domingo, 15 de octubre de 2023

 

 

 DISPAREN AL PIANISTA

El oficio del escritor según Charlie Kaufman

(Adaptation, 2002)
 
 

Duplicarse es una barbaridad, una aberración; ya lo advirtió Borges en su teoría de los espejos. El mundo especular es peligroso para aquellos que no se conocen a sí mismos, pues dentro de nosotros se construye cada día un mundo lleno de vericuetos y trampas mortales donde puede esconderse nuestro más íntimo enemigo. La culpa siempre es propia, no de los demás. Las excusas no sirven. El escritor honesto se enfrenta a sí mismo en cada línea, en cada palabra que escoge. La escritura es un oficio catártico de nefastas consecuencias, un infierno fantástico en cuyo pasaje se van recogiendo prodigios, realidades. Hasta llegar al fin, el autor se convierte en una víctima de sí mismo, en una especie de masoquista neurótico que debe escindir su psique en mil trozos para que la tarta sepa lo suficientemente bien. En este hecho se basa toda la obra del polígrafo Charlie Kaufman (1958, N. Y.) por muchos conocido como un excéntrico guionista lleno de depresiones y angustias lacanianas, responsable de una de las películas más personales del siglo XXI: Adaptation (2002). Con la ayuda en la dirección de su efectista amigo Spike Jonze, Kaufman logra llevar adelante una reflexión sobre su oficio hasta un punto enfermizo, digno de un buen escritor. 

 


La literatutra es así de puta: llena de dudas, de miedos, de complejos. Nicholas Cage, encarnando seguramente el papel de su vida, simboliza a la perfección las ideas del guionista enfrascado en el proceso diabólico de crear el mundo de nuevo, en un bucle creativo que se le acaba comiendo. Entre tanto, la película continúa, se hace grande, revolviéndose en su propio fango, repitiéndose, autorreferenciándose, haciéndose autónoma, alejándose de la naturaleza. Cuanto más profundo cava un escritor, más complejo se hace el camino, por eso, al hermano gemelo del protagonista, Donald, le es tan sencillo y gracioso dedicarse a escribir, pues se dedica a redactar guiones superficiales fruto de otras películas de éxito. Donald es la parte detestable del oficio de Kaufman, la metáfora del creador comercial, superficial y rentable que llena las pantallas de los centros comerciales y las pantallas de habitación. Sin embargo Donald cae bien al público pues es la parte optimista del alma del autor. Como en el William Wilson de Poe, hay dos caras de la moneda, dos caras que se necesitan pero que son contradictorias, incompatibles. Así, Kaufman nos presenta las dos vertientes, las dos posibilidades, los dos caminos que un escritor puede recorrer: el verdadero y el falso. Pero el yin y el yang no son espacios cerrados y a estas alturas de la película, se mezclan, se interrumpen y alternan sus sentimientos, sus fracasos, ayudándose y entregándose al otro por lástima o abatimiento, por pena o impotencia. Uno de los fenómenos que Adaptation trata es el del relato incompleto, la aceptación de que las historias se han fragmentado y de que la linealidad es cosa de otra tradición, de un pasado donde aún la literatura no se había empoderado y aún claudicaba en el lector obediente que idolatraba al escritor. Hoy todo es irresponsable, salvaje, irrespetuoso y al lector no le interesa ni siquiera leer; vivimos una paradoja existencial y artística de grado superlativo. 

En dicha encrucijada, el escritor sufre una agonía mayor pues sabe que debe ser original en un mundo de copias, de repeticiones, en una cultura hiperpop que ha aceptado que nada tiene valor si es puro y que sólo sirve la mezcla efímera de elementos que se volverán a mezclar hasta llegar a la confusión de confusiones donde el tiempo se detiene y el aburrimiento es el rey de la mente. El siglo XXI sufre una crisis artística y emocional sin precedentes, un mundo que ha olvidado las ideas generales de las cosas para esclavizarse en lo particular, lo concreto, la excepción. La opinión es la partícula vencedora de este proceso histórico que ha llegado a un punto de demencia escéptica donde el alzehimer ya no es una enfermedad sino un objetivo cultural. Que todo pase, que sólo haya presente, que todo sea aparente. Los tatuajes, el lujo, la fama, el humor y la música adocenada dominan a un público esclavizado a sí mismo. Nicholas Cage también sufre esa prisión voluntaria que sólo puede solucionarse si la historia funciona. Por eso el artista tiene un atajo en su mente enferma y este atajo es la obra. Ante un mundo hostil, el escritor espía y encuentra llaves abandonadas en lugares insospechados, cuestiones comunes que los demás han dejado de lado, no han visto.

