sábado, 8 de agosto de 2015





IDIOTERNE
(1998)

Lars von Trier




Saca el idiota que hay en ti. No te preocupes por lo demás, sácalo y no te dejes atrapar por la normalidad. En 1998, von Trier inventa una de sus travesuras más divertidas. Con la excusa del movimiento Dogma 95 -un cebo comercial puro y duro que oficialmente consolidaba cierta estética danesa que facilitó la promoción y el éxito posteriores-, directores como Thomas Vintenberg y Lars von Trier, se precipitan al rodaje de una serie de películas que rompen, no ya sólo con las formas, sino con algo mucho más importante: los contenidos. Pero no es simplemente una revolución temática, sino moral y política. Moral a causa de su dinámica destructiva de tabúes, de estereotipos y de juicios, en definitiva: de la inasumible cotidianidad. Von Trier nos da un golpe mental e inaugura o materializa esa vieja idea de que en el cine tienes que hacer, por encima de todo, lo que quieras, inventarte lo que desees filmar de la manera que te venga en gana; si no no estarás siendo tú y eso se llama traición. En cuanto a la revolución política que atentan, es sin duda a la del cine, a su acomodamiento de las formas, a su temática pétrea. El mensaje de von Trier es claro: lo clásico ya no nos sirve y debemos fundar un nuevo reino para ser felices, una nueva revolución que vuelva a fracasar, pero que nos haga mover el culo y la mente. Así inventa su concepto de idiota, para dar vida a un experimento fílmico de lo más  sugerente.
Un idiota es una persona que padece una debilidad mental que hace que su comportamiento sea infantil. Un idiota es un tonto, una persona insuficientemente lista, un imbécil que dice y hace imbecilidades, un bobo que hace cosas sin sentido. Von Trier nos invita a que asumamos este concepto en nosotros mismos y que dejemos de protegernos en las apariencias; estamos obligados a sacar nuestro lado más ridículo y elegir el papel más marginal para poder contemplar las cosas más claras, para ver cómo se empieza a derretir todo aquello que creíamos correcto e inamovible. Idiotizar a las personas, a las cosas, a las ideas, para darles la vuelta y conseguir su asombro ante nuestro nuevo status: el absurdo. Como Pirandello, Beckett, Ionesco o Arrabal, Von Trier atenta contra nuestro inconsciente, desterrando los modales, lo políticamente correcto, la moral, la ley y el orden, incluso el gusto oficial, para dejar paso a lo extraño, sucediendo ante nuestros ojos sin que apenas podamos entender qué va a suceder dentro de nosotros. Idioterne o Los Idiotas, es un artefacto altamente corrosivo, una subversión de las reglas, un intento de gritar más fuerte. Von Trier nos dice que debemos ser más sencillos en nuestra mirada y más ingeniosos que los demás y que no nos debe importar lo que otros piensen sobre lo que hacemos, pues lo que hacemos es único. Al margen de la polémica que siempre ha suscitado este director, nadie puede negar que sus inicios no son otros que los de un valiente, los de un tipo con una idea fija en la cabeza, que nadie se la va a poder quitar. Terquedad y simpleza es lo que nos demuestra en sus imágenes, sarcasmo y crítica emergen del fondo de la luz. Dogma 95 fue un movimiento que agrupó a una serie de señores que se propusieron dinamitar la sociedad burguesa, aplicándole el feismo, lo grotesco, la exageración y la inverosimilitud como condiciones de una apariencia puramente realista y sucia. Para criticar a la burguesía danesa, Idioterne da un mazazo brutal a la sociedad, utilizando temas claramente delicados: el argumento trata de un grupo de amigos que deciden hacerse pasar por retrasados mentales en lugares públicos para pasárselo bien y para conseguir sacar de sí mismos aquello que llaman: su idiota interior.
Está claro que el título en sí mismo, es una concesión de von Trier al hecho comercial, ya que en función al contenido, la película debería llamarse, más bien, Los retrasados o Los Subnormales. Este último título sería ideal para entender esta performance danesa de dos horas, ya que creo que el concepto de normalidad y tedio es el que ataca realmente esta película, con especial saña. La tesis del film propone que debemos idiotizarnos para sentirnos felices, debemos autoenfermarnos para conseguir la verdadera salud mental, debemos destruirnos para volver a nacer. Esta es la cuestión inicial, la cosa es que a Von Trier la película se le desborda o la desborda por voluntad, y comienza a tratar de otras muchas cosas: del vacío, de la imaginación, del sexo, de la conciencia de realidad, de la mentira, la verdad y sobretodo de la identidad, pues la identidad no nace sino que se construye y von Trier parece exponer que, con demasiada facilidad, nos dejamos guiar en nuestras decisiones y que esto condiciona nuestra forma de ser hacia clichés preestablecidos por la propia sociedad: ¿está la sociedad por encima del individuo? Idioterne se centra en la recuperación de ese valor individual y en la práctica de esa libertad. Los idiotas buscan una felicidad que no existe en este mundo, por eso hay que inventarla. Von Trier se inventa todo un nuevo discurso para el cine y a finales de los 90´, funda un camino nuevo para explorar. Hoy día, él ha abandonado ese camino por el de la psicología barata y el goticismo. En todo caso, films como Idioterne fueron y son necesarios para volver a vivir una experiencia en el cine, para volver a sentir que podemos hacer lo que nos plazca y que esta es la única ley a seguir: ser un idiota puede llegar a ser una maravilla, una llave que abra las puertas de tu imaginación y te haga descubrir cosas que nunca pensaste que habitaban en tu interior.










martes, 14 de julio de 2015




HEARTS OF DARKNESS:
A FILMMAKER' S APOCALYPSE
(1991)

