lunes, 20 de julio de 2020






ARTE TERMITA CONTRA ARTE ELEFANTE BLANCO
(1962-63) 
 
Manny Farber 
 
 
 
 

 
 
"La mayoría de las cualidades lánguidas y apáticas del arte actual pueden atribuirse a su esfuerzo por salirse fuera de la tradición mientras que a su vez sigue, irracionalmente, ajustado a sus límites, manteniéndose en la misma inercia de gema, propia de una antigua y densa obra maestraeuropea.El arte pictórico avanzado ha sobrellevado desde hace tiempo esta agotada noción de obra maestra, alejándose desde sus condiciones estrechas hacia una improvisación suicida, mezquina, omnívora y sin ambición, moviéndose hacia ninguna y todas partes; y como parte del mismo escenario, rindiendo estricta pleitesía al borde del cuadro y a la valiosa naturaleza de cada centímetro del espacio disponible. Un ejemplo clásico de esta inercia es la pintura de Cézanne: en sus trabajos íntimos sobre los bosques alrededor de Aix en Provenza: unas pocas manchas de excitación hormigueante ocurren cuando él mordisquea lo que llama su “pequeña sensación”, la variación de un tronco, la competencia infinitesimal de colores complementarios en el acento luminoso de una pared de granja. Lo que queda de cada óleo es una amalgama taponeada entre peso-densidad-estructura-pulido asociada a la grandilocuente obra maestra. En tanto se apartaba de la visión única y personal que le interesaba, su pintura se volvió críptica y cerrada: un asunto de equilibrio de curvas para composiciones comprimidas, laminando el color, trabajando la pintura en el borde. Cézanne irónicamente dejó un testimonio íntimo de su sombrío trabajo final a través de acuarelas terriblemente honestas, un ocasional óleo sin terminar (el rosado retrato de su esposa en un patio soleado y con hojas), donde renunció a todo menos a su fascinación por la mancha con interaccionesdiminutas.La idea del arte como un cuerpo trabajoso de límites bien definidos, tanto lógicos como mágicos, se posiciona fuertemente por sobre el talento de cada pintor moderno, desde Motherwell a Andy Warhol. La voz privada de Motherwell (el drama excitante en espacios que se mezclan entre formas ambivalentes, la sensualidad aromática que surge de esparcir pequeñas capasde fríos, colores artificiosamente clichés y hedonistas) se ve inevitablemente arruinada al tener que diluir estos pequeños placeres en trabajos a gran escala. Propulsados con fuerza a volver constantemente a emprendimientos no valorados (llenando formas vastas en forma de huevo, organizando un rectángulo de tres metros con sus esquinas vacías sugiriendo estepas siberianas en los días más helados del año), Motherwell termina con cantidades pasmosas de grandeza enyesada, en una composición excesiva y pintada de modo cuestionable, de forma que los contornos delicados y eléctricos parecen ser solo el relleno de una sedimentada materia interior. El placer provocado por cada figura del arte pictórico (las formas incisivas de De Kooning; el apego de Warhol a la linealidad y al tono ilustrador; el brío obsesivo de James Dine, que rellena de punta a cabo una forma estilizada con un color mezquino) es usualmente despilfarrado en provecho de la
continuidad y armonía, implicadas en la construcción de una obra maestra. La pintura, la escultura, el ensamblaje se vuelven una producción inflada artificialmente con una técnica sobre-madura chillando de preciosismo, fama, y ambición; lejos, en su interior, están las pequeñas almohadas que sostienen la firma del artista, ahoravuelta un manierismo mediante la cháchara lujuriosa, artificio requerido hoy día para combinar la estética con los componentes del Gran Artetradicional.Las películas han sido siempre suspicazmente adictas a las tendencias del arte termita. El buen trabajo usualmente aflora cuando los creadores (Laurel y Hardy, el equipo de Howard Hawks y William Faulkner operando sobre la primera mitad de la novela The Big Sleepde Raymond Chandler) parecen no tener ambiciones hacia la cultura del oropel, pero están envueltas en un tipo de emprendimiento de castores despilfarradores que no es de ningún lado y no sirve para nada. Un hecho peculiar sobre el arte termita/lombriz solitaria/musgoso es que siempre avanza devorando sus propios límites, y, no deja nada a su paso más que huellas de su actividad ansiosa, trabajosa ydescuidada.La descripción más inclusiva del arte es aquella que, como las termitas, encuentra su camino a través de murallas de particularización, sin ningún signo de que el artista tenga en mente nada más que el hecho de fagocitar los límites inmediatos de su propio arte, y transformar esos límites en condiciones del siguiente logro. Laurel y Hardy, de hecho, en algunos de sus más febriles y divertidas películas, como Hog Wild (1930),contribuyen a ello con finas parodias de los hombres que leyeron todos los libros disponibles de “Cómo ser exitoso”; pero cuando les toca aplicar ese conocimiento, se transforman instintivamente con un comportamientotermita.Una de las buenas representaciones termita (el confuso vaquero de John Wayne en el escenario irreal de un ciudad habitada por pálidas repeticiones de actores cuya principal característica es el empolvado maquillaje) ocurre en la película de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance(1962). Anteriores y mejores filmes de John Ford habían sido arruinados por una inmutable y solemne personalidad irlandesa que se expresa a través de actuaciones declamatorias, siluetas de jinetes alrededor de una montaña recortada detrás de un ocaso, y repeticiones, donde grandes cuerpos son amasados en conjunto con una rítmica curvatura de una composición tipo Rosa Bonheur. Aquí, la actuación de Wayne está infectada de cierto espíritu vago, sentado a horcajadas, haciendo un amargo y burlón gesto, contrapunto a la pálida y neutral vida del film detrás de él. En una ciudad de Arizona -que es demasiado plácida, donde los cactus fueron plantados la noche anterior y los nostálgicos actores de reparto participan de una borrachera generalizada, cobarde y voraz-Wayne es el actor termita que se ubica solo en una zona diminuta del presente, mordisqueándolo con un compromiso profesional y un sentido informal, sentado en una silla apoyada contra el muro, ojeando a un flagelante y sobreactuado Lee Marvin. Cuando semueve al ritmo de una lombriz solitaria, Wayne deja una huella que solo tiene pedacitos de actuación inteligente en un contexto intimista –una cara arrugada llena de amargura,
celos, un gran cuerpo que holgazanea lujuriosamente–, habiéndose formado largamente con los rudos juegos jugados por viejos vaqueros como JohnFord.Los mejores ejemplos de arte termita aparecen fuera de las películas, donde el foco de la cultura no es evidente, de esemodo el artesano puede ser malhumorado, derrochador, tercamente comprometido, empeñado en quebrar su arte sin importar qué viene a continuación. La columna ocasional en un periódico de un especialista trabajólico cautivado por un evento excitante (Joe Alsop y Ted Lewis durante una elección presidencial), o un técnico pelotero reactivado durante un fuera de juego que muestra en el escenario a sus villanos favoritos (Dick Young); la producción de TV The Iceman Cometh, con sus grandes ejemplos de una actuación frenética y holgazana de Myron McCormack, Jason Robards et al; las últimas novelas de detectives de Ross Macdonald y de la verbosidad hormigueante sobriamente centrada en los hechos de Raymond Chandler compilada años atrás en un desapercibido libro que es un fino ejemplo de criticismo popular; el debate televisivo de Wiliam Buckley, antes de que renunciara a sus habilidades de contraataque tangenciales y se echara a volar como las hojas de una hélice por diferentes tópicos, como las (des)venturas de Ole Miss de JamesMeredith.En el cine, el arte no-termita está demasiado al mando de guionistas y directores como para permitir al omnívoro artista termita que se arrastre por más de un par de escenas. Incluso el trabajo vaquero de Wayne se debilita en un duelo a pistolas que se ve estresado por el enfoque de ángulos de cámara conflictivos, juegos de luz y sombra, que ritualizan movimientos y posturas. En la película La soledad del corredor de fondo (Tony Richardson, 1962), el guionista (Alan Sillitoe) siente que los fragmentos de una carrera delictiva deben ser unificados en una historia convencional. El diseño que Silitoe establece –un armado con forma de rueda donde cada parte se muestra como una memoria experimentada en una carrera de prácticas–lleva a la repetición de las escenas de un joven corriendo. Incluso una estrella individual variopinta –como Peter Snell–tuvo problemas para hacer valer estas carreras de práctica dentro de una temporalidad cinéfila, aun cuando el tono barato de una trompeta de Jazz pseudo Bunny Berigan suena transversalmente en la película, sobrepasando el aburrimiento neutral de esas vueltas alrededor de una vibrante campiñainglesa.Las obras maestras del arte, reminiscencias de los humidificadores esmaltados de tabaco y ponis de madera, comprados hace décadas en subastas de “elefantes blancos”11NdE: “Elefante blanco”: Se refiere a objetos en desuso, puestos en venta tipo “cachivache”, por lo general, un objeto usado que ha pasado de moda. El uso otorgado vincula esto a artificio e inutilidad, también puede ser referido a un objeto aparatoso que retrasa o interrumpe, un trasto inútil., han venido a dominar las sobrepobladas artes de la televisión y el cine. Los tres pecados del arte elefante blanco (1) enmarcan la acción con un esquema general, (2) instalan cada acontecimiento, personaje y situación en un friso de continuidades y (3) toman cada pulgada de la pantalla y del filme como una zona potencial de una creatividadpremiable.Réquiem para un luchador(Ralph Nelson, 1962) está tan incrustada en
una técnica preciosista que solo una escena –una oficina de empleos con un luchador casi analfabeto (Anthony Quinn) cayendo en las manos de un agente imposiblemente amable–puede ser actuada por el tipo andrajoso de Quinn de una forma prescindible, mientras gatea utilizando una precisa compenetración y una total inmersión en la actuación. La película La noche (1961) de Antonioni, es un buen ejemplo nocivo del uso de la continuidad, desde su escena inaugural con un noble crítico en estado terminal que es visitado por dos queridos amigos. La escena fluye bien, pero el director lleva a la trama a una extensión agonizante, avergonzando al espectador con un diálogo sobre la condición del arte que es inmaduro y unidimensional, entretejiendo una toma virtuosa desde un helicóptero para rellenar el tiempo del intervalo, continuando con una escena de efectismo tristón interpretada por Moreau y Mastroianni afuera de un hospital y, finalmente, varias tomas después, una risible conversación póstuma entre Moreau y Mastroianni retratando el “significado” del crítico como amigo, así como una serie de detalles desorientadores sobre el pobre tipo. Las películas de Tony Richardson, adoradas por sus patrones teatrales, son insuperables ejemplos del pecado del encuadre, encajando una acción con una noble idea o efectos de cámara tomados del GranArte.En las películas de Richardson (Un sabor de miel(1961), La soledad del corredor de fondo), un toque de dirección natural en el espacio doméstico involucrando a perdedores es el plato principal (incluso el ambiente de las habitaciones blanquecinas de Richardson parece estar luchando con la onda andrajosa que infesta a los personajes jóvenes o viejos de este autor). Desde el gusto “tibio” por los materiales de la dirección, un paciente confuso guiado por un atribulado policía que no escatima en los detalles hasta detenerse perezosamente en ellos, Richardson puede montar su acto sedentario de relojería en casi cualquier escena –en la noche, en frente de la ventanilla de una iluminada tienda de departamentos, o un coche de tren con dos pares de amantes adolescentes acomodándose con un animalismo sorpresivo y estimulado. La habilidad de Richardson para darle al espectador la sensación de estar ahí, con parsimonia, llega a su cúlmine en los hogares, departamentos y talleres de arte, aquí se transforma en un vecino académico de Walker Evans, llevando el ojo del espectador a rieles invisibles, maderas gastadas, a sentimientos inclementes espiados a través de pequeños ojos de buey, logrando, incluso, ocasionalmente, hacer que una habitación parezca tomar forma a medida que introduce en ella a un detective mofletudo o a una chica expectante en busca de su primer arriendo. En una escena de cocina con un niño ladrón y un detective andrajoso acosándose el uno al otro irritantemente, el talento de Richardson para revelaciones angulares desarma la escena sin apuntar a un subrayado prácticamente habitual ; inquietando a través de diferentes tipos de materiales de desecho, ambienta con una fina mascarada a dos desagradables oponentes peleándose entre sí, en una situación que es una de las primeras en dar vuelta la intención de la película mostrando la existencia dura y agonizante bajo la lluvia y lanieve.La habilidad de Richardson con los incidentes arraigados en lo vital está, no obstante, invariablemente unida a su capacidad de trampear instalando un amistoso bozal alrededor del cuello de una escena, dándole a la imagen un patrón que sugiere un humor práctico, hábil y garantizado. Sus importantes estrellas (desde Richard Burton hasta Tom Courtenay) caen en emociones parodiadas y giros estudiados, lo que sugiere que están cautivos de una secuencia esmaltada a través de actos de un vodevil: la puntería de Rita Tushingham sobre el cañón de una pistola en un parque de diversiones (locación tradicional para desplegar tipos humanos que están más cerca del arado que de la