jueves, 3 de febrero de 2022







Revisión crítica (2):
EL EFECTO DURÁS


 

Tras una revisión detenida de los últimos veinte años de cine, el ojo avispado se da cuenta de que algo horroroso sucede en dentro de él. La voluntad de una parte de los cineastas de infantilizar y banalizar la realidad, es un fenómeno pasmoso. Por otro lado, el afán incesante de la otra línea, la de enfatizar la violencia de la existencia, se hace algo terrible y aburrido al mismo tiempo. La cuestión de la dignidad artística del cine siempre ha sido un elefante blanco dentro del oficio pues, ¿quién se corrompe? ¿quién se vende? ¿es el cine sólo un producto, un panfleto o un chiste? La cuestión del estilo recogería en forma de embudo muchas de estas cuestiones, pues hoy, la mayor parte de las producciones utilizan géneros y formatos estandarizados, archiconocidos, a fin de cuentas, efectivos y rentables. Si el cine se sigue realizando como una fórmula, el cine morirá, no porque alguien lo destruya sino porque simplemente dejará de ser útil. Aunque muchos no lo crean, el Arte es una de las cosas más necesarias para la supervivencia de la especie humana, de hecho, pertenece a un tipo de fenomenología metafísica, mistérica, abstracta que fundamenta la estadía en el mundo. Los secretos de la vida nos envuelven y los cineastas -funcionando como médiums- deberían advertirlos y sellarlos en la pantalla para el asombro del público. La mirada original, la mirada honesta, el talento, la voluntad, la fe artística deben de ser las herramientas que lleven a una persona a emprender el largo y crudo viaje de realizar un film. Dejando a un lado el desastroso panorama actual -salvando excepciones gloriosas- habría que volver hacia atrás, al menos medio siglo hasta encontrarnos a magníficos seres como Marguerite Durás, la gran gurú del cine de los 70', con todo lo que eso conlleva. Durás es hoy una cineasta olvidada injustamente, de cuya obra apenas se puede acceder con facilidad a menos de la mitad de su rica filmografía. No conocer extrañas películas como Jaune le soleil (1971) o Días enteros en los árboles (1977) crea un vacío en la hermosa cadena del cine, interrumpiendo en el ojo del espectador el fluir de las vanguardias, dejando cabos sueltos sin solucionar, lagunas enormes de comprensión. Sin en estas películas, sin Durás, no existiría Fassbinder, Kaurismaki, Serra y mucho menos el mejor Rivette, Godard o el aclamado Resnais. Los vasos comunicantes que despliega un cine como el de Durás, abarcan enormes campos magnéticos donde la energía fílmica fluye en forma de sabiduría, de luz. Para muchos, Durás representa un existencialismo depresivo y un sentimentalismo frustrado, materializado en obras incomprensibles, para otros, para los que hemos tenido el privilegio de ver esas películas abandonadas, Durás es una poeta asombrosa, una narradora brillante, dotada de un humor muy fino y de un drama muy particular. Quien no ría en una de sus películas, carece de sensibilidad, quien no quede pasmado ante las anormales experiencias planteadas, está clínicamente muerto. Su mundo está expuesto en sus películas, su interior se hace exterior cuando los viejos proyectores comienzan a girar y sus fotogramas rayados deslumbran al espectador debido a su fragilidad, a sus manchas, a sus cálidos errores, a sus silencios llenos de cine, a su imprevista lucidez, en definitiva, en su eterna generosidad al donar al público toda esa austera magia llena de carne y sueños, que conservará por siempre el secreto del cine, aquella cosa que hoy se va olvidando, deseando ser borrada por un ejército de vulgaridad. Sus películas son presencias alucinadas dentro de un mundo sin sentido, lugares donde la inmortalidad se muere de hambre y se emborracha para perder la razón que le queda, o sueña en bosques o con perros iluminados por soles que se repiten hasta descubrir el color, ¿¿qué color?? Aquel pigmento que cualquiera necesita para seguir adelante, una pintura que limpia los ojos, depurando la basura que se viene encima cada día, respaldada por una industria que le hace un flaco favor al corazón de un oficio sagrado.










 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 13 de enero de 2022

 

 

 Revisión crítica (1):

 Paul Schraeder entre otras cuestiones



Es curioso cómo cambia la vida a su paso por el tiempo; no hace más de una década que ciertos críticos de este país mantenían posiciones radicales y originales ante los grandes poderes que espoleaban y espolean al cine. Pero no me refiero a discursos explícitos dirigidos a la industria, a la academia o a gestos inflexibles de resistencia, sino a análisis honestos e ingeniosos protectores de una esencia y una serenidad que para muchos cinéfilos y amantes de las cuatro esquinas de la transparencia, eran necesarios. La crítica de cualquier disciplina tiene como primera misión el mantener viva la llama de un idealismo, de una sensación, de un mundo creado y creciente dentro de lo humano a partir de lo humano. Cuando esto flaquea, debido a circunstancias pasajeras, un siglo puede enfermar de nihilismo, de pesimismo y tal vez de su grave consecuencia: la depresión. Gran parte de los artistas actuales sufren de este contagio, los cuales, o se regodean en la desesperación generando una estética del aburrimiento escéptico o se evaden en infantlismos liberales de poca monta. Todo siglo tiene su enfermedad pero también su cura; la honestidad crítica. El problema deviene aún más grave si la crítica de primera fila comienza a flaquear, ocultándose en nostalgias, falsos recuerdos, condescendencias y viejismos varios. La crítica siempre debe ser joven, siempre debe ser nueva. Y todo esto al respecto de los falsos nuevos horizontes de ciertas lineas editoriales que han decidido optar por una opción generalista y superflua en demérito del rigor y la sapiencia, de lo concreto, de la excelencia, del cine. El profesionalismo y el desgaste están hundiendo el pensamiento crítico de un puñado de especialistas respaldados por un sueldo y un gremio que como la mayoría, se defiende a sí mismo incluso en la debilidad. 

Para poner un primer ejemplo me referiré a la defensa y alabanza de Paul Schrader a cuenta del lúcido crítico Carlos Losilla, escribano fijo de la plantilla de la famosa publicación Caimán. Cuadernos de cine, que se hace en el número de enero, dedicado a El contador de cartas. Allí, el crítico desarrolla su fundada opinión sobre el guionista de Michigan, unas palabras que al tiempo que engrosan la columna van siendo, ellas mismas, víctimas de  un cliché tras otro y de una sobrevaloración innecesaria hacia una figura que, de forma más que palpable, ya no es más que un cadaver artístico. El señor Schrader, desde hace ya mucho tiempo, pongamos veinte años por decir algo, está más que listo para sentencia, repitiendo su eterna frustración de una manera paralítica y pobre. Ahí están las películas para verlas y juzgar: es curioso como un fracaso tras otro no han podido derrivar a esta figura mítica fundada en los años setenta a partir de la más que caducada Taxidriver (1976): film esclerótico y obtuso. Pero la culpa no es de Schrader, sino de la crítica que le ha encumbrado y le ha mantenido en vilo, sostenido por las frágiles pinzas de sus films. No diré que es cosa sencilla pero, ¿a quién favorece esto? ¿al crítico? ¿al autor? ¿al cine? ¿o a los millones de espectadores que una vez tras otra deben experimentar la falta de talento de un ser acomplejado y pretencioso como Schrader? Losilla -sin ningún tipo de vergüenza- lo hace heredero directo de Bresson, le bautiza como cineasta trascendental, demoniza películas comerciales bastante potables como La costa de los mosquitos (1986) o City Hall (1996) por el simple hecho de ser guiones filmados por otros -ni que Schrader lo pudiera haber hecho mejor-, le hace  legítimo autor ligado a la leyenda del cine moderno, creada por la crítica francesa desde los años 50' y lo que ocurre al final es que uno se queda de piedra al ver El contador de cartas (2021) o El reverendo (2017) sin poder aplicar todas esas supuestas virtudes atribuidas con calzador, sintetizadas en un último párrafo digno de ser enmarcado para colgar en una peluquería de barrio.

El segundo ejemplo viene algo más adelante del mismo número, firmado por el sobreinformado Ángel Quintana, un crítico embebido de datos que tanto puede defender una película cuasidesconocida filmada en la cochinchina como puede relamer el trono spilberiano gustosamente, lo cuál no es principio mala práctica, no, hasta que uno lee panfletos como el que escribe (Renacer entre las ruinas) donde se lía a justificar a capa y espada todo ejercicio de adaptación-copia-plagio-versión -llámenle ustedes como quieran- como opción legítima, ensalzando el valor de ciertos coreógrafos que poco o nada aportan al discurso, desarrollando esa crítica sociológica que tanto les gusta a los escritores postmodernos contagiados con aquello que se bautizó como el Resentimiento. Todo menos hablar de cine, todo menos desarrollar pensamiento, todo menos cine. Datos, datos y datos como si lo menos importante fuese ver una película e investigar sobre los poderes emocionales, sobre su necesidad, sobre el valor de un objeto cultural dentro de un panorama concreto, etc. Quintana se pierde en defensas absurdas y tricornios estróficos que dejan muy poco espacio al cine y a la fe en el cine, utilizando las páginas de la revista para hacer propaganda de los popes del negocio, como si al señor Spielberg aún le hiciera falta que alguien le defendiese. Terrible.