La historia central de Adaptation intenta mostrar por un lado, el mundillo editorial e industrial donde las historias se compran y se venden como naranjas, un mundo repleto de sabandijas aduladoras y gente chic que funcionan como fariseos explotadores de artistas que se juegan el pellejo en cada línea para traer al público algo nuevo. Por otro lado, nos muestra el mecanismo de una historia, el entresijo técnico: aquí es donde la trama tiene un papel importante, me refiero a la trama dentro de la trama, o sea, el supuesto texto que Cage lee para realizar una versión cinematográfica, una adaptación fiel. No quiere escribir un argumento, quiere transmitir una idea sobre la importancia de las plantas, de las flores, quiere revalorizar el mundo para que la pantalla se llene de entusiasmo, de maravillas. En ese texto, una novela escrita por una periodista del New Yorker muy pija e interpretada por Meryl Streep, se cuenta el hecho de adentrarse en un mundo de obsesión, en concreto de un personaje -tal vez el más interesante del film, interpretado por Chris Cooper- compulsivo, salvaje y de una inteligencia voraz que intenta abarcar el mundo para no caer en el vacío, en el dolor; en su furgoneta va escuchando una audiocinta de El origen de las especies de Darwin. La mente y la curiosidad como un oficio de supervivencia se instalan en el film como una necesidad para dar sentido a la vida, al tiempo, a la existencia, a la superación de las adversidades. Dicen los sabios que la Eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, o sea, que la Eternidad es lo contrario, la anulación de la sensación temporal; una quietud. Una de las maneras de llegar a ese estado es la sabiduría, ese amor exacerbado por el conocimiento que une todos los campos para dar una imagen completa de la realidad. Kaufman quiere darnos esa imagen, la imagen de su propia experiencia.
 


La realidad trabaja con la complejidad y por eso el lenguaje, cuando se interroga a sí mismo, no tiene otra opción que demorarse en digresiones y divagaciones ininterrumpidas llenas de desvíos y rizomas que agrandan el problema. Vivimos en una época de desconcentración, de distracción continua, de olvido. Aquella leyenda del río Leteo ha vuelto a su cauce. La cultura de la memoria se combate desde los algoritmos ludopáticos mandando señuelos constantes a unas mentes frágiles y cansadas, excitadas por banalidades y contenidos basura de un infantilismo y crueldad dignos de las épocas de Heródoto. Lo bueno es que existen películas como Adaptation, artefacto de reflexión y disfrute de alta calidad que nos explica cosas tan necesarias como que debemos ser mutantes -como el mismo lenguaje- si queremos vencer en este tiempo de cambios forzados, de laberintos sobrehumanos, crisis creadas, de máquinas pensantes. El ser humano sigue aquí porque ha sabido cambiar, adaptarse, dejando atrás costumbres y normas nocivas o anacrónicas, porque se ha concentrado en ciertos campos para hacer mejor el mundo, vamos, la habitabilidad del ser. Adaptation hace más grande al cine y por ende, más grande al espectador. Quizás, esta película demuestra todo lo que Hollywood podría ser si fuera verdadero, si se tomase en serio su función real. El problema es que sigue siendo una fábrica de propaganda respaldada por el gobierno, un arma política que incide directamente en la cultura mundial, la última vía del viejo imperialismo.


Cuando una obra se retroalimenta a sí misma de forma eficiente, persiste en el tiempo de forma imperturbable: es un clásico. De hecho, Adaptation ya es un clásico del siglo XXI por méritos propios, un icono del espíritu de la época, un dilema imperfecto lleno de riqueza y talento que entre otras cosas, incide en el hecho de actuar sin pensar, en dejarnos llevar por la intuición y las voces interiores, pues en realidad nadie conoce su destino y por tanto, el arte de encontrarlo se convierte en una bendición cuando uno logra abrir su mente y su corazón en pos de la aventura. Hay que dejar la prisión y salir al mundo para encontrar la solución. La complejidad es el mundo, la realidad verdadera; nuestro interior sólo es un reflejo de ese mundo. La estética kaufmaniana o kaufmaniaca es ilógica, irracional, desmembrada. Las voces salen de todos lados. Las lecturas psicoanalíticas (Lacan, Freud...), las películas clásicas (Disparen al pianista, Casablanca...), los manuales de guión (Robert McKee), las canciones pop (The Turtles)... todo se coordina de manera excéntrica hasta alambicar una gota de pureza que nos quita la sed. El hambre. El público de hoy es una masa caníbal agotada en la abundancia de alimento insubstancial.
 
