domingo, 7 de abril de 2019





TRES BABAS DEL DIABLO

El absolutismo de la estética








“Mi fuerza ha sido una fotografía”
Roberto Michel

Durante los años cincuenta, el autor Julio Cortázar se mudó a París, lugar donde escribió numerosos relatos urbanos localizados en la llamada “ciudad de la luz”. Uno de ellos posee el misterioso título de “Las babas del diablo” -quizás más inquietante que el mismo cuento-, el cuál esconde una serie de revelaciones que han acabado influyendo en el mundo del cine de diferentes maneras y que aquí, se retoma para definir ese curioso fenómeno experimentado en películas que nacieron para ser eternos iconos, pero que el tiempo se ha encargado de diluir cual efímeras estatuas de sal.
La primera baba se produjo en 1967, Blow-up, el icónico film de Antonioni que tomó ciertas partes del mencionado cuento del polígrafo argentino, para incluirlas en un collage de espacios de modernidad pasados por el filtro de la joven burguesía inglesa de los sesenta. Los nuevos tiempos se convierten en un vacío laberíntico donde la juventud contempla absorta los objetos y los fenómenos desde una pasividad e indiferencia desconocidas hasta el momento. La errática personalidad de la nueva clase media siempre fue un problema sin solución para el cineasta de Ferrara y por otra parte, el estamento al que él siempre perteneció, de hecho: el tenis, las mujeres y el arte fueron sus aficiones vitales, la jaula estética desde la que el cineasta observó alucinado el cambio de paradigma del siglo XX. En el film, la moda, el lujo, el capricho, la música eléctrica, la marihuana, el libertinaje y todo tipo de banalidades varias, son hiladas junto a la experiencia obsesiva de un fotógrafo y su enfermizo distanciamiento del mundo. A pesar de su constante crítica a la moral burguesa, Antonioni no parece advertir que el cine -industrial- es en sí el arte burgués por excelencia, hecho por burgueses en exclusiva para burgueses, en definitiva: una espada de goma para la nueva conciencia liberal. Así, Blow-up parece ser la forma estética que el cineasta italiano adopta como arma o herramienta, contra toda esa nueva ola de cambios que muy pronto adormecerían al mundo hasta dejarlo en una parálisis permanente. Quizás por eso su protagonista no deja de moverse de un lado a otro, dibujando un trayecto sin rumbo por mil sendas, esperando -desesperado- la aparición de algo digno de ser fotografiado para sublimar un mundo que él concibe como muerto, que el siente como una interminable catacumba. 
La parte principal de la película coincide con la del cuento: el gesto de ampliar una foto de común apariencia acaba desembocando en un contacto con lo sobrenatural, con la abstracción de la realidad, con una brecha de luz indefinida y sugerente que obliga a la curiosidad a zambullirse en el reino de la confusión y la incertidumbre, en el vacío. Es bien sabido que Antonioni fue un artista de fuerte corte existencial (La aventura, El desierto rojo) y que el fenómeno de la “nada” perturbó su conciencia durante toda su carrera de una manera especial. Cada fotograma que rodaba parecía ser un motivo más para seguir adelante, una conquista necesaria del desierto que le exasperaba sin solución. Antonioni, a través de Blow-up, lanza un torpedo confesional que inaugura lo que los críticos de la época denominaron su época de amaneramiento, la cuál irá enrocándose en una espiral de silencio rococó -Zabriskie Point (1969), El reportero (1974)- que desdibujará la solidez anterior, demostrada con holgura en trabajos como Tentato suicidio (1953) o Las amigas (1955). 
Blow-up fragua un estilo ensayístico y conceptual que -a pesar de su insistencia- no siempre enriquece las formas y las ideas: dicha tentativa deconstructivista -que también podría denominarse “cubismo espacial”- de inmediato le dio fama de cineasta intelectualoide y elitista, víctima de una afectación poco verosímil: “Durante el rodaje, una de mis preocupaciones es seguir al personaje hasta que sienta la necesidad de soltarlo. El trabajo vuelve a tomar valor por el encuadre, que es un hecho plástico”. De hecho -y a pesar de sus bellas palabras- vista hoy, la película se hace demasiado pesada e indecisa y se alarga de una manera incomprensible hacia un vacío sin gracia ni talento que resucita en secuencias puntuales, pero que no acaba de conectar del todo con el público -“de encontrar puertas”, como diría el crítico Carlos Losilla-, ya sea por el casting en general, ya sea por la fría y desajustada interpretación del elenco y de su protagonista en particular, -el grosero y egoísta fotógrafo interpretado por David Hemmings- o por su falsa deriva hacia el horror y la ruina. Así, analizada desde el campo de las formas, la película decae ostensiblemente, sobreviniendo en las mismas trampas del objeto de su crítica, seduciéndose así misma, transformándose en su propio objeto de deseo; tal vez esta sea una de las curiosas razones de por qué en España el film se estrenó con el nombre: “Deseo de una mañana de verano”. Otra cosa es el trasfondo fílmico, el desarrollo de ideas que confluyen en el renombrado film, éstas son poderosas y actúan en forma de pilares de este neonihilista castillo de naipes, hogar de una forma de vida en su último crepúsculo, de su último suspiro. De hecho, el término “blow-up”, posee una caterva indecisa de significaciones que hace aún más compleja la interpretación de su intrincado mensaje: en tanto que algunos diccionarios ligan el término a definiciones como ampliación, estallido, enfadarse, hincharse, perder o huir, otros lo definen como dejar sin aliento, exhalar humo, inflar o hacer una mamada, acciones todas ellas que suceden sin excepción a lo largo del transcurso del film. Al igual que ocurre con el título del cuento de Cortázar, el del film de Antonioni pende bajo una máscara polivalente que dispara a todos lados sin dar en la diana, dejando al espectador en un estado de suspenso, dentro de una nube simbolista que acaba en la amnesia.

“Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial”

En 1982 se da la segunda baba; Ridley Scott se propone filmar su obra maestra, Blade Runner. Procedente del mundo de la publicidad y con tan solo dos películas más en su haber, el cineasta inglés es elegido para trasladar a la gran pantalla un mundo futuro en forma de profecía apocalíptica, imaginado en su esencia por el escritor fantástico Phillip K. Dick, que murió el mismo año del estreno del film. Entre 1950 y 1970, K. Dick escribió más de sesenta novelas y cientos de relatos enmascarados en distopías, tecnologías imaginarias y viajes al mundo exterior que servían de distracción para desarrollar una mordaz sátira sobre la sociedad norteamericana de postguerra. Sus historias especulativas mezcladas con sus extravagantes ideas sobre las posibilidades de la mente humana, construyeron una literatura que aún cuestiona la capacidad de la ficción para crear realidades y viceversa. Toda su obra configura una extraña teoría del conocimiento humano que rebusca en el origen, en aquello que habita dentro de nosotros  y nos hace entender el mundo de una forma u otra. Cuando a Ridley Scott le propusieron Blade Runner, el proyecto se titulaba “Dangerous Days” y estaba basado en el libro “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968), que trataba de un futuro alternativo donde los robots toman conciencia de su propia existencia. Dicho punto de partida le valió a Scott para rellenar de contenido a una particular estética -cyberpunk- que había descubierto en la famosa revista de ilustraciones HeavyMetal y de la que se había enamorado. Obsesionado con sublimar el complejo caos que inventaron dibujantes como Moebius y otros muchos, Scott rechaza de lleno la opción realista y crea en un estudio una copia de la infinita ciudad multicultural de naves y edificios colosales invadidos de luces y humo que encontró en los cómics. Con este gesto realiza una ampliación -como hace Roberto Michel en el cuento de Cortázar- de pequeñas imágenes y las hace vibrar en el tiempo hasta extraerlas, sacarlas fuera de la mente y de la imaginación del lector, para entregárselas en gran formato a la eternidad del cine.  
Al igual que Antonioni, el humo es una presencia en sí misma, un personaje fantasmal que invade la escena y si se comparasen las dos películas detenidamente, se podría comprobar cómo obras tan distintas, coinciden en numerosas claves de concepto, pero su naturaleza mainstream, su infinidad de recursos y su ilimitada ambición tampoco evita los mismos errores en los que cae el italiano: esteticismo, superficialidad y estúpida deriva en un vacío por el que el personaje interpretado por Harrison Ford se mueve de un lado para otro, dibujando un laberinto paralelo al de Blow-up, donde se sustituye la marihuana por el whisky y a la juventud por un puñado de robots con ansia de inmortalidad. Al igual que el film de Antonioni, Blade Runner es en potencia un proyecto interesante que abarca temas esenciales de la especie humana, y del cine en sí mismo, pero que quedan ensombrecidos por una carcasa millonaria y banal, metáfora exacta de la mentalidad Hollywoodiense: la industria siempre es más fuerte que el individuo. 
La relación que esta película comparte con el cuento de Cortázar es más que lícita: el mundo de las apariencias es el mundo de lo falso, el reino de las mentiras, de la nada envuelta en brillos dorados. En el mundo Blade Runner nadie parece estar seguro de su identidad, todo el mundo es sospechoso de ser un replicante -o sea, un doble artificial de lo humano que se rebela- y la incertidumbre y el desorden es la ley en un mundo lleno de basura y pestilencia. La urbe del film funciona como un palimpsesto sin sentido de culturas aztecas, egipcias, asirias, chinas, yanquis, japonesas, hindúes, europeas, africanas y esquimales en las que ciertos personajes se manifiestan practicando un burdo esperanto. El mix narrativo coincide con el planteamiento multiforme de Cortázar: al igual que la obsesión con la imagen fotográfica, el personaje de Ford fantasea en soledad con fotografías antiguas de su pasado para hacer verosímil su vida, de la cuál sospecha que ha sido inventada por otros, o lo que es lo mismo, coquetea con la memoria -como solía hacer K. Dick- para inventar la realidad, al igual que Roberto Michel fantasea con su ampliación para cambiar la historia ya sucedida, hasta conseguir influir en la realidad presente. De hecho Ridley Scott va más allá y hace que Ford tenga un sueño recurrente: un bosque a través del que corre un mágico unicornio del cuál intenta sin éxito averiguar su significado. La imagen onírica y sin aparente conexión incita al ávido espectador a conectar ese idílico bosque a la última secuencia de Blow-up, en la que el fotógrafo se encuentra al ejército de mimos -y donde devuelve la razón a la imaginación lanzando lo invisible a lo real, el arte a la vida- haciendo patente cómo casi dos décadas no son suficientes para separar a dos cineastas totalmente distintos, ni para solucionar un problema: el que ambos cineastas acaban derrotados, soplados por el mismo viento que hace desaparecer la delicada telaraña, la baba que nació para atrapar la vida pero que ahora vuela hasta desintegrarse por necesidad. 

