 1 + 1 = 4

Por eso esta película va de tener fe, de hacer un milagro, porque en cuestión de contracorrientes, las cosas siempre suceden de esa manera y si uno no cree en él mismo, da igual por lo que luche. Hay mucha gente que lucha, pero sólo unos pocos se lo creen y esos son los consiguen el éxito como una victoria personal y no como un premio por haber sido el más servil. Porque si realmente no haces lo que deseas, eres pasto de la servidumbre y la creación de servidumbre es de lo que trata el sistema.
Por eso Bill no es uno de ellos; Bill quiere hacer explotar todo por los aires para que las cosas sean más justas, aunque en el fondo, lo hace sólo por él. Bill tiene cosas sin solucionar en su vida y ésta es su respuesta ante una existencia con la que nunca es fácil lidiar. De alguna manera, me recuerda al Sheriff Freddy Heflin, el protagonista de Copland (1998), interpretado por Sylvester Sallone, aunque si lo pienso mejor, diré que Bill y Moneyball, se parecen aún más a John Rambo y a su First Blood (1982), en parte escrita y también interpretada por Stallone (quien con esta película cumple con la filosofía del Nuevo Cine Yanki del que hablamos, por lo que Stallone sería, en teoría, un pionero en esa línea). 
Finalmente, Bill es una especie de John Rambo.
Moneyball se contagia de ese espíritu de resistencia que nace en Bill y por eso y a pesar de tratar sobre un simple equipo de baseball, el film no trata exactamente sobre un grupo -que es de lo que generalmente habla el cine norteamericano, del grupo, del colectivo, de la masa, de la nación- sino que habla de un solo individuo y de su inquietante actitud ante las reglas del juego, luchando por él mismo. Tomando este sentido que ligeramente suena a la homónima película de Jean Renoir, podríamos decir que Moneyball es un poco renoiriana -si se puede decir así- partiendo del hecho de que ciertos personajes se rebelan en un mundo establecido, con una cortesía salvaje y una original defensa de la justicia. 
El bien siempre es una meta.
Bill es un héroe porque sabe que no ganará la batalla, pero aún así tiene fe y continua en su creencia, como si esa fuera la única forma de ganar -cuando ganar significa también perder-.
Porque Bill sabe que no hay otra, porque si no, todo seguirá igual.
Y él quiere cambiar el juego, aunque el juego acabe con él.
Es una película sobre un sacrificio personal, porque lo importante para Bill es ganar, pero no un partido, ni veinte partidos, sino ganar la liga con un equipo de desconocidos y de veteranos -de perdedores-, o sea, de marginales que no están atados a las modas ni al sensacionalismo, jugadores que no valen nada en una escala de valores construida con la filosofía de lo políticamente correcto, jugadores que simplemente hacen lo que tienen que hacer: jugar bien al baseball.
Al mismo tiempo, Miller está jugando bien al cine.
Jugar, porque todo lo demás sólo es dinero.
Y eso Bill lo sabe y eso Miller lo sabe y eso Pitt lo sabe.
Por eso, esta película es importante, porque se enfrenta a la épica clásica de Hollywood, donde el pequeño acaba triunfando para convertirse en un modelo de la sociedad; Bill no acaba siendo un modelo canónico del sistema. El sistema no logra devorarlo.
No todo es el dinero.
Por eso el sistema no quiere gente como Bill o como Miller, pues no quieren que nadie se de cuenta de que  el sueño americano nunca existió verdaderamente, aunque ha pervivido durante generaciones dentro del cine y ha prometido que el pequeño será el grande. Pero el grande siempre será el grande y el pequeño siempre será el pequeño, porque así es el estado de las cosas. Por eso Bill es el héroe de los nuevos tiempos, el héroe que sabe que fracasará, pero que asume que representa la amenaza ante un sistema imperfecto.
Bill, junto a su asesor Peter Brand y a una teoría estadística inventada por un tal Bill James, intentarán dar la vuelta a las cosas, al sistema, al cine, para descubrir el valor oculto que tienen las personas e incluso demostrar que, como en muchas otras cosas, norteamérica se equivocaba.










viernes, 6 de septiembre de 2013








MEKONG HOTEL
(2012)

Apichatpong Weerasethakul







La inundación del espíritu.
Tenemos el agua al cuello y no sabemos cómo salir. 
La naturaleza siempre es más fuerte dentro y fuera, en el pasado y en el porvenir.
Si escuchamos a nuestro alrededor, entenderemos el pasado y lo que éste nos tiene que decir.
Luego están los sueños y las tardes sin hacer nada, el calor, la lluvia y un hotel desde donde ver pasar los días.
Todo se inunda para llenar el vacío de la vida, el sinsentido del suceder, elevándose por momentos, en algo milagroso porque seguir respirando.














