sábado, 22 de agosto de 2020





DOCTOR SLEEP
(2019)

Mike Flanagan 
 
 



Prometía ser algo mejor, pero de todas maneras lo tenía muy difícil. Cuando un cineasta o realizador audiovisual decide versionar o crear una variación de una obra canónica, la mayoría de las veces, fracasa. Esto no justifica la macedonia tónica y genérica que plantea Flanagan, en su aparentemente flamante film. El gancho de Ewan McGregor y el prestigio de la obra de The shining (1980), parecían bastar para que la película saliera a flote, a pesar de su muerte anunciada, pero la pretensión y la falta de ingenio del director, consiguen un naufragio seguro. En el presente parecen abundar una especie de cineastas mitómanos, adoradores de la vaga idea de que con la ayuda de un voluminoso presupuesto y un equipo de técnicos a la última, todo puede ser realidad y el talento se puede suplir. Se está transformando en una superstición enfermiza el hecho del remake, del copypaste, del plagio... en la industria parece haberse extendido la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor y que si hubo un éxito hace medio siglo, ¿por qué no lo será hoy? Todo esto para explicar la carencia de riesgo y riqueza artística. Gran parte de los cineastas se agarran a un clavo ardiendo, intentando garantizar a sus productores fáciles dividendos, empleando supuestas viejas fórmulas y temas, como si fuese la piedra filosofal. La industria del cine se ha convertido en un bucle que se replica a sí mismo una y otra vez sin solución de continuidad. Nadie sabe hasta cuándo aguantará un público fiel a sagas interminables, a películas que se convierten en series inagotables, en trilogías que se multiplican como un virus. Además, todo deviene enfermizo: gran parte de la ficción mundial se basa en el macarrismo y la cultura pop (la ley del mínimo esfuerzo y el mínimo pensamiento), sentando las bases de un mundo materialista, superficial, sin ningún tipo de sentido más allá del dinero y la fama. Volviendo a Doctor Sleep, no se puede negar de que se trata de un wannabi de primera categoría, un producto hinchado con estrellas, dobles de estrellas, escenas robadas, plagiadas, mezclado con largas secuencias dignas de Buffy, cazavampiros (1997) y una apariencia de serie televisiva que en ciertos momentos echa para atrás. No es este un comentario de un defensor de la obra de Kubrick, pero sí de un defensor de la dignidad y de las cosas bien hechas. A Kubrick se le pueden echar muchas cosas en cara -pues, aunque se ha quedado con el sanbenito de mr. Perfecto, le quedó mucho para serlo-, pero nadie puede negar de que amaba el cine y practicaba su artesanía como el mejor. Hoy todo parece pasar por la virtualidad y el simulacro, mundo de falsedad y ruina emocional que amargan y estropean lo más valioso del cine: la realidad. Esto no contradice a géneros como el fantástico, al contrario: lo real ensalza lo irracional, lo imaginativo y el que esté en desacuerdo, que lea a Todorov un poquito. Hay que leer más y pasar menos horas ante la pantalla. la mayor parte de los cineastas de la actualidad son unos analfabetos que sólo piensan en la técnica y en la postproducción. El cine hay que hacer insitu para captar su esencia, para tocar sus imágenes. El cine es un arte táctil a pesar de su transparencia, un arte palpable a pesar de su fantasmagoría: todo lo que vemos debería existir, tener su duplicado en la realidad. Por eso, el desalmado de Flanagan se explaya en una cinta de dos horas y media creyendo efectuar una especie de obra maestra que no pasa de caca de vaca exprimida en un vaso con gaseosa, y lo digo en serio, sin sarcasmo. El problema de este tipo de ficciones seudo-fantásticas que juegan con el terror efectista, las persecuciones detectivescas y las conjuras demoniacas no hacen más que vaciar de humanidad al espectador, introduciéndole en un mundo infatiloide lleno de caprichos y guiños idiotas que nada significan y que acaban ofendiendo al público en general. Otros dirán que es difícil trabajar con niños y que tiene su mérito hasta cierto punto, ante lo cuál se podrían confrontar numerosos films dignos y modestos que demuestran un uso efectivo de la infancia para llegar a cotas más altas, a cotas dignas. Para no andarnos por las ramas, podemos comparar Doctor Sleep con la poco conocida Searching For Bobby Fischer (1993), una ficción hija de los temibles años 90', que poco a poco van valorándose mejor, debido a la montaña de basura en la que se está conviertiendo la gran producción industrial del siglo XXI, por culpa de directores bluff como Flanagan. Vean la película de Steven Zaillian: no se arrepentirán. Si una cosa tuvieron los 90', fue que crearon un fórmula mainstream tan perfecta, tan hitchconiana, que a veces, les salía bien.