La crítica debe cambiar o morirá, se deshará en un mar de alabanzas e informaciones biográficas sin elaboración, se ahogará en polémicas abstrusas sobre lo viejo y lo nuevo, se asfixiará dentro de la montaña infinita de las nuevas producciones intentando abarcar algo inasible, algo intransitable por la capacidad humana, en vez de centrarse en la esencia, en la búsqueda de lo perdurable, siguiendo el olor de lo artístico, de lo genuíno, del cinematógrafo.

No hace tantos años, estos mismo críticos -junto a todo su equipo- construían números geniales como el dedicado a Rohmer en Febrero del 2010, siendo más valientes, arriesgados y honestos. El tiempo pasa su rodillo sobre todo y sólo unas pocas cosas florecen, lo demás, queda sepultado.

Vale.





domingo, 2 de enero de 2022




 
 
PABLO LARRAÍN
o
La voluntad milagrosa
 
 
 
 
 
Ocurre de manera casual, mas también de forma cíclica, el hecho casi milagroso de la aparición de un autor que decida filmar en castellano en un mundo comercial dominado por la tendencia anglosajona. Es cierto que la práctica de la palabra chilena se convierte en sí misma -por sus modismos y acentos- en un fenómeno particular que cubre a los films de Larraín en un exotismo entre dos mundos muy distantes. Las películas del chileno -en constante efervescencia desde el 2001- traen un aire nuevo y fantástico a la trillada cartelera, de por sí, aburrida y monótona hasta el desmayo. No es esta una alabanza a ningún genio pero sí a un tipo de actitud frente al mainstream omnipotente, encarnada en un director muy valiente que ha sabido discurrir por muy distintos géneros hasta construir el suyo propio. Desde la irregularidad original de Fuga (2006), Larraín ha ido fraguando un pequeño mundo ficcional en torno a personajes marginales y excéntricos, muchos de ellos protagonizados por el brillante Alfredo Castro, explorando los traumas culturales de su país, metiendo la espátula en los años de la dictadura chilena en películas como Postmortem (2010), No (2012) o Neruda (2016), con el éxito de no haberse acomodado en el simple discurso político, para abrirse a nuevas estéticas y miradas que permiten disfrutar la luz de otra manera, ensanchando la realidad. Lo oscuro y lo terrible son dos zonas muy queridas por Larraín, así en Tony Manero (2008) -tal vez su película más arriesgada, basada en la emulación del mito de John Travolta- o El Club (2015), traslada al espectador a reductos de miseria humana tan repugnantes que por un momento uno siente estar ante un nuevo género de terror. Toda esa terribilitá grandiosa de sus filmes va refinandose hasta servir como canal de los nuevos tiempos como en Ema (2019), donde se intenta fundar la leyenda millenial de los nuevos jóvenes, del futuro: gente sin esperanza empujados por la música y el sexo. Tal vez ese sea el punto de partida de su cine, ese desencanto por las cosas en general que acaba desembocando en seres concretos llenos de ira y silencio que inventan una fe, una voluntad personal para seguir adelante. Así, el cine de Larraín funciona como una palanca, como una pala llena de arena que va vaciando el escepticismo generalizado, posando sobre la mesa los problemas que han hecho de la existencia una precariedad vital. Los influjos de las tiranías militares, de los medios de comunicación, del mundo de la fama o la religión son moldeados por Larraín de una manera personal y sensual -a pesar de los horrores y la inmundicia, a pesar del terror psicológico- hasta ir quemando poco a poco los errores del pasado, limpiando un poco los ojos del público, eliminando prejuicios, demostrando que un cineasta hoy, puede reivindicar realidades tabú de una manera natural y además en castellano. Es cierto que con Jackie (2016) y Spencer (2021), Larraín ha dado un salto a las pantallas universales, llevando a la lona dos historias parecidas sobre dos supermitos femeninos de la cultura anglosajona: el mito de Jackie Kennedy y el de Lady Di. Por un lado EEUU y por el otro, la vieja Inglaterra, dos mundos corruptos llenos de confusion y poderes mal digeridos. El cine de Larraín es siempre un lugar entre dos territorios, un infierno en el que sólo una enorme y particular voluntad acaba triunfando para liberarse de una cárcel angustiosa e imposible. Los personajes de Larraín intentan escapar de las trampas de la vida, insertos en circunstancias absurdas llenas de alucinaciones, tinieblas y demás fantasmas. También es cierto que a pesar de que aparentemente el cine del chileno se ha establecido en un lugar ventajoso e intocable, hay que advertir que su cine empieza a adolecer de cierto amaneramiento y verse influido por estilizaciones a lo Terrence Malick que poco o nada pueden ayudar a casi nadie. Pablo Larraín emplea -sobre todo en Spencer- un estilo de spot demasiado reiterativo y lleno de banalidades secuenciales que lo único que consiguen es copar el metraje de anuncios de perfume sin salida alguna, acompañadas de una banda sonora sempiterna e innecesria (¿a dónde vas cuando se acaba la música?). No debe ser fácil volar en ciertas alturas, pero nunca se ha de perder la esencia que habla de uno mismo, de la certeza de existir en un mundo contradictorio: ¿cuando regresará Alfredo Castro?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

sábado, 6 de noviembre de 2021

 
 
 
 
 
Las canciones perdidas 
de Alexandre Cristoph Dupont


ANNETTE
(2021)

Leos Carax 
 
 

 
 
 
Con bastante certeza se podría asumir que Leos Carax es el cineasta que mejor ha sabido leer la contemporaneidad, al menos desde el cambio de siglo. Por su puesto que hay otros muchos que lo han intentado: Apichatpong Weerasethakul -a través de la recuperación de un sensualismo oriental muy particular-, Albert Serra -a través de la desmitificación de la Alta Cultura-, Pedro Costa -a partir de un código cerrado y finito donde nacen milagros-, Aki Kaurismaki -a través del silencio y el absurdo, tamizado de un marxismo excéntrico y alucinado- o el viejo Jean-Luc Godard -ahogado en una inmensa sopa erudita de imágenes que tan sólo él, si a caso, podría entender-. Todos estos cineastas, puntas de lanza de una visión personal y poderosa del arte cinematográfico, han intentado renovar los extensos campos trillados del mundo de la pantalla a través de poéticas singulares y hermosas que han provocado los mejores frutos del siglo. Pero, como ya decíamos, hay uno entre ellos que ha dado un paso inaugural hacia otra cosa, hacia un lugar peligroso donde el éxito se reduce al mínimo, por no decir a la nada. El grupo de cineastas europeos mencionado posee algo en común: un pacto sagrado y silencioso que trata de crear a partir de una idea humanista de origen centroeuropeo a espaldas del cerebro indusrial, del capitalismo o lo que es lo mismo, de la posmodernidad. La argucia de Carax parece ser el haberse desviado de dicho dogma y el haber aprovechado un hueco en el territorio anglosajón para imaginar un film totalmente distinto. Es cierto que Holy Motors (2012) ya anunciaba dicho estallido, pero parece que nadie podía predecir una explosión de frescura tal como la que ha traído Annete a las salas de cine. 
Leos Carax, que ya desde su Boy Meets Girl (1984) había demostrado su visión nostágica de un tipo de cine moribundo o desaparecido, dejando huellas de luz de una existencia que se escapaba para abrirse a una confusión sin término, ha sabido superar la herencia de la Historia del Cine para lanzarse a otra Historia que aún no tiene nombre y que está, en estos momentos, dando sus primeros pasos. En vez de seguir removiendo el enorme caldero de las viejas formas, ha decidido fusionar las estéticas contemporáneas -y no las clásicas- más llamativas -como podrían ser la mirada lynchiana, las tramas kaufmaninas, las perversiones weinstinianas, el musical burtoniano, el feminismo, los mundos de la crianza, la pesadilla de la Fama, la perversa industria del Humor y una fantasía entre El muñeco diabólico (1988) y El Cristal Oscuro (1982)- para, de un solo plumazo, construir una prodigiosa película y a la vez, criticar el absurdo en que se ha convertido la realidad actual. Annette representa una fusión cultural entre Europa y EEUU, funcionando como una mirada desde el otro lado, una mirada realizada por un infiltrado, por un poeta sigiloso y extraordinario. No hay duda de que sus imágenes se alimentan de la oscuridad de Los ojos sin rostro (1960) de Clouzot y de los mil bailes de Minelli, pero también se percibe una mirada irónica a mitos yankis como el pusilánime Scorsesse, parodiado en ciertas partes de la película de manera inteligente y sutil, disfrazando a sus pobres formas con humor. En Annette, el mundo del espectáculo es ridiculizado de una manera radical, mostrando sus entrañas, su pensamiento, su mecanismo. Leos Carax echa mano a todas las estéticas: desde el videoclip a la publicidad, a la lógica televisiva, a la música pop. El cineasta va arrastrando al público hacia lo real a través de lo imaginario, a través de la ilusión de una mente que de pronto conecta con todas las demás realidades y que cuenta su propia ilusión de una manera clara, hasta llegar a tomar la vida como un modelo del Arte, retrocediendo varios siglos en las estéticas artísticas hasta toparse con el género operístico, el más grandilocuente, el más artificioso. Y es destacable que Carax haya elegido esta manera para llegar al público, esta forma tan distante y elitista para lanzar una historia a los ojos y a los oídos, hasta escribir lo que tal vez sea su último poema. No quedan muchos artistas como Carax en la faz de la tierra, creadores que hayan resistido todas las humillaciones posibles: el cineasta francés -llamado en realidad Alexandre Cristoph Dupont- lleva haciendo cine casi cuarenta años y sólo ha conseguido llevar a la pantalla seis filmes, ahora bien, seis películas entre las que se encuentran un puñado de las mejores obras fílmicas del último medio siglo. 
En Annette, todo ser es susceptible de pasar a formar parte de la ficción, a ampliar el coro griego que canta la vida según va pasando, sublimando alguna de las mejores ideas de Resnais (On connaît la chanson, 1997 o Smoking/No Smoking, 1993), consiguiendo convertir la banalidad de la estética actual en una tragedia sin drama, en una enorme teatralización del propio cine y de los propios sentimientos que sobreviven a toda frivolidad, a toda perversión. También, como no, Carax imita escenas de Pierrot el Loco (1965) de Godard, pues le parece inevitable unir un poderoso espíritu aislado de los años 60' con el escepticismo y el narcisismo actual, no se sabe si para revertirlo o para provocar un choque que halle sus consecuencias en el puro azar. En Annette todo se va transformando en un escenario y ya no sabemos si lo que vemos es un bosque o conjuntos de papel pintado, no sabemos si se trata de una piscina o un río, de un cuento de Poe o una sinfonía de Bartok o, por último, un capítulo de Bela Balazs filmado por King Vidor. Leos Carax sólo pide al público que se deje llevar y no piense ni actúe como la crítica cinematográfica Stephanie Zacharek, la cuál aún cree que el público tiene algún poder sobre el artista y exige una especie de cine acorde a sus deseos, ¿pero qué dice esta mujer, cómo se atreve a publicar un texto tan soez y casposo sin que se le caiga la cara de vergüenza? Hay un mundo que se ha terminado pero que intenta resistirse inutilmente. Para disfrutar del cine hay que dejarse llevar y confiar en los grandes creadores, pues ellos no quieren nada más que llevarnos de la mano hacia sus planetas, a constelaciones más allá de Orión. Así, cuando Annette parece conducir a un nuevo trampantojo, el espectador se da cuenta de que al observar su alrededor ya no sabe distinguir entre lo real o lo imaginado: si todo se ha hecho irreal, ¿qué es lo real?, ¿quiénes somos?, ¿una película? Para salir del embrujo debemos confiar en el héroe, pues él sabe desde el principio de su naturaleza inmortal y también que el espectáculo es su dulce redención. Así, cuando el público se levanta de la sala y reflexiona sobre lo que ha visto, por un momento duda de si -lo que acaba de ver- se trata de una película de Wes Anderson o de la mítica Easy Rider (1969), de una paranoia de Cronenberg o de la manzana de Blancanieves, de un musical de Broadway o un poema de Goethe. Conseguir esto es conseguirlo lo máximo: diluir el estilo para sólo filmar un todo vivido como una experiencia, como una ilusión de la propia vida.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