“Todo mirar rezuma falsedad porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos. De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizás el elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena”

Suele decir Albert Serra que cuando filma una película le gusta contemplarla como un espectador más y que por eso filma desmesuradamente, casi sin límite, esperando la llegada de la  revelación. Como buen autor sabe detectar con precisión lo inasible, lo invisible, lo universal que nace de la nada en un medio como el cinematógrafo, donde es tan necesaria lo que él denomina la pátina del artista, el velo filtrador de la mirada. Cuando uno ve más de una vez sus films, se va dando cuenta del gusto de Serra por lo que Antonioni llama lo plástico del cine, o sea, el encuadre y en concreto en su caso, el encuadre romántico, fuertemente costumbrista como demuestra en su film de 2013 Historia de mi muerte, la tercera baba de la que se hablará hoy. 
La ambición estética de Serra es ilimitada y compleja, aspecto que crea un ineludible distanciamiento e incomprensión que le vinculan al Antonioni de El eclipse (1962) y cómo no, al ya archimencionado, cuento del argentino. En La historia de mi muerte abundan los planos fijos, cuadros vivientes de momentos imaginarios descritos en el diario de Casanova o en viejas leyendas oscuras del Conde Drácula. Serra, en su afán irrefrenable de originalidad minimalista, no intenta criticar o analizar el futuro sino que echa un ojo al pasado, machacando a través de su protagonista -Vicenc Altaió- al viejo mundo cristiano en todos sus prismas, riéndose de la vulgaridad mundana de las cosas, de la aristocracia, de los poetas sentimentales, de la intelectualidad… encerrándose en el lujo del siglo XVIII y las pelucas perfumadas. Serra disfraza su mundo para reírse de él -al igual que lo hacía Phillip K. Dick-, travistiendo la moral hasta deshacerla, fragmentando las historias  hasta enrarecerlas de tal manera que no las reconozcamos. La desmitificación estética es uno de sus hallazgos más prolijos, la quietud vaciada, una de las características -no tan exclusivas a estas alturas- de sus personajes. El planteamiento de este cineasta fue radical desde sus inicios: partiendo de una base literaria, crea films antiliterarios; partiendo de una premisa neorrealista y humanista, vacía las formas hasta dejarlas exhaustas, muertas. Serra se concibe como un heredero de las vanguardias y un bastión de eso que hoy nadie parece atreverse a mentar: cine de autor. Abiertamente, Serra se considera un artista absolutamente moderno al entregarse al deseo como concepto dinamizador de su imaginario. De hecho, Carlos Losilla define a la perfección su planteamiento -al que también podríamos incorporar a Antonioni-: “Se trata de que el cineasta se enamore de lo filmado, pero que ese acto amoroso sea el resultado de un misterio, de un temor. En otras palabras, se filma para no gozar de la mujer, y para que de esa herida nazca la melancolía, que contribuye a la creatividad: se intercambia la felicidad por la consecución de una imagen. […] La imagen conseguida no es ilusoria, aunque tampoco sea capaz de sustentar toda una película; ya no importa que la arquitectura se resquebraje con tal de que permanezca la epifanía, pues en el nuevo relato del cine moderno, se sacrifica todo por ese momento privilegiado”.
El problema de Serra viene cuando su cine crece y desea ser otra cosa, o su estilo desea por sí mismo cambiar y parecerse a otro -más industrial, más vago, más intoxicado- o empezar a ser convencional sin llegar a serlo del todo, acercándose a la trampa de los contraplanos simples, de las estructuras, de la “sopa musical” como diría Jean Marie Straub, y empezar a claudicar. Albert Serra encarna el espíritu de esa juventud que Antonioni critica, esa estética pop nihilista alimentada de silencio y objetos deseosos, al mismo tiempo que envuelve a sus imágenes de una sublimación fotográfica similar a la que Scott intenta plasmar en sus grandes panorámicas utópicas, copiando -en vez de los dibujos ciberpunk de Moebius-, paisajes alemanes o suizos de pintores románticos. Sus rituales y sacrificios beben directamente de las películas de Fernando Arrabal, donde el ojo fotográfico -como en Jodorowski- no existía y todo se concentraba en la acción -performance enfermiza- y daba una fuerza plus, un empujón a esos films salvajes e irregulares tan lejanos al cine, tan cercanos al espíritu. Serra desea aunar lo bello y lo útil pero se queda en lo primero pues no es capaz de despertar a sus personajes, embebidos en un estado morfinómano donde es imposible penetrar. A pesar de la gran vitalidad de Vicenc Altaió, “La historia de mi muerte” no acaba de levantar el vuelo de la emoción al quedar prisionera del sueño de lo plástico, de la sugerencia eterna que sí funciona en la escritura -Mallarmé- pero no en le cine. El film de Serra acaba guiando al ojo hacia una oscuridad empobrecida, muy lejana a la verdaderamente sugerente y fascinante de Todd Browning; todo sigue permaneciendo en los clásicos, lo que hace falta hoy es una rigurosa lectura de los mismos para volver a las esencias de su poder, en definitiva, del poder del arte. Pasar al otro lado del espejo y descubrir que allí también está la muerte no es suficiente recorrido, hay que seguir buscando puertas para que las babas del diablo, los hilos sueltos de la virgen se hagan sólidos nidos de tela que atrapen lo verdadero que habita en los autores, que en realidad es la ficción misma. Quitar las máscaras a la fantasía, dar agua a los vagabundos, abrir itinerarios para que los deseos no anden perdidos en el vacío, encontrar la imagen bella y útil, en definitiva: sustituir a Hollywood por un mundo más acorde a nuestros sueños. 
De momento, los extremos se tocan inesperadamente y los bosques por los que Drácula grita y Casanova viaja empiezan a parecerse a los que atraviesa el unicornio anglosajón o los que acaban desembocando en una inmensa pradera -como un desierto- donde se libra una partida imaginaria entre el arte y la vida. Babas importantes, pero babas al fin y al cabo que no llegan al corazón del hombre, a la llama del espíritu, entreteniéndose en formas complejas o simples pero que, como dice el último de los replicantes: “se perderán como lágrimas en la lluvia”. Sea como fuere y como dijo  Antonioni una vez: “quizás los críticos tienen razón y no el autor. Ustedes y no yo, o ¿acaso sabemos lo que nosotros mismos decimos?”.










jueves, 24 de enero de 2019



JONAS MEKAS
(1922 - 2019)