Fax Barh
George Hickenlooper
Eleanor Coppola




Espero que en el futuro, una niña gorda de Ohio logre ser la Mozart del cine moderno, haciendo películas con la cámara de su padre; es la única forma de que el cine se transforme en un arte y deje de ser un producto comercial. Las anteriores palabras de Coppola son, en todo caso, sinceras, aunque no creyó en ellas hasta un par de décadas después de terminar la gran obra de su vida: Apocalypsis Now. La megalómana aventura del director italoamericano no es, lamentablemente, una buena película o al menos no se acerca a lo que Coppola imaginó en los orígenes del proyecto; el cine siempre comienza siendo una cosa en la mente y acaba siendo otra muy distinta; no es este un ejercicio de falsa modestia, sino de autocrítica. Los hechos hablan por sí mismos: es cierto que la cinta comienza de una manera potente, anticipando una bomba de relojería fílmica que precipita al espectador prematuramente a crearse unas expectativas de vertiginosa altura. Un soldado enloquecido por la guerra con una misión secreta, generales de batalla obsesionados por el surf y el Séptimo de Caballería, chicas Playboy empapadas en ácido hablando de pájaros y espiritualismo... digamos que la primera parte promete un crescendo de alucinaciones y rutas oníricas que incuban una ruta visual, irracional, valiente e ingeniosa. En cambio, lo que podríamos llamar las partes posteriores del film, no se quedan más que en pobres ejercicios discursivos torpes y tontorrones compuestos de secuencias lánguidas e interpretaciones injustificadas y bobas (incluso de falso sensualismo) que estropean el film, desdibujándolo. 
En Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse, Coppola confiesa que a mitad de rodaje no sabía qué estaba haciendo en realidad y que perdió el control y se lanzó a una dinámica de improvisaciones; improvisar es magnífico, pero cuando has sido un director racionalista de estudio como Coppola y has estado respaldado desde siempre por producciones millonarias, aquello puede acabar siendo un circo de monos. Dennis Hopper estaba siempre drogado y no se aprendía los diálogos, a Martin Sheen le dio un ataque al corazón debido a su alcoholismo y estuvo tres semanas de baja y Marlon Brando exigió trabajar sólo y exclusivamente 21 días de los 268 que duró el rodaje en Filipinas, por la minucia de tres millones de dólares. Además de estos tres contundentes elementos, Coppola tuvo que afrontar también un tifón, al gobierno filipino, a la prensa estadounidense, al torpe de John Millius y al pretencioso George Lucas. El gran problema del cine es el dinero y la terca idea de que sin él el cine no puede existir. Apocalypse Now demuestra que cuanto más dinero tengas de presupuesto, más problemas tendrás que solventar para conseguir la imagen que sustente tu idea o en el mejor de los casos, tu espíritu. Coppola experimentó en sus carnes la gran  e ineludible mentira que atrapa al cine y la alimentó durante más de tres años, hasta conseguir odiarla, hasta admitir que hasta hoy arrastra una película fallida que envejece cada segundo y que acabará desapareciendo por completo en su apocalípsis personal, ocupando una línea diminuta y perdida dentro de una lista infinita de filmografías. Nadie sabe cómo nace el cine, cómo se hace, cómo se consigue. A diferencia de otras disciplinas, el cine se compone -de una forma más que esencial- de una materia tan curiosa como es la mismísima realidad, lo cual complica la cuestión más de lo esperado; en escultura -un arte sordomudo- puedes utilizar una silla, una tabla, una tela, pero en el cine -además de todo eso-, tienes que trabajar con los sucesos y el tiempo. Cuando a principios del XX, los hermanos Lumiere muestran sus primeras películas, la gente adopta una idea del cine muy simplificada y errónea. Según las apariencias, el cine no es más que un oficio en el que se trata simplemente, de colocar la cámara delante de un devenir cualquiera y de apretar el botón de filmar; la gente cree que las cosas suceden en el cine tal y como suceden en la pantalla pero, a decir verdad, la cosa funciona totalmente al contrario. Cuando se empezó a conocer más a fondo la historia de los orígenes del cine, se descubrió que los hermanos Lumiere y los demás, no sólo se ceñían a darle al botón, sino que a la vez, dirigían las acciones que se producían, seleccionaban específicamente los planos y hacían diferentes tomas hasta que conseguían su objetivo. El documental y la ficción es un tema inútil e infructuoso que les encanta discutir a las publicaciones especializadas y a los festivales de cine; todo eso es mentira, un sofisma à la mode. El íntimo trato que el autor mantenga con la realidad que trabaje será el aura que se imprimirá inevitablemente en la pantalla de una manera explícita e inevitable, dejando, a la vez, el rastro de su miseria y su talento. El cine revela la verdad que hay detrás de la mano y del ojo que nos hacen mirar aquello que vemos representado; el film es una huella dactilar inconfundible de la identidad del autor. Aunque pretenda maquillarse, el cine no puede funcionar como una máscara, sino como todo lo contrario: se establece como una especie diván visual donde aparecen los miedos y las virtudes de aquel que imagina y aprieta el botón; así,  los Lumiere hacían lo que hacían y Coppola hizo lo que hizo. Me explico: el cine es un lugar para dejarse llevar, para investigar el mundo de las apariencias, una radiografía que nos deja ver más allá de lo que creemos ver, un cañón que nos destruye en mil pedazos para generar un nuevo orden; un telescopio del azar que podemos aumentar tanto como podamos soportar, tanto como nuestro ser aguante. Así, el cine es como la mente de Nietzsche, cuando dice: mi verdadera unidad de medida ha ido siendo cada vez más qué grado de verdad soporta un espíritu, qué dosis de verdad se atreve a afrontar
Durante el rodaje de la película, Coppola se muestra ininterrumpidamente como un maniquí al que parece que le importa más la pose de director excéntrico y pintamonas que otra cosa; de hecho aparece en una escena del film, interpretando a un reportero de guerra, dirigiendo ficcionalmente a los soldados norteamericanos como si fueran extras: ¡No miréis a la cámara, es para la televisión! A parte de su vitalidad (que es mucha y admirable), Coppola siempre intenta aparecer en cámara como un actor más de su propio juego, un demiurgo orgulloso y fuerte ante sus hijos o como dice él mismo; yo en esa época era multimillonario y famoso por las películas de El Padrino y todo eso me hizo tomar una actitud de distancia ante todo y por eso, durante todo aquello, creí ser el mismísimo Kurt. Una de las teorías de Coppola durante el rodaje, fue que los actores debían ser los personajes, o sea, que debían ser ellos mismos, pues la película -entre otras cosas- hablaba del problema de la autenticidad, de la verdad, de una imagen irrecuperable de un enorme error. Siguiendo dicha regla, Marlon Brando es tanto Kurt como Kurtz es Marlon Brando y si Coppola llegó a creerse el general Kurtz, también de alguna manera, creyó ser Marlon Brando y, ¿quién era Marlon Brando al final de los 80´? Un obeso actor en decadencia, imbuido en su propio mito y que nunca más volvería a hacer una película respetable. 
Una de las cuestiones que emana del curioso documental Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse es verbigracia, por qué misteriosa razón Coppola no utilizó las improvisaciones delirantes ensayadas por Brando y en cambio utilizó aquellas más correctas y aburridas en las que Kurtz se limita a leer pretenciosamente poemas de T.S Eliot y noticias banales en la revista TIMES. La contradicción de Coppola se manifiesta profundamente en el interesante documental, que sinceramente se hace corto e incompleto, ya que se percibe una criba intencionada de material. En todo caso, su contenido hace manifiesta la enorme contradicción entre el querer y el poder, entre la industria y la poesía, entre el dinero y el espíritu... sobretodo en la última y agónica hora de film, sin duda, la más ansiada por la imaginación de cualquier espectador que se atreve a embarcarse en esta oscura aventura de las tinieblas de Coppola y que se le va deshaciendo en las manos hasta no ser más que un montoncito de napalm seco. Anteriormente he comentado el caso de Brando por ser uno de los obstáculos más llamativos, pero hay otros muchos elementos inconsistentes que debilitan el film: empezando por el frágil argumento principal, siguiendo por la insípida interpretación del protagonista, la profusa artificialidad de muchas secuencias o las innumerables falsas expectativas que no paran de sucederse y que agotan al ánimo del vidente. Se podrían exponer infinitos argumentos de por qué la película es fallida; en cambio, todas sus virtudes se resumen en la sublime canción de Jim Morrison, el sacrificio de un caribú y la hilarante interpretación de Robert Duvall dando vida al coronel Bill Killgore. Todos los premios y todo el dinero que consiguió la película, no  fueron más que un homenaje a aquel testarudo director que consiguió terminar y hacer triunfar uno de los fracasos más rotundos y caros del cine. Apocalypsis Now representa hoy un maravilloso ejemplo para entender que el dinero es sin duda, el gran enemigo del arte, un elemento que corrompe los espíritus más fuertes y que crea vanidades insuperables y bloqueos mentales muy difíciles de aceptar, que conducen a la confusión y a la decadencia. Muchos años después, Coppola entendió qué es lo que había perdido en realidad al hacer el film y por eso, imaginamos, se atrevió a desafiar a la industria con las valientes y proféticas palabras que abren este texto. Como siempre, el director parece convencernos de sus épicas intenciones y sus aspiraciones artísticas; el problema es que sus acciones demuestran que sigue existiendo una especie de traición que le puede, que le fustiga, como si se hubiera olvidado el alma en algún rincón de esas selvas filipinas y jamás hubiera podido recuperarla; todo tiene un precio.
Si algo nos aclara Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse (mucho más interesante que la mítica película) es que Coppola estaba solo (aislado en medio de la muchedumbre) y tenía miedo, mucho miedo y no precisamente del dinero, sino de traicionar sus principios o sus ideas sobre la creación; el horror le pudo, el dinero le cegó. Coppola quiso ser un artista, pero siempre estuvo demasiado enganchado al cheque y a lo que viene dentro de ese cheque: una obsesión por controlar la realidad; en otros ámbitos se le llama simplemente, poder. Nadie puede someter la realidad y entre los cineastas, suele ocurrir que acontece a menudo dicho pecado. Le ocurrió a Herzog (Fitzcarraldo), a Welles (The Trial), a Cimino (Las puertas del cielo), a Chaplin (La quimera del oro), a Griffith (Intolerancia), a Tati (Playtime), a Renoir (Naná)... todos grandes autores que quisieron explorar sus propios caminos respaldados por la industria, pero que muchas de sus obras acabaron siendo altamente defectuosas por el simple problema del maniático dinero y la exigencia capitalista. Escucharéis de mucha gente la afirmación de que el cine es exclusivamente dinero y que sin él es imposible hacer una película; desconfiad de ellos, apartaos, que no os roben las ganas de hacerlo, pues el presente siglo es el flamante territorio para los nuevos cineastas, almas libres que no tendrán que sobornarse con el dollar ni la industria, que no estropearán sus obras por culpa de intereses económicos u opiniones ajenas. El cine ha logrado madurar hasta volver a ser un niño rebelde que hace lo que quiere y como quiere, al que no castigan por llegar tarde a casa o por llegar colocado, un cine valiente y claro donde la honestidad prima sobre lo falso del mundo de las apariencias, donde las tinieblas al menos, son más claras, más reales; un cine que reunirá a todo tipo de artistas, todo tipo de mentes que podrán explorar eso tan rico que es sin duda la materia de la realidad o como dijo otro, la carne de los sueños de una niña gorda de Ohio.








miércoles, 10 de junio de 2015




IL CASANOVA DI FEDERICO FELLINI
-STORIA DELLA MIA VITA-
(1976)

Federico Fellini






ANDREI RUBLEV
(1966)

Andrei Tarkovski



Con ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas 
del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, 
la música o la pintura. Pero una y otra vez hay que buscar de nuevo el
camino por el que tiene que ir el cine como arte. Estoy convencido de 
que el trabajo práctico en el cine será para cada uno de nosotros algo 
infructuoso y esperanzado, si no comprendemos con toda exactitud 
y claridad la especificidad de este arte, si no encontramos nosotros 
mismos la llave que tenemos para abrirla.