tarjeta de biblioteca), tiene una configuración cómica y familiar donde intervienen mandíbulas y cejas que tienen la alegría e incluso, casi siempre, el tamaño de un hueso de dinosaurio. Otra finura de Richardson tomada de los “objetos de arte” (Dubuffet, Larry Rivers, Dick Tracy) consiste en disponer una red de efectos dañinos para probar que sus personajes están mal puestos en la vida. Tom Courtenay (el último chico enojado en La soledad del corredor de fondo) es arrastrado por este culto, denigrado, transformándose en un derviche en danza de San Vitus, centrando el efecto en los músculos de su mandíbula y sus párpados. Cuando Richardson galvaniza a sus vagabundos con vistosos peinados y una forma de caminar sobre tacos altos de modo que cada taco parece tener un tamaño diferente y se ven desmoronarse sobre un suelo gastado, sus facciones se ven crecientemente elegantes y cautivantes (los peores gestos: ojos enojados que sugieren el vacío de las órbitas en las tiras cómicas de Orphan Annie). La mayoría de sus actores se ven en bancarrota, increíblemente desgastados, a pesar de que hay un actor simpático, un amigote regordete en La soledad del corredor de fondo, que reconfigura casi todos los actos de un modo termita en un estado de gracia. El artista de paquete Richardson tiene otros recursos como hacer correr escenas simultáneas como un hermoso cuaderno de viajes, poniendo un símbolo cósmico alrededor de una travesía que incidentalmente aplasta a Michael Redgrave, un maestro en el fantástico brinco de lanzar a una comunidad de reformatorio entera a una agitación extrema en torno a una únicacarrera.El denominador común de todas estas trabajosas estratagemas es, realmente, la necesidad del director y del guionista de sobre-familiarizar al público con la película que está viendo: el explotar cada personaje y situación con un microscopio familiar que llene de detalles reconocibles a partir de una compasión sensibilera. Realmente, esta sobre-familiarización está al servicio de reconciliar estos supuestos enemigos de siempre, el arte de la academia y de lapublicidad.Un ejemplar de Arte Elefante Blanco, particularmente la virtud que tiene para la crítica devoradora de llenar cada poro del trabajo con el oropel, el estilo del destello y la vivacidad creativa, son las películas de Francois Truffaut Disparen sobre el pianista(1960) y Jules y Jim (1962), dos máquinas moledoras de carne de perpetuo movimiento servidas por un Rube Goldberg francés, dejado atrás en los artificios obvios de Réquiem para un luchadore incluso la más pulcra e incisiva, con tintes periodísticos, Los 400 golpes(1959).El mensaje velado de Truffaut, apegado a su fanatismo por Henry Miller, y que aparece en la trama del espionaje adolescente a una pareja de amantes (la inolvidable imagen cándida de los chicos oliendo el sillón de bicicleta después de que la chica se baja de ella, en un modo típico del arte pornográfico voyerista) es un tipo de retroceso desde el crecimiento y la maduración, en el cual los involucrados retroceden a su infancia. El suicidio se transforma en juego, las casas parecen juguetes de muñecas -risa,muerte, apagar un incendio-todo parece reducirse a una inocencia irreal de mitos infantiles. La real inocencia de Jules y Jim está en el guión, que depende de que el espectador comparta la misma mirada adolescente a una sexualidad retorcida que está implícita en las prácticas arteras y viciosas que se dan entre dos hombres y unachica.Las historias de Truffaut -donde todas las mujeres son villanas, el profesor es visto con los ojos de un escolar llorón, todos los héroes son increíblemente inocentes, incomprensiblemente perseguidos-y sus personajes, expresan la sensación de estar pegados a una banda elástica, aunque él realiza un amago de imitación de las películas de la década del treinta con su libertad lineal y sus virajes independientes. Desde Los 400golpes hacia adelante, sus películas están atadas y abochornadas por la decisión sobre aquello de lo que se va a tratar la película. Esta resolución convierte a los personajes y los incidentes en marionetas planas y tiritonas (400 golpes,Mischief Makers)como en un cómic del Ratón Mickey que logra movimiento cuando las páginas se pasan rápidamente. Este enfoque elimina toda tensión o desafío, y más que todo, cualquier sentido de que la película localice una formaautónoma.Jules y Jim, el único film de Truffaut que parece tener un deslizamiento, es también caricaturesco pero de una forma decorosa y suspendida. De nuevo, la mayor parte de los efectos visuales son una ilustración para el género de la narrativa sentimental. La intención de Truffaut de hacer sus películas fluida y comprensiblemente, las estruja de toda complejidad y reduce sus escenas a fragmentos de pornografía. Como cuando alguien enuncia solo la frase final de un conocido chiste cochino. Tan desmotivado es el juego infantil entre las camas de los amantes que conduce a una sensación de interminable picardía. ¿Por qué toma ella repentinamente un arma? ¿Por qué conduce ella un coche para desbarrancarse en un puente? (Los villanos necesitan ser castigados).Etc.Jules y Jim, parece haber sido filmada a través de un telón que ha filtrado todo excepto la seca vivacidad de Truffaut con los diálogos y su chisporroteada y diminuta sensibilidad. Probablemente el punto culmine en esta película bobalicona sea la tarde lánguida en un chalét con Jeanne Moreau seduciendo a sus dos amantes con el fondo de una interminable canción folk. La lírica de Truffaut, un patrón de nimiedades vivaces que supuestamente exhiben la sofisticación de autor, proporciona la mayor fricción de las escenas, junto con una concentración idiota en detalles sin importancia de caras o incluso muebles (al punto en que una mecedora sin movimiento se transforma en un sustituto impresionante de la psicología). El punto es ese, desprovista de esta vivacidad sin sentido, las escenas se vacíande tensión, dramática opsicológica.El hastío que hace aflorar Truffaut -sin decir nada de la irritación-proviene de sus peculiares métodos para deshidratar toda la vida que pudieran contener las escenas (¿películas instantáneas?). Gracias a su apego por destilar la luminosidad y por el tipo de tomas largas que mantienen sus actores a treinta pasos, especialmente con mal clima, no son sólo las personas las que son borradas; la propia escena parece evaporarse del límite de la pantalla. Junto con su poder de evaporación y desaparición, la imaginería de Truffaut se ve limitada a los desplazamientos (carreras en el campo, caminatas por París, etc.) y las escenas y diálogos, donde las voces, descorporeizadas y parecidas al piar estrafalario del Cerdito Porky de Mel Blanc, se hacen cargo del efecto disolvente. El sistema de Truffaut sostiene el arte a una distancia sin ninguna muscularidad real o propulsión que fije a la película. En la medida en que el espectador se inclina para agarrar el film, este se escapa como una cometaliberada.La especialidad de Antonioni, el efecto del movimiento de un juego de ajedrez, se resuelve hacia una dirección autocrática que roba al actor de su poder de motivación así como de todo su carácter. Un documentalista de corazón y alguien que frecuentemente se parece tanto a Paul Klee como a un Fred Zinnemann cool -diestramente culto e “intelectual” en su fase más temprana de Acto de violencia (1948)-Antonioni obtiene su efecto extraño ahí donde hay claridad en su gusto por el arte chicmanierista que se resuelve en una pantalla vidriosa y vía un movimiento lateral da la sensación de personas aplastadas contra rayas o dividida por verticales y horizontales; su incapacidad de manejar las relaciones interpersonales transforma a las muchedumbres en olas rígidas, a los amantes en apéndices solitarios, colgando rígidamente el uno del otro y ocasionalmente juntándose como planchas metálicas que se golpean, pero rara vez dando el efecto de estar encomunión.En su máxima expresión, transformala letanía mental en un efecto de miseria moderna, soledad, y añoranza culposa. A menudo parece que esos detalles, un gesto, una esposa irónica que traza círculos en el aire con su dedo mientras un pensamiento se mueve circularmente en su cerebro, se corroe por la soledad. Una banda de pop jazz que toca en una fiesta de millonario se transforma en el no intencionado centro deLa noche, anudando ahí el concepto de la película –una vasta fiesta interminable. Antonioni arma este combo como si fuera un desorden pestilente excretado en el prado de una enorme propiedad. Hace su película inhalar y exhalar, vislumbrando a la banda que hace sonar la misma música inmodificable y kitsch-estúpidamente inmóvil, totalmente indiferente a la fiesta que fluye alrededor de la música. La toma más melosa es una de Jeanne Moreau haciendo elocuentes intentos con sus sombríos, alienados ojos y boca, y un paso de baile, como intento de compenetración y amistad con los músicos. La máscara facial de Moreau, una firma de los actores de Antonioni, parece a punto de quebrarse de tanto esfuerzo repentinodesinhibido.La cualidad o defecto que reúne a cada uno de estos artistas divergentes como Antonioni, Truffaut, Richardson es el miedo, el miedo a la vida potencial, a la rudeza, al exceso de una película. Emparejado con sus sacralizados acopios de
autocuidado y conocimiento de la historia de la película, su miedo destella una incesante lucidez. En los films de Truffaut, esta lucidez se muestra como una seca y titubeante frivolidad. En las películas de Antonioni su plasticidad perentoria situado en la apariencia de sus películas, sus patrones lineales, se imponen en la obscuridad del propio fondo sentimental del autor, la necesidad de extender en una delgadez mural interminable, sus principalespatrones.Lo absurdo de La nochey La aventura(1960) es que confirman que su director es un excéntrico auténticamente interesante que no reconoce esta verdad. Su talento está hecho para estudios microscópicos de milimétrica excentricidad, tal como los de Paul Klee, de personajes y cosas que pegotean lo grotesco en un fondo social opresivo. A diferencia de Klee, que permanece limitado y por eso casi evade la afectación, la aspiración de Antonioni es pinchar al observador en la pared y pegarle con toallas mojadas de arte y significado. En algún momento de La Noche, la insatisfecha esposa, tomando el paseo patentado por el director a través de un continente de escenografía, se detiene en un terreno de escombros para arrancar un gran trozo de metal oxidado. Este acercamiento icónico a la desolación minúscula, es probablemente el cliché más remozado de la fotografía, pero Antonioni, para mantener a sus historias y acontecimientos moviéndose como si fueran grandes novelas de contenido significativo, nunca deja de arrojar su puñetazo de fin de semana. Aparece con un ejercicio actoral intensamente interesante de una chica ninfómana, al borde de su razón, termina intentando violar al héroe andrajoso; esto es un gran acontecimiento, particularmente los primeros cinco minutos de una película. Antonioni amplifica a esta chica aterrorizada y su moño de pelo desordenado claveteándola en la típica composición de “parche de curita”. La chica, como un delgado animal atormentado, se recorta en contra la larga raya horizontal de la muralla blanca. Es una imagen pretensiosamente hermosa que minimiza el efecto desgarrador de laescena.Cualquiera sea el tema enunciado en estas películas, lo que domina de un modo tácito es que el negocio del cine termina en el museo de arte o su parodia. El mejor ejemplo de este desencanto es el anacronismo soso de Jules y Jim, Billy Budd (Peter Ustinov, 1962), Dos semanas en otra ciudad (Vincente Minelli, 1962). Parecen habersido abducidas en el presente de un pasado que se ha vuelto inútil. Este abismo entre los reflejos del elefante blanco y las actuaciones termita se deja ver en una inercia y en una ajustada actitud de defensa que permea la actuación de Mickey Rooney en Réquiem para un luchador, Julie Harris en el mismo film, y los escombros de una iglesia desértica sin vestigios de espiritualidad en La aventura. Esas escenas y actores parecen imperturbables y faltos de todo impulso vital de aquellas emociones que se suponedebieran de animarlos, como indigentes intentando pasar el frío al calor de una estufa a carbón anticuada. Este abismo de inercia parece testificar que el Pasado de las películas artísticas afianzadas, acabadas, se ha vuelto ininteligible para el nivel derepresentación contemporánea, incluso de aquellos que vivieron durante su período derelevancia.Ciudadano Kane, en 1941, anticipaba por varios años el cambio crucial de la vida de las películas desde el antiguo flujo de historia naturalista, exponiendo el iceberg de significados ocultos. Ahora, la revolución iniciada por el excitante, aunque sobreactuada película de Orson Welles, alcanzó su culminación en la década del cincuenta, y ha seguido su curso que ha sido superado por una nueva técnica cinematográfica que aparece como un feo arbusto en medio de películas que son preponderantemente viejas joyas. Curiosamente, la película que comienza esta ruptura es de mediados de los cincuenta, semeja en su superficie ser tan tradicional como Avaricia (Erich von Stroheim, 1924). La película Vivir(1952) de Kurosawa es una revelación referencial que sugiere un nuevo enfoque autocentrado. Resume mucho de aquello a lo que apunta el arte termita: una inmersión de lombriz en una área pequeña sin destino o fijación, y sobre todo, la concentración en incidir en el momento sin aportarle glamour, pero olvidando este logro tan luego como ha ocurrido; la sensación de que todo es desechable, que se puede cercenar y botar en un arreglo distinto, sinruina."
 