Fue crítico, fundador y redactor de la revista neoyorkina film culture, además de granjero urbanita y flanneur redomado. Junto al valiente productor Lewis Allen, en 1960 lideró el colectivo New America Cinema Group (Morris Engel, Lionel Rogosin, Gregory Markopoulos...) de fuerte corte vanguardista, enemiga de toda industria hollywodiense y convención presupuesta. A pesar de sus intermitentes inicios, el cine de Mekas mostró en seguida una nueva personalidad inédita en la historia del cine: un lenguaje ingobernable y poemático lleno de aforismos, silencios y sucesos inevitables. La inestabilidad de su mirada tal vez se deba al mundo que le tocó vivir y a su origen lituano, hecho exótico en aquellos primeros años de modernidad fílmica de la isla de Manhattan. Jonas emigró con su hermano Adolfas en 1950. Ambos fueron fervientes apasionados del cine experimental y catalizadores del mismo a través de su revista y su organización. En torno a sus iniciativas, se unieron muchos cineastas marginales de la época que luego se revelarían como verdaderos artistas. Además Jonas, en sus escritos, dio cabida a reseñas sobre films olvidados o censurados, films diminutos y raros, amateurs, heterodoxos e inclasificables. La promesa original y artística del cine encontró en él a su Papa Supremo. Fue una especie de André Bretón pero de hierba y callejón, de pura poesía, pero no de metáfora juguetona. Su punto de partida se basaba en que la naturaleza del cine es de una libertad ilimitada, tan inabarcable como las formas de la realidad posible, como el árbol mental de un excelso ajedrecista paranoico... él, junto a unos cuantos amigos (Stanley Brakhage, Jack Smith, Larry Jordan o Ken Jacobs) fue por ejemplo, de los primeros en admirar las extrañas películas de Joseph Cornell, y por eso el underground, por eso la afición a perseguir ratas por las calles, pues su ojo dadá detectaba ese submundo que florecía bajo la ionosfera del salvaje capital. Todos los referentes de Mekas provienen de los años 20' (Deren, Ritcher) y es obvio que uno de sus canónicos modelos fue Vertov y su obsesión maniática de filmarlo todo o mejor dicho: la obsesión por atrapar la poesía del mundo. Todo está en todo y por eso hay que hacer una película, para mostrarla y mostrarlo, para que no se pierda, aunque sólo sea un suspiro o un sueño, un silbido o un grano de mostaza a punto de caer de la mesa. La cámara se transforma en Mekas en un diario lleno de originales notas y puntos cargados de una especial modernidad e ingenio. Todo ello hace de Mekas un visionario que ve y hace ver, que mira a través de él mismo como médium y que ayuda los demás a proyectar sus experiencias alucinatorias en una pantalla de cine. Ayudó a Warhol o al enigmático "cine de Warhol" a ordenarse y rebautizó viejas animaciones de Max Ernst con el nombre de Heaven and Earth magic feature para que nunca más se perdieran y es que Mekas fue un maestro vagabundo que arrastró todo el cine de las primeras vanguardias hasta la modernidad de los Nuecos Cines, siendo la clave esencial para unir dos extremos que parecían haberse quedado incomunicados. Sus películas fueron la semilla que despertó de nuevo el aliento verdadero de lo kinétiko. El movimiento como posibilidad de forma espiritual volvió a las pantallas, siempre invadidas por la representación figurativa e institucional... se metió en muchos problemas pero vivió como un pastor que filmaba sin parar el mejunje de la vida. Nació en 1922, año mirabilis de la literatura y por tanto, del reino de la imaginación suprema. Los astros le dieron el don del ímpetu de la aventura y él lo tradujo en imágenes, en películas, en versos móviles de colores mezclados con el halo de su quehacer. Hasta el final de su vida fue fiel a sus convicciones y nunca flaqueó en aras del poder; cuando en 1959 adjudicó un premio a Shadows de John Cassavetes como la mejor película del año, no dudó en retirárselo poco después poco después, al cambiar Cassavetes el montaje original del film, con el objeto de hacerlo algo más comercial... Mekas sólo apoyaba lo infrecuente, lo valeroso, lo talentoso, lo artístico, lo salvaje... nunca los arrepentimientos ni los miedos; en esa época Cassavetes no era aún, ni de lejos, el sorprendente director de Husbands (1971) o como no, de la inigualable y poco frecuentada, Love Streams (1983). Desde su ópera prima Guns of the Trees (1961), pasando por The Brig (1964) -con el que ganó el premio al mejor documental en La Mostra de Venecia- se podrían mencionar un puñado de films como Diaries, Notes and sketches (1969), Lost, lost, lost (1976), He stands in desert counting the second of his life (1986), Birth of a Nation (1987) o la fantástica Correspondencia con Jose Luis Guerin (2011), para dar cuenta de la calidad e importancia de la obra de este maestro fallecido el pasado 23 de enero.


A continuación, transcribimos uno de sus textos más conocidos:




Manifiesto contra el centenario del Cine


"Algunos hablan del final de la Historia.

Hay otros que dicen que nos encontramos en los últimos días del Cine.

¡No creáis ni a los uno ni a los otros!

Y la industria del Cine, y los Museos del Cine celebran a lo largo y ancho del mundo el centenario del cine; y hablan de los millones de dólares que sus cines han ingresado; y discuten de sus Hollywoods y de sus estrellas

-pero ninguno hace mención al avantgarde, a los independientes, a NUESTRO CINE. Yo he visto los programas, los catálogos de los museos, y los archivos, y las cinematecas por todo el mundo. Yo se de qué cine están hablando.

Pero quiero aprovechar esta ocasión para decir lo siguiente:

En estos tiempos de la enormidad, de las películas para el gran espectáculo, de producciones de cientos de millones de dólares, quiero tomar la palabra a favor de lo pequeño, de los actos invisibles del espíritu humano, tan sutiles, tan pequeños que mueren en cuanto se les coloca bajo la luz solar.

Quiero brindar por las pequeñas formas cinematográficas, las formas líricas, los poemas, las acuarelas, los ensayos, los bocetos, las postales, los arabescos, las letrillas y las bagatelas, y los pequeños cantos en 8 mm.

En estos tiempos en los que todo el mundo ansía tener éxito y vender, yo quiero brindar por aquellos que sacrifican el éxito social por la búsqueda de lo invisible, de lo personal, cosas que no reportan dinero ni pan, y que tampoco te hacen entrar en la Historia Contemporánea, en la Historia del Arte o en cualquier otra Historia.

Yo apuesto por el arte que hacemos los unos por los otros por amistad, por sí mismo. Yo me planto en mitad de la Autopista de la Información y me río

-porque el batir de las alas de una mariposa sobre una pequeña flor, en alguna parte, basta, yo lo sé, para cambiar a fondo el curso entero de la Historia. El pequeño y dulce traqueteo de una cámara Súper-8 en el sudeste de Manhattan

-y el mundo entero ya no será el mismo.

La verdadera historia del cine es invisible- la historia de amigos que se encuentran

Que hacen lo que aman.

Para nosotros el cine comienza con cada nuevo susurro del proyector.

con cada nuevo susurro de nuestras cámaras,

nuestros corazones

se abrazan

mis amigos!"








lunes, 10 de diciembre de 2018




CHAMBRE 666
(1982)

Wim Wenders




En 1982, durante el Festival de Cannes, Wenders propone un cuestionario sobre temas varios del cine a un puñado de cineastas de primer nivel o mejor dicho, conocidos por su fama de "autores". De entre todos ellos, sólo Godard ofrece ricas y frescas respuestas. A continuación se transcribe su pequeña performance en forma de entrevista-monólogo:

1 - "Las películas se parecen cada vez más a las series de la televisión [...]. La estética televisiva parece sustituir a la del cine". 

Pues sí, pero hay que saber quién inventó la televisión, cuándo nació. Recordemos el contexto: nació con el cine sonoro, cuando estaba en el subconsciente de todos los gobiernos la posibilidad de dominar... usar el increíble poder del cine mudo que en seguida se volvió muy popular, mientras que la pintura nunca ha sido popular. Eran los reyes los que encargaban cuadros a Rembrandt, música a Mozart... pero es el público el que empezó a pedir películas. La imagen tenía algo especial: primero se ve, luego se comenta. Podía haberse inventado el cine sonoro mucho antes, pero se esperó 30 años a la madurez, a la ley del más fuerte... Como dije, en una película... Llegó el invento de la televisión y la gente del cine se desentendió, así que se encargaron de él los empleados de telecomunicaciones y después nació la televisión. Y hoy es esto: un aparato pequeño que no asusta porque está cerca; necesitamos tener cerca la imagen. Es pequeño, así que no asusta. En el cine, la imagen asusta, es grande, pero se ve de lejos. Hoy se prefiere ver una imagen pequeña de cerca antes que una imagen grande de lejos. La televisión nació rápidamente, principalmente en EEUU; nació de la publicidad que la financió. El mundo de la publicidad tiene mucha fuerza, dice mucho con una palabra o con una imagen. Tiene tanta fuerza como Einsestein; él es quien la inventó. Los anuncios están hechos como Potemkin. Pero Potemkin dura noventa minutos y un anuncio no dura más de un minuto, porque si durase más habría que decir la verdad sobre lo que se muestra: sobre el coche, sobre la marca de la raqueta... Esta ligado a la verdad el aceptar su ausencia a cambio de palabras vacías.