Contraportada de un libro sobre 
Tarkovski editado en España



PRÓLOGO

Biográficamente se dice que Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga. Fue hijo de poeta y estricto alumno encauzado en el humanismo. La música fue una de sus principales intereses, junto a la literatura, la pintura y la magia. A pesar de sus disciplinas predilectas, a principios de los 50', tras un viaje a Siberia, se decide por estudiar cinematografía, asistiendo a las clases de Mijail Romm, uno de los cineastas más conocidos de la revolución rusa junto a Eisenstein o Pudovkin. Una década después estrenará su ópera prima, La infancia de Iván, galardonada con el León de Oro de Venecia. La crítica aplaude su prematuro trabajo y ansía descubrir de qué es capaz este joven ruso desconocido y fascinante. Cuatro años después, estrenará Andrei Rublev, con la que experimentará  los primeros problemas con las instituciones de su país, que se alargarán durante toda su carrera y acabarán haciéndole abandonar la URSS definitivamente hacia 1983.
A pesar de los problemas, Andrei Rublev es seguramente la obra más completa de Tarkovski, aunque siempre es demasiado arriesgado afirmarlo, debido a la calidad y esencialidad de toda su obra. El llamado cine metafísico o lírico, se transforma en esta extensa pieza fílmica en un cantar épico y monumental a la maniera de Stroheim o del mejor Kurosawa. Es sorprendente y casi milagroso que siendo ésta su segunda película, el director ruso maneje tal cantidad de elementos y espacios con tal facilidad y gracia. Presentado como un encargo del gobierno soviético para ensalzar la figura de su más famoso pintor de iconos, Andrei Rublev, Tarkovski acepta animado con el ánimo de aprovechar las grandes posibilidades que le puede ofrecer el respaldo de una gran producción. Será ésta la única y última ocasión en la que pueda contar con la gran infraestructura del Mosfilm. A Tarkovski, como a cualquier otro artista, no le interesa ningún país, sólo anhela un espacio de libertad para liberar sus imágenes, para crear las formas que sólo él puede ver; de ahí su problemática: Tarkovski nos presenta la contraposición esencial de imágenes autónomas frente a las imágenes establecidas por la generalidad; es la pura contradicción entre la imagen del Andrei Rublev que ansía reivindicar el estado soviético y el Rublev que está dentro de la cabeza de Tarkovski. 
La película se extiende en siete capítulos, establecidos como fragmentos de una basta novela, comenzando con un prólogo bastante sui géneris que representa la parte más potente de toda la cinta a nivel poético: un hombre intentando despegar en un globo desde una catedral mientras le persiguen para matarle, isletas oníricas a vista de pájaro (plagiadas de forma idéntica por el cineasta Pere Portabella en su película Puente en Varsovia, 1989; ya lo dijo el escritor Josep Pla: los catalanes sólo saben copiar) pasando ante nuestros ojos como sueños líquidos, un caballo revolcándose en el polvo como si fuera un dios, figuras en la lejanía creando dibujos en la distancia, un grupo de cazadores surcando un río en piraguas; un cuadro de Brueguel, una película de Fellini, un cuento de Verne. Tarkovski echa mano de todos los materiales que le impresionan y coloca al principio del metraje sus versos más misteriosos y mudos, sus deseos más hondos sintetizados en cine: escapar y ser libre


I. EL BUFÓN (1400) 

En vez de hacer un biopic al uso o una americanada kitsch, Tarkovski opta tajantemente por no contar la vida de Rublev, a pesar del inicial encargo del gobierno soviet. Así, su decisión es acompañar a Rublev durante siete momentos particulares de su andanza a través de la Edad media rusa, siete momentos en los que Rublev no siempre funciona como el centro de la acción; elige determinados sucesos aislados para desarrollar un cine caprichosamente elíptico, fascinante y asombroso. Cada una de los capítulos constituye un pequeño film autónomo, y en conjunto, la obra se vislumbra como una serie de cortometrajes de muy diferente temática, aunque de idéntica factura. 
El personaje de Andrei Rublev no es más que una excusa que se utiliza como eje vertebrador de un historia latente de sueños y violencia; el film, no difiere en demasía de la estructura de obras como el Decamerón de Boccaccio o Los cuentos de Canterbury de Chaucer. 
Los caballos que ya aparecen en el prólogo -y que dominarán toda la cinta como dueños y señores del simbolismo del film- se mantienen en la pantalla como esculturas móviles, como totems sagrados que irán deviniendo en tres insignificantes figuras de monjes, entre los que se encuentra el atormentado  Rublev. La figura de los tres monjes taciturnos trae el silencio a la escena, purificando con su presencia un paisaje vulgar en medio de un prado, sacralizando los elementos sin querer, con el simple hecho de estar; la potencia de la imagen en Tarkovski representa la voluntad de ser, la necesidad catártica de afrontar la realidad en pos de la transformación. Sin apenas palabras, llegamos a una hospedería donde un bufón canta a la vulgaridad, a la carne e incluso nos muestra su culo, donde hay dibujada una enorme sonrisa. Tarkovski hace que lo ascético se encuentre con la materia, con lo soez, en una batalla sin armas, sin enemigos, estableciendo un equilibrio casi milagroso. El bufón hace música con un tambor y los huéspedes disfrutan con el circo de sus gestos; el entretenimiento siempre será sucio pues implica un interés, una debilidad, un secreto. Tarkovski lo celebra en sus imágenes, homenajeando a la cultura juglar, a la ficción oral de los cantantes y humoristas que traían la risa a una sociedad feudalista, sometida por la autoridad del pecado. Pero el contraste vuelve a irrumpir y unos guardias arrestan al payaso cantarín. El teatro se termina, la representación es amordazada y de nuevo la escena sale de la taberna: vemos los caballos en la lejanía llevándose al reo, creando casi una doble película, una doble narración como si una escena del Séptimo Sello de  Bergman, se insertara en un cuadro del Bosco y fuera contado por la princesa de Las mil y una noches. La injusticia y el sometimiento vuelven a aparecer en el imaginario tarkovskiano, como una obsesión repetitiva que siempre atormentó al ruso en su carrera y que definió sus prerrogativas al respecto.


II. TEÓFANES EL GRIEGO (1405-1406)

A través de la voz de un personaje casi irreal, Tarkovski la aprovecha para volcar sus pensamientos más profundos, sus preocupaciones más ardientes, casi desplegando un decálogo artístico. Teófanes es el pintor de iconos más famoso del siglo XIV, una especie de Miguel Ángel de la iconografía rusa; en una conversación con Kirill -un compañero de Rublev- afirma: siempre hay que utilizar la simplicidad sin ostentación, pues eso es lo sagrado. En lo sencillo está la paz, la tranquilidad, el paraíso; quien aumenta su conocimiento, aumenta su dolor. Continúa: voy por un camino distinto al de los libros, una ruta desconocida guiada por mi corazón. Leer muchos libros no nos lleva a nada y el estudio excesivo es agotador para el cuerpo. Finalmente, después de su encuentro, Kirill se vuelve loco y deja el monasterio para entregarse a la vida mundana; ya no quiere pintar, no quiere representar, pierde la fe en la pintura, se siente engañado. Antes de irse, mata a un perro a palos, marcando su intención de regreso a la violencia de la naturaleza, retornando a la deriva de los días, abandonando la disciplina de lo ascético por lo banal; el mundo donde nada significa nada, donde lo literal adora el realismo. Rublev pierde a su compañero y amigo y contrata a Foma, un adolescente que le ayudará a pintar una catedral. Rublev desconfía inicialmente del chico, pues le acusa de inventar historias continuamente, aunque de alguna manera le envidia, pues le reprocha ser simple e ingenuo, al mismo tiempo que él añora dicho estado. Aparecen una serie de imágenes alegóricas: una serpiente, Teófanes resucitado cubierto de hormigas y un cisne muerto al que Foma levanta un ala, jugando con la idea del fénix; ya lo dijo Baudelaire: para mí todo se vuelve alegoría (Le cygne). Los versos pasan a ser metáforas y éstas, alegorías y oximorones sin término; la construcción bíblica de imágenes se irá haciendo mayor a lo largo de la cinta. Entonces todo vuelve a transfigurarse y la película toma una estética digna de Joris Ivens en su Pour le mistral (1965) y los brillos del agua acaban elevando el relato por encima del bosque, haciendo realidad el segundo vuelo de la película. El discurso fílmico se ve invadido de nuevo por los pensamientos del autor: todo es un círculo eterno que se repite y se repite. Los mercaderes siempre fueron los maestros del engaño; estudiaron para conseguir el poder y aprovecharse de la ignorancia del mundo. Más a menudo, debemos recordarle a la gente que son personas... dentro de la muchedumbre existe un destello de humanidad que purifica.


III. DÍA DE FIESTA (1408)

La imagen de unas algas bailando con la corriente del río, abren el tercer capítulo, uno de los más sensuales y eróticos. El contoneo de las plantas acuáticas se constituye aquí como una señal que anuncia el misterio del cine tarkovskiano, de tal manera que lo volverá a utilizar en su siguiente película, Solaris (1972), anticipando igualmente lo extraordinario y lo sobrenatural. 
Cae la noche y en la orilla de un río el paisaje se transforma en un cuadro de Jheronimus Bosch, concretamente en aquel cuadro del Museo del Prado tan conocido, titulado El Jardín de las Delicias, una obra donde todas las Evas y todos los Adanes confluyen en un mismo espacio, interpretando todos los movimientos, todas las acciones, todas las historias, todas las alegorías. A diferencia de aquella escena idealizada, Tarkovski recrea una noche de brujería y amor, donde cientos de jóvenes corretean a través de un bosque, entregándose al placer de los instintos naturales; como diría John Huston, un paseo por el amor y la muerte. La violencia del amor, la mirada de las tentaciones y el cuerpo de la mujer, concentran toda la atención de Tarkovski. Las palomas caen del cielo y el bosque se hace impenetrable. La noche está hecha para hacer el amor y los amantes abandonan el pensamiento para entregarse al instinto; el film se purifica por instantes y lo irracional domina la escena. Rublev teme caer en las redes de la lujuria y compadece a los pecadores, al dejarse arrastrar por los días como vulgares animales atrapados en la noria de la existencia, en la inercia cotidiana embrujada por la noche. Finalmente, los herejes de la vida son perseguidos por actuar de forma salvaje; sólo una mujer se salva, cruzando a nado el río.