miércoles, 13 de octubre de 2021



 
A Metamorfose dos Pássaros
(2020)

Catarina Vasconcelos
 
 

 
 
Existen películas que corresponden con colores o formas mas que con discursos o tramas. El cine no existe, en esencia, gracias a las historias sino a la realidad filmada que alimenta dichas estrategias de continuidad, de conexión con el otro. Todo lo que vemos en una pantalla, por vulgar que pueda ser, representa una inconsciencia fenomenológica, una descripción detallada de la existencia en su aspecto telúrico, externo. Así, la labor de los artistas es elegir fragmentos de ese todo para establecer una serie de relaciones con ellos -y entre ellos- con el objetivo de darles vida, de humanizarlos, de conseguir resignificar la realidad y tocar el cine. La película de Vasconcelos es un ejemplo peculiar de lo mencionado, peculiar por lo heterodoxo de su propuesta, peculiar por lo artesanal. Se trata de un film plagado de detalles y recursos retóricos de todos los calados -unos más eficientes que otros-, dirigidos a la consumación de un ritual chamánico de la mirada donde lo importante es transportar al espectador a otro lenguaje, a otro idioma. Existe cierta cinematografía portuguesa que ahonda en esta alquimia de las imágenes, en una radicalidad poética que apenas se encuentra en otras: Pedro Costa, Miguel Gomes, Manoel de Oliveira, Leonor Teles, João Pedro Rodrigues o Margarida Gil. Existe algo especial en gran parte de los cineastas de aquel rincón sureño de la vieja Europa que mantiene una tensión mágica con el ilusionismo del cine, sustancia última del tan apaleado Séptimo Arte. Catarina Vasconcelos juega esa baza, la baza de la dignidad y del talento, tomando el sendero del ingenio y la sugestión, creando un ejército de espejos y lupas envueltas en color verde mar, verde selva, obligando al espectador a abrir su Tercer Ojo hacia sublimes bodegones dignos de De Chirico o Morandi, combinándolos con juegos visuales que dan paso a un multiverso de detalles invisibles, una mise en scène surreal digna del mejor Cocteau. El árbol pasa a ser niebla y esta se convierte en hoja, en canción, en un cuadro de Fantin-Latour, en un óleo de Sorolla: este sistema de objetos y seres se ordenan para narrar una vivencia familar donde la ausencia genera un relato y la muerte, otro muy distinto. Tal vez es en este punto en el que la película se vuelva más convencional, cuando intenta subjetivizar una experiencia universal a través de la confesión. Vasconcelos no es tan buena narradora como artista, no posee la misma originalidad a la hora de ver que a la de crear una voz, a pesar de su alto nivel lírico y su potente capacidad sugestiva: sus imágenes son verdaderas por su elegancia y su cuidado, por mostrarnos que el mundo puede ser una miniatura ante el dolor humano, un chiste frente a su incomprensión. Se podría decir que se trata de un álbum familiar compuesto por fotografías de los Lumière, Paul Strand o incluso del mismo Daguerre; lo fotográfico prima en este film formalista sediento de emociones. Por eso, la desaparición, la pérdida y búsqueda de uno mismo son el leitmotiv de este discurso sobre la familia emocional que cada uno lleva dentro, de ese paráiso perdido del que a cada paso nos alejamos un poco más, confusos por el bamboleo de los mares en los que se entra siendo uno, de los que se sale siendo otros. Al final, sólo existe el entierro de un pájaro rodeado de plantas que piensan en cómo hacer una película más basada en el absurdo de la vida humana.



 

lunes, 11 de octubre de 2021



 
QUÉ BIEN QUE SE FUE, SR. BOND

Sin tiempo para morir
(2021)
 
Cary Joji Fukunaga

 


Una pequeña reflexión: ¿no es suficiente ya? Desde 1962 que Terence Young estrenó su Dr. No dando vida al personaje de la mano de Sean Connery han pasado por la gran pantalla otros veinticuatro filmes sobre las aventuras y desventuras de James Bond. Todo esto ha generado un género en sí mismo, un tono, un prejuicio, un dogma. Existe un público fanático, imbuido por la banda sonora, las persecuciones de coches y las chicas Bond y otro eventual, que percibe estas macroproducciones como momentos de regresión, tal que objetos nostálgicos de un personaje mutante. A recordar: ha habido seis Bonds distintos, cada uno con una jeta y ademanes distintos, mas con una chulería y snobismo similares. Tal vez eso es lo que hizo famoso al personaje inventado por el escritor Ian Fleming, hijo d emillonarios que fue periodista y miembro del cuerpo de la Inteligencia Británica. O sea, los fans de James Bond engullen ficciones escritas por un pijo que además, trabajó de espía durante la Segunda Guerra Mundial, al que le encantaba la ginegra y fumar en pipa. Esto no es ni mucho menos una crítica sino un esclarecimiento del origen de las ficciones masivas: ¿quién construye lo que millones degustan como una imaginería fantástica? Habría que escribir varios libros sobre ello. Uno se queda pensando y se pregunta: ¿no estará entreteniéndose con diabluras aristocráticas una sociedad cínica y pop que sólo disfruta con la repetición de lo conocido? El problema de las eternas sagas como la de Bond (El señor de los anillos, Los Vengadores, Harry Potter, etc.) no es su fascinante germinación por esporas, sino el hecho de si es necesario prolongar las historias o ilustrar cada episodio de una serie de ficciones, por general, vacuas, infatiles y a mi entender, poco interesantes. Es cierto que todo este tipo de megapelículas abordan el género épico de alguna manera, encarnando el espíritu de La Ilíada homérica. Es bien conocida el dilema entre ésta y su hermana, La Odisea, y tal vez -si el público actual las leyese- se podría apreciar qué es más grato para el público: lo épico o lo poético. Me temo que vivimos en una época en la que la masa necesita sentirse parte de algo más grande que su precaria vida y por eso proliferan tantos ismos, tan peligrosos, tan dogmáticos. Diluir los problemas en un personaje como el de Bond es quizá una cura superficial, un lavado de cara ante una realidad compleja y confusa llena de obstáculos pero, ¿cuándo no fue así? De ahí, los autores de toda la tradición occidental que encontraron en las ficciones el canal para llevar a la catársis al espectador y al lector. Toda cultura es un amasijo de influencias, todo el arte es un dominó de copias fantasmales pero, a parte de eso, nuestro tiempo se ha pervertido de una manera curiosa: replicándose en sí mismo, volviéndose endogámico, reduccionista, pobre. Tal vez en eso se ha ido convirtiendo un fenómeno como el de James Bond, un tipo de ficción con normas insalbables llenos de tics manoseados, planos idénticos, paisajes similares, tramas reiterativas donde un cierto público parece apoyarse para aliviarse, como cuando un miembro vuelve a su familia cada cierto tiempo y respira como si aquello fuera un descanso de la realidad, una relajación del Infierno, cuando no es más que un espejismo, una sensación nostálgica de lo que una vez fue y nunca más será. Nunca somos los mismos, ni siquiera James Bond. Ójala todo se acabase en esta última entrega y se pasase página, dejando al espía petrificado en el museo del cine comercial para que otras generaciones lo vean y curioseen, pues tendrán material para rato, ya que el cine nunca muere: él es el verdadero espía.







