viernes, 7 de febrero de 2020




LAZZARO FELICE
(2018)

Alice Rohrwacher




¿Qué piensa Lázaro?, ¿qué siente Lázaro ante el mundo?, ¿por qué es atractivo este personaje para el espectador? Decía Robert Bresson que un actor sólo podía hacer un papel en su vida, una interpretación del mundo, emitir una única y exclusiva mirada sobre las cosas, basado en la idea de que no se puede representar a los demás sino solo y en todo caso, a uno mismo. Este el caso de Adriano Tardiolo, un actor desconocido para el mundo del espectáculo que vive en la pantalla bendecido por una naturalidad prodigiosa al estilo de Emmanuel Schottè en La Humanidad (1999) o del pequeño Israel Gómez de La leyenda del tiempo (2006). Son todos ellos una especie de santos fílmicos, autores de una sola obra, de un solo momento cinematográfico que se va haciendo eterno a medida que habitan la pantalla, en función de su desmesurada habitabilidad dentro de las cuatro esquinas de la lona. Existen seres que milagrosamente encuentran su lugar en el mundo, su objeto preciso y en el cine, cuando se encuentra a uno de estos entes casi imposibles -casi imaginarios- llenos de verdad y emoción, capaces de encarnar la inocencia perdida y la ingenuidad más irrefutable, entonces y sólo entonces se realiza el ideal bressoniano del actor.
Lazaro es un personaje que al igual que la fabulosa Gelsomina de La strada o el increíble Fernando Ramos da Silva de Pixote: A Lei do Mais Fraco (1981), transmite una infancia imperecedera, una forma de ver las cosas a través de un cristal transfiguratorio digno de los cuadros de Rafael. El ambiente naif que la cineasta Alice Rohrwacher consigue instalar en sus imágenes alrededor de Lázaro, enriquece el milagro, dotándolo de un sentido onírico y lírico de una austeridad épica, casi legendaria. Consigue no caer en el infantilismo de directores como Wes Anderson o Michael Gondry, o en la dulcificada utopía de Capitán Fantástico (2016) o el patio de recreo de Hook (1991); no se trata de divinizar los filmes protagonizados por niños o jóvenes, ni de santificar la infancia... películas como Lazzaro felice aportan una presencia distinta, una revelación como lo fue en su día Enrique Irazoqui cuando Pasolini le ofreció protagonizar El evangelio según San Mateo (1964). Parece que el don de un director, la gracia de una película, depende en gran medida de un sexto sentido -explicado por Humphrey Bogart en su papel de cineasta en irregular pero afamada La condesa descalza (1954)-, una intuición que hace ver en las personas una luz especial, una fotogenia del alma que si se consigue filmar, brilla por sí misma, creando formas sagradas. En el frágil mundo  de la interpretación, todo esfuerzo exagerado, toda deformación convulsiva es pagada con la falsedad, con la inverosimilitud. Así, una interpretación tan rousseniana como la de Adriano Tardiolo, podría salvar a casi cualquier película y maquillar las debilidades o imperfecciones en que los films suelen caer por motivos comerciales o falta de talento. En su caso, Alice Rohrwacher lo hace casi todo bien, planteando una estética a mitad de camino entre el absurdo de un Yorgos Lanthimos, un Fernando Arrabal y un Fellini, dejando una distancia justa entre el espectador y el protagonista, un espacio suficiente para asimilar el áura emitida por los movimientos de Lázaro, por sus gestos, sus miradas, su pensamiento salvaje. Interesa menos cuando se acerca al costumbrismo neorrealista, a las películas de Berlanga, Ken Loach o De Sica y de hecho, el final se enturvia con fenómenos pseudoespirituales demasiado newage, con guiños muy estética indie, muy de imaginario hippie. Salvando estos pecados, se podría afirmar que Lazzaro felice se erige como un monumento del nuevo siglo, un hito fílmico de referencia al que acudir en estos momentos tan complicados para un arte como el del cine al que los sistemas capitaloides quieren hacer desaparecer, convirtiéndolo en una pobre imagen televisiva, en una serie fruslera llena de conservantes y colorantes.





   






LA STRADA

(1954)
Federico Fellini

LA FUGA DE LA BELLEZA 
EN EL MUNDO MODERNO


 
“De cien películas hay una que no está mal, otra que es buena y noventa y ocho que son pésimas. La mayoría empiezan horrible y continúan peor; si te resultan creíbles las acciones y los diálogos de los personajes, es que eres capaz de creerte que las palomitas de maíz que te estás comiendo albergan también algún significado”1. Estos casuales versos de Bukowski ponen en claro una ley universal de la creación, una constante aplicable a las artes desarrolladas a partir del siglo XX, por la que la abundancia y la democratización de los objetos culturales y artísticos conducen a un estado generalizado de banalidad. La ley que menciona el poeta, es la ley invisible que sostiene la imperturbable idea de que en realidad, en el gran relato de la Historia del Arte, han existido muy pocos artistas verdaderos. En el arte, las únicas obras respetables son las necesarias. Todo lo caprichoso, lo puramente estético, lo anecdótico y superficial sólo responden a la inercia de la moda y la tendencia, a la artesanía, a la imitación de formas corrompidas y a la concepción del fenómeno como una fábrica o fotocopiadora. Esto, entre otros, ya lo anunciaron Benjamin, Baudelaire y Baudrillard (las tres bes del paroxismo crítico) y que los nuevos siglos estarían (y siguen estando) condicionados por la copia, el simulacro y la repetición masoquista que ha acabado vaciando el alma del ser humano hasta dejarlo en estado catatónico. El nihilismo y el escepticismo reinantes en el corazón del viviente actual, han llevado por pura lógica a una filosofía vital relativista -alimentada por los movimientos post- poco recomendable para la supervivencia emocional de una especie, la cuál, pese a quien le pese, no está tan cerca del apocalipsis como algunos desearían. El arte siempre va por delante de la vida, pues los verdaderos artistas son poetas y los poetas son, por definición, visionarios; una singular curiosidad les hace ir un poco más allá de lo convencional, su extraña voluntad les empuja a descubrir lo desconocido y revelar en claves enigmáticas un porvenir imprevisible. Pero por desgracia, el mundo del arte ha sido secuestrado por el mercado, la moda, la industria, la bolsa, el ecologismo, la política, la sociedad; hoy todo parece ser lo mismo, igualado a la misma terrible vulgaridad. Todo debe ser vulgar para que nada tenga una trascendencia, un valor mayor al de una moneda o un chiste. Hoy, el mundo del arte -con ayuda de los media, la publicidad y la diarrea crónica de las redes- cree haber conseguido lo que quería: falsear la verdadera función de la belleza, sustituyéndola por un juego bursátil e infantil en torno a las meras apariencias, lo cuál no es nuevo; el arte contemporáneo se ha dejado llevar hasta ese callejón sin salida desde hace ya más de medio siglo. Como ejemplo, sólo hay que echar un ojo al tono de la obra de reputados artistas como Kenneth Nolan, Pipo Hernández, Rosenquist, Sherrie Levine, Jean Helion, Keith Haring, Kenny Scharf, McCollum, Phillip Taaffe, Bertrand Lavier, David Reed, Gilbert&George, Francesco Clemente o Terry Winters para darse cuenta del fracaso emocional que anunciaban sus materializaciones y que hoy se ha hecho carne viva al traspasar el espejo y ocupar todos los espacios y todas las mentes, configurando el mundo de la indiferencia y en definitiva, del vacío.

El mundo del arte no es en sí el arte y por eso, tras la Segunda Gran Guerra (1939-1945), se inician diferentes caminos estéticos para abordar un mundo en ruinas lleno de desesperanza y miedo: en concreto, en el mundo del cine, precursoras películas como Hallelujah (1929) de King Vidor u Ossessione (1942) de Visconti, inspiran o convencen a espíritus enormes de posguerra como Rossellini, Vittorio De Sica, Lattuada y en gran medida, al visionario guionista Cesare Zavattini,(Teresa Venerdi, 1941; El limpiabotas, 1946; Ladrones de bicicletas, 1948), el cuál podría considerarse como el ideólogo del famoso movimiento neorrealista. Zavattini, radicalizando sus principios y entusiasmado por el descubrimiento de lo real, propuso desnovelizar el cine, documentalizando la realidad, en un intento de destruir las artificiosidades ficcionales creadas por los grandes estudios, condenando al séptimo arte a una concreta captación de hechos -una especie de regreso a los Lumière en un sentido totalmente literal- que él intentaría llevar hasta sus últimas consecuencias en Italia Mía, un filme jamás realizado -aunque sí previsto para el año 1951- en el que se propuso filmar ochenta minutos consecutivos de la vida de un hombre común. Para llevar a cabo sus proyectos, realizaba encuestas colectivas e intentaba incluir testimonios reales, adelantándose a lo que luego sería el estilo televisivo o telerrealidad y que inspiraría a un joven Pasolini en su vibrante experimento sociológico Comizi d'amore (1964). A pesar de las inmensas ambiciones de Zavattini de llegar a un cine utilitario, el verdadero héroe del triunfo neorrealista no fue él sino Roberto Rossellini, un joven cineasta romano que desde sus primeras películas (Roma, ciudad abierta, 1945 y Païsa, 1946) -apoyándose en el realismo soviético, el verismo italiano y el documentalismo británico- consiguió una nueva fórmula de hacer cine que mezclaba el clasicismo con el cine directo, que ponía en contacto a las grandes estrellas con actores aficionados y a los escenarios reales con representaciones ficticias que conseguían conjugar los dos mundos, la vida y el arte, la verdad y la mentira, en pos de una nueva humanidad, una nueva moral. Si algo hay que agradecer a Rossellini es el haber sido el cineasta humanista más importante de la historia fílmica, el primero que, tras el desastre, supo repensar el arte y volverlo humano, desenterrando las sombras de los seres, filmándolas de nuevo para que el mundo volviese a tener sentido: sólo cuando alguien tiene la posibilidad de mirar algo, aquello puede llegar a tener un significado; mientras pase desapercibido, queda olvidado en la nada. Por dicha razón y aunque sólo sea por esa, el cine es esencial para imaginar al nuevo hombre que se avecina: el ser moderno.