jueves, 30 de julio de 2020






LARRY DAVID
 y
La senilidad en Hollywood



 


Si nos remontamos a una canción de los Rolling Stones, titulada Beast of Burden, incluida en su album Some Girls (1978), empezaremos a entender de dónde sale el fenómeno Larry David y no lo digo por el sexo, las drogas y el rock&roll, ni mucho menos, sino por el tono de la melodía y ciertas partes de la letra. Así, cuando uno escucha aquello de "Oh little sister / Pretty, pretty, pretty, pretty, girl / You're a pretty, pretty, pretty, pretty, pretty, pretty girl / Pretty, pretty / Such a pretty, pretty, pretty girl / Come on baby please, please, please, no se puede dejar de pensar en una de las coletillas cómicas más famosas del humorista. Cuando se estrenó esta canción, Larry David, además de ganarse la vida de cómico, conducía limusinas, hacía trabajitos de historiador o de vulgar dependiente. Quiero decir con esto que David es un personaje curtido en esa época dorada de los setenta, donde la vida parecía vibrar de otra manera, pero donde también se apagaban los mitos sagrados y comenzaba el reino del paganismo, en el que David se hizo un experto. Así, después de pasar varios años por la escritura de televisión, el cómico da en el clavo en 1989, cuando inventa Seindfeld (junto a Jerry Seinfeld), proyecto en el que plasmará -desde la sombra- y durante nueve esplendorosos años, todas sus obsesiones e ingenios. Lo que nadie podía advertir es que Larry David no iba a parar: en el año 2000 estrena Curb Your Enthusiasm, una bufonada gamberra acerca de su propia vida, protagonizada por él mismo, casado y retirado en Los Ángeles y podrido de dinero. Si Seindfeld trataba de ironizar sobre personajes burgueses viviendo en el mundo del absurdo capitalista, Curb Your Enthusiasm ahonda en el sinsentido de la vida de la gente adinerada del espectáculo, mostrando su corrupción, su aburrimiento, su estupidez supina. La serie -que por el momento lleva diez temporadas- es una especie de testamento cómico de un hombre que no sabe muy bien por qué ha llegado donde ha llegado y al que no le importa lo más mínimo lo que le rodea. Larry David es un sofista del siglo XXI, una especie de Gorgias psicótico lleno de diablos y mala baba. A través de un demoledor nihilismo, David pone en su sitio al mundo materialista, frivolizándolo, engañándolo, persiguiéndolo; librando mil batallas en cada episodio. A modo de Quijote, Larry David campa por la ciudad de Los Ángeles sin nada que hacer, metiéndose en líos, peleas, denuncias, accidentes, amores y en un sin fín de locuras cotidianas que se acaban pagando con la tarjeta de crédito. Larry David lo paga todo pues es el precio que hay que pagar por liarla parda, por decir lo que piensas o lo que deseas, o sea, que el cómico nos presenta a un personaje que es consciente de que necesita grandes dosis de delirio para habitar en un mundo aséptico, sin vibración alguna. La serie comienza siendo filmada con estética de documental, de la forma más austera que uno se pueda imaginar, heredando una aspecto noventero que la hace difícil para el público del nuevo siglo, pero sólo es una treta, una argucia más del mago de Sheepshead Bay: mostrar de manera simple un mundo de ostentación. Así, sólo a través de la imagen, su propia vida se aplana y su estado de fama pierde la brillantez, junto a todo lo que le rodea: Mell Brooks, Ben Stiller, Ted Danson, los chicos de Seinfield, Robin McDonald, Jorge García (Lost), Rossie O´Donell, Michael J. Fox, Ricky Gervais, Phillip Baker Hall, Catherine O'hara, Sean Penn, Vince Vaughn, David Schwimmer (Friends), Anton Yelchin o Shaquille O'Neill, aparecen en capítulos pasajeros como si fueran personas corrientes, sin halos sobre la cabeza ni billetes en las manos. David es un imán de lo cutre, de la bazofia superficial, un alquimista de la simpleza. Coge a todos los mitos de norteamérica y los tritura en su batidora particular para, por un lado, purgarse así mismo y por otro, inventar una ficción. Tal vez esto sea lo más importante de su serie: todo lo que ocurre parece nacer de la pura improvisación y del error más craso. David sabe que en la imperfección, en lo feo, en el deshecho, en lo inacabado hay algo que brilla más que el oro, algo por lo que vale la pena vivir, por eso, como en la canción de los Stones, cuando la letra dice:

Am I hard enough
Am I rough enough
Am I rich enough
I'm not too blind to see


David nos está revelando sus intenciones, ofreciéndonos su verdad. Por eso, él crea su propio Olimpo de semidioses: su mejor amigo Jeff, su amada Cheryl, la terrible Susie, el neurótico de Richard, el envidioso Ted, el extraño Marty y su chalado escudero Leon. Todas estas son piezas que se van construyendo a lo largo de una ficción que abarca veinte años reales que van demacrando al reparto -y llevándose a alguno por delante-, produciendo en el público una sensación real de lo efímero de la vida. Tal vez, Larry David, cuando empezó todo esto, nunca pensó en que una serie cómica de capítulos de veinte minutos podría llegar tan lejos y convertirse en su testamento filosófico sobre la vida del espectáculo en general y la fama en concreto. Por eso, la traducción de la serie al castellano podría ser: No te flipes demasiado, consejo taoísta para estos tiempos de narcisismo y superficialidad agónica. Ya no se trata de un divertimento sin más como lo fue Seindfeld: él es consciente de que pertenece a una generación que se muere y por eso intenta, desde su punto de vista, llenar la pantalla con una ambigua dignidad, con un tono distinto que siempre consigue dibujar una sonrisa y en sus mejores momentos, una enorme carcajada. Hay un Hollywood que está muriendo y otro que no sabe a dónde va o en qué diablos se convertirá. Por eso, últimamente, suceden cosas tan extrañas como la terrible The irishman (2012), la vergonzosa The Professor and the Madman (2019), la decrépita Venus (2006) o los supérfluos experimentos de Linkater con Boyhood (2012); en los grandes estudios no entienden por qué existe una película como La mort de Louis XIV (2016) o en su defecto, por qué es necesaria. Algo se está muriendo y no es el cine, por mucho que lo repitan los agoreros o tendenciosos: más bien se muere una actitud ante la vida, una forma pragmática de afrontarla y que pretende resistir a viento y marea mientras el espectador se queda atónito en la butaca ante las monstruosidades filmicas más espeluznantes. Por eso, Curb Your Enthusiasm acaba siendo una vuelta de tuerca de todo eso, una ficción que se ridiculiza a sí misma para rejuvenecer, que utiliza el cinismo, la mentira, el lujo y la ofensa para buscar un amor que hoy parece imposible de atrapar por culpa de la abrumadora insensibilidad en la que nos vemos inbuidos y la nula capacidad de asunción de que las cosas son finitas. Como dice una estrofa de la canción de los Stones:

I'll tell ya
You can put me out
On the street
Put me out
With no shoes on my feet
But, put me out, put me out
Put me out of misery

martes, 21 de julio de 2020




 MIGUEL MARÍAS

 Conversaciones con Peter von Bagh


 