lunes, 20 de septiembre de 2021

 

 
 
BOY MEETS GIRL
(1984)

Leos Carax
 



Cuando se mitifica el cine suele acudirse, en el campo teórico-crítico, al todopoderoso Bazin, personaje subterráneo y cuasilegendario que marcó un antes y un después en la consideración de la ontología cinematográfica. Justo después de su muerte, acaecida en 1958, sus discípulos publicaron sus obras completas en cuatro volúmenes, con el abrumador título de ¿Qué es el cine?. El motivo de este raquítico preámbulo historiográfico podría servir para cuestionarse si dicha pregunta es la correcta a la hora de abordar una disciplina fenomenológica como lo es el séptimo arte. Tal vez para un cinéfilo recalcitrante la conjetura se haga pertinente, pero ¿no contiene una enorme imposibilidad dentro del mero planteamiento? Pensado con sobriedad y sentido, preguntarse sobre la esencia del cine podría ser tan complicado como plantearse dilemas del tipo: ¿qué es el hombre?, ¿qué son los dioses?, ¿qué es el universo? En principio, podría parecer una exageración o una boutade la intención de destruir todas las opciones de llegar a la respuesta de una pregunta de dicha índole, pero ¿no son todas las cuestiones esenciales irresolubles por definición? Cuando aparece en el panorama de los 80' una película como Boy meets girl, el tapete de la mesa se vuelca y las cartas se revuelven para romper todos los esquemas consabidos o al menos, para demostrar que desde los años 50', la pregunta estaba mal planteada. Cuando el revolucionario filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein reniega de su famoso Tractatus (1921) para entregarse al océano infinito de su originalísimo Investigaciones filosóficas (1953) lo que consigue es pasar del callejón sin salida de qué es el lenguaje al liberador entendimiento de sus múltiples usos. Un jovencísimo Leos Carax aplica el cuento en su ópera prima y consigue mostrar de la manera más hermosa, que el cine no sólo es un arte, sino que puede ser un poema, una emoción, un texto vivo. Si como afirmó en su momento Jaques Rivette, "el cine no es un lenguaje", ¿de qué diabólico material están hechas películas tales como Boy meets girl?
Siempre es un placer escribir sobre un film valiente y talentoso, un film de hallazgos, riesgos y locuras que se aparte de todo lo demás, de toda cinefilia, de toda tradición y explore la noche en soledad, asumiendo todos sus peligros. Hija del simbolismo más romántico, la mente de Carax inventa un artilugio decadente, tan preciso y sofisticado como una pipa de agua o una gárgola gótica. Un mundo grotesco se acerca cuando la noche se ve poblada por poetas malditos, amantes empedernidos, suicidas, mujeres desesperadas y personajes esperpénticos. Es esta la prole que habita la isla de Carax, un islote en medio de la nada donde aún se tiene fe en la transmutación de la realidad y en la latencia de lo humano. A pesar de su tono macabro y en ocasiones pesimista, esta primera obra de Carax respira un humor milagroso y un amor irresistible hacia todo aquello a punto de desaparecer (la juventud, la vida, los sentimientos), haciendo de la melancolía existencial un juego de formas y sombras que hablan a través de versos, de balbuceos, de casualidades, de equívocos. La imperfección es para Carax la condición sine qua non para acceder al umbral de lo sublime: el viaje en soledad de un joven pasional a través de sus experiencias humanas sirve de partitura metafísica, de abstracción compositiva de una pieza llena de imágenes milagrosas y sonidos paradisíacos. La conjunción de las dos caras de la moneda da como resultado una de las mejores películas de los pobres años 80', década donde la crisis del arte comienza a acentuarse estrepitosamente debido a un vacío emocional y a una falta de contacto con lo real derivada de un sistema vital basado en el capital. La realidad, tan importante para una recta comprensión del fenómeno cinematográfico, no es sólo lo que se ve sino también lo que se siente. Carax sabe que sólo el coraje transformará el mundo, que sólo enfrentarse a los miedos servirá de bálsamo y catapulta a una civilización cada vez más confundida, más aterrorizada. En Öszi almanach de Bela Tarr o en Liberté, la nuit de Philippe Garrel se nota una sensación parecida a la de Boy meets girl; desde la profunda oscuridad quiere reinventarse al alma humana mostrando su lado oculto, despojando de disfraces a una realidad que desea ser revivida, zarandeada, emborrachda, envenenada. Lo importante es la dosis: la que ofrece en su caso Carax, es tal vez la más eficaz por ingeniosa, la más bella por auténtica. Existen pocas películas en la historia del cine que hablen desde un lugar tan profundo y a la vez tan desapegado, jugando entre la indiferencia y la solemnidad, entre la pasión y la frialdad. Una visión única, amasada entre las levaduras más modernas de la pantalla: Godard, Murnau, Kaurismaki, Truffaut, Dreyer, Ackerman o Fassbinder, dando como resultado un pan de oro de una calidad insuperable por única, deliciosamente eterna gracias a una sensibilidad muy particular. Una influencia subterránea que contagiará a muchos cineastas del futuro y que lo seguirá haciendo de una y mil formas diferentes mientras existan pantallas y voluntades que proyecten este extraño lenguaje al que unos llaman lenguaje y al que otros denominamos simplemente, cine.

martes, 3 de agosto de 2021

 

 

Suspicion (1941) / Twin Peaks Fire Walk with Me (1992)

Hitchcock / Lynch



¿Estamos en el pasado o en el futuro?









 

miércoles, 28 de abril de 2021

 

4B


Los signos entre nosotros

 

J-L. G.

 





Querido Jean-Luc:


tú y tu pobre corazón ponen punto final a esta alucinación llena de fidelidad y amor, una historia que nunca supiste cómo comenzar, cómo ordenar y que entregaste a una voz distinta, al caos, a un voz humana en el momento más solitario de tu naturaleza. El Cine. La imagen comenzando desde el origen, desde Adán y Eva, desde su humillación cósmica, desde el intento de Massaccio de reflejar el motivo de la desesperación, del error. Lágrimas de dolor que llegan a lugares imposibles, a leyendas indemostrables. Los teutones masacrando a los rusos, las palabras de Bloy provocando un recuerdo en forma de vela, de niño soñando a través de palabras de tu amigo Foucault. Los nibelungos aplastan a los inocentes hasta que llegue Fassbinder, el gran chapero iluminado, para redimir el mundo pretérito y resucitar la podredumbre de Alemania, ¿dónde comienza esta terrible historia? Antonioni se estaba muriendo y el estilo perdía un artífice desmesurado. Ahora es de día y sólo puedes pensar, Jean-Luc, imaginar que Robert Siodmack filmó a los asesinos antes de ser asesinos -paseando un domingo por el parque-, sospechar que él intuía que el crimen era un género aún por desarrollar, pero ¿de qué trata esta cosa de la destrucción? Algunos intentaron alimentar a la belleza de otra manera, contar la fatalidad de una forma bella: Franju, Judex, el hombre pájaro. La soledad de la verdad, la venganza, el cuadro, el miedo, la impaciencia, llegar a ser el enemigo público número uno: Nosferatu bailando en un musical “On the town” como “Un americano en París”. El cinemascope y el color transformaron al público en una maquinaria risueña ante las melodías más tontas y frívolas, hasta que llegó Karina -tu Karina- y cortó el aire en dos para hacer música de la realidad, para montar las imágenes, los sucesos de una manera distinta: ella en tus películas cantaba y tú la interrumpías. Hablabas del peligro de la corrupción, de dejarse llevar por las flautas malditas de Hamelin, de la fatalidad del imperio de los sentidos. Los mensajes llegaban de todas partes: el placer, la violencia, el monstruo de los dioses que contaba historias a través de la boca de las superestrellas. Depardieu abandonó el rodaje de “Helas, por moi” y nunca volvió. Una película incompleta que acabó siendo una de tus joyas. Stroheim, Welles, Jean Moreau eran otras joyas parecidas. Un tesoro. Los ojos verdes. Anne Wiazensky y el rayo de luz. Otro mundo. Otro amor. Otras historias. Se necesita un cuerpo para comprender la virtualidad de la pornografía. “A veces oigo a hombres narrando el placer sentido”, escribes Jean-Luc, admiras películas que eran otra cosa, el cine, el arte del retrato, el mundo del collage, Marylin, Buster, la inocencia y el desprecio por la memoria: sólo el reino de la imaginación es lo que cuenta. Lo que sobrevive.  Acuérdate de Funes; Borges lo vio antes que nadie. Predijo la maldición. Un monumento, no una memoria, no una cronología, no una sucesión de películas, sino un traje hecho de todos los harapos de un siglo incomprensible. Para amar se necesita un cuerpo y un largo travelling de la nueva ola.
Jean-Luc, cuentas la historia de Jean Ort, aquel que descubrió el escondite de los asteroides dormidos, de las sombras cósmicas: estrellas mirando estrellas como Shirley, Nana, Fausto o Vampyr sin saber que la mitad del universo es incierta, pero ¿dónde se encuentra? Materia Fantasma. La pantalla. Los asteroides se desvían a una velocidad impredecible con una masa variable, imaginaria. Lirios, leones y arcos: imágenes cortas, fuertes y libres. Sólo eso. Una película de cuatro horas y veintisiete minutos dividida en ocho partes, el número de la resurrección. Una autobiografía. Un retrato. Vivian Leigh. Metrópolis. Hitchcock, Langlois y Vigo. El cine que pudo ser, el cine que te hubiera gustado contar con orgullo. La historia del cine que el arte se merece es la historia de todas las artes. Una realidad que el cine debió contar y no pudo del todo: un eclipse oculta a Monica Vitti y libro tras libro el mundo se oscurece mecido por palabras de Paul Celan, de los escepticismos poéticos de Beckett, hasta llegar al tiempo de los sótanos, de los torturados, del terror maléfico; la lucha de las tinieblas, voces infantiles. Todos bajan del camión, escapan del horror en Roma. El viejo imperio cae de nuevo. Desde el fondo del callejón, Lon Chaney mira a los niños jugando en la playa, niños rodeados de ladridos de perros y frases de Bernanos. Dylan Thomas, antes de seguir bebiendo, tiene algo que decir sobre la muerte: Euclides inventó las libélulas para que el cine las filmase. Son tan bellas. El cine sirve para una cosa distinta a la de hoy. Imagen, movimiento y sonido fundidos en el cuerpo de un pez que a Nanouk se le escapa de las manos. El cine ha olvidado que lo importante es lo humano, el silencio de un hotel donde Céline escribe el final de la noche. Luego le juzgan, pero leen su libro. Lo primero es siempre la vida y por eso el cine tiene un deber por encima de todos los demás: Las Hurdes, Tierra sin Pan. Buñuel, Flaherty ¿dónde empieza y dónde acaba un plano? Ese es el problema. Faltó un cine que hoy ya sólo podría ser simulacro, copia, ¿dónde empieza y acaba una vida? Ruinas, misiles, muertos: ¿cuántas muertes deben suceder para diagnosticar la desaparición de Europa? Bella Fatalidad. Dostoievski escribió obsesionado sobre el martirio de un niño: Hitler, antes de suicidarse, saludó a un ejército de niños que se sacrificó en la última defensa de Berlin. Locuras, perversiones. Tú viste eso, Jean-Luc, tú estuviste allí, en la sala de cine y viste cómo aquel tirano le robó el bigote a Chaplin y cómo Picasso dibujó a Stalin como si nunca hubiese existido, ignorando que Rusia era masacrada por una utopía sin humanidad; los rusos, ese pueblo endemoniado y poético, los últimos que conocieron a un dios. Einsenstein. El sueño y la luz. Cassandra. Los dioses hacen danzar sus manos: Bergman, Sokurov, Kiarostami, Mizoguchi, Epstein. La vida misma combinando todas las fuerzas, enfrentando sus historias a la Historia, pero ¿qué es la Historia? Un campo más oscuro de lo normal. Signos entre nosotros. Lenguaje. Una cámara frente a lo irracional. Una humanidad de animales, de escritores que piensan en sellar el tiempo. El cine: ese buhonero que engañó y fue expulsado. El fin de los tiempos no llega tras la tormenta. Infinito. Flaubert. Viajes a Oriente. El Faraón, el Bosco, la ahorcada, Ophüls, Bresson: acercar el mundo desde lejos, escribir la novela para vivir el drama del fin imposible. La música evita que despertemos, que no salgamos de la pantalla: hay que resucitar el arte de la excepción, destruir la cultura de la regla. Una saturación de signos magníficos para contar esta historia final, el último capítulo de tu poema, Jean-Luc. Barroco. Ciudadano Kane, Susan Alexander y la estafa, la ilusión, la trampa. El arte es una trampa del espíritu, pero Sartre, el hombre más inteligente del siglo, no entendió a Welles, el mayor mago de la historia moderna. La Bella y la Bestia. El gran Braudel, Péguy el religioso y Ciorán el pesimista. A la larga se pagó caro no tener música.
Somos prisioneros de una asociación de ideas lejana. Rossellini, Malraux, Esplendor en la Hierba y Centauros del Desierto yendo y viniendo en forma de mujer, de barbarie. Vermeer, Hegel y las chicas cantando canciones. De Sica bailando a su aire, El Bosco haciendo bailar el aire. El fuego.  Bacon y Cézanne. Todos los grandes artistas se parecen, pasándose el testigo de una sola verdad. El sonido del celuloide parece el de un tren, el de una batidora. Filmar y vivir y luego montar. Ver pasar las imágenes prisioneras. Apresar el mundo para entender a qué suena el tiempo, qué rostro tiene. Se puede hacer todo menos la Historia, se puede acabar con todo menos con la Historia. El Doctor Mabuse ya era el totalitarismo del presente, la palabra de la existencia. Meter la realidad en un libro, meter a la realidad en la realidad, meter a la realidad en una miniatura: una supernova portátil. El cine. Un astro. Un rey puede acabar con su reino pero no con su historia filmada. Antes se creía en los profetas, ahora en los tiranos. La vida está gobernada por incapaces deshonestos que perpetúan el Antiguo Régimen. Por eso Santiago Álvarez, por eso Bazin y por eso Lang son necesarios. Se necesita una vida para hacer una hora de historia, una eternidad para hacer la historia de un día. La historia de la Realidad: Rimbaud. La palabra justa y lejana. Emily Dickinson: la poesía secreta y verdadera. Clio. Péguy. Asociaciones de ideas, Goya, Un perro Andaluz, In a Lonely Place. Jean-Luc, eres el enemigo de nuestro tiempo, la señorita de la grabación que habla con palabras de valor: Guy Debord, Faces, Blanchot, el domador de pulgas de Mr. Arkadin. Otra vez Welles. El más grande en todos los sentidos. Un marginado sublime que luchó contra la corrupción y las fronteras pensando con sus manos el horror del mundo, entendiendo el tiempo para hablar del futuro. Una imagen capaz de negar la nada donde un siglo se diluye en otro. La historia no se termina pero sí el siglo. El cine, un arte del siglo XIX que soñó el siguiente. Picasso: el último artista del arte antiguo. Todas las historias pasaron por sus manos. Saturó las imágenes para dar vida a la pintura. Tú, Jean-Luc, te refugias en la posada de la imagen musical para creer en la felicidad, en las palabras de Ezra Pound, tumbado sobre un ilustre pasado, fumando un habano, recordando a Coleridge, Borges, a Van Gogh, a Bacon, repitiendo para tus adentros -con una rosa blanca entre las manos- “yo fui ese hombre”. 



lunes, 26 de abril de 2021

 
 
 4A

El Control del Universo
 
J-L. G.
 








Querido Jean-Luc:


en la recta final aparecen las musas del siglo del delirio, aparece Camille, Lou, Simonne, Hanna, Virginia, Colette, Sara y tu amada Ane-Marie. Ella lee sobre los rostros femeninos del pensamiento, palabras de aquel hombre que tú conociste en la infancia, Paul, el amigo de tu abuelo. Un matemático asceta que leía sus versos en los jardines de los ricachones. La poesía siempre te persiguió en el jardín de los veranos suizos. En los ecos de la aristocracia suenan sonetos que maldicen como conjuros a los niños. El cementerio marino. Palabras como recuerdos trayendo imágenes como bultos de paja, como viejas olas que se renuevan en la espuma. Todo se emborrona: pornografía antigua y tan perversa como la de hoy, tan ridícula que da vergüenza ajena, sucediéndose ante los ojos. El ser, si aún se lo merece, necesita de otras fuerzas para vivir o caerá como Kim Novak bajo el puente de San Francisco. En realidad no es el puente más bonito de esa horrorosa ciudad llena de pendientes donde James Stewart se enamoró de forma irracional de un animal milagroso. La Razón enloqueciendo ante la vida. El Deseo. Palabras de Valéry mojándose sin más, pues esta serie, este nuevo capítulo trata del agua, de las corrientes alternas y sumergidas, de esas historias paralelas que mueven el mundo sin darnos cuenta. Los pies de las esclavas se mojan porque tienen que trabajar. Los esclavos no existen a causa del odio sino del dinero. Estamos atrapados entre una película de John Ford y un ensayo sobre Mozart, ¿lo recuerdas, Jean-Luc? Fue sin duda tu peor película, pero tú sigues amándola y la reivindicas pues te acuerdas de Elie Faure, de Alexander Nevski, de El ángel exterminador y entiendes que todos pensásteis con las manos para llegar al mismo sitio: a la creación. A pensar con las manos: una mano, un cuerpo, un espíritu, la policía, la propaganda, el Estado. Varias trilogías que se encadenan para hacernos pensar que la amistad puede ser destruida. En realidad se puede salir de la habitación, sólo hay que encontrar la puerta. Debemos encontrar de nuevo las palabras que dijimos sin querer y verlas errar como Welles pensando en cómo pudo perder a Rita, la bella Rita, caminando junto a las sombras de las grúas. Él estaba maldito como tú, Jean-Luc y a los malditos se les echan chorros de agua a discrección para que vuelvan en sí, para que despierten. El agua golpea a la miseria del mundo, al estado actual de las cosas y sólo podemos repetir el alfabeto de arriba abajo hasta llegar a la M de Lang y a la navaja de la fatalidad hasta darnos cuenta del chantahje de la vida. La miseria como último argumento de la película real. Metrópolis inunda las cabezas de los pobres; Los pájaros, invade las calles de los niños. Una imagen de tu Nouvelle Vague como símbolo de la belleza, del arte. El Arte es un gesto humano, no un espectáculo de variedades. El rey sigue sentado en las rocas frente al mar, el agua suprema, el dios del azar. El poema prefigura el pensamiento y el acto al mismo tiempo, la dualidad nunca demostrada del alma y el cuerpo. Nuestras manos se están haciendo débiles y hay que levantar el ánimo del espíritu hasta el reino de la ausencia donde el lector o el espectador leerá en voz alta una película imposible con palabras nuevas. El poeta siempre será el falso culpable de esta guerra de monos donde unos llevan a su mujer muerta en brazos sin decirle “Te quiero” y otros levantan con violencia artística a la pasión y a la libertad. Hay dos historias que se suceden a velocidades distintas: una en dirección este y otra en dirección oeste. En la primera sólo hay miseria y en la segunda, sólo perversión y fanatismo. Los dos ejes del mundo nacieron enloquecidos. Una película de John Ford y una película de Dovjenko. El alpha y el omega, ¿de qué? De una triste historia. Pero tú, Jean-Luc, para paliar el desastre traes a tus fuerzas especiales: Robert, Fritz, Eric, Jacques, Phillipe, Rainer y Francois, todos ellos soldados de las formas pensantes que redimirán al mundo a una bella idea que vivirá para siempre. Convertir a las cosas en mundo, a las personas en Universo. El infinito. Un nuevo alfa y nuevo omega. Pintura y cine: pues el cine es una forma nueva de pintar las ideas, de ser eterno. Un bote de tinta, la espiral, el vaso de leche, la llave, la partitura, la botella y el mechero: cosas como reliquias fundando la nueva religión con un mejorado mesías: Alfred Hitchcock, el Leonardo del siglo XX, el capitán, el único poeta maldito que tuvo verdadero éxito en la civilización moderna. Lo celebras con fuegos artificiales, brillante luz para el gran creador nacido en el siglo del delirio, en el siglo de los muertos secretos, en el siglo de las vanguardias nihilistas, en el siglo de las mentiras mundiales. El estilo no es una forma sino un autor, el espíritu humano que mueve los dedos en una sala de montaje. El control del Universo. Él dice: “Ellos no se dan cuenta pero lo que sucede entre imagen e imagen les asombra”. El cine es Hitchcock. El cine es perversión nocturna. Luz inmensa. Blanco y negro. El cine es Rembrandt cuando el mundo se convierte en una lona donde se sucede otro tiempo que acontece a otra velocidad para contar otra cosa distinta. Luces y sombras durante un siglo para filmar un par de milagros, para conseguir asistir a dos resurrecciones muy distintas, pero igual de fascinantes. Dreyer, Hitchcock. Una dualidad. Cuerpo y alma. El cine: un ser total. Rembrandt, Velázquez, Goya: una civilización. Elie Faure lo sabía. Valéry lo sabía. Las chicas lo sabían. Un mundo hecho de nieve y noche donde Macbeth, Hamlet y el demonio corren juntos hacia un enorme rostro de Marilyn del que salen pájaros negros: parecen el famoso poema de Poe. Un animal que habla del horror. De la tragedia. El mundo es un drama. Él sonríe. Tú sonríes. Estás en la recta final de tus historias, Jean-Luc, rozando el final del jeroglífico y sueltas amarras, resucitando al viejo Welles, dejando filmar a Karina en la grúa, dejando que respire, que filme aquello que no le dejaron, pues la luz cae donde se hace necesario y no en otro lugar. El cine, si sobrevive, sólo podrá hacerlo como una estatua, conjurado en las palabras de Marienbad, en los colores humanos del primer Kandinski, pues el cine es nosotros mismos y tú nos has enseñado a mirar nuestro propio monumento, no para adorarlo, sino para aprender quiénes somos en realidad. Somos Historia. Somos historias. Corrientes paralelas donde las tildes se deslizan y los rótulos cobran vida hasta aparecer y desaparecer, pues lo importante es la infinitud del mundo, la moviola de la existencia acelerando y retrocediendo, jugando con las imágenes para disfrutar de un pensamiento que se hace con las manos y no con la cabeza, con el instinto y no con la Razón. El Yo del Yo Pienso deja de ser el Yo del Yo existo. Pensar, existir. Otra dualidad. La misma guerra. Cuerpo y espíritu. Norman McLaren y los lobos asesinados desde un helicóptero. Chris Marker, tu amigo invisible. Los lobos corren todo lo que pueden, pero la tecnología del mal sobrevuela el desierto con un rifle cargado. El aire tiene un color, pero no se parece al del agua. Dices: “una película imposible que nace de mí, pero no en mí”.
 
 
 
 
 


lunes, 19 de abril de 2021

 

 Jim & Andy: The Great Beyond

Featuring a Very Special, Contractually
Obligated Mention of Tony Clifton

(2017)

Chris Smith



 