jueves, 27 de junio de 2013






NO DIRECTION HOME
2005
Martin Scorsese






Seguramente sea la mejor película de Scorsese y sin duda es la mejor de Bob Dylan.
En el cine a veces surge esa combinatoria tan paradójica: un director talentoso con material ajeno entre sus manos y un actor entregado al papel de su vida. Para que el film acabe siendo un milagro, el material debe ser muy auténtico y el actor no debe ser un actor en sí, sólo tiene que ser él mismo.
No Direction Home no habla de la vida de Bob Dylan, sino que habla de ese primer Dylan que debió ser siempre secreto, como todos los verdaderos inicios de los grandes artistas, pero que en su caso fue fotografiado y grabado desde la primera nota. Siempre lo digo: su caso es extraño, casi inverosímil, es la historia de un héroe sin recompensa, la pasión de un chaval de pueblo, filmada sin descanso. En el film se ve cómo desde el principio, el Chico Flaco siempre fue eso, un chico agudo con muchas agallas que le importaba un carajo lo que dijeran de él y que sólo le importaba la música; tal vez es una de las expresiones más hermosas de la creación y ya no por su música (que también) sino por su actitud y la libertad que inyectó a todos sus actos, a sus respuestas, a su amor.
Bob Dylan amaba la música por encima de cualquier cosa y en el film aparecen esos años decisivos en los que un artista tiene que decidir qué hacer; es una apuesta sin retorno.
Él sabe que es muy joven, pero va descubriendo que la música siempre lo es (o siempre puede serlo) y por eso fue que grabando su mítico tema Rolling Stone, al oír esa melodía imperfecta y milagrosa, decidió tirarse de cabeza para siempre al fondo del sonido.
Scorsese, de alguna manera, intenta montar las secuencias existentes de miles de archivos, buscando no ya a Dylan, sino a eso que no suele encontrar en sus películas; persigue aquello que es cine en Dylan y lo encuentra cuando aparece al fondo de un pasillo o callado en un coche o cuando avergüenza a un crítico del Times o cuando camina por la calle con amigos suyos. 
Lo peor de la película son las entrevistas que filma Scorsese, pues de ellas interesa -como mucho- sólo la voz y no la imagen de las personas que sobrevivieron a esa época mágica junto a Bob (Joan Baez y compañía), cuando ellos eran unos chavales que creían vivir sólo un sueño que, de alguna manera, sabían que terminaría.
Para ellos se terminó, pero Dylan sabía que sólo era el principio y por eso nunca se amarró a nada, por eso fue un pájaro envidiado por todos, con nidos secretos, amores secretos, canciones secretas; de hecho, la película se debería llamar algo así como La vida secreta de Bob Dylan.
En la canción Rolling Stone hay un verso muy curioso: You're invisible now, you got no secrets to conceal. Después de componer esta canción y de grabarla y de tocarla en directo, Dylan tuvo un accidente casi mortal montado en su Triumph a toda pastilla.
Dylan se convirtió en otro Dylan muy diferente, igual de talentoso, de irreverente, pero ahora Dylan sabía lo que era el miedo y eso le hizo ser en sí mismo un secreto. Tal vez, No Direction Home no cuenta nada más de Dylan, por la simple razón de que es imposible, al menos lo es, de la misma manera que se nos cuenta hasta 1967. En todo caso, hasta esa fecha, Dylan aparece como un artista puro, como un hombre intentando hacer algo en la vida y tal vez, por eso mismo emociona tanto, por eso y por esas canciones cara B que rebusca Scorsese en los archivos más privados de Dylan, donde el Chico Flaco parece fluir de una manera muy especial; a veces pienso que Scorsese debería haber sido un DJ, debido a su orden, su meticulosidad y su buen criterio.
El cine es otra cosa y él lo sabe y por eso hizo esta película que nada tiene que ver con su filmografía llena de estilismos e historias para no dormir. Scorsese es un gran realizador pero ha perdido lo que Dylan nunca ha dejado escapar. Si Scorsese hubiera seguido creciendo en la línea de Taxi Driver o Ranging Bull, otro gallo cantaría, pero se decantó por el cine del dinero: Casino, Goodfellas, Gangs of New York o Kundun. Todo eso es otra cosa, puro entertaiment abocado al entertaiment donde es imposible encontrar algo de cine, por eso no me sorprende que hiciese The Aviator (2004), para arreglarse con él mismo y su megalomanía, para entender su error, porque al que filma allí no es a Di Caprio, ni siquiera a Howard Hughes, sino a él mismo contemplando esa enorme montaña de películas que ha creado y que ahora se le vienen encima o que simplemente se van diluyendo, mientras Scorsese se pregunta dónde carajo está el cine que buscó de joven y se pone triste y nadie sabe decir porqué, y se vuelve loco buscando eso que no encuentra en DiCaprio y hace mil películas detrás de él, pero no llega a encontrarlo.
Cuento esto, porque un año después de The Aviator, estrenará NO DIRECTION HOME y ya no estará tan triste, porque sin querer ha vuelto a los 70, cuando buscaba y creía en el cine filmando a De Niro, no como un oficio, no como una película, sino como la búsqueda de una vida palpitante llena de pasión.  






no direction home















martes, 25 de junio de 2013




INDIA SONG 
(1974)