IV. EL JUICIO FINAL (1408)

La parte cuarta es sin duda la más simbólica. Posee una hermosa primera sección donde Rublev y sus ayudantes se proponen pintar una catedral vacía y encalada, pero el pintor acaba convenciéndose de que no puede representar aquello que le piden. No quiere atemorizar a la gente con escenas del Apocalipsis, no quiere aterrorizar el espíritu pues, finalmente es pintar para el poder, ser siervo de una mentira fatal; Rublev sólo desea revelar el espíritu a los ojos, al alma, al universo. La catedral vacía nos confiere una idea del sentimiento profundo de Rublev, de su pureza y su honestidad.
Los meses pasan y aún no han pintado nada; Rublev se opone a la representación de cualquier figura. Su fe está embarcada en un dilema que va más allá de la pintura. El pintor no plasmará el Juicio Final; sabe que si lo hace, el Infierno existirá realmente y eso le hará cómplice de la corrupción del espíritu. En la segunda parte de este episodio, unos vándalos asaltan en un bosque a los monjes y les apuñalan los ojos; los pintores son ciegos, ya no podrán pintar más que en su mente.


V. EL ATAQUE (1408)

La segunda parte del film está compuesta por tres bloques más, de los cuáles el primero ilustra la famosa invasión tártara de Gengis Khan. Nadie hubiera imaginado que Tarkovski, el poeta de la imagen, pudiera haber sublimado de tal manera la representación del horror y la crueldad de la guerra; ciertas escenas son dignas de Ran, de Kurosawa. Siguiendo con sus influencias bruegelianas, nos muestra un vaca ardiendo, un caballo cayendo por una escaleras, gansos volando despavoridos ante la estupidez del poder, una hoguera inmensa... la fealdad y el ruido invaden el film y lo llenan de esqueletos imaginarios que aparecen en el famoso cuadro El triunfo de la muerte. Tarkovski contempla la muerte cara a cara, sin dar tregua a la ficción, sumergiéndonos en un callejón sin salida donde nos sentimos débiles e impotentes. Tras la masacre, nieva dentro de la catedral, en la que aparece un caballo perdido como si fuera el mismo Teófanes resucitado, proclamando: no tengo nada más que decirle a la gente. Todo vuelve a la calma y se cumple la teoría del contraste silencio/ruido, construcción/destrucción que Tarkovski impone en todas los capítulos; corrupción/purificación como estructura.


VI. CARIDAD (1412)

Rublev abandona la catedral, hace voto de silencio y vuelve al convento. Ahora sólo es un mudo que contempla peleas de perros por un trozo de carne. Allí vive una chica, también muda, que se deja seducir por los tártaros y sus señuelos. Rublev la intenta salvar, pero finalmente la engañan. Rublev vuelve a su trabajo: arrastrar enormes bloques de carbón incandescente con unas tenazas hasta bidones de agua. Acepta la ingenuidad y la futilidad de la humanidad y se emplea en lo único que le salva: su trabajo.


VII. LA CAMPANA (1423-1424)

El último capítulo es uno de los más autónomos. Trata la historia del hijo de un forjador de campanas que se ve obligado a ejercer de maestro sin tener experiencia previa. Todos los forjadores de campanas han muerto y el rey quiere una campana nueva para la catedral. La forja de la campana es toda una aventura: primero hay buscar un lugar especialmente arcilloso, luego, cavar un enorme agujero durante semanas, luego hay hacer el molde, enterrarlo y conducir el bronce líquido hacia el vaciado. El verdadero riesgo de la aventura es que si la campana no suena como debe, como castigo, la tradición manda matar al forjador. El niño es el héroe de la realidad, es el único espíritu que no tiene más que perder que su inocencia; es todo sueño, esperanza. Rublev llega y observa a aquel ser jugándose la vida por algo desconocido y frágil y descubre en él el gesto de la divinidad, de la voluntad, de la fe con mayúsculas. También aparece el bufón de la primera parte y Kirill el vagabundo, quien confiesa que él fue el culpable del arresto del juglar. Todo el universo medieval de Tarkovski confluye irremediable en este capítulo final, hasta que suena la campana y el barro y la lluvia purifican la escena por última vez. Entonces la película toma su tercer y último vuelo y vemos todo de nuevo, como si fuéramos pájaros sin pensamiento; libres por fin, escuchando el sonido de la campana. El milagro ha sucedido y sentimos que la película es en sí misma dicha campana que ha nacido de la tierra, algo extraordinario y eterno, engendrado por un sentimiento, por una creencia distinta. Finalmente, Tarkovski es el niño y el film es la campana.


EPÍLOGO

El epílogo de la película consta de una imagen doble: la toma fija de las pinturas en color de Andrei Rublev y una misteriosa secuencia de cuatro caballos, también en color, pastando en paz sobre una isleta, invadida por un río. La película concluye con ese curioso poema que va devorando la imagen y que nos va desintegrando también a nosotros mismos, como en aquel cuadro de Bruegel titulado: El pez grande se come al pequeño.





domingo, 24 de mayo de 2015





KLASSEN VERHÄLTNISSE
(1984)