 
 
 
Publicado originalmente en Film Culture, n° 27, Invierno 1962/1963
 
 
 
 

sábado, 11 de julio de 2020





THE EXPANSE
(2015 - 2019)

Mark Fergus y Hawk Ostby






¿Qué es este extraño artilugio serial? ¿qué aporta a un mundo donde la ficción se devora a sí misma? Han tenido que ocurrir muchas cosas para que esta serie de ciencia ficción se haya manifestado: si viajamos en el tiempo, a vista gorda nos encontramos con un puñado de producciones como la pionera Fantastic Voyage (1966), la desmesurada 2001: A Space Odyssey (1968), la legendaria y austera Star Trek (1966 - 69), la inolvidable Solaris (1972), la extraña aventura "neoeco" Silent Running (1972), la épica de Star Wars (1977), el misterio de Contact (1997), el bizarrismo de Esfera (1998), el engendro kitsch de Mission to Mars (2000), el remake fallido de Solaris (Soderberg, 2002), la magnífica Interstellar (2014), la comedia cósmica de Guardianes de la Galaxia (2014), la contemplativa The Martian (2015) o en último término, el fallido intento minimal de Ad Astra (2019). Evidentemente hay muchas otras, las cuáles transcienden el género o simplemente lo denigran. El tópico del espacio siempre ha sido un campo fértil para la gran industria, un lugar donde poder desarrollar la virtualidad y vomitar la impotencia. Digo esto pues si uno se fija detenidamente, detrás de las grandes aventuras y naves colosales, detrás de la gravedad cero y los cazas de combate hipersónicos, tras la recreación de planetas, nebulosas y meteoritos no hay más que una idea amasada por la humanidad desde sus inicios: la expansión. Todos los imperios, desde el sumerio hasta el chino actual, han soñado con extender sus fronteras lo más posible, estirarse para dominar, destruir para crecer. En el mudo globalizado parece que la Tierra se ha vuelto un tanto más pequeña de lo que creyó Marco Polo y a través de la propaganda norteamericana, sobre todo a partir de los años 60', el decadente imperio del tío Sam ha conseguido generar la esperanza de poder conquistar otros mundos distintos de este. El mundo anglosajón lleva en sus venas la tendencia colonizadora, la práctica de aprovechar terrenos vírgenes para explotar en la distancia las riquezas de los ignorantes. Hoy, lejos de los imperios marítimos, la propaganda fílmica parece incidir de una manera inquietante en el imaginario cósmico como un paso cercano de nuestro único futuro. Sólo hay que documentarse en publicaciones serias sobre el tema para advertir que todo lo anunciado o imaginado no son más que bagatelas, caprichos ilusorios de una ideología -la norteamericana- muy poco probables, por no decir, falsos. La industria de lo estelar juega la baza de lo apocalíptico, del desastre natural, para obligar al pensamiento a admitir que debemos partir a Marte, Venus, Júpiter o Ganímedes; la cosa es establecer un punto de fuga, un objetivo milenario para que todo quisqui se concentre en ello y deje de confiar en lo telúrico, lo terrenal: nuestro único paraíso.
Desde finales de los 70', uno de los genios de la corrupción ficcional, James Cameron, estableció con Alien (1979) el mito de la amenaza desconocida, ya anunciada en el género clásico de terror con personajes como Drácula, King Kong, la momia, el hombre lobo, las brujas, el diablo o Jack el destripador; seres imaginarios letales para los hombres que, de alguna manera, amenazan la existencia de la humanidad al representar entes incomprensibles e irracionales. La idea de que el universo está lleno de monstruos temibles e incontrolables viene quizá del temor innato a la oscuridad, a la profundidad de los mares y a las miles de supersticiones que han jalonado por una parte y enriquecido por otra, a nuestra civiliación desde sus inicios, de lo cuál también se deduce el terror a los muertos que pasó de la simple aparición de fantasmas -con más o menos susto y gusto- a la multiplicación de todos los ciclos de zombis imaginables -en la línea de The Plague of the Zombies o The Reptile, ambas de 1966- y que me temo, quedan por imaginar; en qué momento se le ocurrió al señor George A. Romero abrir la caja de Pandora con Night of the Living Dead (1968), por cierto, versionada hace muy poco en la nueva basura del somnoliento, soso y acabado Jarmusch (The Dead Don't Die, 2019). Diez años después de esto, aparece Invasion of the Body Snatchers (1978), para rematar la faena y dejar a los años 80' invadido de seres particulares a nivel masivo: Gremmlis (1984) o la terrorífica Critters (1986) -basada en un grupo de alienígenas hambrientos de carne humana-, dan fe de ello. Los arquetipos se van deformando y multiplicando de tal manera que podríamos estar citando títulos de películas hasta morir, pero no vamos a morir -al menos de momento, esperemos- y por eso, si seguimos el hilo, nos daremos cuenta que la invención de criaturas horrorosas también tiene un límite, tal es así que llegado a un punto, todo acaba pareciéndose y el terror acaba siendo menor o nulo, sobretodo para un público que ya ha visto mucho desde los años 80'. La cuestión de cómo estremecer a un público saturado de horrores parece pasar por la idea de lo invisible: si recordamos la sugerente The Happening (2008), del siempre irregular Night Shyamalan, nos daremos cuenta del concepto. Los guionistas perciben la vieja regla cinematográfica que aconseja sugerir en vez de mostrar, omitir en vez de enseñar. En un mundo banal como el de hoy donde las apariencias parecen ser la única religión, la gran amenaza sólo puede transmitirse a través de lo inmaterial, de lo transparente. Así, llegamos a la serie The expanse.
Creada por dos guionistas (Mark Fergus y Hawk Ostby), autores de dispares trabajos como Iron Man (2008) o Cowboys & Aliens (2011), la superproducción serial circula en base a la existencia de un virus -nada raro en estos días- que acaba brutalmente con las personas. Todo esto se contextualiza en medio del universo, en una supuesta fase de la humanidad donde se han colonizado varios planetas del sistema solar. La vieja historia de la sociedad de clases se traslada ahora a una sociedad planetaria con idénticos problemas. Existe en la ambición ficcional de la industria una tendencia explícita a crear metáforas de la realidad en formas sofisticadas -tal y como lo hizo en su día Dante, Tomas Moro o Campanella-, disfrazadas de luces y fuegos de artificio, dando la impresión de intentar anunciar profecías basándose en la vulgaridad cotidiana y el plagio histórico. Una cosa es la influencia y otra la copia descarada: ustedes mismos podrán comprobar mis palabras en las imágenes, por lo cuál, no entraré en el tema. A pesar de ello, The expanse tiene algo nuevo, que va más allá de Juego de Tronos o Battlestar Galactica, algo que se va generando a medida que pasan los episodios, orientando la trama aparente hacia un elemento algo más espiritual de lo usual en este tipo de producciones. La historia no se detiene meramente en la política, las batallas, las naves o los viajes estelares y de hecho, algo muy destacable es la ausencia de escenas gratuitas de sexo o historias empalagosas rollo Melrose Place o Beverly Hills, 90210, conocida en nuestro país como Sensación de vivir, lo cuál se agradece debido a la saturación pornográfica actual. Se hace muy interesante pensar en el verdadero significado de este último título mencionado: en The expanse existe una enorme virtualidad fuera y dentro de los personajes, como si verdaderamente, los entes ficcionales se sintieran atrapados por un entorno antinatural y contradictorio, en el fondo del cuál se angustian y se sienten tristes y afligidos sin saber muy bien por qué. No están en su lugar y sufren, separados de la natuaraleza. Este fenómeno, más allá de las lecturas aparentes y explícitas, es mucho más interesante que incluso la barroca y abigarrada trama, pues refleja no ya un mundo exterior, sino la intimidad de muchos millones de personas de hoy, con vivencias encajonadas y confinadas por costumbre: el público empatiza con los personajes pues estos se convierten en un espejo exacto de la circunstancia del puro aislamiento -más allá del covid- e infelicidad, al haber claudicado bajo el yugo de la tecnología y haber olvidado la esencia de lo humano. Tal vez sea lo único rescatable de esta enorme epopeya plagada de trayectorias, velocidades imposibles, asteroides y seres confundidos que siguen sintiéndose amenazados por lo desconocido, en este caso, representado no ya por Freddy Krueger o los demonios de Tourneur, sino por unas lucecitas azules a las que denominan protomolécula y que tal vez sean una muestra más de la existencia de lo divino. Este supuesto enemigo sin rostro es el leitmotiv de una historia y unos personajes perdidos en medio de la soberbia humana, de la mentira de la ciencia, de la avaricia, el egoísmo, de la sed de poder y de la obsesión por la supervivencia por encima de cualquier otra existencia posible (o lo que es lo mismo: miedo a la diferencia). Estéticamente, The expanse tiene la particularidad de mostrar una imagen algo tosca, como de videojuego cutre que por momentos, le hace perder verosimilitud y la emparenta con fenómenos similares a los antiguos y mundialmente conocidos Resident Evil o Doom. Imagino que gran parte del público habrá sido antes que cinéfilo (o consumidor convulsivo de lo ficcional), amante de los videojuegos de los años 90'; esto explica muchas cosas y justifica ciertas anomalías estéticas que no tienen nada que ver con el cine y si con nuevas percepciones en deriva. No se engañen, a pesar de sus curiosas virtudes, The expanse ya no pertenece al mundo del cine sino a ese otro lugar denominado ciberespacio, red, audiovisual, new television, lleno de zonas frías e inhumanas hacia las que la industria quiere lanzar para siempre a las almas humanas, para que se olviden de su esencia y su conexión con el universo y en cambio, lo experimenten todo como una amenaza, un enemigo.