Se hace muy curioso descubrir que el final del neorrealismo, o mejor dicho, su superación, vendría de la mano de uno de los fieles guionistas de Rossellini, Federico Fellini, joven gagman, dibujante autodidacta, llegado desde Rímini a Roma en 1939, aficionado a los viajes, a las fugas y sobre todo, al mundo del circo. Fellini fue desde su juventud un ser desapegado; coqueteó tanto con el vitellonismo existencial como con el mundo del teatro hasta desembocar en el oficio de los guiones y comenzar a demostrar un agudo ingenio y un especial lirismo, dones que le darían la oportunidad de dirigir su primera película, Luces de variedad (1950) donde comenzaría a desarrollar su obsesión por el tema del espectáculo y los sueños, el vagabundeo, los arquetipos y el humor. En esta primera película ya se nota la influencia de un famoso film de los años 30’, Luces de la ciudad, una de tantas maravillas chaplinianas de las que siempre se alimentaría el resto de su obra: por ejemplo, El circo (1928) o Candilejas (1952) serán dos de sus referencias favoritas. De Rossellini heredó la moral y el rigor, el amor por lo humano; de Lattuada, el refinamiento y lo maravilloso; con De Sica comprendió lo mágico y por último, de Zavattinni entendió que un hombre puede equivocarse y hacer errar a los demás cuando está cegado por un fanatismo mesiánico, por una falsa idea pragmática. Aunque parezca mentira, Fellini fue el único director que se dio cuenta del callejón sin salida del neorrealismo y por eso, en tan solo cuatro años -y algo más de tres películas- logró filmar La strada (1954), una película para la eternidad que cambiaría su cine en particular y el mundo del arte para siempre.

El proyecto inicial tuvo muchas dificultades para llevarse a cabo, pues entre otras cosas, la mayoría de los productores lo tacharon de anticomercial, de capricho melodramático, de rara avis; la resaca neorrealista había terminado y en Italia se regresó a las comedias banales y frívolas. A pesar de ello, Fellini consiguió convencer a los productores Dino de Laurentis y Carlo Ponti gracias a la fuerte personalidad y originalidad inaudita que le harían famoso en el futuro; el film fue protagonizado por Anthony Quinn (el forzudo Zampanó) y Giullieta Masina (el clown Gelsomina) -con la cuál el cineasta se había casado en 1943-, aportando a la obra, quizás, la mejor y más especial de las actuaciones de sus carreras. En toda la filmografía de Fellini no existe una película similar: es la única entre todas las suyas que goza de una pureza y un minimalismo milagroso, muy alejado del barroquismo que comenzará a manifestar a partir de Otto e mezzo (1963) y que en ciertos momentos le llevará a la desmesura y la confusión. La Strada es un poema fílmico, una fábula de haluros milagrosos que ofrece al público la honorable oportunidad de la emoción, cuestión excepcional en esta era de asepsia generalizada. Hoy el arte y en concreto el cine, está exento de este elemento providencial, de este regalo sobrenatural que viaja para decirlo todo de todas las cosas, que recorre el interior de las almas hasta volver a ponerlas en marcha y que luce en lo alto de las conquistas humanas como su mayor logro. Si el arte existe, debe ser luminoso; si la luz cura, debe ser milagro. El poeta es ese ser insignificante que vive para conocer el amor pero también para darlo, un ser anónimo pero necesario para que todo sobreviva, para que la alegría reine, para que las cosas recobren su sentido primordial y la belleza se manifieste. El poeta vive en la palabra y por la palabra, pues a partir de ella todo vuelve a existir; al nombrar las cosas, la realidad regresa de otra manera. Así, Fellini reinventa el neorrealismo una década después de su brillante nacimiento y se desvía por voluntad como un cometa salvaje, a través de una senda desconocida que sólo él puede surcar y que lleva su nombre. Con La Strada, Fellini sublima las ideas clásicas del cine e inaugura muchas de las modernas: une el costumbrismo a lo fantástico, lo lírico a lo vulgar, lo divino a lo humano, inventa a Gelsomina -una especie de mezcla entre Jackie Coogan en The kid (1921), Toshiro Mifune en Los siete samuráis (1954) y el primer Charlot-, la nostalgia del circo, la sublima la poesía fílmica. Ya en Francisco, juglar de dios (1950) había tenido la oportunidad junto a Rossellinni de explorar los espacios místicos del ser, pero no hasta la profundidad que le ofrecieron elementos tan prodigiosos como el personaje de Gelsomina, la melodía esencial de Nino Rota, la brutalidad inherente de Zampanó y la locura de Matto. Fellini crea y combina estos arquetipos fundamentales para entender el proceso que lleva a la poesía, que funda el arte. El ser marginado, el viaje, la aventura, el humor, la representación, la imaginación, la revelación, el amor, el misterio y la muerte, en resumen: el nacimiento y fuga de la belleza.

Más de sesenta años después, esta pequeña cinta demuestra que el cine, si es necesario y verdadero, es también inmortal y que la inmortalidad si se contempla y se transmite, puede llegar a ser real. Así, el mundo del arte queda dividido en dos a partir de esta clase de obras: el verdadero y el falso. El falso, llevado por su inercia hacia las apariencias y el hiperrealismo, acaba desembocando en una negación de él mismo, en el tedio, en el readymade que habla de su propia destrucción, convencido de su particular fatalismo. En cambio, el arte verdadero, tenga la forma que tenga, siempre es diferente y emocionante, siempre alimenta, se hace inagotable, bello. Lo falso posee la maldición de la finitud, condenado por su naturaleza antiespiritual y su grave falta de originalidad. Lo verdadero siempre es nuevo porque tiene el don de lo infinito, de los innumerables atributos, de la simplicidad de lo divino. Fellini concentra en su diminuto circo metafísico el problema de la belleza con su relación con la humanidad y acaba admitiendo que esta, es capaz de abandonarla aún a sabiendas de que nunca será feliz sin ella. El pecado mortal del arte contemporáneo radica en la ausencia de la belleza, en la ausencia de la verdad, en una confianza ciega en la realidad y una tremenda falta de fe en la imaginación; es curioso sentir cómo esta última palabra se ha convertido en la época actual en una especie de tabú que alguien sigue empeñado en desterrar para siempre, no se sabe si para permitir que la banalidad y el materialismo sigan ocupando su lugar, desesperando a la humanidad con su vacío, su frialdad y su perverso juego o si sólo es porque le tienen miedo. Recuerden las palabras iniciales de este texto, recuerden que el poeta siempre dice la verdad, váyanse a dar un paseo por la playa cuando la brisa corra y haga volar las sábanas tendidas en la orilla; entonces, esperen a escuchar la canción de los tiempos, la melodía que les hará vivir para siempre. Siempre que les sea posible, vayan a ver La Strada a una sala de cine -allí se ven más cosas- para comprobar cómo los seres humanos pueden obrar milagros y construir sueños, sentir que nada está perdido, que aún existen la emoción y el amor, que estamos rodeados de divinidad y que la confusión sólo es una apariencia… y entonces esperen un poco más, justo hasta la palabra Fin y, antes de que enciendan las luces y las lágrimas les mojen la piel al darse cuenta de que la belleza no puede desvelar su último secreto, escucharán los aplausos del público, aplausos a los que ya no están acostumbradas las salas de cine; una celebración reservada hoy sólo para lo necesario, para lo verdadero. 

sábado, 28 de diciembre de 2019


EN CONSTRUCCIÓN
(2001)