"Hacia mediados y finales de los años 60' vivimos un momento único en la historia del cine. Jamás volverá algo así. No pretendo decir que el pasado sea mejor, pero estamos aquí ante una cuestión puramente histórica. Durante esos años, si pudiera hacerse un corte en el tiempo, como se hace en geología, encontraríamos diversas capas temporales. Fue entonces cuando se estrenaron los últimos lms de los grandes autores clásicos, a menudo maravillosos: Gertrud (Carl eodor Dreyer, 1964), Una trompeta lejana (A Distant Trumpet, Raoul Walsh, 1964) o Siete mujeres (Seven Women, John Ford, 1965), la cual sólo fue defendida por Cahiers, a pesar de ser una de las películas más hermosas de todos los tiempos. Se publicaron dos artículos, uno de Comolli (COMOLLI, 1966: 16-20) y otro mío (NARBONI, 1966: 20-25). Ni siquiera la apoyaron los fanáticos de Ford. “En estas mismas fechas, como puede verse en el llamado “consejo de los diez” –es decir, las votaciones de la época en Cahiers–, solemos encontrar las terceras o cuartas películas de los cineastas de la Nouvelle Vague. Por ejemplo Los carabineros (Les Carabiniers, Jean-Luc Godard, 1963), o L’Amour fou (Jacques Rivette, 1968). También están presentes las óperas primas de los cineastas de los “Nuevos Cines” -los lms de Jerzy Skolimowski, Marco Bellocchio, Bernardo Bertolucci - o las obras tardías de los cineastas postclásicos, como Luis Buñuel o Michelangelo Antonioni. En un mismo mes, uno podía ver una película de Skolimowski, de Pasolini, de Bertolucci, de Godard y el último Ford. Eso nunca volverá a suceder, porque la primera de las capas, la de los grandes clásicos, se acabó, ya fallecieron. Y, por un azar histórico, nos encontrábamos en un lugar en el que había que mantener las cuatro dimensiones al mismo tiempo. En un mismo número debíamos ser capaces de defender Siete mujeres, Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, Pier Paolo Pasolini, 1966), Walkower (Jerzy Skolimowski, 1965) o Los carabineros... Por eso no se puede establecer una sucesión lineal. Sucedía como en la música, pues teníamos que buscar un contrapunto o una fuga en la que entraran dos voces, luego tres, más adelante cuatro... Nosotros tuvimos la suerte de vivir una época en la que esa fuga contaba con cinco voces".


"Por supuesto, me gusta mucho el cine desde que tenía 5 años y veía tantas como podía y muy pronto empecé a ver dos veces seguidas las sesiones dobles dos veces por semana, pero me convertí en un verdadero ciné lo en 1962 (mi año clave, también cuando me enamoré de Mary Reyes, cuando empecé a leer en inglés y dejé de ser un alucinado de los aviones) después de ver, con mucho retraso, una de las sesiones dobles más esenciales: De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) + Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), repitiendo de nuevo De entre los muertos, llegando así tarde a casa sin cenar, y al día siguiente empecé a comprar revistas de cine, a buscar lmografías y a tomas notas. De todos modos pienso que, puesto que la mayor parte de las personas que lean esto serán muy jóvenes y no habrán vivido directamente (o en absoluto, más bien, si tienen menos de 40 años) la experiencia de esos años, dependen demasiado de la crítica o de las citas, tomando como generales cuestiones bastante particulares o modas. Así que creo, si estás de acuerdo, que podemos comenzar hablando sobre nuestra propia experiencia y luego intentar decir algo sobre esas cuestiones que puede que apenas hayamos tocado y que pensamos que pueden ser interesantes o de algún modo signi cativas."