lunes, 22 de junio de 2020





The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley 
(2019)
 
Alex Gibney





 ¿Qué está ocurriendo en el clímax de la decadencia del llamado postcapitalismo?, ¿qué forma definitiva ha tomado un sistema camaleónico que funciona a modo de virus?, ¿cúál es la última transmutación de lo invisible para acabar definitivamente con lo humano?, ¿qué sibilina sinergia se efectúa en el ocaso de la sensibilidad? No es nueva la artimaña de la ilusión para hacer que los hombres sobrevivan o en último caso, venzan. Al principio de nuestra civilización ya se utilizaron curiosos ingenios para sobreponerse al otro: en la hermosa epopeya de Gilgames o en la gloriosa Odisea, los ejemplos son múltiples y claros, aún en una época en que la inocencia era un valor y no un disfraz. De la Antiguedad a la Edad Media, pasando por el llamado Renacimiento, la lista de traidores y corruptos va aumentando hasta llegar a la época Romántica, mundo ambiguo donde lo místico y lo escéptico se dan la mano, momento singular donde se vuelve a reescribir la historia para resucitar el espíritu perdido a lo largo de los siglos, lo cuál, a la larga, tiene graves consecuencias, en muchos casos, contradictorias, y si no, contemplen por ejemplo el panorama desinflado y nihilista del arte contemporáneo. La civilización occidental juega a los dados en un callejón sin salida que ha inventado ella misma: mientras la mayoría se tapa los ojos, seducidos por la comodidad y los falsos placeres de lo virtual, unos pocos aprovechan la oscuridad de las cloacas y el analfabetismo generalizado para, entre otras cosas, hacer propaganda de cualquier entelequia y de paso, llenarse los bolsillos de billetes verdes mientras sigan existiendo. Célebres artistas mediáticos como Ai Wei Wei intentan mediante tautologías populistas hacer despertar ese corazón burgués que se ha quedado dormido entre la mierda consumista y los perfumes caros, pero parece que ni algo tan simple es eficiente para una sociedad embriagada y absorta ante un sofisticado uso de la verdad que nunca llega a comprender del todo, pues los mentirosos hoy son más poderosos que los honestos. No nos dan todas las piezas del puzzle, pero nos convencen de que sí. La mentira histórica ha sido siempre una moneda de cambio de profundo efecto, tergivesando la realidad para poder moldearla a su gusto. El poder -ya sea un rey, un gobierno, un país, un medio de comunicación o un sistema- ha aprendido mucho a lo largo de estos últimos siglos: centurias copadas de información donde la confusión hiperestésica parece ser la forma sublime del éxito. Hoy, como todos saben, Silicon Valley es el icono del futuro y el dinero, una corte de los milagros donde todo parece suceder por arte de magia. Con la tecnología como estandarte, este pequeño reino masónico del cadavérico imperio yanki, figura -junto a sus empresas armamentísticas- como uno de sus últimos intentos por rescatar lo muerto. EEUU representa una antisociedad que ha transformado el cinismo en una forma de existencia: los seres que habitan aquellas tierras, cada vez se parecen menos a una forma humana. El último film de Gibney, es una demostración de lo mencionado. Este director, especialista en construir discursos documentales que ilustran el desmonte de grandes mentiras -Enron: los tipos que estafaron a América (2005), Taxi al lado oscuro (2007), El cliente nº 9. La caída de Eliot Spitzer (2010) o La mentira de Lance Armstrong (2013)-, ha llegado con The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley (2019), a su propio éxtasis. La truculenta historia de una joven emprendedora llamada Elizabeth Holmes que inventa algo inútil con el extraño objeto de revolucionar la vida de las personas, se transforma en un diabólico símil del estado de las cosas en la actualidad, de una maneraextraña, escalofriante y explícita. Todo se basa en que la propuesta de la señorita Holmes es en realidad un timo millonario que juega con la esperanza de millones de pacientes y ávidos inversores. 
Entre los métodos que se han construido en Silicon Valley para crear a sus propios héroes hasta convertirles en dioses, se encuentra el famoso arte de los encantadores de serpientes o como también se podría llamar: el famoso arte de vender humo. Hoy, la palabra se ha transformado en el peor enemigo de las personas, pues se ha descubierto que la lobotomía popular es la vía más simple para convertir a todo bicho viviente en un esclavo fascinado por lo nuevo. El espacio exterior, la biotecnología, las redes; cualquier tema tocado por los gurús de Silicon Valley se transforma en un juguete sencillo que cualquiera puede comprar para divertirse y tener una sensación de poder absoluto. Esta extraña psicología creada por sospechosos personajes como Steve Jobs -el mayor vendedor de humo del siglo XXI-, mezclada con creencias NewAge y filosofías de motivación e inspiración basadas en baratos ejemplares de autoayuda, da como resultado un excéntrico complejo empresarial constituido por una especie de fanáticos infantilizados entre los que Elizabeth Holmes ocupa un lugar de excepción, no por su brillantez sino por su grado de delirio. En la actualidad, la virtud carece de valor. Tal vez, muchos otros genios que hoy se han salido con la suya, también mintieron en su día, pero la diferencia es que en la historia de Holmes, ella acaba sumergida en una enorme mentira de la que nunca podrá salir, pues es la mentira del vacío, la ocultación de la nada. La mentira es ella misma y la ha devorado por completo. El capitalismo no es nada más que una persona. El capitalismo no es más que una mentira alimentada y consentida por muchos. Por todos. Todo lo demás se cuenta en la película con cierto detalle: el film de Gibney establece un ejemplo más de ese tipo de reportajes de lujo llenos de versatilidades copadas de entrevistas e imágenes que muchas veces hacen aún más confuso el mensaje. Gibney domina un género muy extendido en los medios: el destape de farsas, la investigación, la crónica, pero sobre todo, el repetitivo relato del poder. A pesar de que las películas de directores como él den la impresión de representar piezas antisistema o al menos, reivindicativas, habría que plantearse si en realidad, todos estos contenidos -muy similares y clónicos para ser sinceros-, además de proporcionar un entretenimiento útil, no responden a la necesidad de ciertos poderes de demostrar ciertas debilidades personales para ofrecer una ilusión de transparencia que, en realidad, es inocua para su salud. La clave de la historia de Holmes es que se trata de una persona que miente de forma compulsiva y que se niega a aceptar la verdad, a pesar de pruebas objetivas. Más allá del caso en sí -aún en los tribunales-, lo subyacente del film es la proyección que esta timadora ofrece de una nueva juventud que sólo parece pensar en la imagen y en la apariencia como formas de vida. Holmes, a lo largo de casi una década a la cabeza de su empresa, se expone a más sesiones de fotos que una modelo profesional, con el único fin de distraer, de ganar tiempo, de disimular lo inevitable. Lo más importante para esta empresaria acabó siendo lo virtual, lo evanescente, las palabras mesiánicas, hablar de dios, del futuro, del destino de la Humanidad y de la revolución de nuestra relación con el control de la salud -la prevención, la anticipación-, elemento, este último, que simboliza el terrible miedo que Holmes tiene al mundo. Todo gran controller, lo único que esconde dentro de su ser, es un gran terror debido a la incertidumbre del azar. Todo es azar, queramos o no, haya o no un sistema que intente dirigir la vida por un camino de plástico y ondas electromagnéticas.  
La mejor película de Soderbergh, The Informant! (2009), desarrolla un caso análogo, aunque en vez de partir del vacío, parte del contenido. Otro ejemplo, en el infinito crisol de la cultura norteamericana, es la desconocida Owning Mahowny (2003), de esencia similar. Ambos casos se basan en hechos reales, tan reales y oscuros como el de Elizabeth Holmes, puzzles llenos de basura, ocultaciones, disfraces, miles de millones de dólares y poder. La presencia del poder como enfermedad, como único sentido de la existencia. Sobre los tres casos, también planea el estigma de la locura: pérdida de la distinción entre la realidad y la ficción, muy típica de la histérica y narcisista sociedad norteamericana y sobre todo, de la estupidez naif de la soberbia. Los hijos del tío Sam están muy enfermos y han acabado por mentirse unos a otros de forma inútil, casi como si necesitasen hacerlo por inercia, como si fuesen yonkis del embuste, de la falsificación, de la droga de lo falso; la historia de la deriva de un nihilismo llevado al extremo más insólito. Lo peor de todo ello es que esta seudocultura basada en los refrescos y las zapatillas deportivas, ahogada en un ocio desmesurado, en la frialdad humana, el fanatismo, el trauma, la angustia y la predestinación, es, al otro lado del charco, nuestro pan de cada día.
El pan está duro, pero aún nos convencen de que se puede comer.
Elizabeth Holmes es una panadera magnífica que nunca se manchó las manos, obsesionada por falsos mitos, adoradora de seres infantiles, practicante de una oratoria seudoprofética, víctima de un mundo narcisista y banal que le hizo creer que la realidad no importa, mientras uno consiga obviarla.




