Jose Luis Guerin




Si valemos algo, 
podremos dominar la vida
Scott Fitzgerald


El mundo nunca termina pues lo infinito es incomprensible y el miedo al tiempo y al pensamiento hace esclavos a los esclavos. Todos se dirigen hacia lo abstracto, hacia el sin sentido del realismo más estremecedor pero, ¿cuánto podrá soportar el alma? Al buscar la belleza de las apariencias uno suele toparse con la duda y la confusión, pero a veces la conciencia de la realidad se expande como un laberinto en una mañana de sol y nos muestra diminutos mundos ignorados. Al mirar entre las grietas de la fenomenología, se puede contemplar un lugar en movimiento, en continua mutación, queriendo vivir, persistiendo en esa idea clásica del orden. Entonces creemos soñar la figura de un marinero borracho, perdido en el delirio de los días, quien de forma irremediable nos recuerda tanto a esa preciosa película de Ashby (The last retail, 1973) de tema tan paradójico y similar e incluso a la vaporosa silueta de John Joyce -excéntrico padre del famoso escritor irlandés-, siguiendo con los ojos su deriva inconsciente hasta el rumor de las palabras de un vagabundo charlatán que mezcla las dimensiones del mundo a placer. El ojo se da cuenta de que la grieta maravillosa por la que mira es en realidad un lugar muy especial, un paraíso donde viven algunos de los seres más extraños del universo, atrapados entre planazo plásticos de derrumbes y ruinas de un parnaso pasado, de un Olimpo vital que ya nunca se repetirá. El demiurgo de esta visión, el nunca suficientemente valorado Jose Luis Guerin, hace patente a través de la grieta el hecho de destrucción de un imaginario, d aun tipo de imagen pasada, una imagen que es un ser, un alma que va desapareciendo a medida de que la modernidad burguesa se impone. En construcción es una película singular e inimitable, exclusiva de un momento determinado, de una inspiración y una circunstancia concreta. Guerin propone un cine de cierta arqueología, como ya lo hizo en Tren de sombras(1997) o Innisfree (1990), rebuscando bajo las baldosas de lo cotidiano, encontrando esqueletos de la locura que murieron pensando en el Apocalipsis o los milagros. La imagen posee su propia arqueología y por eso, Guerin en los inicios del último siglo se aventuró a contemplar qué quedaba de la antigua existencia, a escuchar a los fantasmas enterrados de la locura, demostrando que el pasado es más poderoso que todos los presentes juntos, pues su revelación paraliza y hace fantasear a lo humano. Tal y como hizo Heinrich Schliemann con Troya, Guerin escarba en todos los estratos posibles hasta descubrir que el hombre tiene una costilla más que la mujer o que su peroné es diferente. Da la impresión de que los esqueletos se levantan por la noche y suben a los cuchitriles de la antigua Barceloneta a drogarse y polemizar sobre ellos mismos sólo por pasar el rato, entregándose a los espejos para darse cuenta de que hay algo que camina por las calles que ya no está vivo. Ante la fascinación de lo pretérito, algunos seres se transforman en espías marginales de la decadencia y otros en eléatas con sombrías conclusiones como que la atmósfera se origina en el mar. Al igual que en las más famosas series urbanas de Helen Lewitt, los niños juegan entre las calaveras, burlándose de la muerte que aún ven tan lejos, que aún creen irreal. Tal vez la infancia es poderosa por su inconsciencia o tal vez por su soberbia, su tendencia en creer en la inmortalidad de forma natural. Los niños son felices entre las ruinas pues son capaces de imaginar el mundo en medio de lo abstracto: toda construcción es una abstracción, un tótem de la mente, una ficción dentro de una ficción. Guerin asume así el cine, como una reflexión o mejor dicho, una inflexión sobre hecho de filmar, sobre el proceso maravilloso de recolectar imágenes entre putas almodovarianas y extrañas continuidades, dialogando con ese cine que inventó Pedro Costa (Ossos, 1997 y En la habitación de Banda, 2000) en el ocaso del pasado siglo, ese siglo XX que tanto prometió pero que traicionó a sus hijos. La película de Guerin parece por momentos una film de Billy Wilder, en concreto la casi perfecta Irma la dulce (1963), una sublimación del cine de estudio que resuena en la obra de Guerin como un eco que podría haber sucedido en sus imágenes, si la demolición no hubiera terminado con todo. Los seres extraños también están corruptos y no se libran de la seducción del oro, de la ignorancia, la fatalidad, el deseo. Todos hablan solos mientras las sombras del cine se acumulan en palabras nocturnas pintadas en las paredes de la noche que mañana caerán. Ellos, nómadas de la nada, están y no están en este mundo, son y no son en realidad. En construcción trata sobre dicho verbo, el verbo estar, como si fuera el aura de todo un movimiento, el problema esencial de un tipo de amor por las cosas, un amor tan marginal como hermoso, una ruina sentimental de belleza pura. Decía Scott Fitzgerald que está claro que vivir consiste en hundirse poco a poco, en ir desapareciendo inevitablemente y eso sin duda, es lo que ocurre, lo que todo el mundo sabe: toda vida es puro hundimiento, amantes drogados, ojos que se desploman, camareros mudos, caprichos de la locura. El suceso principal -como suceso- es ver bajo las ruinas florecer asuntos prodigiosos en forma de sonrisa y de locura como si fuera lo único resistente a la barbarie, como si fueran las armas básicas de los héroes de nuestro tiempo, un tiempo sin definición ni objeto, consumido en el consumo y el aburrimiento, en la enfermedad y la perversión. Guerin podía haber hecho una película muy distinta, pero decide hablar de lo que vive allí, en ese lugar, donde un puñado de esas personitas maravillosas del universo -esas que nos hacen reconciliarnos con nuestra alma o con lo que sea eso llamado alma- sobreviven soñando, alimentándose de extraños dáimones ardientes (o como los llama Salinger: diablos solitarios) que vagan por las calles sin nada más que hacer que reinventar la vida, pues el suceso (y el sujeto) hay que inventarlo para llegar al secreto de las personas, al suceso concreto que es acción por una parte e imaginación por otra, hasta conseguir estar en el mundo de otra manera, respirado un último suspiro,  un último aliento desesperado pues el mundo nunca termina. En eso se basa el verbo estar tal y como se presenta en el film; estar se convierte en el eje central de la imaginación, en el hogar del valor, en el motivo del tránsito, sintetizando en esa forma verbal todo un privilegio existencial de ser testigo de un cambio en la forma de hacer cine, un cambio inesperado que los críticos de arte no pudieron predecir. Todo se derrumba y entonces nace una nueva oportunidad para la verdad y la risa (bergsoniana), charlando sobre los misterios egipcios, el amor adolescente, la nieve, la poesía, el alcohol, la infancia de una manera primitiva, sin ciencia alguna, sin información, sólo pensando mediante el instinto y el sentido fuera de lo común, generando un teatro de entes soberanos de sí mismos, marginales invisibles colmados de paciencia ante el fatuo y los días perdidos entre construcciones humanas que algún día caerán de nuevo. A la llegada de las sombras burguesas bien pensantes y correctas, la magia se acaba en la película y comienza el aburrimiento y el tedio, la asepsia, lo clínico, la economía. La llegada de lo burgués, apropiándose del mundo a partir de sus dividendos, zanja la frontera con lo medieval, con el pensamiento mágico y establece el reino del escepticismo y la pobreza emocional. ¿Dónde irá a parar ahora la más frágil y más hermosa vitalidad del mundo, los Niños Perdidos más perdidos del universo, encabalgándose unos a otros por las calles, viviendo cualquier cosa como un milagro, colgados de la cornisa del delirio, fumando sin parar como locomotoras, inhalando el humo de los dioses?, ¿dónde irán ahora esos diablos solitarios que aprendieron a sobrevivir como robinsones, desplazándose de un paraíso a otro con una ligereza especial, como si realmente se tratase de un don (parecido al famoso Don de la Ebriedad, también llamado Santo Delirio)?, ¿dónde irán los seres que ocupan los lugares sagrados del antiguo CHINO de Barcelona, donde la tragedia y la invención son las dueñas del ánimo superviviente de estas últimas ánimas inocentes de vivir, inocentes de ser outsiders de nacimiento: huérfanos, marineros, putas, niños y alcohólicos, esqueletos de ultratumba? Toda una gloria tirada a la basura, expulsada de la realidad a golpes. El vagabundo charlatán afirma: "yo sólo guardo cosas delicadas". Guerin también lo hace y por eso clasifica con minuciosidad todas esas maravillas que encuentra caprichosamente y las ordena como si se tratase de un limbo de resistencia, una cajita de tesoros (pues si el cine es algo, es eso, una cajita negra de secretos valiosos) representando una actitud basada en el estar, en resistir, en suceder, en la terquedad de vivir pase lo que pase, desaparezca lo que desaparezca, sea lo que sea. Entender el hundimiento como construcción, como estructura; entender la ruina como escenario, como oasis; entender la palabra como aventura, como resistencia; entender la deriva del cine como un marinero borracho del que todos se mofan y al que acecha el olvido y la fatalidad. Una película como toque de atención de lo que vendrá, de lo que vendría, de lo que hoy sigue siendo este nuevo cine que se la juega por sobrevivir, siendo el refugio de ejército de bastardos impertinentes y precarios que sueñan con la belleza sin parar.








viernes, 27 de diciembre de 2019




LA INFLUENCIA O EL CINE

SOLARIS
(1972)