Straub & Huillet




Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub son un tándem difícil, tan complicado de imaginar como sus películas. Todo lo que ellos fueron e hicieron, es distinto a todo lo demás pues se marcaron esa meta y no otra: hacer lo opuesto a lo establecido. La propuesta iba en serio desde 1963, cuando filmaron su primera pieza, Machorka-Muff. Veinte años después, en 1984, presentan una película llamada Condiciones de clase, basada en la póstuma novela de Kafka, Amérika (1927). El texto, como la obra de Straub-Huillet, es una pieza incompleta, perdida en los apuntes de un escritor que intentaba hablar de la sensación de estar perdido, sin referencia, en medio de una época confusa y extraña. De hecho, a partir de 1982, la novela se reeditó con el título El desaparecido, pues según los biógrafos, este era realmente el título pensado para la novela en cuestión. No es casual que la versión que proponen los dos cineastas franceses sea de la misma naturaleza; una obra incompleta, perdida, casi invisible. Straub se reafirma en su idea de que él como cineasta y persona, es un exiliado voluntario, alguien que ha rechazado pertenecer a cualquier sitio, simplemente para intentar ser libre. A Straub le gusta recordar que sus películas no las subvenciona nadie, que vive de aquí para allá, sin hogar fijo, sin seguridad social, tarjeta de residencia o jubilación; representa un individuo sin referencia. Straub es un pequeño burgués que se ayuda de la condición educativa que le ha dado su clase social para independizarse, para lanzarse al vagabundeo vital; en cambio, dice que un campesino nunca tiene esa posibilidad, por el simple hecho de que su condición social no le ha permitido plantearse esa posibilidad de abandonar todo y e intentar ser autónomo. Mientras Straub dice aquello, Danièlle Huillet cierra los ojos y duerme o hace que duerme, escuchando a su marido, al que conoció en la adolescencia, con el se casó y con el que se tiraría toda una vida apostando por una idea concreta del cine. Huillet sueña mientras Straub habla sin parar; así es su vida. La relación entre los dos es única; existe un respeto y una lucha entre ellos, un odio y un amor inconfesable (Pedro Costa y Harum Farocki les filmaron durante sus procesos creativos, con un resultado magistral que muestra de forma indiscutible, que lo mejor de su obra son los procesos de sus proyectos, la lucha interna que libran el uno contra el otro, su exigencia alucinada, su delirio constante, su silencio, sus provocaciones, su humor sin límites).
Straub justifica su película y su cine diciendo que son un símbolo del devenir de su vida, algo hecho a partir de la experiencia de estar desplazado; el exilio constante es su paraíso. Pero Straub no es un renegado, ni siquiera un pesimista. A muchos les sorprenderá descubrir que en su juventud fue íntimo amigo de Truffaut y ayudante de realización de Renoir, Bresson, Abel gance o Jacques Rivette. Sólo así se puede comprender la propuesta de su cine y la novedad de sus imágenes. No se repite y no imita; esa es su ley. Hace la película que le viene en gana, sin influencias de ningún tipo, de la manera más honesta que conoce; ser él mismo. A Straub no le gusta que se juzguen sus películas; dice que él sólo filma para un público de mente abierta, un público humilde que vea a cada uno como su igual. Lo bueno y lo malo no tienen significado para él. Dice que su trabajo junto a Huillet, es esencialmente humilde, no como la perspectiva de Godard; el cineasta todopoderoso que sermonea. Yo vivo en el exilio y trabajo nadando en el exilio y esa es la única razón de que mi trabajo tenga esa forma y ese contenido; no queremos formar parte de lo que se hace generalmente con el cine; es el problema de crear imágenes de la realidad, cuando intentas hacer algo distinto y por dicha causa, empiezan a no tomarte en serio, como si fueras un farsante, dice Straub. Su cine es un territorio de pura resistencia, de personajes aislados en el paisaje y de palabras resonando en el vacío. En sus películas (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1968, Dalla nube alla resistenza, 1979 o Trop tot, trop tard, 1982) no hay ruido ni elementos gratuitos; su cine es una mirada conceptual de la materia en movimiento y los discursos dominantes en la sombra. Sus imágenes son un gesto milagroso de independencia y de gloriosa autarquía. Por eso, a lo largo de su carrera, han construido sus películas a partir de textos, pues al fin y al cabo, los escritores son también fantasmas solitarios que trabajan en la oscuridad. A pesar de esta prominente influencia literaria, su cine no es nada prosaico. De hecho, Straub siempre recuerda que él no hace una interpretación de los argumentos, sino una conceptualización de las formas, en definitiva, una película ante todo. No esperes forma antes del pensamiento, pues la libertad no existe en lo abstracto. La forma del cuerpo hace nacer el alma; las cosas no existen sino encuentran un ritmo, una forma, asegura Straub. 
Mientras, Huillet sigue durmiendo. Straub se enciende su puro eterno.
Cuando adaptan Amérika, Straub deja muy claro que él no se identifica literalmente con el personaje. Él no es Karl Rossman, él es Jean-Marie Straub. Lo que dice el protagonista es cosa del protagonista, lo que ve el espectador es lo que ve Karl Rossman, pero el espectador no está en la mente de Karl Rossman, sólo ve las presencias que abordan al personaje. Por tanto, Straub-Huiellet plantean un cine de distanciamiento, de lejanía, de extrañamiento, de acumulación de objetividades, en definitiva, de objetos. Utilizan las palabras para crear una musicalidad, una sensación. Dicen que eligieron la obra de Kafka por ser el único poeta de la civilización industrial, una civilización que a su entender, ya ni siquiera existe como tal. Por tanto adaptan una novela sobre un desaparecido, rodeada de un sistema que hace desaparecer la realidad. Straub habla del capitalismo diciendo que se ha transformado en un estado vital que provoca que todo el mundo viva en un estado de dependencia: las personas tienen miedo de su jefe a causa de conservar su puesto de trabajo, les da miedo estar lejos del dinero (el gobierno debería quemar el dinero y a quien lo defiende), de la seguridad, de su clase; a la gente le da miedo salir de casa y relacionarse con los demás, no confían, no creen, han olvidado. Por eso, el título de la película no es Amérika sino Condiciones de clase; una provocación en sí misma. Entonces, Huillet se despierta y aún sonámbula, le corrige: no es una provocación, es una referencia.
Straub asiente moviendo su puro y completa: una referencia provocadora, ¿no?
Una película no es una herramienta ilustrativa o descriptiva; todos los cineastas que utilizan el cine como la literatura acaban errando. Así Orson Welles y su fallida adaptación de The Trial (1962). Según Straub, Welles hace un trabajo de minucioso detallismo que busca la monumentalidad sin conseguirla; el único que la logró fue Stroheim, pero ese tipo de cine ya no es posible, por eso hay que hacer lo contrario. Una película no está hecha para contar una historia en imágenes, ni para demostrar algo; hay que destruir todas las tentaciones de la expresión. Straub-Huillet siempre hablan de la esencia y la intentar llevar a sus austeras imágenes, casi irreales y oníricas por su vaciado, por su limpieza, por su carencia de ideología o discurso. Una nube es igual que una palabra, la hierba, un coche. Sus planos se estructuran bajo una estricta ordenación de los materiales. Muchos cineastas son capaces de mostrarte miles y miles de árboles, pero son incapaces de mostrarte uno sólo. Straub-Huillet intentan aislar el mundo, trasladarnos esa sensación de aislamiento que ellos mismos experimentan, esa soledad voluntaria y ascética convertida en imagen; ante la imposibilidad de lo monumental, hay que sugerir con lo mínimo. Ante lo popular y establecido, lanzarnos a lo opuesto. Straub dice: tienes que construir imágenes y las cosas tienen que existir sin ellas, imágenes lo más complejas y amplias posibles. Hay que tender hacia lo opuesto del terror o de la crueldad del capitalismo: esa realidad que nos han hecho creer. En realidad sólo hay que celebrar el camino de la ternura.
Con este especial y sólido carácter, Straub-Huillet han construido una obra poderosísima, gobernada por dos magníficos y monumentales personajes: ellos mismos. La bella durmiente y la bestia charlatana. Straub no ha parado de hablar inconteniblemente a lo largo de toda su vida, de derivar su pensamiento eternamente, de encenderse un puro, encadenando palabras que casi siempre acaban en versos propios que hablan del cine y la realidad. Huillet no ha parado de cerrar los ojos y filmar ese sueño que siempre tiene cuando Straub habla. Se podría decir que son dos cineastas idealistas y revolucionarios, dignos del mayor respeto, cubiertos de un talento y un aguante inigualables. Son artistas de principios llenos de valor, que decidieron enfrentarse a aquello que nos rodea, a aquello que no se ve pero que se siente. En sus bellas películas intentaron captar ese infraleve que abraza el estado de las cosas y que nos hace dependientes e débiles. Danièle Huillet murió en el 2006; Jean-Marié Straub aún da guerra a sus 88 años, arrastrando su peculiar sabiduría por filmotecas suizas. Aún sigue repitiendo: que tu vejez sea como tu juventud; haz siempre lo opuesto.