La acción es la única salida ante una sociedad deprimida, plegada en sí misma. Salir al exterior y comprobar que todo sigue vivo, que el mundo es algo más que una pantalla o una hoja de papel o un problema sentimental, se hace una actividad ineludible para seguir adelante. Respirar. Hay que atreverse a hacer todas cosas que necesitemos para sobrevivir, para adaptarnos a la pesadilla en que quieren convertir la vida. Quieren que todo sea virtual, que todo sea una falacia. Que nada exista. Nos roban los recuerdos. Cultura recicle. Haciendo esto, se devalúa toda realidad, todo objeto y acabamos vaciando nuestro hogar y durmiendo en una cama de Ikea. La impersonalidad, la lobotomía, el aburrimiento y la insensibilidad son los enemigos de un mundo que se deshace y no sabe en qué convertirse, respirando en un tiempo de transición lleno de escépticos capitalistas que quieren hacer del mundo una mera transacción. Por eso Adaptation es clarividente, incluso en su tercer acto, en la parte final donde Cage (en realidad Kaufman) hace caso a su hermano Donald y sin saberlo, convierte la película en una historia de drogas, sexo y persecuciones que acaba en maldades, asesinatos y acción vacía. La película se contradice para enseñarnos lo fácil que es caer en la tentación. Lo fácil que es desviarse de la obra y acabar plagiando las formas absurdas que nos rodean como un virus tóxico, incongruente, fatal. Al final, el escritor es la víctima y sus personajes quieren matarle para que no se sepa la verdad. Sus personajes han cambiado pero no se han adaptado. El cambio por el cambio sólo trae desgracias, es inservible: un vicio. Debemos ser eficaces, seguir nuestro pálpito, no el de otros. Perseguir la fama, el dinero, el éxito, es un error que se paga con creces. Adaptarse es crear en uno mismo la llave de la siguiente puerta, es imaginar de otra manera en función a nuestras capacidades, es arriesgarse para ser eficaces y ser polinizados por otros seres que en la ignorancia nos corresponden desde el principio.

 
La ficción y la realidad se cuelan por el sumidero y en muchas ocasiones no sabemos distinguirlas. Adaptation, que comienza siendo una especie de secuela de Cómo ser John Malkovich, sin solución de continuidad, se va convirtiendo en un gusano lleno de sueños que nunca se cumplen. Por eso la frustración es uno de los protagonistas más importantes de la historia, por eso la decepción no tiene límites, por eso Cage no logra sanar hasta que se atreve a expresar sus sentimientos a pesar del fracaso. La tragedia continúa pero la mutación es más poderosa y eso es lo que nos enseña Kaufman: que una misma comedia puede llegar a ser un drama, una tragedia, una epopeya y un poema en un sólo texto y que no hay que tener miedo a que así sea pues la vida al final, siempre entrega sus dones imprevistos, hogares de la felicidad.
 

 



sábado, 14 de octubre de 2023



La maravillosa historia de Henry Sugar
(2023)
 
Wes Anderson

 

Mucho tiempo después, el titiritero más famoso de Texas -ese ambicioso cineasta indie reconvertido en fastuoso animador y posteriormente, en diseccionador ficcional- ha encontrado un equilibrio en su desmesura minimalista con una serie de cortos (4 en total) que han ajustado cuentas estéticas con su éxito banal. Amado por todo espíritu moderno que se precie -por no usar aquello de lo cultureta- Anderson se fue convirtiendo en el cineasta de referencia de una serie de generaciones muy ligadas al pensamiento postmoderno, ansiosas de mundos fantásticos e infantiles, eso sí, de corte capitalista. Todo en Anderson es artesanía de lujo, ilusión millonaria. Cada plano de sus producciones cuesta lo mismo que demasiadas películas humildes. Se trata de un mundo caprichoso y artificial donde su mirada es omnipresente y sus movimientos mecánicos de cámara se han convertido en su estilo cerrado, una forma alusiva al cómic, a lo teatral, al museo de cera. 