Andrei Tarkovski






Se hace muy curioso observar ciertas similitudes entre películas dispares -o aparentemente dispares- de una misma época, lo cuál demuestra el instinto devorador del cine, su obsesión de esponja, de espejito mágico. El espectador agudo percibirá que no sólo de argumento y puesta en escena vive un film, sino de -y en gran medida- la historia del cine. La cinefagia que sufre la cinematografía es casi un síndrome, un enfermedad metareferencial que construye -en parte- su esencia mimética y que responde a su naturaleza realista. Pero, ¿qué tipo de realidad muestra la pantalla? Nos llevaría muy lejos, pero este no es el lugar ni momento, para desmembrar y analizar los gajos de la teoría realista hasta encontrar el que mastica el arte del tiempo visual, ese arte que aún mantiene agarrado el cuello del siglo XXI. Para resumir, el cine trabaja en un estado de desrealidad, al igual que lo hacía Velázquez según Ortega en sus pinturas, trabajando lo vaporoso, las nieblas, lo etéreo de las luces y los cuerpos; lo inmaterial. Existen películas -las mejores- que instalan esa sensación perturbadora de la realidad y someten al público al miedo y a la extrañeza, al igual que el mago hace claudicar con sus trucos ante la sorpresa y lo imposible. Las grandes películas que llegan a ser cine, son aquellas que transmiten una sensación onírica al espectador, enriqueciendo el concepto de realidad, expandiendo el sentido de existencia a través de la bruma sensorial de las imágenes y los sonidos. En 1972 se estrenó una película muy curiosa, hija de los prolíficos 70' y de la famosa y evanescente Guerra Fría. El archicitado cineasta ruso Andrei Tarkovski, aprovechó la encrucijada política de su país para realizar su hermoso film Solaris que marcó de alguna manera, un hito estructural y un tipo determinado de estética basada en la angustia existencial. Se hace curioso darse cuenta que sólo siete años después, Coppola estrenaría su obra maestra Apocalipsis Now (1979), estableciendo un mito sobre las películas bélicas, utilizando bloques de episodios, enhebrados por una trama o tramoya poco sutil. Me explico: aquel que visite la película del italoamericano, se podrá dar cuenta fácilmente de que el prólogo y el leit motiv está copiado del film ruso de Tarkovski. En Apocalipsis Now, el protagonista escucha la voz de un misterioso hombre al que deberá matar, debido a que ha perdido el control mental y ha desobedecido las órdenes militares. En Solaris ya había ocurrido esto, con la diferencia de que en vez de ser soldados, los personajes son científicos. De alguna manera, el interesante argumento que el escritor Joseph Conrad imprimió en su citadísima El corazón de la tinieblas (1899) forma parte de la base de ambos films, pero en uno toma una dimensión original y en otro, una función práctica, de pura copia. De alguna manera, este fenómeno explica la deriva de cines tan distintos como el norteamericano y el ruso. Los yankis viven aún de un remake ficcional de sí mismo, de una copia continua y pobre que más tarde o más temprano, acabará con ellos. El puritanismo, la frivolidad, el espectáculo y la megalomanía son algunos de los pecados de un tipo de cultura decadente y ya irrisoria a estas alturas del partido. Por otro lado, películas como Solaris, herederas de la tradición del gran cine europeo y oriental -de Fellini a Kurosawa-, siguen alimentando el bagaje fílmico, en definitiva, el sueño del cine. El horror, en Solaris, se transforma en una apasionante aventura en la que los personajes pierden el sentido de existencia hasta establecerse en un discurso fantasmagórico desde el que pueden experimentar el dolor desde otro estado, acariciando los pelajes de ese concepto tan denostado en la época actual: el espíritu. Dice Kelvin, su protagonista: "Sólo una cosa sé, señor. Cuando yo duermo, no conozco el miedo, ni las esperanzas, ni los trabajos, ni la dicha... Gracias a quien inventó el sueño; esta es la única balanza que iguala al pastor y al rey, al tonto y al sabio. Sólo es malo el sueño profundo, se parece demasiado a la muerte". Esta muerte de la que habla Kelvin es la que muestra Coppola una y otra vez en Apocalipsis Now, un sueño pesadillesco, muy de infierno dantiano, demasiado reivindicativo, demasiado ideal. Es lo malo de creerse con la razón absoluta, con la superioridad moral que sostiene la verdadera sabiduría. Coppola se equivoca al creer que podrá realizar un segundo Solaris sin que nadie se de cuenta y salir indemne. La falta de un tono homogéneo, la irregularidad de la interpretación de sus personajes, la carencia de elipsis sugerentes y de un guión sólido, hace de Apocalipsis Now una simple película de ciencia ficción llena de fuegos artificiales en medio de la selva y ambientes densos de color púrpura. El film de Coppola se queda en la sensación pasajera, en la superficie de lo profundo, en la apariencia de la luz, lo que explica que su película pueda definirse -de alguna manera- como platónica y la de Tarkovski, en cambio, como socrática. La primera se embelesa por las luces del mundo exterior, mientras la segunda es fiel a la novelita de Conrad, intentando viajar a través de las complicadas sombras de la psique del arte, dialogando con el misterio y el sin sentido del cosmos. Uno de sus personajes (Snaut) replica al protagonista: "En realidad no queremos conquistar ningún cosmos, sino ampliar la Tierra hasta sus confines. No queremos otros mundos; queremos un espejo". Tarkovski, cineasta humanista donde los haya, sabía perfectamente que al ser humano sólo le faltaba otro ser humano para completarse y que destruir y asesinar eran métodos inútiles para sublimar la felicidad de la existencia. El problema de la película de Coppola es que no percibe en ningún momento el enorme error de su propuesta, creyéndose Dostoievski (Crimen y Castigo, 1866) sin entender que Dostoievski era un degenerado y sus novelas decimonónicas eran bastante imperfectas. Coppola se centró en su propio mito, en construir la gran perla del nuevo cine norteamericano, en un momento en el que aquella industria ya estaba corrompida hasta las trancas. Lo malo o lo delicado del cine es que todos los errores se ven más fácilmente que en otras artes. La incoherencia estética de Coppola es tierna de alguna manera, pero se queda en un producto adulterado, obsesionado con películas como Solaris o Aguirre, la cólera De Dios, de Herzog, realizada el mismo año que la de Tarkovski. Nada es casualidad, todo el cine es polihistórico, por eso sus imágenes hablan de su época y de todas las épocas a la vez. En este momento, podría iniciar una analogía geométrica de estas dos últimas obras, pero dicho plan excede la ambición de este texto o breve nota. 
Ante la potencia del espíritu, la mediocridad y la genialidad se hacen impotentes y la ciencia falla, y la industria naufraga, perdida en su propio narcisismo espectacular. Coppola comete el enorme fallo de no comprender la función de la naturaleza, extraviando a sus personajes en la selva más oscura sin dotarles de conocimiento. A cambio de esta carencia, les ofrece chicas playboy, surf, rock&roll, helicópteros y milenarismo barato, elementos vacíos y obscenos, símbolos de una impotencia artística paliada a base de dólares; la gran diferencia entre su película y la de Tarkovski, es que la primera trata de un hombre que busca a otro para matarlo y la segunda, de un hombre que busca a otro para vivir. Los fantasmas que acompañan a la la humanidad no pertenecen al mundo del horror sino al de su misma conciencia; los personajes fílmicos no son inofensivos ectoplasmas sino seres que sienten igual que el espectador. Por eso en Solaris, Kelvin muestra piedad ante sus visiones, transportándonos a otra novela, La invención de Morel (1940), liberándose así del sufrimiento que da a la vida un aire sombrío, lleno de sospechas, muy parecido por no decir idéntico, al que vive el capitán Willard (Martin Sheen), obsesionado por matar al coronel Kurtz (Marlon Brando). En los años 40'. el escritor argentino Bioy Casares escribió la mencionada novela como una metáfora a su amor por el cine, lo que nos llevaría a una influencia en bucle, inserta en medio del siglo XX, una tradición heredera del romanticismo donde sólo se ama lo más grande y bello de la vida; Coppola no sabe amar a la humanidad y por eso, a través de sus personajes, intenta acabar con el Mal (ignorando que no existe -Spinoza-), porque en realidad él desea ganar la guerra y olvidar, llegar a ese punto concreto de su tesis, cuando sólo se ama lo que uno puede perder. En Apocalipsis Now falta el arrepentimiento, la vergüenza, la inteligencia y si no, ¿por qué estúpida razón, Coppola nos muestra el rostro de Kurtz desde el primer minuto, cuando lo podía haber ocultado hasta el final ofreciendo una catarsis al espectador y no una media verdad explícita ante la que el público tiene casi que disimular la sorpresa del último tramo del film cuando aparece el personaje de Brando que ya conocen en realidad?, ¿por qué señor Coppola, por qué la única idea misteriosa de su film es revelada a los cinco minutos de su inicio?, ¿qué pretende? El misterio de la felicidad, de la muerte y del amor sólo son dignos del cine con mayúsculas y no del cine XXL; hay que dejar de pensar y volver a sentir para crear películas bellas como las del alemán Werner Herzog y contemplar personajes como el de Klaus Kinski, flotando en su propio planeta Solaris o a Kelvin (Donatas Banionis) perdido en un laberinto cósmico como Delphine Seyrig lo hace en Marienbad, Charlie Marlow en El corazón de las tinieblas o Morel en la isla imaginaria de Villings. Un eterno presente identifica el estado de las grandes películas, las cuáles habitan en un mismo universo donde el desconocimiento del destino les hace inmortales y su creencia en los milagros llena de alegría la existencia. Sin objetivo concreto, el cine sueña para engrandecer la vida, para enriquecerla, no para matarla o huir de ella; sólo existe un mundo, rodeado de una bella conciencia.
¡Viva la desrealidad fílmica y el cine socrático!




















viernes, 13 de diciembre de 2019




ROUTE ONE USA 
(1989)