2 - "Las películas hablan cada vez menos de una realidad externa al cine". 

Es cierto, es difícil rodar fuera, es arriesgado. Como si la vida ya no nos diese historias. En cuanto pasa algo nos dejamos de historias, en plural. Queremos una historia conocida. Lo que reconforta no es una historia con Alain Delon y su pistola o de Charles Bronson o algo así, sino que sólo hay una historia ya conocida y eso tranquiliza. La imagen deber ser... es como una radiografía, asusta o tranquiliza, pero después de ver esa parte de la historia propia. Y la televisión, en efecto, está hecha en nombre del poder, del poder político, del dinero... lo que quieren no son historias; en Dallas no hay historia. Es lo que me gusta, que no haya historia.

3 - "Cada vez se hacen menos películas"

No es cierto, es al revés. Cada vez hay más. EEUU tiene mucha fuerza. Hacen cada vez menos películas... se dan cuenta de que es mejor así. Hollywood quiere una sola película, eso lo hace la televisión: que se vea en todas partes. La películas cambian de título, las series de televisión también, pero siempre es el mismo. El texto es cada vez más importante para poner el título. Así la gente cree que es distinto... como los niños: ¿¿por qué se comportarán como niños?? Se tiende hacia las superproducciones; hay menos films pero con más difusión. Las películas pequeñas desaparecerán. El cine nació de ellas. Los países pequeños, ricos o pobres, también desaparecen. Lo pequeño precisamente...

4 - "Muchas películas se editan en video"

Sí, el mercado está creciendo. La gente prefiere ver las películas en casa, en vídeo. Pero es una excusa. Una peli porno en video es una excusa para no tener que invitar a una chica y ahorrarse un trabajo mínimo. Hablarle del amor... No sé, no estoy seguro.

5 - "¿Es el cine un lenguaje, un arte a punto de morir?"

Bueno, no pasa nada, es un momento... yo moriré, no sé si mi arte también. Recuerdo que le dije a Henri Langlois que tenía que vaciar su filmoteca y marcharse. Si no, moriría. Hay que marcharse, es mejor así. Las imágenes se crean en el momento. Se crean cuando no se ven. Lo invisible es aquello que no se ve. Lo increíble es eso. Es aquello que no se ve. Y el cine trata de mostrar lo increíble. Lo que no se ve, lo que se ha dicho, lo increíble. Ahora estoy delante de la cámara, pero en mi cuerpo, en mi cabeza, estoy detrás. Mi país es lo imaginario. Y en lo imaginario viajo entre delante y detrás, como Wim... soy un gran viajero. Hasta pronto.






domingo, 11 de noviembre de 2018



EL MAGO
(1958)

Ingmar Bergman




[...] sin embargo, yo he sido un árbol en el bosque
y he comprendido muchas cosas nuevas
que antes para mí eran absolutas locuras.
E. P.  "The tree"