Marguerite Duras






Tal vez hay que nacer sin patria para ser libre.
Tal vez hay que ser rebelde de una forma muy distinta para ser rebelde.
En la diferencia está la esencia de la distinción y cuando digo diferencia hablo de identidad. 
Nacida en la remota Shaigón, la señorita Duras vivió un largo proceso hasta su muerte, un proceso de entendimiento de un mundo al que de alguna manera, ella no parecía pertenecer. Como cuenta en sus primeras novelas, lo único que recuerda como real, era la pasión, la pasión en forma de gozo y anarquía sentimental; el contacto con el misterio de lo desconocido.
Marguerite estaba dispuesta a ser cualquier cosa en la vida fuera de la cotidianidad, lejos de lo ordinario y establecido. Su corazón era algo así como una bomba de la verdad llena de ganas y por eso escribió mucho, pero no sólo en papel. A la señorita Duras se la conoce popularmente por sus novelitas, pero lo que no mucha gente sabe es que, esta curiosa señora también ejercía -con un grado de distinción supremo- el exigente arte del cinematógrafo, instalándose como una auténtica gurú de los nuevos cines de cualquier época y cualquier futuro. A través de casi veinte películas, esta cineasta medio vietnamita, medio francesa, sentó las bases a los futuros poetas de la imagen y advirtió silenciosamente, que en el cine se trata de reflejarse a uno mismo con sus propias reglas y nada más y que el cine es una cosa que sólo TÚ puedes saber, en el que debes entregarte por entero. Eso es el cine: uno mismo y el mundo de forma simultánea. Por eso los grandes maestros del celuloide, iban a visitarla a su casa para agradecerle o para pedirle consejo, porque ella sabía y no sabía y por eso su cine es simplemente una melodía que atraviesa el corazón sin saber muy bien cómo.
       Ella filma a la contra, a la contra de aquello que a los demás no les deja filmar lo que quieren y lo consigue en un grado superlativo, dejando a las cosas sencillas ser sencillas y a las cosas complicadas, ser como son. Sus personajes hablan y no hablan y cuando no sabe, hay silencio y la cámara se mueve por ahí, buscando otra cosa, mientras ella escribe en alto para que se oiga lo que le gustaría oír en esos lugares vacíos que no sabe cómo rellenar, en esas bocas que no sabe si deberían hablar o quedar calladas como se quedan, dentro de sus películas, con los labios muy cerrados y la traición entre los dedos -o simplemente tirada en la alfombra-. Todo su cine es música, una música que le gusta mucho a Godard, a Kaurismaki, a Resnais, a Weerasethakul y que ha enseñado NO un tipo de cine, sino a creer en uno mismo y en sus intenciones, sean cuales sean, creando una política de imagen más allá del mundo, más allá de la patria o del recuerdo. Ha enseñado a todos y todos han reconocido su genio. El genio viene de la diferencia. La diferencia viene de la valentía y valentía te lleva más allá de tus intenciones.
Todo es un sonido lento que te envuelve.
En 1967 filmó por primera vez; hizo una peliculita llamada La Música.
Así es Duras la cineasta, así fue su camino hacia su libertad.
Así es como suena.

Algún día se dirá de ella, que fue la madre del otro cine.