Robert Kramer



Como si se tratase del héroe celiniano Ferdinand Bardamu, el doctor McIsaac viaja por la costa este norteamericana desde el Canadá, dispuesto a redescubrir su país tras pasar fuera diez años en tierras africanas. Este Virgilio del convulso imperio del Tío Sam pretende encontrar la belleza en el infinito, impulsado por la idealización de su país, por un concepto romántico de una nación apenas existente. Lo que en realidad encuentra a cada paso el doctor, es una confusión absoluta de mentes que se pierden en los diccionarios intentando definir sus circunstancias, prohibiendo a los indios casarse con los blancos, registrando a los blancos que andan por la carretera para cerciorarse de su condición de amenaza, la cuál recuerda a la película First Blood (1982), nido comercial de grandes traumas yankis. La desconfianza de la psique norteamericana llega a tal punto de exageración que acaba creando enemigos innumerables, seres compuestos por un miedo que teme incluso al propio miedo. El miedo genera estupidez y la estupidez genera duda, confusión, ignorancia... por eso, los profesores de colegio piensan que existe un complot para acabar con la educación para la fundación de una dictadura de analfabetos. Por alguna razón, alguien persigue que el pueblo deje de saber leer y que vague simplemente de trabajo en trabajo, de inutilidad en inutilidad, hasta embotarse y desaparecer. Visto así, EEUU padece de una enfermedad denominada apocalipsistitis, una prisión en vida donde se intentan recuperar derechos y libertades a través de fanatismos y ramalazos patrióticos, fenómeno similar al ocurrido con el estado del actual Brexit. Cuando la sociedad deja de comprender, es sencillo convencer de ideas falsas y de introducir y perpetuar mitos tóxicos; el American Dream, el American Way of Life, el progreso infinito, la estatua de la Libertad... El doctor habla con los niños intentando recuperar lo humano, intentando cantar una melodía con su presencia que suene por la Ruta 1 hasta New London, para comprender por qué todo es distinto e igual al mismo tiempo. El doctor sólo quiere volver a ver a un buen amigo y para ello le toca escuchar a predicadores negros que explican que Disneylandia es una manera de hacer creer a la gente que la realidad es un cuento de hadas (fenómeno similar al de hoy con las redes sociales, los videojuegos y el cine comercial), cuando en realidad las terribles costumbres se perpetúan mediante la dejadez y la diferencia de clases, la fabricación en cadena, los aserraderos, loa bajos sueldos de las planchadoras... hay un río caudaloso en el que se refresca el protagonista que está lleno de versos de Whitman, controlados por la industria maderera llena de arqueología y tuberías de mugre que escupen la verdad al lodo donde nadie rebusca. A finales de los 80', el doctor McIsaac desenmascara con su viaje vertical a una Norteamérica medio muerta donde la rebelión está dormida en el corazón de los niños. Construcción, petróleo y basura rodean los comedores sociales donde las cubanas blancas ayudan a los pobres desdichados recitando versos de José Martí; brujas, visionarios y charlatanes sustituyen a Thoreau y a Emerson e intentan trasmitir un mensaje de sublevación en el orgullo de sus feligreses, mientras ellos mismos caen en las tenebrosas redes del éxito y la vanidad, mezclando la religión y la retórica, teatralizando la vida hasta llegar a la ruina. Con un estilo a medio camino de Shoa (1985) y Sans Soleil (1983), Robert Kramer inventa un relato crítico que recuerda por momentos a la magnífica Vernon, Florida (1981) o la mítica Harlan Country (1976), películas donde lo importante no es viajar, sino acompañar al viaje. Cuando uno busca la aventura, busca cada vez más hacer algo mucho más difícil, aunque sólo sea para ver qué ocurre, pues un escritor siempre escribe para saber qué sucede al final, pues es inútil o se hace inútil intentar comprender la razón de las cosas y es mejor disfrutar de la felicidad de habitar en una película como la de Kramer donde el protagonista, el doctor McIssac se siente privilegiado de interpretarse así mismo rodeado de demasiadas historias contradictorias, de un ejército de sinsentidos que continúan ocurriendo como si nada fuese grave, como si todo siempre hubiera sido así de absurdo y perverso. Seguramente, Route One Usa no es una película sobre la deriva de EEUU, sino una confirmación de los pilares sobre los que se cimentó una cultura y una sociedad depravada: el genocidio, la avaricia, el odio y la mentira.   


(Continuará)












miércoles, 11 de diciembre de 2019





TACONES LEJANOS
(1991)

 Pedro Almodóvar





Siempre que se visiona un film de Almodóvar, irrumpe una sensación doble alimentada por gratas sorpresas y desencantos obligados. La forzada estética pop que el cineasta inyecta a su cine desde los inicios de su carrera, parece intentar engrasar los irregulares mecanismos fílmicos que construye: artefactos variopintos donde el género de telenovela se mezcla con el triller, el melodrama y el entremés dadaísta. Lo mejor de Almodóvar son sus incursiones en lo popular, en lo cutre, en lo marginal; esa obsesión por lo freak o desacostumbrado. Es cierto que allá por los años 80', este cineasta kitsch fue necesario e inevitable en un país casposo y abotargado aún en las corridas de toros y en el flamenco. Estos falsos mitos españoles exportados y promocionados por la defectuosa cultura franquista, maquillaron una realidad controvertida y fascinante que Almodovar reivindicó y sublimó hasta el paroxismo, consiguiendo crear un universo cerrado, repleto de rubias comepollas, travestis cantarines, vírgenes atolondradas, monjas psicodélicas, proxenetas, yonkis, divas decadentes, guardias civiles, machotes exacervados y perversos galanes que sonrojaban a una sociedad puritana, infantilizada y alcoholizada al mismo tiempo. Su praxis, emparentada en los 80' con cineastas como Kaurismaki o Jess Franco, inspirada en las películas sesenteras de Warhol, habitaba esos mundos salvajes y caóticos del undergorund folclórico, firmando películas muy descompensadas (Entre tinieblas, 1983), ofreciendo a la vez hallazgos estimulantes, volcándose en un cine de personajes estrambóticos, de vidas inverosímiles y superficiales. La idea del pop en Almodóvar funciona como revulsivo en un primer momento, hasta volverse pronto, un cliché de su estética, un elemento vacío de significado, una forma manida que acaba perdiendo la gracia y el brillo. Hoy se ve claramente cómo ese uso desaforado de los colores en Almodovar no es más que un capricho inútil que molesta a la vista, que se vuelve fastidioso y agobiante, forzado de más. Películas como La piel que habito (2011) o Los amantes pasajeros (2013) son pruebas de esa decadencia que comenzó siendo un signo estilístico, una bandera de modernidad, un aviso para navegantes; pero la novedad en Almodóvar se quedó a medio camino. La obsesión occidental de la originalidad es una enfermedad generalizada, un error absoluto de concepto. El problema o el desfase de los films de Almodóvar es que en realidad son casposos y convencionales en gran medida, aunque eso sí, adornados con una intención de distracción, de evasión de la mirada, centrados en provocar, en avergonzar, en frivolizar.
Toda historia de amor es en Almodóvar un artificio de deseo, una máscara sin espíritu. Los personajes son en general huecos, dedicados a su atuendo, a su peinado, a su guión, esclavos de un estereotipo al que deben responder en cada una de sus acciones. Los personajes de Almodovar se convierten -como en el arte pop- en meros objetos, en materiales de consumo, en elementos de un decorado multicolor.
Almodóvar inaugura los años 90' con Tacones lejanos, un melodrama que anuncia ya la deriba de su cine hacia una cierta moderación de formas y una cierta manera de contar más acomodada y en realidad, más comercial. Así como Kaurismaki deriva su cine musical hacia una estética más contemplativa de una complejidad mayor, Almodóvar empobrece sus films abordando géneros menores, moviéndose en bucle alrededor de temas que van dejando de ser freaks, normalizándose hasta ser inocuos para el espectador. En Tacones lejanos se puede destacar a una joven Victoria Abril y a una sorprendente Bibi Andersen, la cuál protagoniza la secuencia más moderna y superlativa del film, que vista hoy, nos lleva directamente al cine de Lynch, en concreto a una secuencia de Inlamd Empire (2006) imposible de olvidar por lo absurdo y rompedor de la misma. A veces, no está de más revisar viejos filmes de Almodóvar para encontrar pequeñas joyas perdidas en la mugre y entender que esos aislados hallazgos siembran semillas en otros cineastas preocupados también por la deriva de la estética del cine, empleados en la aventura de la forma. Por su parte, cierto cine francés y algunas películas del semidesaparecido Wong Kar-Wai, construirán el cine que Almodóvar ideará en la primera década del siglo XXI (Hable con ella, 2002), desdibujándose poco a poco años después, tendiendo cada vez con más insistencia en una ficción autobiográfica de una nostalgia innecesaria que no aporta nada al espectador (Volver, 2006, Los abazos rotos, 2009, Dolor y gloria, 2019), ni a su cine. Se hace curioso pensar en las derivas de ciertas obras, en el destino de ciertas ideas estéticas, en el agotamiento del ánimo, en el enquistamiento del talento. Existe en la obra de Almodóvar esa sensación de fascinación y al mismo tiempo de decepción, al imaginar siempre que la película podía haber sido mucho mejor, sin alcanzar a comprender por qué razón con bellos elementos no se acaba de llegar a la belleza, a la verdadera seducción.










miércoles, 3 de julio de 2019





LETTRE À FREDDY BUACHE
 (1981)