Espero que me sea permitido, aún a sabiendas de ciertos recelos puristas, utilizar la traducción sui géneris que se le dio en el mundo anglosajón a la famosa película "Ansiktet" (conocida en España como El rostro) del cineasta Ingmar Bergman, pues creo que The magician se ajusta mejor al comentario que a continuación intentará cotejar ciertas ideas anticuadas sobre el film. Hace precisamente sesenta años que se estrenó esta gloriosa comedia gótica que recibió el Premio Especial del Jurado del Festival de Venecia en 1959, -eso sí, cuando dicho festival era un punto de referencia y de criterio- y que aún hoy sigue siendo especial, o lo que es lo mismo, que su excelente mezcla de clasicismo y modernidad ha permitido no envejecer sus virtudes y más aún, ha incrementado su valor debido a su fina extrañeza y oscura evanescencia. El capricho de haber cambiado el título de El rostro por el de El mago, sólo es un mecanismo voluntario para distanciar al cine de Bergman de ese ambiente pesaroso y sacerdotal que la mayoría de los críticos han querido otorgarle desde hace más de medio siglo y fijar la atención en lo más atractivo del film. Si uno revisa las reseñas que se han escrito desde los años 60' sobre la película, uno nota una excesiva y ridícula solemnidad a la hora de abordar sus temas y personajes, casi reverenciándolos, interpretándolos por costumbre en clave religiosa o seudofilosófica, arrinconando su verdadero imaginario en un callejón sin salida lleno de generalidades, estereotipos y halagos vacuos que nada descifran ni aclaran. La crítica tiene la obligación de imaginar junto a las obras, de inventar nuevos senderos para abordar los territorios desconocidos y abrir nuevas puertas a la sensibilidad, pero por el contrario, no debe acomodarse en el reino de la idolatría que de nada sirve y mucho confunde. La crítica más cercana al estreno de El mago, se centró sobremanera en el tema de la alteridad, de las dos caras del individuo, del mito del Dr. Jekill y Mr. Hyde, por lo cuál se optó por un sentido stevensoniano e incluso poetiano del film -que en parte lo tiene- que le impregna de un aura de psicologismo y ritualismo innecesario a mi entender. La alteridad es una parte de la película aunque en mayor medida, lo es el hecho de la magia, de la ilusión, la aventura, la ironía y la muerte, entendida esta como un misterio milagroso. El ilusionista bergmaniano une nuestro mundo con el del más allá y deja abierta una puerta para que la mente discurra por lo irracional, a través del erotismo más profano y libertino, desmoralizando todo dogma y haciendo trucos banales que muy pronto serán milagrosos, pues como los buenos prestidigitadores, Bergman sabe que la verdadera varita mágica reside en las pasiones humanas, en los sueños, en los misterios que rodean a nuestros pobres ojos cegados por la abundancia y la mentira. "Hay tantas mentiras en el mundo que cuando un hombre dice la verdad, nadie le cree", esta es una de las tesis que Bergman pone en la boca de uno de sus enigmáticos personajes, utilizándolos como títeres de sus pensamientos, como canales, médiums y puentes hacia un espectador que se ve envuelto de revelaciones disfrazadas de esoterismos o chistes. A través de un mago, una bruja, una travesti y un sarcástico vocinglero, Bergman se deja alucinar por su propio pensamiento en busca de lo oculto para construir una comedia erótico-festiva de tildes dickensianos, donde convierte a sus protagonistas -los magos- en auténticos seres líricos, envueltos de un siniestro misticismo y enrolados en una vida nómada e imprevisible hacia la nada, arrastrados sobre una tétrica carroza de cuento de hadas, dirigida hacia las mazmorras de la vulgar realidad que les atrapará en un agujero burocrático y administrativo lleno de frivolidades que, en un principio, infravalorará el poder de lo invisible y que finalmente caerá en la trampa de las apariencias. Bergman trabaja con el cine como máscara de la nada, viajando hasta ese agujero donde la ficción se cuela en la cruda realidad de los hombres, del racionalismo más pueril para dinamitarlo y extraer de él lo contradictorio, el contrasentido esencial que hará al público deshacerse en ciertas dudas y sonrisas a las que sólo conduce el arte cuando este se reencarna en cine.
El innato espíritu anárquico del aparente formalista sueco, coge desprevenido a cualquier despistado, regido por ideas ajenas. Como siempre, en cuestiones de conocimiento, hay que recurrir a las fuentes originales y no cegarse con juicios laterales que en todo caso complementan, pero que no definen en sí la obra de un autor o un artista. Hay que acudir al manantial para beber el mejor agua. Bergman nos dice: "Estamos en el mundo para renacer", no para morir en el tedio o la banalidad, sino para vivir de nuevo una y otra vez, asombrados de las maravillas que los hombres somos capaces de inventar. Tal vez por una casualidad electiva -como decía Breton- en 1958 también se estrenó "Vértigo" de Alfred Hitchcock, sin igual film y cúspide para muchos de la flamante carrera del siniestro cineasta inglés, que en España se estrenó con el subtítulo más que elocuente de "De entre los muertos". Y es que es mucho lo que estos dos cineastas comparten -o se deben-, empezando por la eficaz y elegante factura de sus films -por muy pocos alcanzada-, por su excelente rigorismo clasicista y su rica poética de singularidades. Pero es cierto que existen abismos que los separan, pues mientras Bergman representa la exploración de la locura y los instintos, Hitchcock se mueve en el reino de la culpabilidad y el absurdo. Bergman desarrolla un estilo más ensayístico y rizomático en contraposición a la exactitud y matemática hitchconiana; es como si enfrentásemos a un tenebroso e irónico Descartes a un juguetón y sádico Spinoza. Los dos son sombríos, traumáticos y terroríficos, pero al mismo tiempo festivos, humorísticos y joviales. En definitiva y ante toda funesta diatriba, son dos cineastas puramente vitalistas, la cuestión parece ser que se ha entendido así al inglés, pero no al sueco. Quizá todo ha sido culpa de Bergman y su fama de pietista profundo, de las contradicciones de sus películas, sus injustificadas irregularidades o de la inconstancia en la tensión de sus tramas. Como ejemplo, en "El mago" la lógica narrativa desaparece sin motivo alguno, como si por momentos dejase de interesarle la burlesca trama y se acabase decidiendo por liberar un abrupto devenir de secuencias y sucesos poco verosímiles que apagan por momentos la alucinación creada al público desde el inicio y que imagino, sacan de sus casillas a la parte más kantiana del público. La linealidad hitchconiana desaparece en Bergman de manera súbita, como también lo hace el pudor, que se transforma en un delicioso libertinaje sadiano de una fuerza y belleza abrumadora. El sexo en Bergman se hace transparente pero carnal; en Hitchcock, simplemente desaparece. El fuera de campo bergmaniano es digno del mejor ilusionista, su máscara esconde el secreto que se muestra, lo cuál despierta en el espectador la perezosa imaginación, adormilada en la facilidad de las imágenes pornográficas. Lo explícito, lo simple, lo puramente animal, lo descarado, lo literal, lo básico, la prehistoria instintiva no sirve para hacer magia. El mago es un ser que habita dos mundos al mismo tiempo y que no sólo tiene dos rostros, sino tantos espejos como pueda inventar en función a sus sueños y a sus dones, pues como dice Bergman: "La habilidad para crear es un don".
Como despedida, el gran recuerdo de la película es sin duda la fantástica caravana de los magos, tan parecida a la que utilizó Quentin Tarantino en su film Django Unchained (2012) -historia de otro renacimiento- y que con gran probabilidad le inspiró también en su siguiente título The hateful eight (2015). Aunque parece ser que el de Tennesse confesó basarse más en Stroheim, cuando uno ve El mago de Bergman, se da cuenta de la enorme influencia que este film incubó en el postmoderno y ultraviolento cineasta (aunque es de advertir que se recomienda revisitar Lancelot du Lac, 1974, de Robert Bresson para entender con verdadero asombro de dónde procede realmente la voluptuosa idea de los exagerados chorros de sangre de las películas de Tarantino y así redifinir o redescubrir el verdadero poso europeo que hay detrás de la cinefilia tarantiniana), ya sea en la puesta en escena como en el tono del film. La gran diferencia se nota claramente en que el norteamericano canaliza sus obsesiones a través de la agresividad y la mentira (motores del mundo capitalista) y Bergman lo hace a través de la magia y el erotismo (armas del arte con mayúsculas). Por lo demás, apuntar que Bergman debió gozar mucho con las primeras películas de Dreyer (de las que El mago bebe a tragos largos) y en 1939, con La diligencia de John Ford, atisbando la potencialidad que ofrecía el género roadtrip, al igual que de seguro le llamó la atención la desatendida, aunque en verdad desgastada, Viaggio in Italia (1954) de Roberto Rossellini. El mago, a su vez, si lo piensan con detenimiento, pudo ser una de las semillas de la originalidad de El ángel exterminador (1963) de Luis Buñuel. Denle vueltas, no se arrepentirán. El cine, además de una máscara, es una cadena interminable que va del pasado al futuro y viceversa hasta cristalizar en un presente eterno que se repite a lo largo de las generaciones y que como los libros, se va reescribiendo en base a los cambios de mentalidad, perspectiva y distintas sensibilidades que se van sucediendo. En el siglo XVII, la gran obra de Cervantes sólo fue valorada por su valor irónico; hoy existen acreditados exégetas que la tildan de ensayo filosófico. Quién sabe. En definitiva, creo que ni unos ni otros tienen en realidad razón, pues nadie sabrá nunca lo que se divirtió Cervantes al leer su propia novela, ni lo que disfrutó Bergman al engañarnos con sus trucos mesméricos, magnetizando nuestra alma con la locura en forma de chiste que representa El mago. Ya lo dijo una vez cuando le preguntaron sobre su fin personal en cuanto al cine: "Utilizo un aparato que está construido para sacar ventaja de ciertas debilidades humanas...".








lunes, 8 de octubre de 2018



LO TENEBROSO Y LO FANTÁSTICO
EN EL SUR DE LA CONCIENCIA OCCIDENTAL


     