martes, 18 de junio de 2013






LA SONRISA DE NANOUK

Flaherty




Cuando Víctor Erice habla de la importancia decisiva que representa la milagrosa sonrisa esbozada por Nanouk -el gran protagonista del film de 1922 rodado por el norteamericano Robert Flaherty-, Erice no está hablando de otra cosa que de la esencia cinematográfica, el misterio que todos los filmakers buscan, incluso los menos acertados. Esa presencia de realidad pura es casi imposible de filmar y por eso, cuando un cineasta la encuentra, sabe que ha llegado a una cima de la experiencia del cine. Cuando Víctor Erice habla de esa sonrisa, también está hablando de los ojos de Ana Torrent, de las lágrimas y las manos del chico de The Kid de Chaplin, está hablando de los aristócratas durmientes de Á propos de Nice, del valiente Timothy Treadwell bañándose feliz con los osos grizzlies en los ríos de Katmai, está hablando del rostro de Giulietta Masina bailando con espíritus, de Michel Simón eructando en una casa consistorial, de Anna Karina paseando por la orilla de un río sin saber qué hacer, está hablando de la risa balbuceante de Leopoldo María Panero, de la sonrisa de Tarkovski en su lecho de muerte, del supuesto cineasta de Close-up de Kiarostami explicando porqué quiso ser otro, de Bob Dylan diciendo I don´t believe you en un escenario, de los rostros del desierto en Passolini perdidos en la eternidad, de las tres niñas suecas de Sans Soleil paseando de la mano por el campo, protegiendo su inocencia.
Es muy difícil llegar a cualquiera de estos momentos, ya que estos momentos son el cine y el cine es muy difícil de encontrar porque se escapa, porque es la fruta prohibida más allá del umbral. Erice lo sabe porque se ha encontrado en ocasiones con él, con el cine y ha querido filmarlo el mayor tiempo posible; pero el cine no dura mucho o al menos, no dura lo que desearíamos y se rebela, explota, desaparece. La cosa es así de extraña y seguramente por eso se sigue filmando o como dice Godard, por eso la gente sigue yendo al cine: porque no hay reglas y nadie sabe muy bien qué puede aparecer en la pantalla.
Seguimos enganchados al calor del asombro.
La historia del asombro, de la contemplación.
Cuando Erice se queda hipnotizado mirando el rostro de Nanouk mientras lanza su arpón, no sólo ve al esquimal, sino que está mirando también la cara de Joe Dallesandro en Trash o en Flesh fumando en la calle la hierba de dios, está mirando los golpes que Jean Paul Belmondo lanza en el aire como si pudiera alcanzarlo, ve la capa de Orson Welles apunto de desaparecer de la escena, ve el rostro de Klaus Kinski sobre una balsa llena de monos, navegando a la deriva en el Amazonas, sintiendo cómo todo se destruye, cómo le devora la selva mientras su mirada se pierde, ve a Buster Keaton saltando de un tren porque está enamorado, ve a Vanda filmada por Pedro Costa con su hijo en la cama, enganchada a la locura, ve a Marlon Brando acariciando una paloma en el ático, ve a Joris Ivens intentando filmar lo imposible, a Jean Marie Straub discutiendo con Danielle Huillet por el instante de un rostro o a Renée Jeanne Falconetti en esa milagrosa película de Dreyer de la que tan poco se habla.
Y esto no es nostalgia del cine, y esto no es historia del cine.
Que se mueran todos los manuales y todas las teorías.
El cine no tiene reglas, sólo se revela y nadie sabe cuándo.
Pero nadie quiere aceptarlo.
Y por eso los niños y por eso el amor, y por eso los esquimales.
Y por eso Robert Flaherty -como Erice o Dreyer o Bresson- no pudo filmar más que unas cuantas películas, regalándonos lo más precioso de la existencia de la manera más sencilla, el tesoro del cine en unos cuantos momentos imposibles donde algo se revela, por fin. Imagino cuando Flaherty conoció a Nanouk y vio en sus ojos el cine, estoy seguro de que fue lo mismo que Raymond Depardon vio en Nueva York por primera vez o cuando John Ford puso sus pies en las llanuras del Gran Cañón para encontrarse a John Wayne. Billy Wilder lo buscaba en Marilyn, pero Marilyn lo encontró en Huston (The Mysfits) y Truffaut se obsesionó con que estaba dentro de Antoine Duanel, pero no siempre se consigue, aunque lo intentes toda la vida.
Bukowski lo repite una y otra vez: no sólo vale con intentarlo. DON´T TRY.
Por eso Barbet Schroeder consiguió filmarle y vimos que Bukowski era real y no sólo un libro y no sólo historias, sino un hombre de habla y que bebe, donde se puede comprobar que su sonrisa se parece mucho a la de ese esquimal de Alaska que se llamaba Nanouk, donde de alguna manera, empezó todo, otra vez.

Y esto no es historia, es cine y el cine sigue por ahí, bailando a nuestro alrededor, para siempre.













BOUDÚ SAUVÉ DES EAUX
(1932)
Jean Renoir






Boudú flota como una hoja sobre el agua y no le hace falta mojarse, no le hace falta tener para reír, no le hace falta una cama, porque prefiere el suelo. El espíritu nace de la misma tierra y es más fuerte que cualquiera y se parece a una inocencia amorosa que nunca se cansa de vivir. A Boudú quieren hacerle feliz, pero no saben que Boudú es la felicidad, una felicidad infantil que ha perdido a su caniche y que sabe que no volverá; por eso quiere ahogarse o al menos dice que quiere hacerlo, pero antes de aceptar el último trago, se siente tan bien flotando sobre el río que le lleva, que deja a la muerte para luego y se va a dar un paseo. Se salta el guión sin pensárselo dos veces.
Boudú no lo dice, pero la vida burguesa es un coñazo; lo repito: la vida burguesa es un COÑAZO. Boudú quiere besar a todas las mujeres para divertirse, para pasarlo bien como cuando jugaba con su caniche; paseaba con él, lo abrazaba, le lamía la cara y juntos, buscaban algo que llevarse a la boca.
Baila arededor del tedio, enseñándole el culo.
¡Qué difícil es ser un poco como él!
No se puede transformar lo inevitable, no se puede. La Naturaleza es más fuerte que nuestra voluntad y quien la guarda dentro como un fuego, la conservará para siempre.












sábado, 15 de junio de 2013




BORN INTO THIS
2003

John Dullaghan




Señor Bukowski, ¿cree usted en esta guerra?
no
Señor Bukowski, ¿lucharía usted en esta guerra?






Charli sabía que el silencio lo llevamos por dentro.
Charli sabía que fuera todo era un delirio sin sentido.
A Charli le pegaron, le escupieron , le dejaron solo y él dijo:
os rociaré con mi suerte.
Charli era un mono por fuera y un santo por dentro,
un perro con el poder de todos los dioses diciendo la verdad.
Charli murió y volvió a vivir para jurar que era posible.
Charli es el hombre más fuerte que conozco.
Charli sólo tenía una idea en la cabeza y las mil y una noches en sus ojos.
Charli tuvo miedo pero supo bebérselo hasta el final.
Charli tuvo las mujeres más feas y las amantes más lindas del mundo.
Charli fue el Rey Midas más guarro y más divertido de la historia.
Charli tenía una máquina de escribir y nadie pudo hacer nada para evitarlo.