lunes, 1 de junio de 2020




LA TOUR
(1928)

René Clair




Hay que decir algo urgentemente: "la crítica se muere". Cuando algo entra en una inercia decadente, suele ser más terrible la degeneración que la propia desaparición, por lo cuál, si tiene que ser así, que así sea. Por lo menos que se sepulte a la crítica que claudica ante el poder del dinero y de la autoconservación. Todo crítico debe ser dueño de sí mismo y no un esclavo de una línea editorial o de un protocolo de corrección. Todos los medios de comunicación viven sumidos en este grave problema que parece concebirse por lo general como "mal menor". Como todo lo que envolvió al cine desde sus inicios, el origen de la crítica se basa en un fenómeno romántico, en un impulso por captar los poderes ocultos de una revelación que siempre es igual para ser distinta. Así, el cine, nace como un arte desfasado, casi de principios del siglo XVIII, como si Novalis mismo hubiera sido uno de sus inventores, junto a Nietzsche o Holderlin. Aunque su origen técnico es más tardío y remite a referencias francoyankis, un espíritu profundamente idealista insufla el alma del cinematógrafo y lo empuja hacia el siglo XX, la brillante centuria de la precaria burguesía. Fue perfecto: la agonía existencial de la industrialización y el tardofeudalismo requería un bálsamo sobrenatural que el cine encarnó de manera sublime. Un arte de masas para las masas. La literatura no era tan orgánica ni directa, manteniéndose en la elite, en la retaguardia, pero el cine era más parecido a la vida y la gente siempre prefirió ver a leer, sentir a pensar. Y así nos va. En todo caso, el cine, como cápsula atemporal de la evasión, cumplió una misión democratizadora que ningún otro arte ha conseguido jamás: nivelar al público, igualarlo en una sola tostada, al margen de su estatus. Este detalle es muy importante, pues gracias a él, los discursos clasistas -tan moralizadores y opresivos- deja de tener efecto y establecen una experiencia más humana entre lo que llamamos creación y lo que llamamos recepción. 
A medida que las décadas fueron pasando, dentro de ese público, comenzó a existir un tipo distinto de espectador, un amante alucinado de la oscuridad y el silencio, de la luz proyectada, del baile eterno de las sombras: se trata de lo que en su día se denominó como cinéfilo. Este peculiar amor fue transformándose para algunos de estos individuos en un oficio en sí mismo, en un tipo de vida que trataba de ser una especie de conciencia de lo que salía en la pantalla: una calavera que pensaba en lo que veía, que escribía en lo que veía. 
La crítica no es un fenómeno inventado por el cine, ni mucho menos, siempre ha habido cronistas, glosadores, comentaristas, por una razón lógica: llegado un momento, el lector toma la palabra. Desde Aristóteles, todos los filósofos han comentado los problemas de las obras anteriores a ellos y más adelante los artistas, tomaron voz y protagonismo en la misma construcción de aquella entelequia denominada como el relato del arte. Oscar Wilde y Charles Baudelaire demostraron que el que analiza y el que crea puede ser también uno solo. Todo esto para decir que la crítica es o mejor dicho, debería ser una vocación encontrada o suspendida, como diría el gran Raúl Ruiz, un voz que cantase en verso libre, pasase lo que pasase, con el rigor de un científico, con el encanto y la pasión de un poeta. Hoy, en un mundo en el que la crítica es un apéndice de los intereses comerciales, un vasallo de poderes esféricos, una pancarta publicitaria, una traidora del cine... los críticos artistas deberían comenzar su gran revolución diciendo la verdad, resucitando el espíritu que vio nacer a esta práctica, denunciando todo lo que no es cine -que es mucho por desgracia-, cribando las películas de los videojuegos filmados, de lo televisivo, de lo publicitario, de lo infantiloide. El objeto de la crítica es el pensamiento, la creación de puentes, conexiones que enriquezcan el laberinto formado por la producción total: esa malgama que crece exponencialmente y que solemos denominar como historia del cine. Un crítico no es un historiador, pero debe conocer dicho trasunto para destacar los aciertos del pasado y traerlos al pensamiento del presente -siempre algo distraído- para resucitar imágenes y modos olvidados de percibir... 
Para unos pocos críticos oficiales, la situación se hace insostenible al percibir la ausencia del espíritu original, la carencia de soluciones, la jaula innata en que se ve atrapado un arte tan joven como el cine, mas hoy envejecido, en gran medida por haberse doblegado a un sistema monetario y espectacular. Para la mayoría de los críticos oficiales no parece haber gran problema, pues con los años han conseguido sus puestos de poder y sus revistas pintonas llenas de banalidades e información insulsa; además, ahora dan cursos banales y cobran un ojo de la cara por escucharlos. La crítica no se puede enseñar, hay que vivirla, hay que sentirla, hay que entender el cine. Es muy difícil leer una revista de crítica hoy, pues brilla por su ausencia en sí misma, encontrando en cada número un par de artículos interesantes como mucho. Así, todo lo que rodea esas mínimas isletas críticas, ¿qué es en realidad? Una sola palabra lo resume a la perfección: periodismo. La escritura en los medios lo ha devorado todo -de hecho, los novelistas más vendidos son presentadores de televisión y articulistas de prensa- y desgraciadamente no la escritura literaria -la escritura que piensa-, sino la otra, la que destruye con su frialdad, su idiotez, su frivolidad y su instantaneidad. El periodismo hoy está creado por seres adoradores de lo inmediato, de la velocidad, del pensamiento superficial, del dinero. El periodismo, por regla general, se ha convertido en un nido de víboras sin talento alguno. La crítica no debería parecerse lo más mínimo a todo eso. Sólo existe una forma de hacer crítica que podríamos llamar simplemente escritura, o sea, el don de pensar con palabras, de crear con palabras un vínculo real con las imágemes y los sonidos -pues el cine son al menos, dos cosas-, lo que plantea una complejidad abrumadora, un sacrificio vital, una habilidad muy especial. Así, todos aquellos que no se vieran capacitados para lanzarse a ese pozo de placer y dolor, deberían retirarse y dejar paso a una crítica que debería ser siempre nueva, como es la de Bazin, Baudelaire, Farber, Guarner, Ayala, Mekas, Godard, Deleuze, Bresson, Straub, Erice, Guerin o Losilla, personajes entregados a la causa del cine desde uno u otro lado, desde la imagen o la palabra, inspirando a los lectores y espectadores -que en realidad son el mismo ser, el ser que debe amar para existir- nuevos y bellos motivos para seguir visitando las salas oscuras, recuperando joyas perdidas, gestos desapercibidos y profetizando ciertas sendas que otros seguirán, convirtiéndose en salidas del horror de la contemporaneidad.
Existen unos cuantos críticos muy preocupados por la escena actual de la crítica, de su indiferencia, de su inutilidad, al comprobar cómo el mundo del cine se come al cine mismo. La mayor parte de las películas que se estrenan -sobre todo, la más populares- son terribles y feas, vacías, redundantes, dotadas de una simpleza estúpida e insultante que desanima a cualquier espíritu vivaz y entusiasta. Esto no es de ahora, claro, si no lean los salones de Baudelaire y comprobarán cómo el polígrafo francés salva unos pocos cuadros de cada gran exposición, lamentándose del callejón sin salida de la pintura. Más de un siglo después, el crítico cinematográfico se enfrenta a un desafío parecido, en el que pierde mucha energía contemplando soberanas mierdas en forma de película que no podrían considerarse más que engendros audiovisuales de una cultura analfabeta y débil, muy similar a la norteamericana. Es una pena admitir que gran parte de las películas realizadas a partir de los años 50' adoptan en el mundo una estética hollywoodiense en concepto y forma, cayendo en la trampa imperialista que es más que un movimiento económico. Todo eso ha sido una tragedia para el cine que hoy sigue brotando en las esquinas, a la sombra de esta bola audiovisual que nada enseña, que nada crea. La crítica tiene la responsabilidad de combatir contra el mercado poniendo en su lugar a cada cosa, colocando etiquetas de verdad, demostrando a través de las palabras qué es el cine hoy y qué no lo es
René Clair hizo una película en los años 20' de menos de quince minutos que valdría como metáfora para explicar qué es la crítica en realidad y por analogía, el cine. Durante el silente metraje, Clair -que es uno de los genios olvidados del cine- establece un juego estético con las formas de la Torre Eiffel, con el hecho de su construcción, con el laberinto de su entramado. En principio, este tipo de films pueden pasar desapercibidos por su insustancialidad aparente e incluso por su probable objeto propagandista, pero nada más lejos de la realidad, pues si uno contempla el breve ejercicio del cineasta, se irá dando cuenta de un mensaje oculto que propone un discurso paradójico de valor incalculable: las subidas y bajadas del enorme ascendor, las poleas, los cables, las escaleras circulares que ascienden y descienden, la imposible arquitectura del acero, la altura inadmisible que hace el mundo diminuto desde arriba... Clair sube y baja para enseñarnos una sensación secreta de inutilidad, un ejercicio maestro y complejo que en realidad no sirve más que para echar un ojo a la ciudad de Paris por encima, para echar un rato, para ver las cosas desde otro punto de vista y disfrutar del aire fresco. Al ver todo aquel armazón inerte, erguido sobre el mundo, uno siente a través de Clair una emoción extraña, dividida entre admiración e ironía. Al final, el espectador siente haber recibido algo y haber soltado algo también: se ha producido una transferencia real y no se ha necesitado una historia convencional, ni fuegos de artificio, ni millones y millones de dólares desperdiciados en chorradas; sólo una cámara, un cineasta y una torre. Por eso el crítico debe parecerse a Clair, a su práctica, a su cine y hacer con muy poco un enorme monumento, reconstruir el pasado con el presente e inventar un mecanismo admirable de pensamiento, un discurso ingenioso desde el que ver la vida y el cine de otra manera para hacerlo vivir y hacer del mundo algo más humano, más artístico, más bello.