martes, 28 de abril de 2015




BIRDMAN 
o
EL PROBLEMA DE LAS APARIENCIAS

Alejandro González Iñárritu




Repasando el panorama del cine contemporáneo, bien es cierto que parece destacar por su originalidad en los tratamientos de ciertos temas. Lejos del sometimiento a los géneros tradicionales que padeció el cine clásico, el cine del siglo XXI (forjado desde los 60') viene experimentando planteamientos de pura metaficción: el cine pensando sobre sí mismo. Creo que no es necesario explicar quién es el rey de este género tan controvertido y tan difícil de llevar a cabo: Jean-Luc Godard. Obsesionado por desmitificar las falsas ideas que habían invadido el reino cinematográfico, el director francosuizo desarrolla una constante reflexión sobre el hecho esencial del cine a lo largo de toda su obra. Aunque poner ejemplos es absurdo, pues cualquier película de Godard es metaficcional de principio a fin, propondré Le mephris (1963), Autorretrato en diciembre (1995) y El rey Lear (1987) como indicativos. 
Poner el ejemplo de Godard es ineludible pero en todo caso, poco clarificador, ya que su estilo es personal e intransferible, tal vez uno de los más peculiares. Si es cierto que la mayoría de los directores que alguna vez se han atrevido a abordar sus demonios en este género tan distinto, lo han hecho -para bien o para mal- utilizando estéticas diversas, por lo cuál no existe un prototipo en las formas: se pueden agrupar títulos tan dispares como La noche americana de Truffaut (1969), Sinecdoque NY de Charlie Kaufman, All about Eve de Minelli, Hollywood ending de Woody Allen, Ranging Bull de Scorsesse, Noises off... de Robert Altman o la magnífica Ocho y medio (1983). Es Fellini uno de los que pone sobre la mesa, de una forma rotunda, esta necesidad del autor por hacer una película que exprese sus dudas ante el oficio y la fragilidad al que está sometido todo un proceso de creación. Al espectador común le envuelve la falsa idea de que una película, desde su concepción, es totalmente rígida y estructural, cuando realmente tras la cámara, todo son miedos e intuiciones. El problema del género metaficcional es que hay que ser muy brillante para que todo el entramado discursivo no acabe siendo una pantomima repleta de estereotipos sobre las crisis artísticas y cuestionamientos de identidad provocados por el mundo del espectáculo. La gran masa de películas que intentan abordar dichos temas son innumerables y los pocos ejemplos que he propuesto son sólo un modelo de algunas de las menos equivocadas (exceptuando la de Truffaut). Las trampas a las que se ven abocados todos los que intentan hacer un film en esa línea son, sin duda, el narcisismo, el espectáculo y la crítica; por eso es tan difícil acertar con el tono y el tratamiento de temas tan peliagudos. Los mejores siempre lo han sabido salvar con ingenio, inteligencia y humor. Aún dicen las viejas enciclopedias que una sátira es algo que censura o ridiculiza un hecho concreto; un discurso agudo, picante y mordaz. Quédense con eso. Como he anticipado antes, para estos casos, la sátira es idónea, ya que siempre ha funcionado bien -desde el viejo Aristófanes- ahora sí, para aplicarla hay que poseer un gran talento y un excelente material, por eso muchos al intentarlo, se quedan en el peligroso rango de la ironía. Lo que popularmente se conoce como tal no es más que una burla construida a partir de un engaño, con el objeto de ridiculizar y, aquí precisamente, empezaremos a hablar de Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia)
González Iñárritu siempre ha destacado por su mirada trágica de la vida. Desde sus primeros films, convirtió la técnica del montaje paralelo en firma de su idea sobre la estética realista. Siempre ha recurrido a temas actuales para argumentar sus trabajos, dándoles una perspectiva de crudeza; podría denominarse realismo trágico. Dicha estética coincide casualmente con el gusto del público contemporáneo (aunque nunca se sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina) y de sensibilidades tan discutibles como la de Cannes o la de los oscar de Hollywood (el público debería darse cuenta que dichos premios no ofrecen ningún criterio real y se basan exclusivamente en intereses ideológicos y económicos). Hablamos de Amores Perros, 21 gramos y Babel; una trilogía conformista y burguesa, disfrazada de realismo social y galardonada con todos los laureles imaginables. El problema que tiene Iñárritu es el mismo que tienen muchos directores del nuevo siglo: están acostumbrados a ver televisión, a leer periódicos, novelas populares y sobretodo, a ver mucho cine contemporáneo (como si en la historia del cine no hubiera películas suficientes como para cubrir al menos tres vidas). Los cineastas de hoy creen tener solo dos opciones: el realismo o la evasión. Parece ser que el público actual demanda un grado de realidad tal que ciertos autores están influidos por esta falsa necesidad. Bien enterados, algunos se aferran a ella como una manera de llegar al éxito, otros como Albert Serra, confiesan no ver película alguna, para no ser contaminado por otro y mantener una visión independiente y original en su cine.
Llegado 2014, González Iñárritu se propuso hacer algo que aún confunde a los espectadores: realizó una película llamada Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia), aparentemente un discurso reflexivo sobre el mundo del espectáculo. El problema es que su ambición y su tendencia al realismo, le llevaron a concebir un monstruo demasiado difícil de domar. Sin lugar a dudas, aquí llegamos al mundo de las hipótesis: ¿qué quiso expresar el director mexicano con Birdman? ¿una crítica a Hollywood? ¿una sátira sobre los actores? ¿una comedia metaficcional? ¿un berrinche emocional? ¿una ironía sobre sí mismo? ¿una broma, un joke o una boutade escénica? o aún más, ¿quiso hacerlo todo a la vez? En principio dicha ambición no tiene por qué ser negativa pero, evidentemente, hace falta tomar ciertas precauciones y medir los límites de cada uno; porque existen y hay que saber asumirlos. He empezado hablando de Godard, aparentemente de forma gratuita, pero saben que no acostumbro a esos caprichos. Nada más empezar Birdman, el mexicano emplea un tipo de créditos que, como muchos ya habrán adivinado, son una copia exacta de los que el director francés inventó para su mítica película Pierrot, le fou (1965), igualmente reutilizados por Javier Rebollo en su desafortunada obra El muerto y ser feliz (2012); siempre que son utilizados, anuncian el terreno experimental que se avecina pero, por supuesto, no su éxito. Así el director mexicano idea la vivencia de un actor de cine de acción antes de estrenar su primera obra en Broadway, enfrentado a sus miedos y a la neurótica maquinaria del espectáculo. Para el planteamiento formal, vuelve a recurrir a una clara influencia cinéfila: el falso plano secuencia hitchcockniano (Rope, 1930), con el que intenta construir una ilusión de continuidad que acaba en monotonía entre bambalinas. Como último recurso ajeno y célebre, recordaremos que elige una obra de teatro de Raymond Carver: el favorito de la burguesía americana. Todo esto hace presentir un abigarrado film de altas expectativas, pero que se diluye en temas psicológicos menores, en efectos caprichosos, en dramas vulgares y en el famoso dilema contemporáneo de la ficción y la realidad. Es lícito que González Iñárritu lo intente, porque en la vida hay que intentar todo lo que nos obsesione, pero la cosa es que al ver Birdman da la impresión de que el González Iñárritu no tiene una necesidad real de ficcionalizar sus problemas, como Fellini o Godard, sino que se queda en las apariencias y en reflexiones sin trascendencia sobre el entertaiment y los gustos del público comercial, utilizando las tan populares películas de superhéroes, como ejemplo del sin sentido del violento cine de la actualidad. El discurso es demasiado sesgado y alarmantemente snob; si esa no fue la intención, al menos lo parece. Lo que se presentaba como una dura sátira ante ciertos temas referentes al cine, cae en una ironía malograda contra todo en general: los críticos, el público, los actores, el teatro... en definitiva a todo el tinglado. El problema es que esa supuesta ironía acaba siendo puro sarcasmo; una burla sangrienta y cruel que ni siquiera acaba trágicamente, como suele ser costumbre. Todo acaba en una broma sobre él mismo o sobre su película (quién sabe), en la que después de que el protagonista intenta suicidarse al final de la obra, el productor le felicita porque han conseguido crear un nuevo género: el hiperrealismo. Bien, no entiendo la broma; González Iñárritu lleva haciendo eso desde sus inicios. Por otro lado, no hablaré del final pues me parece una tontería más dentro esa bola de confusas intenciones llamada Birdman; todo está mezclado y el director se pierde en su discurso. A veces es bueno perderse, pero nunca lo es engañar... se me olvidaba que analizábamos un sarcasmo. 
Ya publicó Dylan en 1993 su World Gone Wrong, explicitando el sino de los nuevos tiempos. Los artistas de hoy viven bajo el azote de un mundo que no marcha bien en general, pero que vive cómodo y pasivo. Si desde los años 20' el movimiento Dadá pretendía despertar las emociones de las almas dormidas por el opio de un arte anquilosado en la tradición y el artificio, hoy parece que no hizo efecto del todo y lo más grave es que parece que ha afectado también a los artistas. Los artistas de hoy son, en su mayoría, descendientes de burgueses que tienen un punto de vista demasiado blando y superficial de la realidad, rodeados de intereses económicos y narcisistas. En este mundo es en el que ha triunfado González Iñárritu y, creo, es algo a tener en cuenta y de lo que hay que sospechar. Birdman es una tentativa de gran película, un objeto cultural con pretensiones exageradas; no es una cuestión de dinero, sino de pretensión. Como a otros muchos ya les ocurrió al habitar en estos lares, González Iñárritu cae sin querer en la autocomplacencia, en el narcisismo, el victimismo atroz, en la gracia ligera y profundiza poco en ese arte sobre el que escribió Baltasar Gracián y que muy pocos han leído. Hacen falta artistas sinceros, alejados de las grandes corporaciones, apartados de la vida cotidiana y la cultura oficial; el arte sólo sirve para atender a cosas mayores e íntimas y eso es algo que el público también debe reaprender. La historia de la creación es enorme y parece que el cine contemporáneo más visible, se empeña en plagiar siempre a los mismos, en recrear las mismas cosas, obviando la infinita riqueza que contiene el mundo de las representaciones. González Iñárritu desarrolla en Birdman un manual de ciertos problemas que no sabe hacer suyos y que acaba estereotipando, pactando con la tétrica normalidad y los tópicos más extenuados. No se trata de arriesgar más, sino de arriesgar lo más íntimo. No hay que inventar más, hay que desnudarse. No hay que volar, hay que dejarse llevar por uno mismo; ya lo dice uno de los personajes principales: me gusta la verdad porque siempre es interesante. Birdman es un film prometedor que acaba en agua de borrajas, una expectativa que no se cumple porque el contenido no equilibra la forma. Sobra hablar de la verdad y falta la verdad en sí misma, esa que no hace falta nombrar para que acontezca, esa que nadie puede rebatir; pregunten a Giulietta Massina. Tal vez, alguien tendría que preguntarle a González Iñárritu qué significa para él la verdad. Estén atentos si lo hace algún día, pues seguro que sin querer, lo disfraza en un simple chiste sin gracia; ya lo dijo Zenón -el padre del estoicismo-: no os fiéis de las apariencias de la realidad.   






viernes, 24 de abril de 2015




REMITIFICACIÓN 
DE LA OBRA DE BILLY WILDER
 
(1934 - 1981)
 