LA FILLE D`EAU
1924

Jean Renoir

  



Intento ser el de la vida que no duerme y cuando duerme sueña, escribe uno de los autores más talentosos de mi generación (de momento, lo mantendré en el anonimato) para marcar así un signo de los tiempos, una apuesta de valor. El cine, cuando es cine, es valentía y riesgo, es pura acción en los terrenos privados de la belleza, un lugar donde nacen los sueños, donde los sueños sueñan y se dejan llevar por ellos mismos, para escapar, para no volver nunca más a ser quienes eran, para transformarse en formas que andan de una forma o de otra, paseándose delante de nosotros.
Este es el primer sueño que tuvo el cine de uno de los hijos del famoso pintor August Renoir, el joven Jean, que iba por ahí imaginando con su novia conquistar algo así como Hollywood, mucho antes de que Hollywood fuera Hollywood, mucho antes de que Jean Renoir fuese Jean Renoir. Antes de materializar esa ambición de juventud que lograría veinte años después, Jean Renoir empezó haciendo esta peliculita muda que inocentemente intenta copiar a Linder y a Chaplin por todos lados, pero que le sale sin remedio un Renoir de primera; un primer Renoir. Dice Miguel Marías que si Jean  Renoir hubiese muerto antes del sonoro, nadie se hubiera acordado de él y en parte tiene razón, pues en sus siguientes películas mudas (Nana 1926 o Sur un air de charlenston 1927), fue creciendo en su ambiciosa teatralidad (en muchos casos fallida) y perdiendo ese vigoroso sentido poético con que trabajó en La fille d´eau.
Es cierto que esa frescura, la volverá a encontrar más tarde, ya en el sonoro.
Tal vez esta peliculita es distinta a las demás, pues en ella no se siente una ambición más allá que la de vivir el cine, la de inventar el cine, la de amar el cine sin complejos. Tanto sus virtudes como sus errores hablan de ella y del futuro de Jean Renoir, de ese hombre que quiso ser uno de los grandes y que volcó toda su sensibilidad en un arte para hablar de todos los demás, para hablar de las cosas más grandes, de la forma más ligera posible. Por eso esta película no sería nada sin el elemento del sueño, ese motor que funcionó como el corazón primigenio del ánimo de Renoir.
Se nota en la mirada de los actores (que eran sus amigos y su mujer) la felicidad de ser libres por una vez y hacer algo de una manera verdadera, sintiéndose igual de novatos, igual de valientes que el joven Renoir.
Nunca serás tan libre como cuando no sabes hacer algo y lo haces.
Justo después de hacer esta película y de no encontrar distribuidor, Renoir se frustró. Se empezó a repetir cada mañana: el cine no existe, el cine no existe, para convencerse de ello y lanzarse a ser un vagabundo de los días. Poco después, le invitaron a una proyección donde exhibieron varios fragmentos de la película. El público de esa pequeña salita del Vieux Colombier de Paris, se emocionó y aplaudió entregado.
Renoir supo que el cine existía.







miércoles, 8 de mayo de 2013






SAUVE QUI PEUT (LA VIE)
(1980)

Jean Luc Godard






Es la segunda vez que tengo la sensación de tener mi vida ante mí, 
mi segunda vida en el cine... o más bien la tercera; 
la primera es cuando no hacía cine, iba dando vueltas, buscaba; 
la segunda, a partir de A bout de souffle hasta los años 1968-1970 
y después vino el reflujo, o el flujo, no sé cómo llamarlo; 
la tercera es ahora.


Jean-Luc Godard siempre ha hecho lo mismo: dar vueltas al concepto de la diferencia o del eterno retorno o lo que es lo mismo: hacer que las cosas vuelvan al mismo sitio pero de forma diferente. Esto es precisamente lo que hace del cine de Godard, un rico manantial de lirismo y pensamiento, de esa unión tan terriblemente difícil que acaba llamándose cine. Es muy complicado vivir ahí, en medio del misterio sin saber muy bien qué harán finalmente las imágenes contigo, porque como él dice, las imágenes no se colocan unas detrás de otras, sino que se suman unas a otras para crear la visión y la visión es lo que falta en esta edad contemporánea de la pagana confusión y el ebrio liberalismo. Ya lo advierte en su siguiente película, Passion (1982), donde repite incansable: 

el cine no tiene reglas, 
por eso la gente sigue yendo a verlo.