Si recorriésemos con atención el pútrido panorama que ha generado la paralítica y fantasmal industria del cine hecho en España, se podría comprobar con cierta facilidad cómo las escasas y más interesantes películas vertidas en su seno han sido también las más tenebrosas y grotescas. Será quizá una innata tendencia de los hispanos, potenciales conquistadores de la nada, el obsesionarse con la luz de la luna y las luces bajas de la terribilitá de los hombres. No hay duda de que los escasos títulos a los que uno puede referirse y con los que se puede encender una leve llama de satisfacción, nacen de la suma de una soledad enfermiza y una prodigiosa imaginación romántica. Tal vez, en la vieja península del fin del mundo, el tiempo se dignó en deternerse para los pocos a los que fue otorgada la virtud de sellar sueños en la oscuridad. Digo esto, pues la tiniebla que asola las imágenes goyescas o el sadismo riveriano, se traslada como una herencia congénita al mejor y más heterodoxo celuloide español, contradiciendo la imagen luminosa que se propaga desde siempre en el extranjero de este país conformado no sólo de áridas y desoladas estepas castellanas. Desde siempre, el gran arte hispánico fue el que se creó en las sombras, en el secreto silencio de una gruta perdida y donde nadie llega sino quizá, por la magia. Sin esoterismo alguno, a continuación enumeraré algunos ejemplos que ilustrarán esta idea que en un sentido recto destruirá aquella falacia bautizada como historia del cine español y por otro, instaurará una fisura en el concepto mismo donde esperems, se halle la pequeña verdad que la mayoría del público esconde aún sin conocer el motivo de su mentira.
Cuando en 1972 Víctor Erice realizó ese delicado filme titulado El espíritu de la colmena, no era la primera vez que en este país de ogros y traidores se realizaba una pieza de estas singulares características. Habría que consultar los manuales astrológicos para determinar cuáles son las exactas posiciones de los astros para poder predecir, con un mínimo error, la llegada de una de estas manifestaciones oníricas que tintan de una luz muy especial -y excepcional- los almanaques cinematográficos del sur europeo, contradiciendo la idea generalizada que se tiene de él; aunque en realidad, las ideas no importan si los hechos son sublimes.
A finales del franquismo -esa época lobotómica y cancerígena que esclavizó a tantas y tantas generaciones con su extrema vulgaridad y analfabetismo- Erice filmó su ópera prima -olvidando voluntariamente sus precedentes ejercicios menores- desligándose, o mejor dicho descolgándose en el interior de la gruta de los milagros, recuperando los ambientes de Tod Browning (Drácula) y su meticulosidad misteriosa, casi transformada en una ciencia patafísica. Como todo lo realmente artístico, la película no se entiende en su homogeneidad, sino más bien en su valiente fragmentación llena de caprichos y amor por la vida que se esfuerza en abrirse paso, por salir de la semilla. Al igual que en El Sur (1983), la posguerra es la base contextual de un mundo inventado y complejo, lleno de aristas imaginarias y sorpresas impredecibles. Cuando el cine se acerca a la forma del sueño, el sueño se convierte en realidad y la transferencia de la experiencia hace nacer la emoción, un asombro intravenoso que nos conecta con la gruta eterna de la que venimos, de aquella donde se cantaba y dibujaba para conectar la carne con las ánimas.
Consciente de la dificultad extrema que conllevan estas últimas palabras, no redundaré en ellas ni daré más explicaciones pues “que entienda quien pueda” como decían los viejos profetas que sintieron ser dioses. En un panorama mundial donde el cine se ha convertido en una bagatela efímera, comprendo que muchos no entiendan que el cine o es transcendente o no es. Hoy, todo es superficial por regla general, hoy todo es clónico por prudencia comercial, todo es apocalíptico por tendencia y neurótico por artificio. En el presente -que ya es decir- la película se ha transformado en un bit, o sea, en un dato más entre datos, en parte de una información que contiene un mensaje claro que nadie debe saber, pero sí consumir para ser digerido en el subconsciente hasta crear un tumor que desconecte el órgano de la sensibilidad, fruto de toda emoción, de toda experiencia vital. Alguien quiere que el público no sienta la potencia de la realidad y que en cambio crea que el cine es sólo un simple artilugio mecánico de feria para pasar las tardes medio dormidos ante una brutal máquina de hacer dinero. Sería triste y absurdo que yo escribiese lo anterior si no hubiesen existido manifestaciones que defendieran mis palabras con sus imágenes. Así, desde los inicios del siglo XX, Buñuel dio varios ejemplos al público de que el cine es posible incluso aún entre la podredumbre y aunque oscuro, puede respirar con tanta luz como el mismo sol de Saturno. Obras como Las Hurdes (1933), El ángel exterminador (1962) o Viridiana (1961) nos hablan de la supervivencia tenebrosa de la herencia romántica apuntada al inicio. La crueldad, la mentira y la perversidad son elementos naturales que la pérfida moral actual intenta maquillar con cortes de pelo y operaciones varias, con costosos lavados de estómago y de cerebro y demás fruslerías.
Todo eso palpita dentro y aparece en estos films en su forma reveladora, por eso películas como El extraño viaje (1964) de Fernán Gómez o Vida en sombras (1949) del desconocido cineasta Llobet Gracia, engrandecen la gloria de esta pequeña guerrilla que nos hace avanzar por el campo de la imaginación hasta praderas de expresión, donde la luz es distinta y distinto también, el corazón. En todas estas películas, además de las sombras terribles y sabias, aparece el cine como un personaje más, en el que la eternidad hace mella, como si fuese un animal herido que no dejase rastro, pero sí un contagioso hedor que nos obliga a abrir los ojos y esperar en la ventana a que ocurra un hecho extraordinario.
La caza (1966) y Cría cuervos (1976) de Carlos Saura, aunque en menor medida, apuntan hacia ese destino del cine sureño donde lo inverosimil se hace patente, convirtiéndose en la piedra angular de lo fantástico como género supremo del cinematógrafo. Películas como Feroz (1984) de Gutiérrez Aragón o Arrebato (1979) de Iván Zulueta, causan cierto estremecimiento similar, pues rozan ese oscuro sentimiento luminoso que despliega con auténtico esplendor el Chaplin de los primeros y gloriosos cortos de la Keystone, donde el vagabundo es menos sajón que sureño. Allí, el cine es aún inocente y tiene miedo cuando se hace de noche y aún así filma con pulso firme lo que ocurre cuando una niña se escapa de casa para tener la pesadilla más hermosa que se puede vivir en medio de una de esas llanuras castellanas, donde una vez se imaginó el oscuro libro más fantástico y tétrico de todos los tiempos y con seguridad, de los que están por venir. Aquel, también lo escribió un hombre que entre otras cosas, durmió encerrado durante años en una celda, que en definitiva es una gruta. Sus invenciones fueron así mismo grotescas y lúcidas como lo eran las palabras de los viejos eremitas, del moderno Eurípides o del poco leído Platón.
¿De dónde sacaría sus mejores historias el viejo jonio sino de gente secreta como Pitágoras?
Platón representa el inicio de la industria del pensamiento occidental, la salida de emergencia de aquel precioso lugar invadido de dudas donde las imágenes confundían a los hombres, pues todas eran sin duda ilusiones. Bellas ilusiones. Su ayuda fue tal vez errónea, pues arrancó nuestras mentes de la magia y las llevó hacia el idealismo, ese sofisticado racionalismo que acaba haciendo yermo al espíritu por mucho Hegel que se le quiera echar a la ensalada. El liberalismo que hoy gobierna a los intelectuales -por no hablar de los magnates- viene respaldado por esa tradición newtoniana-kantiana-hegeliana que parece consolar su conciencia y hacerles pensar que el mundo está en su mejor momento, simplemente porque ellos lo imaginan desde sus torres de marfil, envueltos en billetes de nácar. Platón dilapidó el pitagorismo para evitar la ambigua oscuridad que contiene en sí la vida, pero el cine, por su naturaleza cósmica y sus dotes infinitesimales, ha logrado resucitar esas imágenes que nos concilian con nuestra verdadera naturaleza imperfecta y contradictoria. De hecho, las historias nunca podrán ser perfectas si no son fantásticas. Lo fantástico es en realidad el género propio y único del cine, por lo que aquellos que se quejan de la falta de lógica y linealidad de ciertas películas estarán -o están- equivocados por un hecho que es más de perogrullo de lo que parece a primera vista. Si nos trasladamos al mundo de la literatura, podremos comprobar que también los autores más oscuros y fantásticos son, por regla general, los más talentosos e interesantes: ya sea Swift, Carrol, Hawthorne, Rulfo, Borges, Onetti, Gabriel Miró, Cansinos Assens, Gómez de la Serna, Guy de Maupasant, Oscar Wilde, Novalis, Poe, Isidore Ducase, De Quincey, Torrente Ballester, Juan Benet, Dante, Shakespeare o Cervantes. 
La literatura es una ola que fecundó y fecunda a todas las demás artes y que -por pura vanidad o ingenuidad- ellas siguen negando de forma infructuosa. El cine fue la última de las artes que tuvo el lance de digerir las palabras para crecer y transformarse en un ente autónomo. Cuando hablo de películas españolas como la buñuelesca Un perro andaluz (1929), La aldea maldita (1930) de Florián Rey, La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville o El verdugo (1963) de Berlanga, intento agrupar una constelación invisible de tentativas imperfectas, pero eternamente valiosas, que comparten esa noche sin luna donde aparece lo impensado, al igual que en los cuadros de Velázquez representan un lugar donde todo se hace intermitente e incierto, pues la materia vacila y se interrumpe en el ojo para introducirnos en el mundo de la emoción del movimiento. 
Películas como El desencanto (1976) de Michi Panero y el joven Chávarri, El encargo del cazador (1990) de Joaquín Jordá, Los motivos de Berta (1983) y Tren de sombras (1997) de Jose Luis Guerin persisten en la misma idea de ser meteoros aislados de lo colectico, puentes metafísicos de la imagen y del pensamiento cuando este se libera de la memoria y es libre para temblar sin cerrar los ojos. En 1983, Víctor Erice intentó rodar una película que aunaba todas estas ideas y que hubiera sido, si le hubieran dejado, la síntesis de esa idea romántica y mágica que solo nace en el sur de occidente por razones, imagino, inexplicables. La podredumbre y corrupción de la industria cinematográfica española impidió que Erice rodase la segunda parte de El Sur, un lugar donde la promesa de la luz y el péndulo iban a sellar un hito del arte fílmico que nunca fue y que tal vez, nunca será, pues el tiempo nunca es el mismo y los trenes desaparecen en la oscuridad. La película, a pesar de su grandiosidad, adolece de su estado incompleto y reclama, en el devenir de los créditos de despedida, una cura de su deformación pues la magia queda suspendida en el aire, hecha un engendro viviente que no sabe cómo seguir respirando; por ello El Sur es y seguirá siendo una película amputada, un fragmento inconcluso que no llega a sumirnos en el sueño total, como si alguien nos despertase en mitad de la noche y no supiéramos si estar contentos o llorar desconsolados. Menos mal que Erice tuvo la generosidad de explicar en una entrevista postrera, las esencias de esa segunda fantasmal parte que nadie nunca podrá ver y que morirá en su mente como un gusano revoltoso, como una luz amarilla que aún llena los huecos de la imaginación de esta tradición suicida que pervive en la mala España de siempre. Como si fuese una conjura de necios sin alma, en 1998, Erice se volvió a quedar varado por culpa de otro productor insensible y perdiguero, y su último gran proyecto -en el que había trabajado al menos más de cuatro años- La promesa de Shanghai, no llegó ni siquiera a iniciarse. Victor Erice, a pesar de su escasísima obra, ha seguido manteniendo vivo ese espíritu nocturno del cine sureño occidental a través de sus textos y sus entrevistas, convirtiéndose en una especie de iluminado de habla lenta y grave, muy parecida a la sintaxis de Benet -otro grande- con el que tanto comparte, tal vez sin saberlo.
Truculencias a parte y para corroborar mi teoría sobre ese cierto cine español que flota camino del horizonte, desperdigado pero firme -confirmando su fe en la balsa de lo fantástico-, apuntaré como ejemplo de la supervivencia de esta aún viva tradición Historia de mi muerte (2014) de Albert Serra, película que congrega todos los elementos y modernidades varias, para demostrar que en sur de Occidente aún pervive una raza obsesionada por la sombras, que cree en un género único que hace del cine un verdadero y necesario sueño.






jueves, 28 de junio de 2018




LA MATANZA DE UN CIERVO SAGRADO
(2017)

Yorgos Lanthimos




"Ya estamos más allá del final. Todo lo que había sido metaforizado, 
ya está materializado, sumido en la realidad".