Jean-Luc Godard 




En 1982, Jean-Luc Godard realizó dos encargos en forma de carta. El primero fue uno dirigido a la televisión francesa, la cuál le propuso la realización de un cortometraje que formaría parte de una serie televisiva que se titularía Le changement à plus d’un titre (El cambio tiene más de un título), a lo que él respondió con un fragmento visual de once minutos donde él mismo aparecía de espaldas al espectador, mirando una pantalla de cine. Lo tituló Changer d'image - Lettre à la bien-aimée (Cambio de imagen - Carta a la bienamada) y en realidad es una confesión sobre su imposibilidad para realizar un encargo televisivo y su predilecta encomendación al cinematógrafo; estéticamente se propone como un eco de las primeras secuencias de Passion (1982), evocadoras de la archiconocida cinta de Bergman, Persona (1966), metáfora esencial de la relación del cineasta con el film. Ese mismo año, el director de la cinemateca francesa, Freddy Bouache, le encarga una película sobre la ciudad de Lausana con motivo de su quinto centenario. La respuesta del director franco-suizo es otra carta de factura similar a la mencionada al principio: esta vez Godard aparece de cara, poniendo en marcha un vinilo que comienza a escucharse. Con la música en marcha, el cineasta confiesa no entender por qué le acusan de no haber cumplido con el encargo. Él ha dado la cara a su manera y en vez de un documental al uso, les ha entregado una carta visual, un estudio de las formas, las luces y los colores de Lausana. A través de su susurrante voz, les informa de que se trata de una película sumergida que viaja hacia el centro de la energía. No hay tiempo para menudencias y formalidades: "La luz no va a durar mucho más tiempo, es una emergencia". A lo largo de otros once minutos (al igual que en la carta anterior), argumenta con palabras e imágenes su posición de cineasta-científico, de geólogo de la imagen-video, de la necesidad de escapar de la geometría de las ciudades y la vuelta a las formas naturales, esencia fundamental del arte y la visión. El secreto reside fuera de nuestro miedo. La brevedad de la carta se convierte en un tratado naturalista al modo de Buffon o Plinio. Godard describe y filma la imagen al mismo tiempo, comentándola como si fuese un partido de fútbol, advirtiendo de sus cambios y rutas, de sus mutaciones y designios. A su vez, se dirige directamente al señor Bouache advirtiéndole de la necesaria huída de los documentales de género, de los lugares comunes y le invita a embarcarse en nuevos navíos de formas inusuales que llevarán más lejos al espectador de lo que nadie imagina. Godard defiende que siempre hay que hablar de algo, hablar sobre algo pero no para enmarcarlo en un cuadro sino para hacer nacer otra cosa: hablar para ver. Estamos ciegos ante nuestro propio destino y no vemos que el cine se va a morir muy pronto si seguimos así, petrificados en las viejas formas; si no se hace nada para solucionarlo, el cine no será más que un cadáver exquisito.
A partir de las imágenes de los alerededores y el centro de Lausana, Godard desarrolla la teoría de los tres planos: uno verde, otro azul y uno intermedio, grisáceo. Habla de Bonnard y de Picasso, de Wittgenstein y Baudelaire... la palabra y la imagen, el marido y la mujer de la abstracción caminando juntos hacia la belleza; el Adán y la Eva de un paraiso llamado cine. "El verde, el cielo, el bosque.. son la novela, la ciudad es la ficción", Godard busca entre los rostros suizos un hallazgo, ralentizando las imágenes esperando -como un arqueólogo- encontrar una nueva revelación, un fósil futuro que sirva de punto de apoyo en medio de una realidad interpretada como la decadencia de las formas y el entendimiento. La filosofía de Novalis y Nietzsche hace flotar las bases de este barco fílmico en forma de misiva que va directo a la tormenta del fracaso: "Perder puede ser un placer". El cineasta pregunta a Bouache cuál es la verdadera razón del encargo y el motivo de su extrañeza al recibir la "respuesta". ¿Qué se podría esperar de un artista? Pura libertad en todo caso, pensamiento en marcha. La teoría de los tres planos no parece suficiente para la institución, para el ojo convencinal, pero si uno mira fijamente, el film oculta tesoros sorprendentes, jeroglíficos deliciosos. Para hablar del más sabroso de ellos, debemos regresar al año 1937, a un melodrama de Ernst Lubitsch titulado Angel. Se trata de un film minimal, típico de esta fase de la carrera del cineasta alemán, que propone un romance a tres bandas, entre una mujer y dos hombres. Cenando los tres juntos, la secuencia se comparte con escenas cómicas en la cocina junto a los mayordomos y camareros, quienes comentan el desarrollo de la cena. Al terminar uno de los platos, un filete con patatas, Lubitsch pone en marcha su famoso toque para seducir al espectador y dejar su original firma: en tres planos separados y consecutivos, el cocinero observa el estado de cada uno de los tres platos: uno sin tocar, otro troceado y un último vacío. Con ello Lubitsch ofrece una lección de humorismo, a la vez que revela el devenir de una cena-film que los espectadores no conocen en su totalidad. Son suficientes tres planos para reivindicar una obra, es suficiente una carta para lograr el hecho cinematográfico.






miércoles, 5 de junio de 2019




AVENGERS: ENDGAME
(2019)

Anthony Russo y Joe Russo



El cine tiende al infinito y cuando alguien pretende finiquitarlo de un plumazo -como suele ocurrir a menudo en el mundo del arte-, muta para sobrevivir y expandirse. No es un secreto que el cine más consumido hoy por el gran público es el llamado comercial, diversificado en sí mismo en un centenar de formas modeladas por la industria para el cómodo goce del público. Atrás queda el cine mudo, el clasicismo, los independientes años 70', los nuevos cines, las olas francesas, alemanas, el gran cine italiano y japonés e incluso el sucio undergound warholiano donde aún el público esperaba aprender algo o descubrir nuevos placeres, acudiendo a las salas buscando una nueva experiencia capaz de cambiarles. Hoy las cosas son distintas, como también es distinto el sistema que gobierna el mundo, más rápido, invisible y tenaz que nunca. Este último capítulo del capitalismo en el que los días siguen flotando en billetes -ahora incluso virtuales- ha tenido que esforzarse mucho en sofisticar las formas de intercambios para convencer sin predicar, para educar sin dejar huella aparente. Así, las obras cúlmen de la industria cinematográfica norteamericana cobran la apariencia de su propia naturaleza, o sea, de la sociedad donde surgen y viven, encarnando peligrosas ideas en iconos fácilmente solubles.
Desde hace veinte años, la gran industria yanki del audiovisual ha sido tomada por el fenómeno de las sagas en toda su extensión y me refiero a que es fácil observar cómo en el siglo XXI lo que ha funcionado es la serialidad, la continuidad, el relato largo, exacerbado e inacabable, el entretenimiento de masas de aliento largo; la vieja ilusión de eternidad. No se asusten por la palabra, pues detecto cómo en estos tiempos efímeros donde todo parece valer nada, nombrar dichos absolutos puede provocar asombro o incluso risa, pero nada más lejos de mis intenciones, no es mi fin escandalizar. La cosa es que la duración no es la única obsesión de este nuevo siglo fílmico pues, si se fijan, también se repite una constante en la autoría de ciertos productos megalómanos: su fabricación corresponde a pares de hermanos; sagas que hacen sagas. Parece que la ley de la genealogía ha tomado el sistema de las atiguas monarquías para concentrar el control de las imágenes hasta hacerlo endogámico. Ya sean los Coen o los Wachowski, todos han triunfado a su manera y a lo grande y han marcado un cierto imaginario patente en la psique colectiva, un imago mundi de evasión futurista y alienígena mezclada con la falsa idea del progreso tecnológico. Con la saga de Los Vengadores han aparecido un nuevo par de hermanos, los Russo, directores y productores de series y algunas películas sueltas, los cuáles han tomado el relevo ante la colosal ola de superproducciones que invade la retina del espectador actual, apabullado en su butaca ante la increible fecundidad de la todopoderosa industria del Tío Sam. La cuestión es no parar, no dejar pensar ni un solo segundo al público y acostumbrarle a un carrusel infinito de imágenes que cuentan la misma historia una y otra vez. Véase como ejemplo Juego de tronos: una clara mezcla entre la obra de Shakespeare y la de Tolkien; este último también exprimido en varias trilogías por el ambicioso Peter Jackson, hipnotizado igualmente por la nueva técnica, como si ésta pudiese salvar la mediocridad.