Un año antes de Passion, realiza Sauve qui peut (la vie) (1980), tal vez una de sus películas clave, a partir de la cual nacerá un estilo muy concreto que se perpetuará hasta sus últimos films (hasta la fecha), como Nostre Musique (2004) o Film Socialism (2010) y que hará nacer un nuevo lenguaje, un nuevo Godard, un nuevo acercamiento al cine, una nueva ligereza para hablar de las esencias escondidas en las cosas; una nueva maniera en el mundo de lo metaóptico.
Hago películas para mantenerme ocupado. Si tuviera fuerzas, me gustaría no hacer nada. Pero es porque no puedo soportar no hacer nada, que puedo hacer películas y no por otra razón. Esto es lo más honesto que puedo decir de mi trabajo, son las palabras que hace suyas Godard, originales de la fascinante artista, Marguerite Durás y que le sitúan en su cine como a un paria enamorado de su oficio; lo único que le queda para seguir perpetuando su fe. 
Para Godard, el trabajo y el amor son lo mismo y por eso, de alguna forma casual, comenzó a hacer cine de repente, ya que desde sus inicios hasta Pierrot le Fou (1965), Godard filmaba sólamente para una mujer, para entender a una mujer (Anna Karinna) y para entender que esa mujer se alejaba cada vez más y más como una estrella fugaz, por eso Godard, en esa época concreta, era amante y marido, ya que que besaba a Karina con los labios y besaba al cine con la cámara y luego cerraba los ojos e imaginaba otra película para que aquello nunca terminase, pero ya se sabe que las historias a tres no suelen salir bien. Después del 65, se agota la estrella y Godard se queda sólo con el cine y entonces intenta seducir a otra amante muy diferente, la realidad (como ideología) y deambula por el mundo del celuloide, siendo el paria más famoso del negocio de la poesía, intentando capturar el infinito espíritu revolucionario de la historia: la revolución interminable del pacto social. En los 70 se empeñó en que la gente viera cosas (La Chinoise, 1967), viera lo invisible más allá de los textos (Loin du Vietnam, 1967), utilizando la conciencia como canal (Weekend, 1967) desenmascarando complicados conceptos (Un film comme les autres, 1968) para así poder contemplar el poder de las palabras en todo su esplendor (2 ou 3 choses que je sais d'elle, 1967) y empezar una batalla de tú a tú con la estructura de la existencia y sus múltiples variedades. Encomendado a la regilión Vertov y a su ojo mágico, supuestamente capaz de cambiar el mundo -y sobretodo de hacer soñar a jóvenes aventureros-, Godard se lanzó a la guerra de la vida, iniciando su década más rousseausiana y concesiva, militando en las filas de lo que él creía como su lucha verdadera: Lotte in Italia de 1971, Tout va bien de 1972 o Ici et ailleurs de 1976, las cuáles siguen una linea de panfleto y protesta experimental, influido por el viento del 68´. Todo es así hasta la aparición de su síntesis lírico-sociológica Número deux (1975) donde Godard se derrumba entre sus pantallas y magnetófonos, derrotado por el absurdo de la existencia. El mundo no se puede cambiar disparando películas; el mundo se cambia desde dentro de ellas, creando mundos diferentes, formas nuevas de respirar. Así, Godard empieza a soñar ya con una historia distinta, donde la imagen está a punto de apoderarse de todo lo real; empieza a tramar una verdadera historia del cine para hacer que todo se vea de una vez por todas. Apartó sus idealizaciones y asumió su traición, iniciando una nueva década de pura pasión, donde se instituye su estilo definitivo (su hiperstylo). 

Tengo que disculparme por esta introducción prolongada, pero que creo necesaria para instalarme aquí a comienzos de los 80, en el lance más importante de la obra de Godard, en la vuelta a la cama de su amante eterno, el CINE, por el cuál se tira de cabeza con su peculiar salto del tigre y desempolva su placer para mostrarlo más poderoso que nunca, construyendo un milagro de película que comenzó llamándose La vie y que acabó llamándose Sauve qui peut (la vie), 1980.
Dice que al filmar esta película tuvo el deseo de hacer cosas que no sabía hacer, volver al principio, al origen y por eso, quería aprender a filmar bosques, pero no pensándolos sino filmándolos (como le dijo Bresson), filmar el cielo, pero sin verlo, sólo mirándolo; filmar la luz de la infancia de las mujeres y la luz de la infantilidad de los hombres. Quería filmarlo todo de una vez y por eso volvió al sus temas naturales: el hombre y la mujer, el cine y el video, la cultura y el arte.

Un silencio.

...dije que amo; esa es la promesa


Él sabe que el mundo contemporáneo es confuso por el ruido que lo envuelve y por eso sabe que nadie puede llegar a oír la verdad, pues siempre llega algo que crea el silencio, tal vez ese silencio que nace alrededor de la lectura y que crea la palabra; pues escribir es, en palabras de Durás, una desaparición, una disolución del yo. Así, él suple la palabra e instala la visión como prueba de la existencia de la vida. Él desaparece y entonces la visión se oye...
La música siempre fue muy importante para Godard, pero en esta película es una de las protagonistas, al igual que los árboles y los cuerpos, para dejar de ser una simple comparsa o una anécdota ingeniosa. La música, por primera vez en el cine, tiene un sentido recto, alineado con la imagen y su peso en la balanza, significa lo mismo, pues en el cine lo importante no es lo que está, sino lo que no está. No diré de qué trata Sauve..., porque creo que eso no interesa demasiado, ya que todas las secuencias son performances de primera categoría, semánticamente equidistantes, repitiendo lo mismo una y otra vez, como si fuera un secreto a voces que no para de sonar en nuestros oídos; nostre musique. Esta peculiar melodía es la que quiere que acabemos escuchando, aquello que envuelve a las cosas, haciéndolas irrepetibles y bellas; algo así como nuestra música personal. Éste es el título que Godard utilizará en uno de sus futuros films -en el año 2004-, pero que ahora en 1980, es aún una idea estética que está naciendo gracias a la nueva actitud que toma ante el cine, o sea, la de un regreso al niño del cine, a ese niño que nunca se le dejó crecer y que abre los brazos en un nuevo entendimiento de su propia idea de la diferencia.