J. B.



Llegó la hora de hincarle el diente: desde hace más de una década, el cineasta griego Yorgos Lanthimos ha estado mandando señales inequívocas de su firme intención de conquistar el arte cinematográfico, esa rara disciplina donde todo parece converger, compuesta por luz y tiempo; la luz, portadora de la vida de las sombras, el tiempo, padre del movimiento. A Lanthimos siempre le ha atraído la relación de las formas en el espacio y así, desde su primer film reseñable (Kinetta, 2005) ha intentado invertir las rutinas y convenciones de los cuerpos a través de varias formas de fuerza: la primera, a través de la fuerza física, utilizando como elementos básicos la carne y el lenguaje corporal. Así, en la enigmática Kinetta (topónimo de una ciudad costera a orillas del golfo de Mégara) se concentra en filmar misteriosas peleas fingidas, como si fueran ensayos de violencia deliberada dignos de una obra de teatro que se confundiese con la vida. En la película, el personaje principal es una especie de filmaker amateur que intenta captar dichas escenas (al estilo del apasionante personaje de la película The nightcrawler, 2014) con el único fin de acercarse a la perversidad de las relaciones entre las personas, llegando a un punto de crueldad artaudiano que metaforiza el dolor y el sin sentido a través de los gestos y el silencio. 
El otro tipo de fuerza utilizada en su obra es la del lenguaje. En 2009 realizará su película canónica Kynodontas, excéntrico cuadro familiar lleno de transgresión y absurdo con el que el autor consigue que el misterio se instale en el delirio con poderosa eficiencia, ofreciendo una imagen quimérica de la existencia cotidiana, la libertad y la conciencia de realidad. Al incluir las palabras como ejes de juego, su cine se revela como una suerte de sublime galimatías donde las percepciones se confunden en los significados, demostrando que, en gran medida, el mundo que conocemos no es más que un relato que nos hemos creído o que hemos asumido a través de un tipo determinado de educación y de entorno. Las versiones oficiales no sirven para explicar el mundo de Lanthimos, por eso el público se ve obligado a busca una deriva mental hasta despertarse en medio de una rara incertidumbre, buscando la salida de enigma imposible, repitiéndose sin parar; "¿qué estamos viendo?". 
El desvelamiento de las mentiras, la perversión y los bajos instintos nos hacen descubrir todo el pastel, un pastel que incide en la conciencia del espectador como una aguja afilada: las personas no somos más que animales salvajes. Claro que no es este un discurso exclusivo de Lanthimos; visiten si les parece las obras de Apichatpong Weerasethakul o Bruno Dumont y notarán dicho desenmascaramiento de las apariencias, muy típico en ciertas derivas del cine contemporáneo. La diferencia que ofrece Lanthimos ante el espiritualismo del tailandés o el jansenismo progre del francés, es que él hace circular sus mensajes a través de individuos trastornados y no alucinados, enfermos y no mesiánicos ni demoníacos o fantasmales, lo cuál mantiene una sensación más terrenal, más mundana, lo cuál hace de su cine una reinterpretación posfreudiana de las relaciones personales. Lo que ocurre por ejemplo con el cine de Bruno Dumont es que en demasiadas ocasiones, se convierte en simple fábula decadente o en el caso de Weerasethakul, en un misticismo algo frágil y evanescente. Con ello no quiero encumbrar a Lanthimos por encima de ellos. Los tres son magníficos ejemplos de ese cine manierista y subterráneo que anuncia un arte radicalmente nuevo en medio del adocenado status quo actual, lo cuál no impide apuntar ciertas debilidades que no siempre llegan a ser  satisfactorias. 
Kynodontas, al igual que su sucesora Alps (2011), trabajan a partir de desviaciones de la mente que provocan curiosas grietas en la realidad convencional y en el sentido común, consiguiendo situaciones surrealistas o definitivamente absurdas que marcan un estilo muy personal. De hecho, el  juego que establece entre las palabras y el lenguaje le hace digno heredero directo de cierto cine de Buñuel y también, por qué no, del de Otar Iosseliani. Dicha veta sádico-lingüistica llegará a su clímax cuatro años después con The lobster, un film donde Lanthimos abandona el minimalismo de la puesta en escena y los espacios reducidos, para lanzarse a crear una película de gran reparto donde, por vez primera, mezclará a sus ya conocidos y extraños personajes ionesquianos, junto a grandes estrellas de Hollywood (Colin Farrell), lo cuál provocará un gran choque de dimensiones que cortocircuitarán de golpe la red neuronal del público. The lobster es una película bisagra que nos transporta del indescifrable mundo de Lanthimos, a los misterios -aún mayores- del nuestro. Pues The lobster se presenta inicialmente como el último intento de curar los males mentales que perturban a los seres humanos en estos tiempos confusos donde ni siquiera el amor parece ser posible en medio de la neurosis y la depresión. Para regatear todo este quilombo, Lanthimos nos propone senderos oblícuos y escarpados, llenos de innumerables sendas que se bifurcan hacia jardines aparentemente hermosos; en realidad, paraísos que esconden esclavitudes de otro tipo y que sin poder evitarlo, provocan la parálisis del alma. Todo el cine de Lanthimos trata de eso, de una liberación (del cuerpo, de la mente, del lenguaje, de la educación, de la familia, del Estado...), de una lucha incansable por huir con un solo objetivo: encontrar a alguien que ofrezca un poco de amor. Los personajes del cineasta griego son seres deshabitados, vaciados de sentimientos; falsas caretas que esconden miedos inconfesables. El regreso a lo salvaje, a la exteriorización de la metáfora parece la única salida posible; hay que escapar del teatro social para reactivar la lívido que de nuevo nos haga auténticos. Así, parece ser que sólo en la clandestinidad de la Naturaleza volvemos a ser libres o mejor dicho, a ser nosotros mismos, o sea, lograr ser lo que somos y no lo que creemos ser o lo que hemos aprendido que somos. Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "raramente me habéis comprendido y raramente yo os comprendí, sólo al encontrarnos juntos en el barro, nos hemos reconocido".

Toda la obra de Lanthimos es la puesta en duda de todo código, de toda ideología, de toda clase social. De hecho, todos sus films parecen experimentos sociológicos filmados en un laboratorio. Su ojo clínico intenta diseccionar los sentimientos y las emociones, alambicando el miedo que nos aleja del bosque, obteniendo cristalinas gotas de un bálsamo lleno de secretos. Su obra aparece regada con toda la fuerza de dichos secretos, como si el director poseyese un libro único e inédito donde se contase la historia de la humanidad, pero de manera distinta, con el cerebro dado la vuelta y los ojos cruzados; debemos cerrar los ojos para conocer la verdad. Los clichés, estereotipos o tópicos comunes están desterrados de sus imágenes y sus sonidos y con ello ha conseguido de forma gloriosa, que el espectador se asombre de nuevo al descubrir una mirada original ante un mundo que cada vez sentimos más viejo y roído. Lanthimos da la sensación de haber encontrado una veta áurea e ilimitada donde la sorpresa argumental se mezcla con la sensorial. Lo que en un principio parece caer en lo psicológico, sólo trata de un puñado de juegos de palabras que mantienen despierto a ese público adormecido por las memeces de las producciones comerciales. En su cine no aparecen gánsters ni pistolas, no existe el dinero, la ambición material o la venganza (el ojo por ojo) tan predicada por las producciones yanquis. 