"Los que vivimos “en directo”, adolescentes o muy jóvenes, los 60, sabemos –si no hemos perdido la memoria– que fue una época de efervescencia, ilusión y entusiasmo casi inigualables, no sólo en la música, sino también en el cine. Podíamos esperar con impaciencia y ansiedad, y a veces correr al estreno, o a los primeros pases, por un lado –y mientras sonaban Bob Dylan, los Rolling Stones, los Beatles, John Coltrane, Ornette Coleman, Albert Ayler, Archie Shepp, Eric Dolphy o Sonny Rollins– de las obras cenitales (y en algunos casos las últimas) de John Ford, Ozu Yasujirō, Carl . Dreyer, Jean Renoir, Fritz Lang, Leo McCarey, Frank Capra, Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Raoul Walsh, Narusē Mikio, Henry King, Luis Buñuel, Abel Gance–, de los trabajos de madurez de los “maduros” –de Otto Preminger a Blake Edwards, de Orson Welles a Richard Quine, de Robert Bresson a Donen, de Jacques Tati a Georges Franju, de Kurosawa Akira a Manoel de Oliveira, de Rossellini a Antonioni, de Visconti a Fellini, de Nicholas Ray a Satyajit Ray, de Robert Aldrich a Richard Brooks, Frank Tashlin, Robert Rossen, Elia Kazan, Anthony Mann, Richard Fleischer, Billy Wilder, William Wyler, Joseph L. Mankiewicz, Terence Fisher, Alexander Mackendrick, Joseph Losey, Michael Powell, Budd Boetticher, Andre de Toth, Giuseppe De Santis, Pietro Germi, Vincente Minnelli, George Cukor, Samuel Fuller, Vittorio Cottafavi, Andrzej Wajda, Ingmar Bergman, Alf Sjöberg, Iuliia Solntseva, Jean-Pierre Melville, John Huston, Joris Ivens, Luigi Comencini, Dino Risi, Mauro Bolognini, Robert Wise, David Miller, Gordon Douglas, Henry Hathaway, George Seaton, Jacques Tourneur, John Sturges, George Sidney, David Lean, Xie Jin, Edward Ludwig, Mario Monicelli, Vladimir Basov, Tay Garnett, Carol Reed, Fred Zinnemann, Mrinal Sen, Joshua Logan, Abraham Polonsky, Edgar G. Ulmer, Luciano Emmer, Luis García Berlanga, Fernando Fernán-Gómez, Mario Soldati, Mikhail Romm, Ritwik Ghatak, Delmer Daves, Robert Parrish, Uchida Tomu, Don Siegel –y la revelación, a veces fugaz o engañosa, a veces duradera– de Godard, Rivette, Rohmer, Chabrol, Demy, Paul Vecchiali, Agnès Varda, Alain Resnais, Chris Marker, Jean Rouch, Alain Cavalier, Pasolini, Bertolucci, Bellocchio, los hermanos Taviani, Carmelo Bene, Vittorio De Seta, Gianfranco De Bosio, Zurlini, Olmi, Cassavetes, Shirley Clarke, Huillet y Straub, Jerry Lewis, Monte Hellman, Robert Kramer, Penn, Peckinpah, Shinoda, Hani, Imamura, Oshima, Makavejev, Skolimowski, Forman, Polanski, Jirěs, Passer, Chytilová, Jancsó, Glauber Rocha, Paulo Rocha, Ruy Guerra, Carlos Diegues, Nelson Pereira dos Santos, Delvaux, Giovanni, Garrel, Pialat, Eustache, Rozier, Pollet, Moullet, Kluge, Tru aut, Warhol, los hermanos Mekas, Ivory, Ferreri, Hanoun, Yoshida, Masumura, Matsumoto, Alcoriza, Mikhailkov-Konchalovsky, Khutsiiev, Snow, Leslie Stevens, Frank Perry, Malle, Suzuki Seijun, Santiago Álvarez, Michael Roemer, Peter Watkins, Juleen Compton, Pierre Perrault, Michel Brault, Marlon Brando, Paul Newman, Tarkovsky, Jack Clayton, Francesco Rosi, Jim McBride, Emile De Antonio, Guy Debord, Sembène Ousmane, Sydney Pollack, Michel Deville, Sergio Leone, Jean Dewever, Leonard Kastle, Gianni Amico, Silvina Boissonas, Antoine Bourseiller, René Allio, Paula Delsol, Marguerite Duras, Marc’O, Arrietta, Adrian Ditvoorst, Paradjanov, Risto Jarva, Pakkasvirtä, Widerberg, Mollberg, Henning Carlsen, Kevin Brownlow y Andrew Mollo, Paulo César Saraceni, Robert Machover, Oumarou Ganda, Moustapha Alassane, Robert Mulligan, Stanley Kubrick, Alan J. Pakula, Martin Ritt, John Frankenheimer, Sidney Lumet, Roberto Farias, Raoul Coutard, Pierre Schoendoer er, Barbet Schroeder, Roland Gall, Ian Dunlop, Peter Fleischmann, Werner Herzog, Fassbinder, Gonzalo Suárez, Portabella... y