En el año 2009, Chris Smith -uno de los mejores cineastas del siglo XXI, en la línea de Errol Morris o Raymond Depardon- estrenó una joya inigualable y exótica: Collapse. El testimonio de Michael Ruppert, un antiguo agente de policía convertido en sociólogo-profeta, quien se metió de lleno en el análisis exhaustivo del mundo socioeconómico contemporáneo -hasta el punto de dejar todo para difundir el mensaje de su causa- construye todo el film: un aviso sobre las consecuencias del obtuso mundo capitalista y la sociedad industrial. Así, Ruppert se convirtió en una especie de mártir silencioso de la verdad; después de muchos años dando austeras conferencias universitarias sobre sus terribles teorías del futuro, decepcionado y arruinado, acabó siendo un ser marginal que decidió suicidarse en el año 2014, triste y frustrado, considerado un enfermo, un paria, un exagerado. Se trata de un ejemplo más de un discurso lúcido saboteado por un sistema escéptico y una sociedad frívola, ignorante y reprimida, aterrorizada. Parece haber llegado un momento en la existencia en la que los individuos globalizados de la actualidad no son capaces de digerir hechos claros, aunque los tengan delante de sus narices. Ven lo que les dicen, saben lo que les dicen, dicen lo que les dicen. El cerco está echado. El sentido común, ha sido entregado a los Medios, que -sin piedad alguna, desde la superioridad moral de una entelequia denominada “responsabilidad social de la información”- deforman y construyen una realidad que se acaba imponiendo al pueblo, beneficiando a los intereses del Poder ¿Qué es el Poder? Un grupo de psicópatas forrados de billetes verdes que quieren seguir dirigiendo el “juego” ¿Qué juego? El juego al que siempre han jugado los bancos desde el Renacimiento, interpretando su papel de usureros impunes y el de los políticos, más que nunca, convertidos en marionetas de un sistema que se mueve desde los mismos bancos, impotentes ante un mecanismo institucional que los trata como poleas, tuercas y tornillos de una máquina que baila sola al son de las “monedas invisibles”. La Bolsa. Los Bitcoin. Los drones. Los móviles de última generación. El mito de la Tecnología. El mito de la Ciencia -Ciencia = Religión-. Abstracciones incomprensibles. Siempre lo mismo. Las apariencias se han convertido en una superficie resbaladiza que va y viene, como un péndulo, como la llamada posverdad (creada para definir la inverosimilitud de toda información, vamos, la propaganda de toda la vida extendida a su mayor magnitud). La información se ha convertido en una maraña inasumible por la limitada mente humana, y los poderes especulativos lo saben bien: la usan de la manera más vil. Cuando aparece el dato, comienza el caos -el viejo Calímaco decía que un libro muy extenso era una enorme calamidad-. Hay muchos más datos sobre cualquier cosa de los que desearía cualquier persona si no estuviera alienada, pero hoy... ¿quién no lo está? Sólo el que se aparta, sólo el que aprende a diferenciar y asociar, sólo el que descubre las reglas del juego y decide por sí mismo. Fuera de la inercia. Pero eso conlleva un sacrificio de trabajo y tiempo muy exigente, lejos de las posibilidades de la gran mayoría distraída con la publicidad, la pornografía y las interrupciones infinitas. Juegos de niños. Niños que saben nada. Analfabetismo global: un paraíso para los señores feudales. Todo esto y más es analizado por Michael Ruppert y filmado por Chris Smith. El problema comienza por el hecho de que hoy existe un rechazo directo al conocimiento en general, y del propio en particular. Así, las dos máximas más importantes heredadas de Grecia: “Sólo sé que no sé nada” y “Conócete a ti mismo” siguen vigentes como el primer día de ser acuñadas. Asignaturas pendientes que conducen al suspenso. El suspenso de la vida. ¿Quién podría ser capaz hoy de distinguir entre lo falso y lo verdadero? La complejidad de la abundancia generada en las sociedades de la Información y la Bolsa, hacen muy difícil que el ciudadano de a pie pueda pensar o como mínimo, entender algo de lo que sucede a su alrededor. El individuo sólo percibe anuncios, estímulos vacíos, violencia, grosería y vulgaridad: todo ello lleva a la desvalorización de la realidad, al nihilismo más tóxico, al escepticismo, a la depresión, a la miseria y pobreza humanas. La técnica no es nueva y ya pasaron las épocas del secretismo: volcar todos los datos en cascada para abrumar a una colectividad débil y sin herramientas, hiperocupada en trabajos basura destinados a vidas miserables. Internet fue el tobogán. De todo ello habla Michael Ruppert con una serenidad pasmosa ante la fiel cámara de Chris Smith, el cual desarrolla ese maravilloso arte de la escucha, del respeto ante la revelación de la existencia. El cine recoge lo maravilloso contenido en una mente solitaria. Así, una entrevista común deviene en puro cine, en puro arte, en pura revelación, en una cicatriz abierta de la psique donde parece vislumbrarse cierta luz, cierta honestidad, cierta sabiduría: una rara avis en nuestros tiempos. Un mensaje humano.      
Nada más y nada menos que ocho años después de Collapse, Smith aborda un proyecto muy especial, con el mismo objetivo: plasmar un testimonio original y sincero sobre la extraña vida del siglo XXI. El humorista y actor Jim Carrey -quien pone a su disposición un metraje personal del rodaje “Man on the moon", inédito durante veinte años- será el protagonista. Carrey, que entre 2016 y 2020 desaparece prácticamente del mapa del show business -con el consiguiente y absurdo revuelo mediático-, tan sólo realizará dos proyectos muy personales. El primero de los dos fue la fascinante miniserie “Kidding” -basada en el maravilloso pedagogo Fred Rogers, emitida en dos temporadas y creada por Dave Holstein, la cuál acalla los falsos rumores de la retirada definitiva de Carrey- y el segundo, el prodigioso film de Chris Smith. Este último revela curiosos secretos a partir de la experiencia de la vida de una superestrella de Hollywood. En 1998, Carrey rueda un film dirigido por Milos Forman, basado en el ídolo maldito de la comedia norteamericana: Andy Kaufman. Excéntrico, naif, brutal, impredecible, sutil, basto, dramático, zen… Kaufman (1949 – 1984) simboliza al artista perfecto, un marginal brillante al que todos aman y desprecian al mismo tiempo, una presencia “camp” llena de virtudes catárticas: el chamán occidental de final de siglo, redimiendo en directo a la sociedad más enfermiza del planeta mediante el humor. Debido a la radicalidad de sus propuestas, Kaufman tendrá una carrera insólita y fugaz, como si se tratase de un poeta calculando su leyenda. El fuego del éxtasis arde con tanta intensidad que suele durar un tiempo muy breve. Jim Carrey (1962, Newmarket, Ontario, Canada), hijo de un saxofonista venido a menos, adoró a Kaufman desde su juventud como a un dios por eso, su participación como protagonista en "Man on the moon", fue más que un sueño hecho realidad: la oportunidad de su vida para ser aquel quien podía ser todos,  el desafío más enorme de la carrera de Carrey siendo él mismo un imitador nato. Un imitador imitando a otro, imitando a todos sus personajes en una película donde él mismo hace de él mismo imitando a su mayor ídolo, o sea, a una idealización de su propia persona. La identidad. El metraje cedido por el actor al cineasta Chris Smith, muestra los avatares sucedidos tras las cámaras durante el rodaje del biopic, donde se muestra a un Carrey-Kaufman enloquecido, histriónico -ante un Milos Forman asustado y avergonzado ante la actitud irreal del actor-, mutando de un personaje a otro como si se tratase de una cadena de exorcismos, de abducciones pasajeras y descontroladas, de un actor asumiendo su oficio hasta el límite de lo real, rodeado de decenas de atónitos técnicos de rodaje, asistiendo a aquello como si se tratase de una broma, lamentablemente. El metraje de Carrey es mucho más que lamentable, una prueba de cómo la estrella intentó forzar la realidad para que no sólo fuese él quien replicase al personaje sino que la realidad se repitiera ante sus ojos para clocar la existencia y resucitar el pasado. Pero no funciona: Carrey es demasiado evidente y su número, a pesar de ser llamativo, no llega a trasmitir más que la impotencia de un ser incapacitado para trastocar la realidad. Sus intenciones son tan hermosas como las de Don Quijote, como las de Ignatius Reilly, como las de Hamlet, pero la realidad siempre es más curte que la imaginación y al rodar ese choque de colosos, el resultado es ridículo y vergonzante. El espectador, en su interior, ansía creer todo aquello, exagerar el hecho y hacer de ello algo único y exuberante, pero en su confesionario interno sabe bien que está viendo un pobre simulacro sin sustancia alguna, un suceso artificial. Otra cosa es la otra parte del film, la entrevista a Carrey frente a frente, mirándole a los ojos, oyéndole hablar muy cerca, con el corazón, de forma muy generosa. Lo sagrado aparenta ser una broma en una sociedad sin fe en lo extraordinario. Hoy, aquello que se sitúa fuera de lo convencional parece percibirse como malo, perjudicial y peligroso. La mente global está tan corrompida por el miedo que no es capaz de abrirse a lo personal, a lo imperfecto, a lo irracional, a lo irreal integrado en lo real. Los trasvases son cada vez más complejos, por eso hay que saber distinguir. Smith combina el metraje con la entrevista en la que el paciente, Jim Carrey, desde una serenidad pasmosa -muy parecida a la de Michael Ruppert- hace una regresión a aquel momento tan importante y decisivo para su carrera (Man on the Moon), que le lleva a deducir ciertas conclusiones sobre su profesión, sobre las personas, sobre la vida: ¿qué puede sentir un hombre que en realidad ha logrado todos sus sueños? Carrey habla de la jaula de la existencia, del hecho imposible de escapar, de tocar un techo artificial bajo el que vivimos todos: la identidad. El show de Truman. ¿Quiénes somos en realidad y por qué vivimos como vivimos?, ¿qué queremos que los demás vean de nosotros?, ¿cuándo somos nosotros mismos?, ¿estamos encerrados en nosotros mismos o en un mundo falso? En el año 2013, Carrey sufrió el momento más polémico de su carrera cuando, por unas subversivas declaraciones en un talk show, fue vinculado a ciertas conspiraciones ideológicas. Es cierto que tras los incidentes y la ola de basura mediática, Carrey trabajó poco: cuatro películas menores, la miniserie y algunas colaboraciones para programas de comedia. Y la película-documental de Smith. Nada más. Ahora, la pregunta es la siguiente: en el caso de existir superpoderes mundanos y esferas de control, ¿fue castigado Carrey al ostracismo por su actitud rebelde o simplemente él mismo fue el que se apartó del negocio después de haber sido la estrella mejor pagada de Hollywood durante años? La respuesta sólo la sabe Jim Carrey, un artista que decide ponerse delante de las cámaras de Smith para confesar su desencanto y manifestar su verdad, hablar de su singular experiencia, de su visión sobre la existencia mundana y sus aspiraciones de fundirse en el universo, bailando sobre placas tectónicas o en un planeta lejano a la farsa de la civilización. Carrey quiere volver a ser salvaje. Civilización o barbarie. Su mensaje es directo, pero hay que descifrarlo levemente: la vida es un juego hermoso donde hay que seguir los instintos; todo lo que te haga separarte de eso, es terrible. Una pesadilla en vida. Su tratamiento: intentar encontrar quién eres dentro de otra persona, del otro; salir del egocentrismo, del cascarón y abrirse al mundo: descubrir quién eres para dárselo a los demás. Nunca hacer caso a los demás, ser fiel a ti mismo. Dignidad como Libertad. Ya lo dijo el Tao: abrazar a la Hembra Negra, al Universo. Entregarse. Conseguir ser lo que cada uno es, hace que todo se cumpla, que las cosas ocurran por sí mismas. Carrey no es un gurú ni un coach última generación, simplemente es una víctima del espectáculo, un alma sensible que ha vivido una circunstancia particular: la fama y el éxito social. Money. Cómo redirigir ambas realidades y hacerlas coincidir en equilibrio parece ser un ejercicio tan complicado como entender las noticias del periódico y sacar algo en claro. Michael Ruppert y Jim Carrey son las dos caras de una misma moneda, dos seres que han desarrollado el pensamiento crítico y han liberado su sentido común ante la barbarie, al llegar al cartón del escenario. La burbuja no es real, no es verdadera. La fotografías mienten. La superficie nos engaña y hay que ir más allá. Abrir la puerta y caminar sin destino. Muy lejos. Distanciarse para ver el paisaje. Para ver toda la película, no sólo fragmentos de Instagram o Tiktok, celdas de castigo en miniatura, cubículos de banalidad masiva y perversión fugaz; hay que dar valor al tiempo para ver suceder las cosas a su ritmo. La película de Chris Smith excava en ese sentido, escuchando a la persona, al personaje, buscando la emoción en la palabra, manteniendo la distancia del oyente, la dignidad humana, tratando a Carrey como lo que es: un ser herido y valeroso en un mundo incomprensible. Carrey envidia a Kaufman, pues confiesa que cuando deja de ser él -y todos sus avatares- se siente vacío y su existencia carece de sentido. Kaufman fue el símbolo de un inconsciente colectivo en forma de delirio idealizado, Carrey, aquel que intentó resucitar el espíritu de aquella maravillosa demencia. Copia certificada, nunca auténtica. Jim Carrey es Jim Carrey. En un momento especial del film, narra con detalle el día en que se dio cuenta del estúpido carrusel en el que había vivido durante décadas y optó por el silencio: allí encontró la verdad, su verdad. La verdad de todos. Se hace emocionante poder ver algo así, aunque tal vez sólo sea una ilusión permitida por Netflix o por las esferas demoniacas. La fisura se abre y la ficción resulta ser así la única cura en un mundo donde la verdad ha sido desterrada y más aún, frivolizada, extirpada y mutilada hasta ser irreconocible. Sólo hay que parar, detenerse, apagar el televisor, desconectar el móvil, olvidar internet y quedarse en silencio sin hacer nada más. Alejarse de las hipotecas, los coches, los deseos, las inversiones y los negocios. Ya lo dijo Epicuro: “aléjate de los negocios, feliz en el presente”. Todo llega sólo si uno lo permite, si se olvida la discusión y el reproche y uno se centra en ser. Solamente en ser. En trabajar con el corazón. No hay más. Hay que empezar a tomarse las cosas en serio y a volver a confiar en lo desconocido, en lo extraordinario, en lo impredecible, en lo incierto. No es que nadie crea, es que nadie parece estar preparado para creer y esta es la situación actual que a partir de una trémula experiencia entre bambalinas nos ofrece Jim&Andy, una creación necesaria y verdadera en estos tiempos inciertos que Chaplin definió como modernos, pero que debió bautizar como abyectos.  




domingo, 18 de abril de 2021

 

3B

Una nueva ola

J-L. G.