EndGame (2019) es la segunda parte de un largo final que comienza con Infinity War (2018) y que parece culminar la adaptacón fílmica de los comics que Stan Lee y Jack Kirby crearon desde los años 70'. La cultura LSD exteriorizó visualmente el mundo de las utopías y distopías y reactualizó el papel de los héroes clásicos. Las generaciones de los Veranos del Amor inventaron un mundo imaginario para aislarse del recuerdo de las grandes guerras y las políticas ultraconservadoras que dominaban el mundo entonces. Nada parece haber cambiado a ese respecto y el status quo parece idéntico. La diferencia se siente en el público, hoy más pasivo y adocenado que el de hace cincuenta años,  también más insaciable, alienado y banalizador... pero la cosa no es tan terrible pues cabe la posibilidad de que sólo sean meras apariencias y discursos seudosociológicos, pues la búsqueda de la emoción y el gusto por devorar historias, no parece haber cambiado ni un ápice y eso es un signo positivo. A pesar de que el consumo de cine hoy se ha transformado de manera transversal, la experiencia íntima parece conservarse en su esencia y la magia de las imágenes en movimiento parece permanecer intacta ante el ojo, conservando la catársis espiritual que hace de las películas bloques de vivencia, de revelación, de empatía. Tal vez sólo sea una sensación, pero cuando uno asiste a una sala a ver una película como Endgame, aún se respira un ambiente de inquietud y felicidad contenida, parecida a la que en los años 50' se vivía al asistir a una proyección de Singing in the rain. No exagero. Hoy el prestigio de los grandes musicales lo han tomado las sagas intergalácticas o apocalípticas, y la gente asiste a la gran pantalla a evadirse por el ciberespacio a sabiendas de lo que se le mostrará: batallas, héroes, viajes, amores, odios y misterios; nada nuevo desde la literatura homérica: lo que antes se contaba a través de la voz, hoy es imagen virtual llena de efectos artificiosos de luminotecnia renderizada, o lo que es lo mismo: píxeles fantasiosos que modelan monstruos, naves y gestos imposibles para la materia común. Hoy el cine espectáculo se alimenta de la estética de lo imposible o inexistente a la manera de los teatros de magia de los primerios decenios del siglo XX. Endgame utiliza todo eso, pero en menos medida que las demás piezas de la opulenta saga, pues en gran parte del metraje apenas se hace otra cosa que hablar y solucionar una trágica situación que poco a poco acabará solucionándose a través de una nueva y definitiva aventura; átomo fascinatorio de la ficción. Tal y como se desarrollaron las novelas norteamericanas desde los años 80' en EEUU, la narrativa anglosajona tomó una deriva de complicaciones estéticas y océanos metaliterarios sin medida -Foster Wallace, Thomas Pynchon- que han heredado una industria y unos directores de cine, obsesionados por la sofisticación de la imagen, empujados por la atractiva posibilidad de poder representarlo todo, de llegar a la película total, cabalgando en un hipermodernismo paranoico que, a veces, incluso llega a ser comprensible. Endgame se aparta ligeramente de dicha idea y traza una trama más humana, centrada en escenas más simples, jugando al billar sobre el tapete de un guión ultrapoliédrico bien encauzado por los guionistas; toda una hazaña, de hecho. Aparte de los logros técnicos, la película, ya desde su anterior entrega, comenzó a desarrollar un discurso curioso para este tipo de formatos: desde la aparición de Thanos -el villano de la saga- se escurre en la historia una controvertida idea sobre la sostenibilidad del Universo: debido al caos reinante, la única salida posible es acabar con la mitad de la población del mundo. Thanos no ostenta ningún poder superior o anhelo material y es construido como un personaje sensato que intenta que la existencia siga su curso y no colapse, por lo que al espectador se le propone un dilema curioso de difícil solución moral. Todo en la película es resultado de una mezcla de numerosos elementos (filosofía New Age, Ecologismo, Feminismo, lucha racial, etc.) que se combinan en un palimpsesto psicológico lleno de fisuras varias, intentando por un lado entretener y por otro seducir a un público bombardeado en su día a día por montañas de ideas sobre conspiración e injusticias, sobre terrorismo y enfermedad. En Endgame aparece todo junto, personificado en múltiples personajes que encarnan valores o realidades más o menos familiares con los que poder identificarse: la ciencia, lo sobrenatural, la inmortalidad, la fantasía, el valor, la mutación, lo imposible... movida en masa como una bola de nieve inmensa donde sólo la amistad entre los personajes puede salvar la realidad, Endgame rueda de forma compacta durante la mayor parte del metraje, hasta que empieza a derretirse en su parte final, siendo condescendiente con discursos de moda que la hacen vulnerable y ridícula en su terminación. Pero tras la paja tendenciosa y burguesa, se esconde un mensaje poderoso y sugestivo: la realidad está perdida de antemano pues las nuevas utopías (Thanos) son mucho más poderosas que cualquier superhéroe y cualquier alianza. Hasta cierto punto, el filme es interesante desde ese punto de vista en el que se siente incluso cómo los propios vengadores recelan de la impepinable razón que ofrece Thanos en su obsesión por la supervivencia de la vida en el mundo. Los vengadores no ofrecen ninguna alternativa; su único objetivo es mantener el conflicto con un enemigo a quien poder vencer, pero ¿y si el enemigo ya no es material y se ha diluido en lo telúrico? En la industria comercial, la creencia en la realidad se perdió de vista hace mucho y de alguna manera se demuestra que en ciertas superproducciones la tuerca empieza a ceder y la rosca se pasa, pues cuando la estética barroca llega a un límite, todo estilo acaba desapareciendo para dejar paso a singularidades que ofrezcan algo nuevo, algo humano, algo de veras real. Si la virtualidad ha robado algo al arte es el alma -ver el final de The Terror-, es lo telúrico, la esencia de las cosas naturales; lo orgánico-fílmico en definitiva. Por mucho que el público se acostumbre a lo irreal -o pretendan acostumbrarlo a ello- y a que sustituyan su imaginación por imágenes diseñadas, siempre habrá algo llamando a nuestra puerta, algo más poderoso que cualquier máquina o ciencia; alguien bramando en la llanura del ser. Por lo demás, dicen los biólogos que las cloacas de Manhattan están infestadas de ejércitos de ratas que llegan a duplicar la población de humanos de la isla y parece ser que no saben muy bien cómo resolver el problema, aunque lo que sí aceptan es que en el problema mismo están incluidos los habitantes de la isla. La realidad propone extrañas conjeturas que el cine a veces, toma como motivo, como metáfora; visto así, tal vez en la pantalla se propongan ciertos dilemas que se deban solucionar o quizás sólo sea una estratagema para que tomemos como irreal la existencia y dejemos de creer en ella. Como decía el viejo y lúcido Nietszche: "la obsesión de ser a cualquier precio acaba pagando el precio de la falsificación de la Naturaleza, de toda naturalidad, de toda realidad, tanto de todo el mundo interior como del exterior".
Tal vez el neocapitalismo global intenta anular la conciencia a través de su mejor propaganda, el espectáculo, y por eso también, quizás, muchos consideran hoy a la filosofía de Nietszche pasada de moda.
A leer y a soñar que falta nos hace.