sin duda estoy olvidando a muchos de ellos: no quiero buscar nombres olvidados, esperanzas defraudadas, promesas vacías, muertos prematuros o simplemente desvanecidos en el campo de batalla. Pero eran centenares, quizá miles, ola tras ola, a veces llegaban a solas y sin un duro, pero lo hacían año tras año, llegando de cualquier parte y de todas partes, incluso de países en los que hasta entonces no había tradición cinematográ ca, o donde no se había hecho cine en absoluto. Así convivían en las pantallas y en las listas de esos años los clásicos y los rebeldes, o los revolucionarios, los muy viejos y los muy jóvenes, los famosos y los desconocidos, con películas que no podían ser juzgadas o evaluadas con los mismos criterios –¿cómo podías comparar Pierrot el loco (Pierrot le Fou, Jean-Luc Godard, 1965) y Siete mujeres, Gertrud y Banda aparte, El cardenal ( e Cardinal, Otto Preminger, 1963) y Los carabineros, La caza del león con arco (La Chasse au lion à l’arc, Jean Rouch, 1965) y Campanadas a medianoche, incluso Major Dundee (Sam Peckinpah, 1964) con Una trompeta lejana y El gran combate (Cheyenne Autumn, John Ford, 1964)?– pero puesto que podíamos sentir entusiasmo tanto por La condesa de Hong Kong como por Al azar de Baltasar, Persona o Dos o tres cosas que sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d’elle, Jean-Luc Godard, 1966), teníamos que aprender (y no todos lo consiguieron, algunos ni siquiera lo intentaron) a hacerlas convivir. De algunas de esas películas –las “antiguas”– admirábamos la perfección, la sobriedad, la sencillez, la aparente facilidad, la precisión, la madurez, la sabiduría; de las otras –al mismo tiempo– la desmesura, la audacia, el descaro, la libertad, la pasión, la expresividad. Pasolini dio una clave, quizá no del todo cierta, un poco simplona probablemente, pero hermosa: había, según él, un cine de prosa y un cine de poesía, y a nadie en su sano juicio, practicase uno u otro, se le ocurriría renunciar a un tipo de cine por el otro, siendo completamente compatibles pues, de hecho, están más bien a menudo rmemente entremezclados en las mismas películas. El romanticismo y el escepticismo, cuando no el cinismo y la ingenuidad, se daban la mano; a veces los antiguos revolucionarios nos sorprendían convertidos en serenos clásicos, o los aún muy jóvenes poseían la simplicidad de los más tempranos primitivos, mientras que las películas más modernas no siempre eran aquellas hechas por los cineastas más jóvenes –Persona, La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) y Pasión (L 182 alias En Passion, 1969) de Bergman, Los pájaros, El ángel exterminador o La vía láctea (La Voie lactée, Luis Buñuel, 1968), Playtime o Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un rêveur, Robert Bresson, 1971)... No hay tanta distancia, después de todo, entre Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1962), El proceso de Juana de Arco y El hombre del cráneo rasurado (De man die zijn haar kort liet knippen, André Delvaux, 1965), ni Marcas identi catorias: Ninguna o Walkower (Jerzy Skolimowski, 1965) están tan lejos de Peligro... línea 7000, ni El desprecio de Cleopatra o Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks In Another Town, Vincente Minnelli, 1962), ni Hatari! (Howard Hawks, 1961) de Jaguar (Jean Rouch, 1954//7//67) y Adieu Philippine..., ni Los pájaros de El ángel exterminador. Es, por otro lado, un periodo de diez años dominado por la hiperactividad omnipresente y el ejemplo liberador de Jean-Luc Godard, cuya obra es una de las cimas de los años 60, de El soldadito (Le Petit soldat, Jean-Luc Godard, 1960) hasta (¡sí!), La gaya ciencia (Le Gai savoir, Jean-Luc Godard, 1968)."





 
Abril-Mayo de 2013. Traducción del inglés de Francisco Algarín Navarro.