 


 

Querido Jean-Luc:



después de Berlin, del niño suicida de Rossellini, los pasillos hablan de sus secretos: una pareja y un museo. Una historia de Amor. Una Bella y una Bestia entrando en un jardín. Jaques Tati apareciendo en forma de fantasma. Un mundo gótico y un mundo realista dialogando sobre lo mismo, en el mismo lugar, huyendo de lo inevitable mientras soplan las cortinas al viento. Los nuevos tiempos: el nuevo capítulo de la civilización. Pasillos aristocráticos en decadencia, una galería de formas desmanteladas. Paisá. La política como argumento. La Resistencia como protagonista. Habrá que combinar a Hitchcock, a Fellini y a Bresson para ver si nos sale el monstruo que inventó Frankenstein. ¿Cuándo comienza el siglo XX, Jean-Luc? En la catedral moderna: en la ciudad. Scholem afirma que la verdad de ese lugar imaginario es transmisible, pero ¡Helas, por moi!, la criatura deambula renqueante por las calles de Alphaville sin saber a dónde va, confundiendo las enseñanzas bazinianas con la pintura de Tintoretto, recordando a Niepce y a Lumiere, conversando junto a Cocteau: “sí, esta película es muy buena, pero no es cine”, pero entonces, ¿qué es el cine, Jean-Luc?, ¿una película de Marilyn Monroe dirigida por Einsenstein?, ¿el metraje censurado de Un verano con Mónica?, ¿el payaso abatido por el dinero y la fortuna de la Fábrica de los sueños, interpretado por Jerry Lewis? Él era millonario y tú no, Jean-Luc, a todos los que admirabais tú y tus amigos de Cahiers lo eran, cuando empezasteis a ir al cineclub de Froeschel en el Barrio Latino: algunos sólo amabais el cine, otros sólo el dinero. Era un principio pero también un final. El guardián de la ciudad no entiende que se pueda vivir para otra cosa que no sea la moneda. La carroza de oro no es de oro en realidad: elige, ¿dios o el dinero? Se podría dividir la historia del cine entre los que hicieron películas sobre dios y los que gastaron celuloide en lo segundo. Creer o no creer. Asociar y disociar para contar de nuevo, desarmar al monstruo, despeinar la Tradición: la historia del cine es una historia descompensada en la que la balanza se ha partido. Pero el capitalismo no tuvo en cuenta que la verdad no es transmisible, que es un secreto viviendo a través de jeroglíficos, una fuerza débil que mueve montañas. La Fe. Por ejemplo, como tú muestras, Jaques Becker hizo perder la guita y la cordura a Jean Gabin: el dinero arde en la ciudad de los fantasmas, pues la cuarta pared deviene en film y el mundo se ve absorbido por una película. La mentira tiembla, a la representación le da un telele. Hay un robo, un monstruo y una violación. Tres elementos para resumir una historia entre lo nuevo y lo viejo. Mientras, Jaques Tati sólo sube y baja para jugar con las formas, para revelar su presencia de una forma invisible en la que sólo los niños y los animales puedan ver pero, ¿en qué consiste? Todos somos ciegos ante lo extraordinario. Mira, Ana Karina está dormida en la grúa y asciende a los cielos despreocupada del mundo, pues James Stewart vigila atentamente a Hitler y entonces, en este estado de cosas, un susurro comienza a mecer a las nuevas almas y en El evangelio según san Mateo, Pasolini revelará el camino, el viejo camino del que hablaba Scholem pero sin palabras, sólo con formas pensantes y revolucionarias que llegan al corazón como espadas, hasta hacer arder al viejo cine francés, al viejo cine norteamericano, al dinero de Gabin y de Edison; el primero se parece tanto a John Wayne que es imposible no imaginarlo protagonizando Centauros del desierto (la traducción supera al original). Pero ese era el cine visible, el cine para todo el mundo: Langlois os contó que había películas invisibles y clandestinas donde se encontraba la esencia, la verdad que ni Scholem ni Gaumont pudieron entender. Era una esperanza que se proyectaba sobre tu memoria, Jean-Luc, más allá de la cinefilia donde Welles espiaba a Janet Leigh, preconizando el mensaje de los hijos de la Liberación y del Museo. Tú hiciste una película, tal vez la mejor por ser la más sencilla y lúcida (Banda Aparte) en el que tus personajes corrían a travésde las galerías de la gran pinacoteca, del gran almacén de delirios acumulados por el mundo de la existencia. Tú filmaste junto a Coutard esa película en el escenario de lo real, durante días nublados y felices, agachándote en los jardines, invadiendo los museos y la felicidad. El legado del cine estaba en tus manos y en la de él: Truffaut, el pequeño salvaje, fue el primero en empezar a dar golpes, auspiciado por Bazin, dio muchos más que 400 y estableció la igualdad y la fraternidad entre lo real y la ficción. Cocteau ya lo anunció: los niños terribles vendrán algún día, ya lo profetizó Jean Epstein: algo nuevo estaba llegando desde el mar, empujado por una fuerte tempestad. Adiós Lumiere, se acabó tu idea: comenzaba el Museo de lo Real ideado por Malraux, aquel que fraternizó las metáforas y os abrió los ojos. Junto a él, resucitasteis el espíritu de Vigo y de Stroheim sin advertir que a ellos les mataron. Ese fue el error: creer que os dejarían cambiar el cine, avivar al niño. “A partir de cierto momento no hay retorno”, dices y Epstein habla de la mano-ojo y del cine-pensamiento. Lo táctil y lo mental. El cine, ¿pero quién era el cine? Hubo un hombre que fue el cine, que inventó el cine-memoria: de Langlois heredaste la maldición de adorar las obras, no a las personas, de apilar películas en la ducha para no perder el mundo. No se podía perder algo tan bello. había que hacer películas para sacar al cine de su parálisis: “El trabajo puede filmarse, no el corazón”, la verdad se esconde porque es secreta y sólo se lleva en la memoria: los relatos de Antonioni, la poesía de Durás, el Napoleón de Gance, las películas imposibles de Delluc y Canudo. Todo estaba dentro, ardiendo con el fuego interno. Jaques Tati era un fantasma cruel dentro de una película infantil. Había que liberar las formas prisioneras del dinero. Y de ello salió la Nouvelle Vague -de un invento de Malraux-, fue un parto fortuito al contemplar Johnny Guitar y descubrir el otro cine, la otra cara de la esperanza, reabsorber la cuarta pared para vivir otra dimensión. Fue como filmar a Marilyn Monroe paseando entre cirios místicos, ¿o no fue así Jean-Luc? Vosotros soñasteis y al despertar, las películas ya no eran como antes. No podía volverse atrás. Una Nueva Ola. Efímera, pero verdadera para la que hubo que amar de memoria: “La Naturaleza supera al Arte” y desde la crítica, desde la cinefilia, viajasteis de Muybridge a Murnau para aprender que el cine es un arte puramente romántico, que no tiene nada que ver con la realidad, sino Pagnol o Durás, con Epstein o Welles. Así filmó la originaria Nouvelle Vague, creando lugares que no existían antes, empujados por una fuerza sin pasado, cabalgando las metáforas de Malraux quien luego os llevó a Cannes, donde montasteis el pollo, hipnotizados por ese espíritu que mató a Virginia Woolf: el terrible don de sentirlo todo. Vivir la utopía: no imaginarla sino filmarla. La verdad dice que en el pasado mataron a todos los que intentaron cantar, pero la pasión viene de la Pintura y la Inmortalidad crece en un árbol del jardín de Vértigo donde el guardián de la ciudad sigue sin entender por qué si hay demasiadas manos sólo consiguen hablar de la esperanza unos pocos corazones: Becker, Rossellini, Franju, Demy, Truffaut, Melvile. Nunca existió una época en la que no hubiese empleo para todos los corazones: el arte carece de paro. James Stewart siempre tendrá que lanzarse al mar para salvar a la señorita Novak. Suena a nuevo, a nouvelle. Una nueva ola que pasó y volvió a cubrir todo de sal; aún los haluros palpitan en ciertas zonas de la realidad, en ciertas zonas de la piel, del cine.