No es esta una insubordinación gratuita o una deconstrucción à la mode, sino una revisión pausada del mito de un artista. Hoy se considera a Billy Wilder como un autor de alta costura cinematográfica, impecable y presumiblemente perfecto. Es destacable que su biografía más famosa, escrita a partir de las conversaciones con Charlotte Chandler, lleve el título de Nobody´s perfect y la curiosa dedicatoria de A Billy Wilder: alguien perfecto. Tal vez, en este tipo de declaraciones ajenas e irresponsables, comienza el mito de un director aparentemente humilde y discreto, que utilizó la comedia para hacer digerible la sin par tragedia humana; el texto presente lanza la sencilla hipótesis de que dicha idea es falsa en su totalidad, o al menos casi, y que la verdadera historia de este cineasta, sólo puede entenderse a través de una mirada certera de sus películas.
Una de las ideas dominantes sobre la obra de Wilder es que siempre fue regular y constante en su calidad y brillantez. La realidad es que de los veintiséis films que realizó, apenas un par son brillantes y media docena, tal vez, notables. Sus películas pueden dividirse en tres grandes épocas: una inicial y fructífera, trabajando junto a Charles Brackett, una segunda muy irregular en la que escribió sin colaboradores fijos (Walter Newman, Lesser Samuels, Edward Blum, Ernest Lehman, George Axelrod, Wendell Mayes y Charles Lederer) y una última, igual de desequilibrada, pero más larga e inteligente, en la que trabajó con el sesudo guionista I.A.L. Diamond.
La primera época abarca siete películas (sin contar Mauvaise Graine, 1934, su ópera prima), de las que se salvan de la quema más de la mitad, lo cuál es todo un logro: la políticamente incorrecta, El mayor y la menor (1942), la apasionante Cinco tumbas en el Cairo (1943), la etílica The Lost Weekend (1945) y como colofón, su primera obra maestra, Sunset Boulevard (1950). A pesar del gran resultado de esta última, la continua atmósfera oscura y trágica que Brackett viene imponiendo una y otra vez en los guiones, parece que choca definitivamente con la fuerte ambición, la subversión y la geometría de composición hacia la que insaciable, tiende Wilder; fue su última película juntos.
Sin su compañero, Billy Wilder reinicia una carrera que caerá en picado en su primer intento de vuelo en solitario: Ace in a hole (1951) es un fracaso insalvable en todos sus niveles. Para recobrar la confianza de los estudios, Wilder echará mano, por vez primera, a su recurso más utilizado: apostar seguro. Aprovechando la época de posguerra, realiza Stalag 17 (1953), una película en la tónica de La gran ilusión (1937) o La regla del juego (1939) de Jean Renoir; bien es cierto, que su gusto por el cine francés perdurará como una de sus grandes influencias y de alguna manera, la homenajeará años más tarde, dirigiendo Irma la dulce (1963), una comedia a la francesa, cuando ésta ya había muerto en Francia. Wilder siempre irá de retro.
A parte de Stalag 17, de la segunda época sólo puede rescatarse el título Sabrina (1954), prometedora, aunque finalmente demasiado sobria; carece de gracia y mucho menos de humor, como si el estilo de Wilder no funcionase sin ese elemento de amalgama; ni la interpretación de Audrey Hepburn, ni la de Humphrey "Boggie" Bogart, consigue completar un film a medias. Tras dos enormes fracasos (la deficiente The Seven year Itch, 1955 y la tosca The Spirit of St. Louis, 1957), volverá a recurrir a la magnífica serenidad interpretativa de Hepburn para maquillar su crisis y comenzar con nuevas fuerzas su última y madura tercera etapa: el año 1957, es el momento en el que Wilder se asocia con Diamond y escribe Ariane (1957), desternillante en ocasiones, está basada en un argumento sólido, sencillo y brillante, donde sin duda, el papel más destacado no lo realizan los protagonistas, sino una comparsa de músicos que salvan al film de una duración desadecuada y de una acción algo repetitiva de más; en todo caso, el film es una reescritura mejorada del guión que escribió para Lubitsch en el año 1938, La octava mujer de barba azul, y por tanto, un remake de él mismo, reutilizando a Gary Cooper (por la imposibilidad de contratar a Cary Grant), el protagonista de la versión original. Por segunda vez, utiliza su recurso favorito y apuesta seguro, para allanar el terreno para el aterrizaje de los tres grandes ases que guarda en la manga: Testigo de Cargo (1957), Con faldas y a lo loco (1959) y El apartamento (1960). 
Con la primera, refuerza su éxito en taquilla, desarrollando un género de comedia-jurídica con el abrumador y omnipresente Charles Laughton. Some like it hot y El apartamento, configuran sus dos tramas más equilibradas y asientan definitivamente tres de los grandes temas que Wilder desarrollará hasta el final de su obra: la perversión cómica, el travestismo y la mentira como motor de las acciones humanas. 
Wilder mantiene la buena racha hasta que, inexplicablemente en 1960, vuelve a caer en picado con One, two, three (1961). Este nuevo fracaso lo soluciona de la misma manera que en sus anteriores crisis: decide apostar seguro. Así, idea un autoremake a la francesa de El apartamento (1960) con Lemmon y Maclaine: de esta manera nace Irma la dulce (1963), un film repleto de virtudes pero encorsetado en sus formas y temas recurrentes, aunque sí es cierto que logra una reelaboración de sus elementos favoritos, armonizados en gran parte gracias al papel más completo de la carrera de su inseparable amigo Jack Lemmon, en total estado de gracia. A pesar de ello, el éxito de Irma la dulce sólo será un espejismo mayor, una diminuta isla perdida en el océano, casi un canto de cisne de una manera nostálgica de concebir el cine. Algo murió en Wilder con esta película y tal vez por eso tuvieron que pasar nada más y nada menos que once años, para que el director austrohúngaro regresara al éxito y a la dignidad cinematográfica: será con su film The Front Page (1974), su última y sin par obra maestra, junto a la mítica y eterna Sunset Boulevar (1950). En el camino se quedan, por orden de producción y declive inevitable: Kiss Me Stupid, 1964 (muy mermada por el abandono imprevisto de Peter Sellers en su papel protagonista y de una trama hermosa, pero deficientemente estructurada y concluida), En bandeja de plata, 1966 (nuevo intento de apuesta segura que sale mal, a pesar de confiar ciegamente en el efecto Lemmon, por primera vez acompañado por Mattau, lo cuál sólo provoca una buena retribución en taquilla), La vida privada de Sherlock Holmes, 1970 (amputada a más de la mitad por exigencias de la distribución), Avanti!, 1972 (inferior, desordenada y estéticamente vulgar) y por último Fedora, 1978 (filmada en Grecia a toda prisa casi sin presupuesto ni ensayos) y El vals del emperador, 1948 (quizá su peor película).
Decía Wilder que lo que más le molestaba, además de que no le tomaran en serio, era que le tomaran demasiado en serio. Por supuesto, no será este el defecto del texto presente. Nadie puede decir que Wilder fue perfecto, pero tampoco nadie puede defender que fuera un mentecato. La cuestión principal de desmitificación sobre la obra wilderniana, apunta más a una revisión histórica de la idea preconcebida sobre el director y su quehacer, sobre su supuesta impecabilidad, que a una refutación de su carrera y su talento. La importancia de su obra está más que demostrada, la cosa es que siempre aparece algo confusa en las alusiones a su labor; desde su inicio, el objetivo de esta glosa es ajustar la realidad del hecho concreto. 
Releyendo su biografía, se entiende que la experiencia de la inmigración incubó en su carácter aquello que se ha venido llamando el ingenio, lo cuál le facilitó mucho las cosas (ya desde Homero fue una condición sine qua non para resolver agudos problemas). El devenir de su vida le obligó a comportarse como un buscavidas obsesionado por la seguridad y el orden, lo cuál trasladó a sus guiones en forma de comportamientos y formas. Su propensión a la escritura, le hizo trabajar la palabra como elemento subversivo, mucho más que sus imágenes. Sus preocupaciones principales siempre estuvieron centradas en las tramas más que en la plástica, a pesar de ser un gran coleccionista de arte (en 1999 vendió su colección privada por 32 millones de dólares en la famosa Christie's) y su buenas relaciones con los estudios y el público, casi siempre primaron en detrimento de sus obras. Es la obra de Wilder una carrera irregularísima llena de baches y errores, muchas veces sin más explicación que la del dinero. Fue Wilder un hombre que entendió perfectamente y desde el principio, cómo funcionaba el viejo Hollywood y se aprovechó de él, de hecho, se acostumbró tanto a él, que cuando éste le abandonó, fue evidente que parte de los dones de su cine no se debieron exclusivamente a su talento. Wilder entendió el mundo del cine, pero no el cine en sí. Wilder nunca fue un Jean Vigo, sino alguien ambicioso y tenaz rodeado de un infraestructura inmensa y efectista. Wilder entendió mejor que nadie la vieja idea del show business y quiso sublimarla, pero pronto murió ese mundo en que su mentor y admirado Ernst Lubitsch era el rey de la comedia. Fue Wilder uno de esos que creyó en serio en la mentira de sí mismo y en la de los demás, aferrándose a la ilusión del cine como evasión y a las calles de los estudios como su propio hogar. Tal vez por eso, cuando Hollywood le abandonó, no supo hacer brillar nada en sus obras, tal vez por eso, cuando simplemente redujo sus recursos y se dispuso a enfrentarse a la esencia del cine (un hombre, una cámara y algo que filmar) no supo hacerlo como cuando todo un estudio trabajaba para sus imaginaciones.
Tal vez toda su vida fue una mentira que contaron otros sobre él y por eso, basó en ese controvertido elemento, toda su obra. Si se revisan las entrevistas de aficionado que le realizó Cameron Crowe en 1998, se comprobará que él mismo admite que la mayoría de sus películas son imperfectas, en contraste con la opinión oficial de la crítica; su caso no es de falsa modestia como puede ser el de artistas como Duchamp o Borges. Wilder es inteligente y sabe que ha recorrido un largo camino y por eso admite ante las alabanzas de uno y otros que Ni soy un genio, ni sé cómo definirlo... no existen hombres que sólo hagan buenos productos o productos geniales. Bernard Shaw era un genio que escribió cincuenta obras de las cuales hoy sólo siete u ocho son hoy importantes. A pesar de que esto último es muy exagerado, se puede decir que sintetiza una de las grandes verdades de la creación y por supuesto, de la vida: casi todo lo que hacemos es un error y casi siempre nos equivocamos. El acierto en la vida es un fenómeno de privilegio; en el arte, es cosa de un milagro. En todo caso, como reinventor y corruptor de géneros, Wilder tuvo dos grandes aciertos, ambos incontestables: Sunset Boulevar y The front page. Soy consciente de omitir sus dos grandes vacas sagradas: Con faldas y a lo loco y El apartamento. No es esto una boutade o una imprudencia, simplemente es una toma de postura ante los hechos. Tal vez, estas dos películas hubieran sido el inicio de otro Wilder que no fue, porque no quiso o porque no pudo; preferimos pensar que no se atrevió. Apostó demasiadas veces a caballo ganador y eso se paga, sobre todo en el arte, ese gran mundo de las apuestas. Su estilo, si alguna vez tuvo uno propio (pues siempre bebió de Lubitsch, Renoir, Capra, Wyler y Hitchcock) nunca pudo crecer y desarrollarse de una manera natural, y así, el cine de Wilder se quedó en brillantes bosquejos de estilos únicos que acabaron en nada por miedo al fracaso eterno. Los dos ejemplos que proponemos como sus dos obras maestras, vienen definidas y limitadas por la misma idea: la perfección de un conservador.
(No son tantas como las del sobrevalorado Bernard Shaw, pero visto lo visto, más que suficientes)






sábado, 4 de abril de 2015




PUNCH-DRUNK LOVE
(2002)