martes, 7 de mayo de 2019




HOLLYWOOD IV

Crónica de un bucle






Decía Friedrich Nietzsche, allá a finales del siglo XIX, que siempre tendrá que haber malos escritores debido a la existencia de un masivo público inmaduro, el cuál también tiene sus propias necesidades… ante la predominancia de sus deseos vulgares, se imponen los malos autores. Esta curiosa regla se puede aplicar a las demás artes y sobre todo al cine -disciplina ambigua-, en sus manifestaciones menos sensibles. Dice el brillante Raúl Ruiz que todo film, por malo que sea, siempre posee oculto otro film, curioso y despreocupado, manifiesto de una verdad menor. Dejando de lado el relativismo mágico del cineasta chileno -que en más de una ocasión le ha llevado a él mismo a caer en sus propias trampas teóricas- nos ceñiremos a hechos concretos que revelan la mala práctica y las consecuencias terribles que derivan de la industrialización de lo representado. Si comenzamos con un cineasta clásico como Cecil B. DeMille, quien desarrolló en la franja de su obra más popular la fórmula de sangre, sexo y biblia, se podrá comprobar cómo la decadencia de Hollywood comenzó mucho antes de lo que se dice. De hecho, él fue uno de los inventores del kitsch cinematográfico o lo que es lo mismo, de la representación del objeto de mal gusto y cursi al mismo tiempo destinado a una supuesta masa popular inocente y basta. De hecho, el kitsch, usado como lo usa DeMille es una especie de presunción basada en la hipotética falta de sensibilidad del público, para desarrollar un simulacro mítico de imágenes y colores que seduzcan el sentido infantil del ojo común y simple, una y otra vez; también es cierto que muchos cineastas contemporáneos usan hoy ciertos ribetes de este cine para reactualizar una estética que siempre acaba transmitiendo una sensación rancia, pobre y artificial pero que, de alguna manera, sigue funcionando como un exotismo más dentro de la banalidad. Películas como Cleopatra (1936), Sansón y Dalila (1949) o Los diez mandamietos (1956) son muestras de la visión utilitarista y pragmatista del señor DeMille sobre su oficio y sobre el mundo. Dicen que en los rodajes vestía con botas de cuero altas, monóculo y chaleco, dando la impresión de ser un paciente domador de leones quien, incluso según ciertos biógrafos, hacía uso de un látigo o fusta para dirigir. A pesar de que hoy su figura sigue siendo alabada por ciertos revisionistas, la verdad es que tras la niebla, su obra apenas esconde algunas obras digeribles, todas ellas pertenecientes a su producción más temprana, ya sea La cama de oro (1925) o La piedra del diablo (1917). Nicolas Ray (Rey de Reyes, 1961), King Vidor (Salomón y la Reina de Saba, 1959) o Mankiewicz (Cleopatra, 1963) ayudaron o fueron cómplices de DeMille en esta voluntad de representación de historias bíblicas, creando sagas fílmicas que podrían ordenarse de forma cronológica para contemplar un Antiguo Testamento visual de cartón piedra. Hoy ocurre lo mismo con las sagas de superhéroes; la gente se sorprende cuando descubre que puede enlazar unas películas con otras, creando una historia mayor venida de los cómics. Hoy, la saga de Los Vengadores recuerda el plan de DeMille, ahora sí, con nuevos elementos: ironía, desmitificación, virtualidad, cuartas dimensiones y todo tipo de ecologismos new age y buenos sentimientos mezclados con futuros apocalipsis. Más de lo mismo, más espejismo.
DeMille muere en 1956, filmando su última película, año en el que un joven Robert Wise estrena la magnífica Somebody up there likes me, muy influenciada por la obra del sojuzgado Kazan de La ley del silencio (1954) y predecesora visual de míticos films como Manhattan (1979) o más concretamente de otros como Rocky (1976) o Ranging Bull (1980) usurpadores natos del trasunto argumental e imitadores de la original propuesta; reflejos vagos del original. Wise que era un cineasta introvertido y austero, ya en 1955 había caído en el kitsch histórico con su Helena de Troya (1955) que luego culminó con su anticipación postpop -mediante sus amplios conocimientos en el arte del montaje y la puesta en escena- con West Side Story (1961), estilizando la delincuencia juvenil y las calles del underground antes del undergound, convirtiendo la miseria en alegre baile, el racismo yanqui en canción y las relaciones adolescentes en un absurdo sentimental y rítmico que anunciaría la deriva de su cine futuro hacia una nueva lectura del musical y una novedosa concepción del cine como un espacio de danza ininterrumpida rodeada de espejos; Hollywood siempre intenta que el espectáculo prosiga, a pesar de la terrible realidad. El cine pensado como un bailarín solitario y narcisista, dando vueltas en una sala donde puede observarse desde todos los ángulos posibles, comienza a ser un problema cuando la compasión por la belleza se convierte en una envidia de sí mismo. Hollywood intenta que el individuo se encierre en sí mismo, obligándole a ser enemigo de sí mismo… 
En 1964, el mismo año en que EEUU invade Vietnam con sus mortíferas tropas, el cineasta Arthur Hiller estrena un extraño film bélico titulado La americanización de Emily, protagonizado por una impostada Julie Andrews, envuelta en una película sin un tono concreto, donde la comedia romántica se cruza con el panfleto político, la reivindicación pacifista, el patriotismo y la rebelión. Dicho cóctel incomprensible parece producto de la duda de su director, el cuál no decide darnos su posición clara, -no se sabe si por pura cobardía u obligación institucional- y nos embulle en un crisol de emociones contradictorias que acaban en un contrasentido argumental que revela la mano de la censura y el apaño seudosentimental de su patriótica conclusión y por descontado, la extraña elección de su título. Seis años después, Henry Hiller estrena Love Story y olvida su lado conciliador para entregarse al tema pop y psicológico por excelencia que ha movido y mueve desde mediados del siglo XIX, el mundo de los argumentarios del entertaiment popular; al final, el sistema ha conseguido que el director se transforme en su propio personaje y se claudique ante el tema amoroso de una forma total e ideal, apartándole de temas corrosivos y polémicos. 
Ya en los 60’ y aprovechando el tirón radical de los nouvelle vague, Arthur Penn estrena Bonnie and Clide (1967), versión yanquilizada del espíritu de A bout de souffle (1959), ofrecida a Godard para ser rodada en EEUU y que por supuesto, nunca quiso filmar. Penn siempre intentó armonizar su supuesto espíritu salvaje -el mismo que se le atribuye a Huston y que para ser claros, brilla por su ausencia en ambos- con las presiones industriales y por eso, en su filmografía se encuentran rarezas como El Zurdo (1958) o La jauría humana (1966) junto a chorradas varias de la talla de The Dark Tower (1974) o la infumable y desastrosa Four Friends (1981), ridículo intento del cineasta por resituarse entre el público joven y alocado; quizá sea una de las películas peor hechas de la historia, más bizarras y estúpidas que alguien pueda concebir; quizá Penn sólo se estaba pagando la jubilación. Llegados a los ochenta, no podemos hacer otra cosa que citar a Barry Levinson, símbolo del falso arte cinematográfico industrial de calidad. En 1982 estrena Diner, película iniciática donde se aborda el tema de la juventud reprimida -al igual que Peter Weir lo haría después en El Club de los poetas muertos- que, a pesar de su solvencia formal, obliga a bostezar al público por su desasosegante puritanismo y su falta de gracia. Levinson perdurará en el cine hasta nuestros días con películas como Tin Men (1987), descerebrado film sobre la venganza cotidiana bañada en un aburrido humor negro académico o The Natural (1984), fantástica historia de un bateador maduro que nació para ser el mejor jugando al baseball -o simplemente ball, como lo llaman ellos-, protagonizado por un impertérrito Robert Redford, envuelto en un halo de inmortalidad de héroe griego, mezclado con el de superhéroe (Wonderboy). Lo curioso de Levinson es que sus planteamientos no son del todo malos y en un principio desatan la curiosidad del novato… el problema viene en el desarrollo de sus ficciones, las cuáles, pronto comienzan a hacer aguas por una falta de tensión derivada de la pérdida de interés que él mismo manifiesta sobre sus propias creaciones. También en 1982, Wim Wenders realiza Hammet, una supuesta reinvención del cine noir a través de la figura de uno de sus más famosos escritores… el fracaso del cineasta alemán -caso particular entre sus compañeros de generación (Herzog, Schlöndorff o Fassbinder), pues su obra tiende gradualmente del film conceptual al de género, del agudo cine de autor (Paris, Texas, 1984) al industrial más insípido y tonto (El hotel del millón de dólares, 2000)- es estrepitoso y profundamente aburrido; Wenders ha demostrado que sólo en su faceta más documental y sencilla, su estilo funciona: Tokio Ga (1985), Relámpago sobre el agua o Pina (2011) le salvan de una quema segura; el trasvase de autores extranjeros a Hollywood parece que sólo funcionó en la primera oleada y si no revisen los trabajos que allí han realizado cineastas tan personales como Wong Kar Wai y descubrirán las nefastas consecuencias del virus industrial. Pero 1982 también es el año de la paranormal película El mundo según Garp de George Roy Hill, -famoso por su mitificada y casposa The sting (1973)-, protagonizada por una joven Glen Close y un majara e irregular Robin Williams, El mundo según Garp se transforma en un caleidoscopio manejado por un mono borracho subido a una noria de papel mojado; el chiste es el epigrama a la muerte del sentimiento. El humor acaba siendo obsceno, el sarcasmo, un insulto; la comedia es el camino del vacío hacia el vacío. La reivindicación se transforma en bufonada y el cine se fuga para no morir de un infarto al mirarse en el espejo, ¿qué es lo que queda entonces en este y en todos los films de este tipo? ¿Qué película hay detrás de Hollywood? 
En 1988, el sobrevalorado David Mamet -sigo sin entender por qué se siguen adaptando sus anecdóticas obras en los teatros de medio mundo- estrena Things Change, intentando hacer lo que siempre ha hecho: engañar al espectador ofreciéndole una promesa sesuda e interesante, planteando un trasvase del teatro al cine que nunca sucede y que no funciona de ninguna de las maneras. Mamet es un trampatojo en sí mismo, un wannabí sin sustancia que sigue representando esa porción industrial de autores que quiere configurar una pequeña élite de supervivientes del naufragio a la apisonadora industrial de los grandes estudios -lo que hoy sería sustituido por las grandes y viles plataformas de visionado-, en realidad, falsa y acomodaticia, escéptica, sosa, puritana y abrumadoramente camp; tampoco se descarta que la misma industria es la que permite la existencia de este tipo de autores -Barber Schroeder…- en su seno, tal vez como compensación a la infinita morralla de la gran cartelera. Las cosas nunca han cambiado en Hollywood, al menos desde el cine sonoro, de hecho y volviendo a Nietzsche, su pensamiento nos da la clave: “El oído es el órgano del miedo”. Y es cierto, cuando sólo era el ojo el que funcionaba -cine mudo- la imaginación era diferente y la sugerencia venía de la superficie, de las dimensiones aparentes; la percepción era más simple, menos confusa. Con el sonido, la dimensión invisible de lo auditivo crea en el espectador la intriga, la inquietud, la histeria… En Hollywood han sabido manejar al espectador a través de la melodía y el volumen, y si no, piensen ustedes en por qué se les cae la lágrima en películas tan insulsas como Million Dollar baby o Jurassic Park. La soup musical -según afirma JeanMarie Straub- es el principio del horror, la amalgama de la mediocridad. 
En los años 90’, Barry Levinson estetiza sus películas creando obras como Bugsy (1991) o la magrittiana Toys (1992), de nuevo, con la aparición de un desdibujado Robin Williams o un histriónico Warren Betty, viviendo sus últimos coletazos de vitalidad… Al Pacino también aparece en una de las últimas creaciones de Levinson: Humbling (2014), película narcisista ideada de cabo a rabo para el lucimiento de un ajado y lastimero Al Pacino, desarrollando una supuesta reflexión sobre su oficio de actor o sea, ninguno; desde El padrino II, se podría decir que el intérprete italoamericao no levantó cabeza y se quedó perplejo ante su propia imagen. Un caso parecido al de Levinson es el del prometedor Cameron Crowe -quien intentó hacer un remember al convertirse en una especie de Truffaut entrevistando a Billy Wilder con ínfulas de conseguir remitificar al autor de Sunset Boulevar- quien marcó con Jerry Maguire (1996) su cima y su caída, pues su obra ha ido de cabeza pasando por remakes como Vanilla Ski (2001) hasta su actual producción We bought a zoo (2011), película familiar e infantil, basada en un hecho real que ni siquiera ofrece verosimilitud a una trama previsible y pobre, imagen de las ideas que bullen en la burguesa cabeza de Crowe.
En 1995, el director Wolfgang Petersen vuelve a cometer el mismo error de Arthur Hiller, treinta años más tarde, al estrenar Outbreak, cinta sobre un hipotético virus que acabará con los habitantes de EEUU y que Dustin Hoffman tendrá que resolver de la manera más rocambolesca que ustedes se puedan imaginar, encarnando de nuevo al héroe valiente, honesto, generoso y cortés que acaba salvando a su chica, desafiando a la autoridad. En una secuencia del film, una víctima del fatal virus estornuda en un cine donde se proyecta una película de animación. A través de la oscuridad del aire, el virus viaja hacia otros tantos espectadores en cuestión de segundos, firmando su sentencia de muerte, mientras ríen desencajados ante las imágenes. Nunca se sabrá si voluntariamente, pero Petersen crea en dicha secuencia una metáfora bastante clara del fatal proceso hollywoodiense; el público, henchido de barata irrealidad se relame e una risa histriónica que alimenta a la bestia. Sin pararnos más en este entretenimiento dominical, dos años después, Petersen estrena Air Force One, película en la que mitifica al presidente, puesto en duda en el anterior film, cayendo en los errores de Wise, claudicando ante el sistema. La sorpresa no acaba ahí, en 2004, este mismo director estrena Troya (2004) con el aquíleo Bradd Pitt pegando saltos para exhibir palmito y seducir al público más femenino, repitiendo así el mencionado modelo DeMille. En 2006, Raúl Ruiz filma Klimt con John Malkovicz, biopic onírico donde los espejos esconde una grieta a través de la que descubrir el otro lado; en uno fluye la vida, en el otro el arte. A pesar de ser una gran producción, Ruiz ofrece una clase maestra de cómo un verdadero artista no tiene por qué abatirse ante la maquinaria industrial. El mundo del autor y el mundo comercial pueden habitar en convivencia, jugando cada uno sus cartas, armonizándose, rompiendo el espejo narcisista que reduce las capacidades infinitas del cine, pues aunque parezca paradójico -hoy se hacen más películas que en ningún otro momento-, el espectador actual consume el mismo mensaje de hace setenta años: sangre, sexo y biblia pero claro está, a lo siglo XXI, sustituyendo a Cleopatra por Capitana Marvel y a Ulises por Aquaman. Dice Raúl Ruiz que detrás de todo mito existe un descubrimiento científico y por tanto real, lo que supondría que toda la fantasía mitológica y religiosa no sería más que un cúmulo de símbolos que esconderían realidades concretas; el cine es una realidad concreta, el descubrimiento de un científico… Siguiendo los consejos de Nietzsche, terminaré este texto con una ambigua verdad: “Para que el lazo no se rompa, habrá que morderlo primero, pues no es oro todo lo que reluce y el brillo más tenue es característico del metal más noble”.