...ella dice: es terriblemente difícil ver el final del mundo.








miércoles, 1 de mayo de 2013





ZODIAC
(2007)

David Fincher



"Stirring up people, getting things accomplished, making a difference.
Isn't that what books should be about?
Robert Graysmith





En la historia del cine existen películas importantes y películas que no lo son; hay un tercer tipo, que es el de las películas necesarias y éstas últimas siempre plantean preguntas, construyendo una intención, una postura ante la realidad. Zodiac, por sí misma, plantea dos cuestiones elementales: ¿QUIÉN es Zodiac? y por otra parte, ¿QUÉ es Zodiac?
A la mitad del film, el director norteamericano David Fincher, nos muestra una virtuosa imagen de un rascacielos construyéndose a toda velocidad, dándonos una pista -tal vez inconscientemente- de lo que realmente está planeando a través de su personaje principal, Robert Graysmith, una persona que intenta reconstruir la historia de un asesino en serie a partir de informes, pruebas y suposiciones; desde los pilares hasta la cúspide. Para Graysmith, inicialmente, se trata de un juego, de un acertijo, del desafío en descodificar los criptogramas que el supuesto asesino manda a la editorial del periódico donde él trabaja como dibujante de viñetas. 
Es un boyscout que le encantan los acertijos y el cine.
El caso se hace más y más complicado a lo largo del tiempo, un tiempo que Fincher nos muestra filtrado a través de los medios de comunicación, como si los medios fueran el Tiempo en sí mismo; como dice Godard, el cine intenta crear memoria, la televisión sólo crea olvido. 
ZODIAC se convierte en espectáculo, porque el espectáculo es entertaiment y el entertaiment es olvido; todo lo que se transforma en espectáculo, pierde su valor intrínseco.
En los medios, el mismo suceso, toma un nivel de transformación y muta socialmente, adquiriendo todo tipo de matices que lo van, de alguna manera, inventando de nuevo. La reconstrucción de cualquier suceso de la realidad acaba siendo una invención, un producto imaginario muy distinto al original, una copia certificada que nos habla de la imposibilidad de entender la realidad si la queremos entender solamente a través de ella. La realidad muta por sí misma y Fincher lo sabe y por ello realiza este artefacto fílmico tan emocionante y ambiguo, tan prodigioso en la narrativa, como en su misterioso sentido. Bill, uno de los agentes de policía, al oír una noticia sobre Zodiac, dice: 

¿sabes por qué sé que es real lo que aparece
Porque sale en televisión

Por tanto, hay que tener en cuenta que el relato que nos propone Fincher posee multitud de niveles que van transformando a ZODIAC en una amalgama metaficcional llena de mutaciones narrativas, a través de las cuales, un caso de asesinato múltiple, se transforma en un motivo esencial para explorar la esencia de las cosas; una sencilla pregunta para la que no existe respuesta, pero que todos buscamos. 
¿Por qué hacemos las cosas?
Partamos de que David Fincher hace una película acerca de un asesino, un asesino sobre el que se hace una investigación policial que dura más de diez años, una investigación que lleva a Robert Graysmith a escribir un libro para explicar dicho caso, un caso sobre un asesino que inventa pruebas que no existen, que se adjudica víctimas de otros, que miente para ocultar su identidad, que filma sus asesinatos y que se hace tan famoso que llega a inspirar películas como la de Harry el Sucio y que insiste constantemente en sus cartas, exigiendo que hagan una película sobre él y que finalmente hace que la gente, de alguna manera, quiera ser él, ZODIAC, alguien que no existe en realidad, porque nadie sabe quién es y nunca nadie lo sabrá. 
Alguien que manipula la realidad.
ZODIAC se transforma así en la gran ficción del propio Fincher, filmada meticulosamente, siguiendo las directrices de las investigaciones de Robert Graysmith, publicadas en su libro homónimo de 1986, ZODIAC. Fincher es real, Graysmith es real, su libro es real, ¿pero qué es Zodiac sino un misterio sin solución?
Todos los personajes de la película -incluido el público- creen saber quién es el culpable, pero las pruebas en sí mismas oculatn la verdad, nunca son suficientes; la LEY impide alcanzar la verdad. Nuestra imaginación -a través de la mirada de Fincher- llega a conclusiones y admite que lo importante son las pruebas, los hechos, basándose en que sólo se puede confiar en lo que se ve, en lo que se puede demostrar a través de un discurso racional, pero ZODIAC es irracional o al menos el hiperrelato creado a partir de los hechos en sí mismos, a partir de la mentira que nace de la invención.
Entonces, ¿por qué seguir adelante?
Robert Graysmith lo repite constantemente: necesito saber quién es, necesito estar ahí y mirarle a los ojos y necesito saber que es él, y el espectador se siente como Graysmith porque ha confiado en Fincher y se ha introducido en su film para poder ver la verdad y esto Fincher lo sabe y por eso juega entre las dos orillas y se sale del relato para darnos pistas, aunque sólo sean pistas narrativas, adelantando el fracaso del resultado de meter las narices en algo tan imposible como la comprensión del mecanismo de la Realidad. 
Antes de hacer la película, Fincher tiene todo esto muy en cuenta y por eso intenta filmar la historia lo más fielmente posible, como un intento desesperado de ordenar los supuestos hechos para que hablen por sí mismos, para que digan lo que tengan que decir sin forzarlos, sin segundas lecturas, sin pretensión, ofreciéndonos la mutación en sí misma de ZODIAC, mostrándonos en qué se ha transformado esta máquina de sucesos que no para de cambiar de forma. Los guiños de Fincher a lo largo de la película, se manifiestan en forma de cortos planos frontales, donde los personajes miran directamente al espectador, revelando en una especie de confesión metaficcional, secretos que en el mismo film, ocultan. Uno muy importante, es aquel en el que Arthur Leigh Allen, el sospechoso número uno, en una declaración ante la policía, afirma rotundamente:

Yo no soy Zodiac, y si lo fuera, nunca se lo diría.

Estas declaraciones aparecen a la mitad de la película, como una nueva advertencia de lo que viene, de que la película no va de eso realmente, de saber si Leigh es o no es el asesino, de solucionar un caso, de atrapar al malo y entonces la película es ya, al menos, dos películas. Fincher no quiere hacer un film comercial -como en otras ocasiones-, aunque para ojos poco diestros, inicialmente lo pueda parecer. Fincher sabe y no sabe qué tiene entre las manos, sabe que está contando algo imposible de contar o al menos de terminar, por primera vez en una de sus películas, está proponiendo algo nuevo porque sabe que está abrazando al misterio con todas sus consecuencias, dándose cuenta de que está filmando una historia sobre un personaje que quiso reconstruir la misma historia que él filma ahora.
Por ello, y cuanto más avanza la película, se aprecia eso, que toda construcción, es un artificio que acaba siendo real, una mentira real, una invención nacida muy lejos del resultado final y que nos dice cosas, cosas nuevas sobre el caso y lo que no es el caso, por ello es importante destacar que el supuesto asesino se basó en una película de 1933 de Irving Pichel, rebautizada en español como El malvado Zaroff -lo cuál no nos da muchas pistas- pero que si descubrimos su nombre original THE MOST DANGEROUS GAME,  la cosa cambia. Ese juego tan peligroso es al que juega, tanto Fincher como Graysmith junto al espectador, porque ¿qué es ese juego tan peligroso? ¿La invención, la mentira, la realidad, el misterio, la muerte... algo que no acabamos de entender y que cada uno practica como puede?
Zaroff cazaba hombres por aburrimiento.

El mecanismo de ZODIAC es casi infinito y se despliega exponencialmente cuanto más queremos saber sobre él, como si en vez de un hombre, se tratase de todos los hombres, como si de repente pudiéramos preguntarnos, ¿quién nos llama en medio de la noche desesperado? y pudiéramos decir Nadie como si al mismo tiempo dijéramos ZODIAC, como si nos diéramos cuenta de que la única posibilidad de resolver el caso, es a través de la imaginación, ya que no podemos entender la realidad a través de las pruebas, de las leyes, de los hechos -pues todo muta- y entonces tuviéramos que crear nuestra propia mentira, nuestra propia aventura con mayúsculas para salir triunfantes de esta lucha de la existencia, ya que para ganar este juego, tal vez sólo valga ser niños de nuevo, niños que se divierten resolviendo acertijos con su padre, un padre que va convirtiéndose -sin querer- en la voz que construye una nueva idea de ZODIAC, aunque ZODIAC siga siendo Nadie, aunque cada vez nos sea más difícil ser niños.
A veces pienso que este film nunca hubiera existido si alguien, en algún momento, no hubiero mentido, si alguien no hubiera querido reconstruir una historia, si alguien no hubiera filmado, si alguien no quisiera haber sido filmado, si alguien no hubiera imaginado quién era ZODIAC o quién no lo era o si realmente, alguien pudo llegar a serlo alguna vez.    

Uno de los misterios sin resolver de la película es la existencia de un tal Rick Marshall, un supuesto sospechoso que era proyeccionista de un cine y que se dice que dejó una lata de celuloide que contenía los asesinatos de ZODIAC filmados uno a uno. En este punto, el relato se escapa en la oscuridad para siempre, una oscuridad llamada cine o todo eso que llamamos de todas las maneras, y que seguimos hasta un sótano oscuro en el que estamos indefensos y confundidos, hasta que la oscuridad del misterio se da la vuelta y nos pregunta ¿puedes seguirme? y nosotros asustados, retrocedemos, sabiendo que hay un umbral infranqueable que al hombre no le está permitido cruzar y que sólo, con su imaginación, puede llegar a reconstruir.