     

viernes, 20 de marzo de 2020




EL TABÚ ALMODÓVAR




Parece ser que a estas alturas del partido, nadie tiene dudas de ciertas cosas, de ciertas realidades y de la calidad de ciertos autores. Uno de ellos es el director español más laureado de la historia, el señor Almodóvar. No es este un comentario ácido sobre su cine o su persona, sino un pequeño apunte sobre el fenómeno de la gloria de un artista y la incidencia del mismo sobre su obra. El presente texto tampoco pretende ser una reflexión sobre el factor de la celebridad, sino más bien una cierta aclaración sobre el criterio.
Cuando Almodóvar, en 1978, filma su primera película,  Folle... folle... fólleme Tim! (después de rodar más de una decena de cortometrajes desde 1974) nadie daba un duro por él, al pertenecer al minoritario mundo underground, en una España casposa y alertagada llena de represiones y mentiras petrificadas. Partiendo de las bases warholianas de lo cool y el grunge visual, de la sinvergonzonería y la lascivia, de la música dionisíaca y el humor picante, Almodóvar desarrolla hasta 1987 (La ley del deseo) una especie de laboratorio de diversiones freudianas de lo más esperpénticas, donde va generando una caterva de personajes variopintos como monjas lisérgicas, toreros necrofílicos y todo tipo de amantes perturbados, ansiosos de pasión y delirio. En estos años 80', además de conquistar un terreno personal y una cierta originalidad de formas, el cineasta manchego consigue tal vez, lo más importante de este oficio: vivirlo. La pasión y la obsesión quedan sellados en esta primera década salvaje que, si por un lado puede estimarse como un bello gesto artístico, también puede valorarse en la distancia como un puñado de ejercicios de medio aliento. Me explico: si uno observa con atención películas tan llamativas como Matador (1986) o Entre tinieblas (1983), se irá dando cuenta que las imágenes que en un principio poseen con intensidad a los ojos, van defraudando al espectador a medida que se termina el metraje, como si una extraña promesa inicial se evaporase hasta desaparecer. Ambas películas son ejemplos perfectos que representan la absoluta indisciplina cinematográfica del director, una estética en todo caso significativa por el riesgo, pero pobre en su efecto. Un artista debe ser valiente y peligroso, debe ir más allá de lo convencional y ser capaz de generar algo nuevo en la infinita cadena del arte pero, sólo eso, sin un resultado análogo, no justifica su valor. Hasta 1987, Almodóvar no recibe ningún premio; de hecho, aquel año, con La ley del deseo -después de diez títulos-, sólamente consigue  el premio Teddy en el Festival de Berlin, un premio para temáticas LGTB.
Tal vez su filosofía del exceso y los pocos apoyos encontrados en su país, le llevaron a un estado de aislamiento, producido quizás por su exagerada subjetividad y su particular deformación de los tópicos, o simplemente por el caos generado en sus ficciones, irritantes para la crítica. Hasta este punto, se puede decir que tanto las fantasías sexuales, como parte de las narrativas e imaginarios, se habían hecho realidad para él, pero no para el público común: su constante fragmentación de líneas argumentales sólidas, la desmesura de sus barrocos collages pop, sus personajes desdibujados, su pretensión de realizar ficciones corales sin concierto alguno, la ausencia de protagonistas puros, su falta de ritmo y su gusto por lo telenovelesco y melodramático, apartaban aún al gran público de sus bellos monstruos, pero en 1988 estrena Mujeres al borde de un ataque de nervios, una comedia hitchconiana y absurda con un tinte más comercial que las anteriores, más homogénea, más ligera y tal vez, más aburguesada, lo cuál no afecta a su frescura. La película tuvo un éxito sin precedentes en su país y en el extranjero, acumulando innumerables premios que consolidaron al director como una gran promesa. A partir de esta armónica película -que funciona casi como una parodia de La soga (1938) y que será la base de artefactos tan brillantes como The Man from Hollywood (1995) de Tarantino-, el espectador solidifica una idea del cine almodovariano y empieza a creer en un estilo que crecerá en progresión y calidad, pero los años 90' -digamos, desde Átame (1989) hasta Carne trémula (1997)- Almodóvar se estanca en un retorcido género mutante de comedia insulsa, telenovela y drama barato, experimentando con sus chistes y frivolidades, sus fetiches populares y su mala baba, apartándose de Mujeres..., volviendo a su laboratorio particular de horrores y placeres, a ese mundo del inconsciente fílmico donde se siente vivo, pero que adolece de una mirada nueva, talentosa y universal; su cine vive la ausencia de la chispa. Mientras, la crítica sigue su trayectoria y es nominado en numerosos festivales, mas sin conseguir nuevos honores.
Once años después de su primer éxito -como si de un ciclo perfecto se tratase-, llega el segundo: Todo sobre mi madre (1999), un film noir lleno de glamour e intriga, de milagros inesperados, de vida. Parte de un motivo clásico de Mankiewicz (All about Eve, 1950), continuando su nueva costumbre -durante los 90'- de introducir en sus películas referencias fílmicas de los 50' (Kika, 1993 - The Prowler, 1951 / Carne trémula, 1997 - Ensayo de un crimen, 1955), finiquitando así una segunda fase de su cine, con una pieza más idealista, más depurada, más madura, más emocionante. Almodóvar consigue así su segundo hito y superará el reconocimiento obtenido una década atrás, hasta ganar todo lo posible que un cineasta de éxito puede soñar. Pero, ¿le volvería a ocurrir lo mismo?, ¿tras tocar la cima, regresaría a su laboratorio experimental de pasiones y laberintos sin sentido hasta volver a hundirse o perderse? La crítica tuvo que esperar tres años para ver la respuesta y en 2002 se estrenó Hable con ella, un bello drama muy depurado y ajeno a las minorías, regalado al gran público para ser disfrutado en profundidad: la película tuvo idéntico éxito  que sus dos anteriores hitos y tal vez, se puede afirmar, que consolidó definitivamente el mito de Almodóvar como cineasta para la historia. Ahora bien, ¿podría seguir el manchego con dicha racha de aciertos, distanciados en gran medida de sus antiguos popurrís desmelenados? La respuesta es negativa. Desde La mala educación (2004) hasta su último estreno, Dolor y Gloria (2019), el señor Almodóvar ha decidido abrir su tercera étapa como cineasta y desplegar una especie de serie de films autobiográficos basados en gran medida en su memoria de la infancia, antiguas represiones y miedos ocultos; se podría decir que se hace más bergmaniano, si fuese posible la comparación. O sea, en vez de abrir de par en par el rico inconsciente del que salieron sus hallazgos con las sólidas herramientas aprendidas a lo largo de su carrera, el manchego ha decidido enconarse en ficciones regresivas y formalistas carentes de alma, ahogadas en una estética vacía y publicitaria -dejándose llevar por sus caprichos fotográficos-, llenas de bellos planos sin sustancia e historias melancólicas con tintes sórdidos, poco recomendables para el disfrutre y la pasión, en resumen: lícitamente ha querido dibujar su figura sobre sus narraciones, esculpir su propio monumento narcisista, contando secretos personales demasiado manifiestos, poco originales o insustanciales, bebiendo a veces de sus pasados gloriosos y en otras ocasiones, filmando el puro tedio del entretenimiento (Los amantes pasajeros, 2013 o Julieta, 2016). Desastre y es una pena. La crítica que le encumbró le mantiene en vilo sobre un hilo de humo y cartelería divina, otorgándole el aura del falso mito, del carnero dorado, ¿hasta que punto un artista debe se adorado?, ¿hasta que punto la crítica y los festivales crean sus propios monstruos y destruyen la originalidad inocente de los artistas?, ¿hasta qué punto el espectáculo devora el alma del ser? Se trata de una paradoja: los que te premian, también te enjaulan. Por otro lado, el cansancio de un artista se refleja en el agotamiento de sus imágenes y en el endurecimiento de sus formas; Carmen Maura, al final de Mujeres... habla de la dureza del cutis de las primerizas y de cómo se les relaja, tras perder su virginidad. Almodóvar comenzó su carrera como un alegre suicida en medio de una bacanal infinita y ha acabado envuelto en una especie de niebla monjil y enferma por el paso del tiempo y los traumas; Freud ha vuelto pero en modo aburrido. Si uno se toma el psicoanálisis como una tragedia clínica, muere en el diván; si se entiende a Freud como un novilsta, un creador, la alegría regresa. Pero, ¿Almodóvar será capaz de soportar el peso de su filmografía?, ¿podrá dejar de ser un tabú dorado para regresar a la armonía?, y así, ¿debería regresar a su viejo laboratorio para refrescarse y conseguir un nuevo hito, un nuevo faro que le impulse o se quedará en cambio estancado en el propio charco dorado que él mismo urdió? Lo intentó con La piel que habito (2011) y lo ha intentado con Dolor y Gloria (2019), pero esta vez no ha funcionado; se puede decir con absoluta tranquilidad que Almodóvar lleva veinte años sin tocar el cielo, un firmamento que él ha tocado tres veces, lo cuál, para un artista, es más que un privilegio. Es muy difícil ser un verdadero cineasta y mucho más cuando el mundo entero te cuelga esa etiqueta, cuando los demás ya no sienten peligro ante tus ficciones, pero por eso hay que volver a la carretra del delirio y del cine y encontrar una nueva ruta donde perderse más allá, para volver con el fuego e iluminar la sala para siempre.




sábado, 15 de febrero de 2020





MISTERIOS DE HOLLYWOOD
Maneras cutres de dominar el mundo

Spider-Man: Far from Home  
(2019)