En 2017, Lanthimos estrena no sólo una nueva película, sino que funda un nuevo sendero en su carrera. Es extraño que la crítica general no haya valorado positivamente su nueva propuesta: La matanza de un ciervo sagrado. Tal vez, se haga fácil menoscabar su valía por el hecho de que Lanthimos haya construido este último film de una forma más mainstream de lo acostumbrado, pero aviso para navegantes: no se dejen embaucar por las apariencias. Es cierto que la forma que el cineasta heleno ha elegido para su último trabajo es distinto, más parecido al de otros, pero eso no quiere decir que haya claudicado como tantos lo hicieron al acercarse a la estética hollywoodiense: eminentes cineastas como Kar-Wai Wong, Jean Renoir o Milos Forman, fracasaron en sus aventuras norteamericanas, devaluando su cine a fáciles fórmulas o estéticas blandas y tontas, hasta el punto -en muchos de esos casos- de acabar destruyendo carreras artísticas prometedoras. No es este el caso de Lanthimos, el cuál no sólo pega un salto estético sino conceptual en su cine, sacrificando de manera inusual su propio código, zambulléndose en uno nuevo, tan fascinante o más que el anterior. Para ello, abandona las paradojas lingüísticas, el teatro corporal y su tendencia performativa, para hacer de su película, entre otras cosas, un trasunto de la obra de Stanley Kubrick. Sé que esta afirmación es harto escandalosa, pero explicaré los motivos a continuación. 
La matanza de un ciervo sagrado no es una versión ni una adaptación de film alguno de Kubrick, sino que es una condensación de ciertas estéticas y obsesiones del director niuyorkino. Cuando el espectador ve la película apenas lo percibe, debido quizá a la hipnótica e inquietante trama del relato, digna de un cuento de Poe o Maupasant. Pero al final del visionado, cuando uno intenta entender por qué le resultan tan familiares ciertas escenas y movimientos de cámara, cae en la cuenta de inmediato de que se trata de un sucinto homenaje, al menos por partida triple, de la obra de Stanley Kubrick: los grandes angulares mezclados con interminables travellings por pasillos de hospitales nos llevan sin solución de continuidad hasta los pasillos de otros hospitales recorridos (veinte años antes) por Tom Cruise en Eyes Wide Shut (1999) o a los corredores de moqueta, surcados por el triciclo de Danni Lloyd, el niño telépata de El resplandor (1980), los cuáles siempre conducen a visiones terroríficas que nos hablan de otro mundo, de una existencia que estremece. El terror es uno de los nuevos elementos trabajados por Lanthimos -dejando a un lado su insistencia sobre la neurosis y la angustia-, pero no sólo procedente de la obra de Kubrick, sino también del ambiente de Carretera perdida de David Lynch o de la inquietante sensación de El ladrón de cuerpos (1945) de Robert Wise. La historia del cine está empezando a recorrer las venas de la obra de Lanthimos, lo cuál no le hace ser menos contemporáneo o menos original, sino al revés. En el pasado se encuentra la novedad, en el futuro, sólo existe el vacío, el cuál desde hace más de veinte años, ha paralizado las ricas vetas del arte cinematográfico. La inclusión del personaje de Nicole Kidman como esposa de Colin Farrell en el film, nos da más que una pista para que descubramos la imagen especular que Lanthimos propone con la obra kubrickiana, regresando a su vez a los problemas sexuales, confesionales y sentimentales que ya fueron abordados por el de Manhattan. Así como en Eyes wide shut la trama surge de este tipo de problemas, Lanthimos parece utilizarlo morbosamente (necrofilia) como una distracción, un anzuelo donde público pica sin problemas, sin advertir que la película marcha por otro lugar muy distinto.
En La matanza de un ciervo sagrado Lanthimos también se deja influir por una cierta violencia kubrickiana llegada directamente de la efectista La naranja mecánica (1971), donde los abusos y el uso de la violencia física como medio se instalan como predicado de una ecuación irresoluble. Lo que Lanthimos instala es una paradoja sin respuesta en la que el sacrificio mortal es una obligación para detener un demoledor devenir de acontecimientos. Al introducir un elemento mágico -como ya Kubrick lo hiciera en su magnífica Miedo y deseo (1953)- el relato queda condicionado por dicho elemento, el cuál se erigirá como soberano de la ficción, otorgando a lo fantástico la batuta de su mundo.
Por vez primera, Lanthimos se traslada del corrompido mundo de los adultos, al incierto e imaginativo reino de los niños. Estos, en La matanza de un ciervo sagrado, se establecen como la piedra angular del film, representando, de alguna manera, el elemento sobrenatural dentro de un extraño realismo que el cineasta griego comparte, por ejemplo, con la última entrega de Thomas Anderson, El hilo fantasma, también estrenada en 2017. Desde hace tiempo, se está forjando un tipo de películas fuera del formalismo puramente estético y se está entendiendo que la originalidad se basa en gran medida en la innovación de la narrativa y no tanto en la de la imagen. En un mundo hipervisual donde todo parece posible a nivel técnico y donde la industria progresista amenaza al cine con la invasión de un ejército de hologramas en sustitución a las sombras de la pantalla, las nuevas narrativas y no tanto las nuevas imágenes, son las que parecen estar abriendo un verdadero camino lleno de milagros y emociones a través de sugestiones y evocaciones que seducen a un público desacostumbrado a dichas delicias. Lo que está fuera de campo pasa a ser lo importante, lo invisible, vuelve a ser la clave del cinematógrafo. Ozu, Bresson, Cassavetes, Erice, Browning, Flaherty... en este caso Kubrick como punto de partida; el gran cine sólo puede resucitar a través de otro gran cine. Todo indica que la modernidad sigue viva, pero para ello, no queda otra que echar la vista atrás con fino criterio y encontrar las claves de este arte que parece -en demasiadas ocasiones- desvanecerse y encontrar a los verdaderos manieristas del pasado, experimentadores, no de tendencias, sino de palpitaciones personales e intransferibles que hicieron grande y eterno a la poesía de la pantalla. Cuando se acaba el espectáculo comienza el arte -y el espectáculo ya huele a podrido desde hace tiempo-, el arte con mayúsculas que hoy sigue sepultado por la banalidad, el infantilismo y el relativismo dominante, pero que respira y fluye por obras como la de Lanthimos, quien ha cambiado de dirección para demostrar que la riqueza del cine se basa en sus usos, no en sus convenciones. Abajo los géneros, arriba los autores.
Así, en La matanza de un ciervo sagrado, Lanthimos instala la fuerza de gravedad en un joven misterioso que funciona como una esfinge griega, con lo que también recoge materiales de la gran tradición clásica. La mitología cuenta cómo la esfinge solía detener a los viajeros y plantearles acertijos; si estos no los solucionaban, la esfinge los mataba. A partir de dicho ser mitológico, la palabra "esfinge" se utilizó para designar a las personas difíciles de entender o que hablan mediante enigmas. El personaje de Martin, es la esfinge de la película de Lanthimos y a través de él, se construye un relato fantástico de magia negra donde el tema de la muerte se abordará desde muy diferentes dimensiones, poniendo al público (y a Colin Farrell, de nuevo protagonista de un film de Lanthimos) contra la pared durante gran parte de la cinta, destruyendo sus códigos morales y haciendo desaparecer la líneas que delimitan los terrenos del mal y del bien. Es muy llamativa observar que el joven Martin posee una cierta similitud con el personaje de la serie El pequeño Quinquin, similitud que conlleva un hecho milagroso, ya que esos dos personajes representan lo extraordinario de una manera naturalista, lo cuál es muy poco común. Ambos son presencias maléficas y santas al mismo tiempo, seres habitados por energías sobrenaturales que nos revelan la contradicción humana y el sin sentido de la banalidad; como si desde el más allá alguien nos enviase un mensaje con solo mirarnos. El rostro de Martin -al igual que el de Quinquin- son presencias en sí mismas, enigmas estremecedores que sitúan al público ante frágiles cuestiones que nos convierten, por momentos, en malvados, de la misma manera que en Eyes wide shut se produce un instante en el que el espectador experimenta una curiosa catarsis, al darse cuenta de que se ha convertido en cómplice de un acontecimiento terrible, comparsa de una oscura crueldad, sabedor de un secreto nefasto o en todo caso, inconfesable. 
Después de todo, algún lector podrá concluir que en definitiva, Lanthimos no es más que un plagiador inmoderado y que su obra carece de un valor especial. Lo repito: son todo apariencias. Cuando uno profundiza mínimamente en este maravilloso universo y es capaz de detectar la riqueza que las referencias aportan a la obra, se entiende a la perfección que Yorgos Lanthimos es un artista de un talento inclasificable, un cineasta que se hace así mismo y que es agradecido con sus influencias, poniendo en duda incluso su personal sistema de representación para cambiarlo por otro distinto y a su vez, triunfar en él de manera rotunda. Alguien dijo una vez que la originalidad consiste en querer hacer lo mismo que los otros, sin lograrlo jamás. Eso es el estilo, eso es el estilo de autor.