Paul Thomas Anderson





Si volvemos a los principios de ontología baziniana encontraremos, entre otras cosas, que el cine se considera una alucinación verdadera de la realidad. Cierto o no, algunos cineastas contemporáneos han seguido dicha idea estética, voluntariamente o no, para inventar nuevos objetos cinematográficos. En cada época, unos pocos artistas se encargan de demostrar que las formas son infinitas y que el arte, en sí mismo, es un territorio inmanente, rico y necesario. Hace poco, el azar del rizoma de la red, me llevó a varar en un video del siempre discutido Carlos Boyero. Este, un crítico de cine comercial de medios de alto standing, castigaba con severidad la mayor parte de la obra de Thomas Anderson, con la excusa de un comentario sobre su último film. En su crítica, hace una rápida revisión de la filmografía del director californiano, de la que sólo destaca Boggie Nights (1997), Magnolia (1999) y una parte de The Master (2012). De las demás, su opinión es más que devastadora, ensañándose especialmente con una desconocida peliculita llamada Punch-drunk Love (2002). La curiosidad me llevó a hacer el experimento de revisar toda la filmografía de este director del oeste norteamericano. Tras el visionado, percibí que mi apreciación era totalmente inversa a la del popular crítico: uno de los dos tiene el cerebro del revés.
Es patente que la primera película de Anderson no es más que un simple ejercicio de aprendiz, nada destacable: Hard Eight (1996). Hasta ahí de acuerdo. El problema viene que tres años después, aparece la magnífica Boggie Nights, según la solemne apreciación boyerista; en cambio, a mí me pareció una de las más sosas y más aburridas de toda su obra, por no decir la peor. Pasando por la sobrevalorada Magnolia -la cual sigue creando en mí serias dudas de su verdadero valor-, llegamos a  la citada y denostada Punch-Drunk Love. Tengo la curiosa manía de ver toda película que se deteste popularmente; hace tiempo alguien me dijo que era una actitud adolescente, pero a mí me sigue sorprendiendo su eficacia. Después de ver Punch-Drunk Love, no tengo dudas sobre Thomas Anderson. La estúpida comedia a la que se refirió Boyero, se transformó ante mis ojos en una pieza sublime de humorismo y destreza cinematográfica. Es divertida, ocurrente, loca y traviesa. Es una historia de amor, un thriller, una aventura paranoica y una montaña rusa de sorpresas; es una especie de Arise, my love de Mitchell Leisen, reescrito por Charlie Kaufman. Lo que ocurre en la película sólo puede ocurrir en ella y eso es lo que la hace grande y valiosa. Thomas Anderson inventa un objeto que se pliega en sí mismo y que crece hasta la admiración; no sé dónde encuentra la idiotez el señor Boyero en este virtuoso film, lleno de ligereza e inteligencia. Boyero, como todo crítico, realiza un análisis subjetivo del objeto cultural en cuestión, al que aplica su propio gusto. Una vez, Marcel Duchamp dijo: si a la hora de analizar, sólo introduces tu propio gusto, sin querer, vuelves a los viejos ideales del gusto, al buen y mal gusto y al gusto sin interés. El gusto es el gran enemigo del arte. Quizá este es el punto determinante que configura su error y la inconsistencia de sus diatribas. Todo sujeto mediático que tiene el privilegio y la responsabilidad de influir en la masa (concebida como la concibe Canetti), debe ser consciente de su poder, debe ser capaz de entender que por muy subjetiva que sea su opinión, nunca es como otra cualquiera; en esa diferencia radica la cuestión: si esa opinión no es revisada en sí misma y sometida a un juicio más exhaustivo que las demás, finalmente se corromperá, pues la egolatría viene sola y no avisa.
Punch-Drunk Love es fantástica (en toda su polisemia) y esto es un hecho. Sólo entendiendo este primer gran logro, se puede comprender que sus dos obras siguientes sean ejercicios estéticos de máxima madurez: There Will be Blood (2007) y The Master (2012). Ambos, nos muestran el resultado de un oficio bien aprendido, de una extraordinaria alucinación personal que canaliza creaciones autónomas y sublimes. Obviar cualquiera de las dos en un catálogo del mejor cine de la primera década del siglo XXI, sería casi un delito; obviarlas en un análisis sobre Thomas Anderson, no es un simple acto de prudencia. Boyero idolatra a Scorsese y ama a Julianne Moore. Boyero toma a la ligera obras como Interestellar e incluso la totalidad de la obra de Nolan. Boyero lleva tanto tiempo hablando y viendo películas, que ya no se sabe si su opinión influye en la gente, o si el gusto de la gente influye en sus opiniones. En todo caso, la moraleja de este texto no puede ser más que positiva: la labor crítica de este comentarista al uso, es útil. Para cualquier interesado, las instrucciones son sencillas: diga lo que diga Boyero, interpretadlo a la inversa y ahí hallaréis un justo e inequívoco análisis.
En cuanto a Inherent Vice (2014), aún habrá que hablar mucho en el futuro de su imperfección, pero con ella, Thomas Anderson, sólo parece advertir que no va a dejar que su cine se anquilose en el viejo gusto de las viejas mentes.










sábado, 7 de marzo de 2015






BELLS FROM THE DEEP 
(1993)

Werner Herzog





Todo el mundo ha visto alguna película de Herzog. El que más o el que menos ha oído hablar de Aguirre la cólera de dios o del Teniente corrupto; incluso la mayoría, se llena la boca con la palabra Fitzcarraldo, a pesar de ser una de las más torpes de toda su obra. Existen un Herzog público y un Herzog privado, un Herzog que hace ruido y un Herzog silencioso y clandestino. Su cine es como él: irregular, salvaje, tramposo y en ocasiones brillante. Sus valerosas imágenes han cuestionado desde el principio la validez de la realidad y una peculiar manera de cómo podemos asumirla si logramos desenmascararla, robándole el personae, otorgándole otro papel muy distinto. Más que una opinión, me propongo ofrecer un consejo: para entender sus obras mayores, es recomendable conocer sus obras menores, para que la perspectiva se invierta. 
Empezando por la genial Signos de vida (1968), donde se sintetiza toda su temática posterior sobre la necesidad innegociable de la autonomía espiritual, siguiendo por la excelente y brevísima Medidas contra los fanáticos (1969) -una deliciosa pieza de humor absurdo- y llegando a Cuanta madera podrá roer una marmota (1976) -delirio de cowboys y trance fonético en medio de un concurso de subastadores- se empieza a dar cuenta uno de la riqueza escondida que posee Herzog, en su faceta más humilde de explorador de mundos paralelos. Existen más casos: por ejemplo, Fe y moneda (1980) nos acerca a la personalidad paranormal y moralista de un falso predicador, que obliga a los demás a subvencionar su fortuna mediante un cutre TV show religioso. El diamante blanco (2004) nos hace volar entre lo más oscuro de las selvas, montados en el sueño imaginario de un inventor de artilugios a lo Julio Verne. En El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (1974), nos permite contemplar la belleza de un salto al vacío. En Encuentros en el fin del mundo (2008) nos obliga a tumbarnos en el suelo y escuchar los ultrasonidos de los fantasmas que habitan bajo el hielo (esta película repite de alguna manera, uno de los momentos más bellos de su film de 1993). En Into the Abbys (2011) hurga en los misterios de la muerte de la manera más terrorífica, llegando incluso a hablar con ella cara a cara. En Happy people: a year in the Taiga (2011) nos ofrece un hacha y una cuña para sobrevivir una temporada en el lugar más solitario de la tierra. 
Herzog es un tipo raro que no da soluciones sino ilusiones, imágenes irreales que se hacen reales en nuestra mente, historias reales que se hacen imposibles en la realidad. Herzog es un director de cine que asegura que para filmar hay que leer, que para filmar hay que andar, que lo primero es caminar largas distancias y ver el mundo; luego empieza el trabajo de imaginarlo, de falsificarlo. Andar y leer y luego, si acaso, filmar, pero nunca estrictamente la realidad en sí, sino nuestra mente; la realidad de un paso, de una página. Una de las revelaciones de su práctica es que la representación de los secretos es una forma de la imaginación. Tal vez Bells from the deep (1993) -una de esas pequeñas ignoradas de su obra- es una metáfora de esta idea capital de su cine, pero no la película en sí, sino un par de sus secuencias; tan irreales y cotidianas al mismo tiempo que se hacen ascéticas y bellas: 1) dos hombres en el hielo intentan ver desesperados, un enorme castillo que se encuentra bajo un lago helado, 2) en la secuencia final se vuelve a ese lago, ahora abarrotado de gente pescando y descansando; unos patinadores van sorteando a la multitud ágilmente, como si fueran ángeles de otro mundo, sonidos de las profundidades.
Lo menos conocido de Herzog es lo más pequeño, lo más marginal, aunque paradójicamente es lo
más significativo, lo más poderoso. Herzog es un obseso de las formas, de los hechos y de las máscaras (revisen su Wodaabe – Los pastores del sol (1989)) y por eso es capaz de rodar una película durante años para incluir en ella una sola secuencia aparentemente ridícula, retratando algo que a todos pasa desapercibido. Su obra es así, ridícula y prodigiosa, vulgar y sublime, falsa y hermosa; una larga aventura hacia lo invisible, hacia lo que no se ve, pero existe. Volver a lo pequeño es una forma de comprender lo grande, es una forma de hacer grande lo pequeño, lo desconocido, lo importante.
Al principio he dado un consejo, no lo sigáis: mejor, arrastraos por el suelo y buscad el sonido de las campanas del palacio enterrado bajo vuestros pies y dejad por un momento lo que se aprecia en la superficie, pues existen quienes dicen que es sólo una mera apariencia.