John Watts






A pesar de su más que evidente factura kitsch, la última entrega de la infinita saga de Spiderman contiene un elemento paradójico lleno de ambigüedad, cargado de inquietud. Esta película multigénero engaña al espectador desde su mismo inicio. La trama se presenta como un producto festivoadolescente, lleno de banalidades e infantiladas, relaciones convencionales chico-chica, empleando el elemento del héroe oculto como premisa principal. A través de pequeños engaños, el público se va dando cuenta de que el director inicia un juego narrativo sin precedentes en la interminable saga Marvel: contar la historia del héroe ha quedado obsoleta y manida, lo que fuerza a inventar un artefacto visual de una versatilidad inusitada para presentar la hazaña de una forma nueva, distrayendo al espectador con la mezcla de géneros, urdiendo entre bambalinas un truco sorprendente. La tonalidad del film muta, se disfraza como un camaleón, descubriendo capas de la verdadera cebolla, oculta en el boscaje del verdadero objeto del film. No es baladí que el personaje que encarna el conflicto se haga llamar Dr. Misterio, ¿pero qué clase de misterio mantiene en vilo la película? Trampantojos, conflictos imaginarios, contrasentidos, ilusiones. A la vez que se avanza en la historia, uno se siente más en una función de magia. Para hacer más clara la idea, imaginemos a Misterio no como un personaje más de tebeo sino como una metáfora sintética (kitsch) de toda la avalancha del cine de superhéroes, una metáfora autoconsciente de su desgaste, sabedora de su agotamiento, del próximo fin de su eficacia: ¿qué hacer? Llegado a este punto, no hay otra que mostrar sus trucos, venderse al público para seguir encandilándolo una vez más, exhibir la vulgaridad como virtud, correr el telón. Así, explicar el funcionamiento de las ilusiones se convierte en el tema principal de la película, pero también en una impúdica y extraña confesión del cine digital norteamericano sobre el mecanismo de sus diabólicas herramientas, con el fin de vulgarizar el placer, ¿qué se muestra hoy en el mundo de lo audiovisual-comercial-industrial?, ¿qué se exhibe en las salas de cine en la era del decadente capitalismo virtual?, ¿hasta qué punto el público vive atrapado por una carencia de imágenes reveladoras y originales, paralizado por la repetición sistemática de argumentos y formas, por la desmitificación de las imágenes? 
En dos momentos de la película, la desesperación ficcional del director hace llegar al radicalismo de la alucinación visual, adentrando al espectador en laberintos alegóricos y pesadillescos sin salida, por cierto, fascinantes e inútiles, ¿es la realidad ausiovisual del presente una alucinación elaborada para esclavizar a los sentidos y paliar las emociones? ¿O quizás no es todo un gran videojuego sin profundidad en la que la fascinación hipnótica de los efectos es el único aliciente?, ¿no será el efectismo la nueva corriente que llevará al desgaste definitivo de una fórmula superindustrial? ¿Se acabó la era de la propaganda hollywoodiense y están empezando a vender los entresijos de su circo? El conjunto masivo de films fantásticos y evasivos emitidos en las últimas dos décadas, ha formado una red de caminos selváticos y erráticos donde el imaginario común se pierde, creyendo avanzar cuando en realidad se topa contra su mismo absurdo. La broma infinita se va haciendo finita. Se nota en los sutiles mensajes que el director lanza al espectador, generando una nueva (o poco común) dimensión fílmica en la industria comercial: la reflexión. La confesión de ciertos pecados capitales, el desarme parcial del artefacto y el afán de desmantelar la ficción, se convierte en un leitmotiv inquietante que parece atentar contra la misma película, revelando los secretos más celosos de una industria que hoy vive de la posproducción virtual. Por un momento, uno llega a pensar que han decidido ser sinceros con su público esclavizado; por otro, a uno le da por concluir que han rebasado el límite de la decencia y que en su filosofía del vale todo, han llegado a la conclusión de que la fuerte insensibilidad que ellos mismos han fraguado durante décadas en el patio de butacas es tal que pueden hacer lo que quieran, pues nadie se va a sentir aludido, nadie se va a quejar. Como ejemplo, la frase final del Dr. Misterio es digna de enmarcarse en marco de oro puro: "Quise crear algo de verdad, hoy que la gente se cree cualquier cosa". 

viernes, 7 de febrero de 2020




LAZZARO FELICE
(2018)

Alice Rohrwacher




¿Qué piensa Lázaro?, ¿qué siente Lázaro ante el mundo?, ¿por qué es atractivo este personaje para el espectador? Decía Robert Bresson que un actor sólo podía hacer un papel en su vida, una interpretación del mundo, emitir una única y exclusiva mirada sobre las cosas, basado en la idea de que no se puede representar a los demás sino solo y en todo caso, a uno mismo. Este el caso de Adriano Tardiolo, un actor desconocido para el mundo del espectáculo que vive en la pantalla bendecido por una naturalidad prodigiosa al estilo de Emmanuel Schottè en La Humanidad (1999) o del pequeño Israel Gómez de La leyenda del tiempo (2006). Son todos ellos una especie de santos fílmicos, autores de una sola obra, de un solo momento cinematográfico que se va haciendo eterno a medida que habitan la pantalla, en función de su desmesurada habitabilidad dentro de las cuatro esquinas de la lona. Existen seres que milagrosamente encuentran su lugar en el mundo, su objeto preciso y en el cine, cuando se encuentra a uno de estos entes casi imposibles -casi imaginarios- llenos de verdad y emoción, capaces de encarnar la inocencia perdida y la ingenuidad más irrefutable, entonces y sólo entonces se realiza el ideal bressoniano del actor.
Lazaro es un personaje que al igual que la fabulosa Gelsomina de La strada o el increíble Fernando Ramos da Silva de Pixote: A Lei do Mais Fraco (1981), transmite una infancia imperecedera, una forma de ver las cosas a través de un cristal transfiguratorio digno de los cuadros de Rafael. El ambiente naif que la cineasta Alice Rohrwacher consigue instalar en sus imágenes alrededor de Lázaro, enriquece el milagro, dotándolo de un sentido onírico y lírico de una austeridad épica, casi legendaria. Consigue no caer en el infantilismo de directores como Wes Anderson o Michael Gondry, o en la dulcificada utopía de Capitán Fantástico (2016) o el patio de recreo de Hook (1991); no se trata de divinizar los filmes protagonizados por niños o jóvenes, ni de santificar la infancia... películas como Lazzaro felice aportan una presencia distinta, una revelación como lo fue en su día Enrique Irazoqui cuando Pasolini le ofreció protagonizar El evangelio según San Mateo (1964). Parece que el don de un director, la gracia de una película, depende en gran medida de un sexto sentido -explicado por Humphrey Bogart en su papel de cineasta en irregular pero afamada La condesa descalza (1954)-, una intuición que hace ver en las personas una luz especial, una fotogenia del alma que si se consigue filmar, brilla por sí misma, creando formas sagradas. En el frágil mundo  de la interpretación, todo esfuerzo exagerado, toda deformación convulsiva es pagada con la falsedad, con la inverosimilitud. Así, una interpretación tan rousseniana como la de Adriano Tardiolo, podría salvar a casi cualquier película y maquillar las debilidades o imperfecciones en que los films suelen caer por motivos comerciales o falta de talento. En su caso, Alice Rohrwacher lo hace casi todo bien, planteando una estética a mitad de camino entre el absurdo de un Yorgos Lanthimos, un Fernando Arrabal y un Fellini, dejando una distancia justa entre el espectador y el protagonista, un espacio suficiente para asimilar el áura emitida por los movimientos de Lázaro, por sus gestos, sus miradas, su pensamiento salvaje. Interesa menos cuando se acerca al costumbrismo neorrealista, a las películas de Berlanga, Ken Loach o De Sica y de hecho, el final se enturvia con fenómenos pseudoespirituales demasiado newage, con guiños muy estética indie, muy de imaginario hippie. Salvando estos pecados, se podría afirmar que Lazzaro felice se erige como un monumento del nuevo siglo, un hito fílmico de referencia al que acudir en estos momentos tan complicados para un arte como el del cine al que los sistemas capitaloides quieren hacer desaparecer, convirtiéndolo en una pobre imagen televisiva, en una serie fruslera llena de conservantes y colorantes.





   






LA STRADA

(1954)
Federico Fellini

LA FUGA DE LA BELLEZA 
EN EL MUNDO MODERNO


 
“De cien películas hay una que no está mal, otra que es buena y noventa y ocho que son pésimas. La mayoría empiezan horrible y continúan peor; si te resultan creíbles las acciones y los diálogos de los personajes, es que eres capaz de creerte que las palomitas de maíz que te estás comiendo albergan también algún significado”1. Estos casuales versos de Bukowski ponen en claro una ley universal de la creación, una constante aplicable a las artes desarrolladas a partir del siglo XX, por la que la abundancia y la democratización de los objetos culturales y artísticos conducen a un estado generalizado de banalidad. La ley que menciona el poeta, es la ley invisible que sostiene la imperturbable idea de que en realidad, en el gran relato de la Historia del Arte, han existido muy pocos artistas verdaderos. En el arte, las únicas obras respetables son las necesarias. Todo lo caprichoso, lo puramente estético, lo anecdótico y superficial sólo responden a la inercia de la moda y la tendencia, a la artesanía, a la imitación de formas corrompidas y a la concepción del fenómeno como una fábrica o fotocopiadora. Esto, entre otros, ya lo anunciaron Benjamin, Baudelaire y Baudrillard (las tres bes del paroxismo crítico) y que los nuevos siglos estarían (y siguen estando) condicionados por la copia, el simulacro y la repetición masoquista que ha acabado vaciando el alma del ser humano hasta dejarlo en estado catatónico. El nihilismo y el escepticismo reinantes en el corazón del viviente actual, han llevado por pura lógica a una filosofía vital relativista -alimentada por los movimientos post- poco recomendable para la supervivencia emocional de una especie, la cuál, pese a quien le pese, no está tan cerca del apocalipsis como algunos desearían. El arte siempre va por delante de la vida, pues los verdaderos artistas son poetas y los poetas son, por definición, visionarios; una singular curiosidad les hace ir un poco más allá de lo convencional, su extraña voluntad les empuja a descubrir lo desconocido y revelar en claves enigmáticas un porvenir imprevisible. Pero por desgracia, el mundo del arte ha sido secuestrado por el mercado, la moda, la industria, la bolsa, el ecologismo, la política, la sociedad; hoy todo parece ser lo mismo, igualado a la misma terrible vulgaridad. Todo debe ser vulgar para que nada tenga una trascendencia, un valor mayor al de una moneda o un chiste. Hoy, el mundo del arte -con ayuda de los media, la publicidad y la diarrea crónica de las redes- cree haber conseguido lo que quería: falsear la verdadera función de la belleza, sustituyéndola por un juego bursátil e infantil en torno a las meras apariencias, lo cuál no es nuevo; el arte contemporáneo se ha dejado llevar hasta ese callejón sin salida desde hace ya más de medio siglo. Como ejemplo, sólo hay que echar un ojo al tono de la obra de reputados artistas como Kenneth Nolan, Pipo Hernández, Rosenquist, Sherrie Levine, Jean Helion, Keith Haring, Kenny Scharf, McCollum, Phillip Taaffe, Bertrand Lavier, David Reed, Gilbert&George, Francesco Clemente o Terry Winters para darse cuenta del fracaso emocional que anunciaban sus materializaciones y que hoy se ha hecho carne viva al traspasar el espejo y ocupar todos los espacios y todas las mentes, configurando el mundo de la indiferencia y en definitiva, del vacío.

El mundo del arte no es en sí el arte y por eso, tras la Segunda Gran Guerra (1939-1945), se inician diferentes caminos estéticos para abordar un mundo en ruinas lleno de desesperanza y miedo: en concreto, en el mundo del cine, precursoras películas como Hallelujah (1929) de King Vidor u Ossessione (1942) de Visconti, inspiran o convencen a espíritus enormes de posguerra como Rossellini, Vittorio De Sica, Lattuada y en gran medida, al visionario guionista Cesare Zavattini,(Teresa Venerdi, 1941; El limpiabotas, 1946; Ladrones de bicicletas, 1948), el cuál podría considerarse como el ideólogo del famoso movimiento neorrealista. Zavattini, radicalizando sus principios y entusiasmado por el descubrimiento de lo real, propuso desnovelizar el cine, documentalizando la realidad, en un intento de destruir las artificiosidades ficcionales creadas por los grandes estudios, condenando al séptimo arte a una concreta captación de hechos -una especie de regreso a los Lumière en un sentido totalmente literal- que él intentaría llevar hasta sus últimas consecuencias en Italia Mía, un filme jamás realizado -aunque sí previsto para el año 1951- en el que se propuso filmar ochenta minutos consecutivos de la vida de un hombre común. Para llevar a cabo sus proyectos, realizaba encuestas colectivas e intentaba incluir testimonios reales, adelantándose a lo que luego sería el estilo televisivo o telerrealidad y que inspiraría a un joven Pasolini en su vibrante experimento sociológico Comizi d'amore (1964). A pesar de las inmensas ambiciones de Zavattini de llegar a un cine utilitario, el verdadero héroe del triunfo neorrealista no fue él sino Roberto Rossellini, un joven cineasta romano que desde sus primeras películas (Roma, ciudad abierta, 1945 y Païsa, 1946) -apoyándose en el realismo soviético, el verismo italiano y el documentalismo británico- consiguió una nueva fórmula de hacer cine que mezclaba el clasicismo con el cine directo, que ponía en contacto a las grandes estrellas con actores aficionados y a los escenarios reales con representaciones ficticias que conseguían conjugar los dos mundos, la vida y el arte, la verdad y la mentira, en pos de una nueva humanidad, una nueva moral. Si algo hay que agradecer a Rossellini es el haber sido el cineasta humanista más importante de la historia fílmica, el primero que, tras el desastre, supo repensar el arte y volverlo humano, desenterrando las sombras de los seres, filmándolas de nuevo para que el mundo volviese a tener sentido: sólo cuando alguien tiene la posibilidad de mirar algo, aquello puede llegar a tener un significado; mientras pase desapercibido, queda olvidado en la nada. Por dicha razón y aunque sólo sea por esa, el cine es esencial para imaginar al nuevo hombre que se avecina: el ser moderno.

Se hace muy curioso descubrir que el final del neorrealismo, o mejor dicho, su superación, vendría de la mano de uno de los fieles guionistas de Rossellini, Federico Fellini, joven gagman, dibujante autodidacta, llegado desde Rímini a Roma en 1939, aficionado a los viajes, a las fugas y sobre todo, al mundo del circo. Fellini fue desde su juventud un ser desapegado; coqueteó tanto con el vitellonismo existencial como con el mundo del teatro hasta desembocar en el oficio de los guiones y comenzar a demostrar un agudo ingenio y un especial lirismo, dones que le darían la oportunidad de dirigir su primera película, Luces de variedad (1950) donde comenzaría a desarrollar su obsesión por el tema del espectáculo y los sueños, el vagabundeo, los arquetipos y el humor. En esta primera película ya se nota la influencia de un famoso film de los años 30’, Luces de la ciudad, una de tantas maravillas chaplinianas de las que siempre se alimentaría el resto de su obra: por ejemplo, El circo (1928) o Candilejas (1952) serán dos de sus referencias favoritas. De Rossellini heredó la moral y el rigor, el amor por lo humano; de Lattuada, el refinamiento y lo maravilloso; con De Sica comprendió lo mágico y por último, de Zavattinni entendió que un hombre puede equivocarse y hacer errar a los demás cuando está cegado por un fanatismo mesiánico, por una falsa idea pragmática. Aunque parezca mentira, Fellini fue el único director que se dio cuenta del callejón sin salida del neorrealismo y por eso, en tan solo cuatro años -y algo más de tres películas- logró filmar La strada (1954), una película para la eternidad que cambiaría su cine en particular y el mundo del arte para siempre.

El proyecto inicial tuvo muchas dificultades para llevarse a cabo, pues entre otras cosas, la mayoría de los productores lo tacharon de anticomercial, de capricho melodramático, de rara avis; la resaca neorrealista había terminado y en Italia se regresó a las comedias banales y frívolas. A pesar de ello, Fellini consiguió convencer a los productores Dino de Laurentis y Carlo Ponti gracias a la fuerte personalidad y originalidad inaudita que le harían famoso en el futuro; el film fue protagonizado por Anthony Quinn (el forzudo Zampanó) y Giullieta Masina (el clown Gelsomina) -con la cuál el cineasta se había casado en 1943-, aportando a la obra, quizás, la mejor y más especial de las actuaciones de sus carreras. En toda la filmografía de Fellini no existe una película similar: es la única entre todas las suyas que goza de una pureza y un minimalismo milagroso, muy alejado del barroquismo que comenzará a manifestar a partir de Otto e mezzo (1963) y que en ciertos momentos le llevará a la desmesura y la confusión. La Strada es un poema fílmico, una fábula de haluros milagrosos que ofrece al público la honorable oportunidad de la emoción, cuestión excepcional en esta era de asepsia generalizada. Hoy el arte y en concreto el cine, está exento de este elemento providencial, de este regalo sobrenatural que viaja para decirlo todo de todas las cosas, que recorre el interior de las almas hasta volver a ponerlas en marcha y que luce en lo alto de las conquistas humanas como su mayor logro. Si el arte existe, debe ser luminoso; si la luz cura, debe ser milagro. El poeta es ese ser insignificante que vive para conocer el amor pero también para darlo, un ser anónimo pero necesario para que todo sobreviva, para que la alegría reine, para que las cosas recobren su sentido primordial y la belleza se manifieste. El poeta vive en la palabra y por la palabra, pues a partir de ella todo vuelve a existir; al nombrar las cosas, la realidad regresa de otra manera. Así, Fellini reinventa el neorrealismo una década después de su brillante nacimiento y se desvía por voluntad como un cometa salvaje, a través de una senda desconocida que sólo él puede surcar y que lleva su nombre. Con La Strada, Fellini sublima las ideas clásicas del cine e inaugura muchas de las modernas: une el costumbrismo a lo fantástico, lo lírico a lo vulgar, lo divino a lo humano, inventa a Gelsomina -una especie de mezcla entre Jackie Coogan en The kid (1921), Toshiro Mifune en Los siete samuráis (1954) y el primer Charlot-, la nostalgia del circo, la sublima la poesía fílmica. Ya en Francisco, juglar de dios (1950) había tenido la oportunidad junto a Rossellinni de explorar los espacios místicos del ser, pero no hasta la profundidad que le ofrecieron elementos tan prodigiosos como el personaje de Gelsomina, la melodía esencial de Nino Rota, la brutalidad inherente de Zampanó y la locura de Matto. Fellini crea y combina estos arquetipos fundamentales para entender el proceso que lleva a la poesía, que funda el arte. El ser marginado, el viaje, la aventura, el humor, la representación, la imaginación, la revelación, el amor, el misterio y la muerte, en resumen: el nacimiento y fuga de la belleza.

Más de sesenta años después, esta pequeña cinta demuestra que el cine, si es necesario y verdadero, es también inmortal y que la inmortalidad si se contempla y se transmite, puede llegar a ser real. Así, el mundo del arte queda dividido en dos a partir de esta clase de obras: el verdadero y el falso. El falso, llevado por su inercia hacia las apariencias y el hiperrealismo, acaba desembocando en una negación de él mismo, en el tedio, en el readymade que habla de su propia destrucción, convencido de su particular fatalismo. En cambio, el arte verdadero, tenga la forma que tenga, siempre es diferente y emocionante, siempre alimenta, se hace inagotable, bello. Lo falso posee la maldición de la finitud, condenado por su naturaleza antiespiritual y su grave falta de originalidad. Lo verdadero siempre es nuevo porque tiene el don de lo infinito, de los innumerables atributos, de la simplicidad de lo divino. Fellini concentra en su diminuto circo metafísico el problema de la belleza con su relación con la humanidad y acaba admitiendo que esta, es capaz de abandonarla aún a sabiendas de que nunca será feliz sin ella. El pecado mortal del arte contemporáneo radica en la ausencia de la belleza, en la ausencia de la verdad, en una confianza ciega en la realidad y una tremenda falta de fe en la imaginación; es curioso sentir cómo esta última palabra se ha convertido en la época actual en una especie de tabú que alguien sigue empeñado en desterrar para siempre, no se sabe si para permitir que la banalidad y el materialismo sigan ocupando su lugar, desesperando a la humanidad con su vacío, su frialdad y su perverso juego o si sólo es porque le tienen miedo. Recuerden las palabras iniciales de este texto, recuerden que el poeta siempre dice la verdad, váyanse a dar un paseo por la playa cuando la brisa corra y haga volar las sábanas tendidas en la orilla; entonces, esperen a escuchar la canción de los tiempos, la melodía que les hará vivir para siempre. Siempre que les sea posible, vayan a ver La Strada a una sala de cine -allí se ven más cosas- para comprobar cómo los seres humanos pueden obrar milagros y construir sueños, sentir que nada está perdido, que aún existen la emoción y el amor, que estamos rodeados de divinidad y que la confusión sólo es una apariencia… y entonces esperen un poco más, justo hasta la palabra Fin y, antes de que enciendan las luces y las lágrimas les mojen la piel al darse cuenta de que la belleza no puede desvelar su último secreto, escucharán los aplausos del público, aplausos a los que ya no están acostumbradas las salas de cine; una celebración reservada hoy sólo para lo necesario, para lo verdadero.