Desde Fantástico Mr. Fox (2009) no se le recordaba algo tan acertado: el lector se alarmará ante tal afirmación, pero entendida detenidamente, va dejando de ser una boutade y se convierte en una reflexión poco errada. Los argumentos y planteamientos de contenido de sus películas son tan irrisorios que comparados con sus esplendorosas formas, sólo consiguen generar aburrimiento. La artificialidad y los movimientos mecánicos de sus imágenes sólo consiguen industrializar la experiencia estética de los ojos, la agonía nihilista de la mente. Wes Anderson es un estético con muchos recursos y mucho prestigio; un Warhol paisajista. Sus películas desde Moonrise Kingdom (2012) hasta Asteroid City (2023) son ejercicios estetizantes poco recomendables para el disfrute. Se trata, sin duda, de obras masturbatorias llenas de narcisismo y poder. Wes Anderson es en sí mismo una metáfora de una mente hipercapitalista disfrutando del flujo de la materia en espíritus hambrientos de Nada. Sus películas están vacías y sus chistes son demasiado tontos pero, por una extraña razón, el atractivo inicial de sus imágenes es tal que el público parece callar lo obvio. La estética hiperkitsch desarrollada en su filmografía indica una intención meramente aparente de su oficio, malgastando titánicos esfuerzos en la ilusión de un mundo que en realidad sólo sirve para ofrecer una mirada superficial de las cosas, del mundo. Su cine es un escaparate de juguetes, de hecho, la secuencia final de Asteroid City es bastante elocuente al respecto. Su cine es un quiero y no puedo, un  intento de literatura en movimiento que deja frustrada a la emoción. Entonces, ¿qué ha ocurrido con su último experimento? La cosa ha cambiado o mejor dicho, ha vuelto a su lugar con La maravillosa historia de Henry Sugar, una especie de cuento borgiano escrito en los 70' por el escritor inglés Roalh Dahl. Se trata de una fábula fantástica dispuesta en tres niveles de narración, repartidas en tres voces: Ralph Fiennes, Bennedict Cumberbatch y Ben Kingsley. Se trata de una compleja historia que mezcla el dinero, el yoga y el ilusionismo, todo embadurnado de una innecesaria moralina buenista final. La cosa es que Anderson ha elegido el formato del cortometraje para adaptar esta narración breve, encerrándola en un aspecto cuadrado, sacrificando sus alargadas ambiciones de pantalla, regresando sin querer a un lugar del que nunca debió marchar. Ha querido concentrarse en un ring. De hecho, la esencia del film va un poco de eso: de la falta de concentración ante las cosas, de ver sin los ojos, de ir más allá con la mente, de trascender lo común. Al mezclar este fondo argumental con su estilo kitsch industrial, y al ser de menor duración, el público siente la experiencia de otra manera, disfruta, conecta. Hay estilos que admiten largos alientos y otros, en cambio, que piden recorridos cortos. Después de esto se confirma que el grandilocuente estilo de Anderson cobra sentido en lo pequeño, en lo concreto y no en la totalidad, ese gran pecado del texano que tal vez, se apartó demasiado de la esencia cinematográfica, obsesionado por lo virtual, por el decorado. Si el cine de Anderson desea sobrevivir con salud, debe comprender mejor los formatos y los tiempos, pues no todo experimento es repetible ad infinitum, pues no todo puede ser copia impecable. Nada debería serlo y si no, revisiten Copia certificada (2010) de Kiarostami. La maravillosa historia de Henry Sugar es por el momento su pieza más lograda, ya que sus efectos son por primera vez eficaces. Ya se sabe, el arte trata -más allá de lo pueril- de ser tan eficaz como la muerte; algo inevitable y catártico. Hasta ahora -salvando muy pocas excepciones- el cine de Wes Anderson ha sido mera pasarela de estrellas -un poco lo que le pasa al de Álex de la Iglesia-, puro control caprichoso, fatal onanismo respaldado por un público anestesiado por su lenguaje capitalista, materialista, cínico, vaciado. Ni una sola idea recorre su cine excepto la del juego inútil, la del juego artificioso que ni los niños disfrutan. Su cine, un teatrillo caprichoso y millonario, parece sanar momentáneamente al unirse a narraciones originales que intentan hacer cosquillas a la mente, otra de las sagradas funciones de un arte verdadero.


viernes, 6 de octubre de 2023

 

  Finales de verano

 


En 1986, Tom Hanks protagonizó un film fallido junto a Jackie Gleason, en esa época, una vieja gloria en su canto de cisne. Se trata de una de esas películas paternofiliales, de grietas generacionales, de lo nuevo y lo viejo luchando para nada. Hoy la película se hace tremendamente aburrida e incómoda. No tanto Father's Day (1997) de Robin Williams y Billy Crystal donde se nota que lo norteamericano comienza a superar la estética trump (casposa) del macho cabrío envuelto en viagra y dejamos atrás films vomitivos como Heartburn (1986) de Mike Nichols. Todo esto para decir que este verano ha hecho mucho calor y sobre todo en su tramo final, una temperatura que debe ser acompañada de otras gradaciones distintas para hacerse más llevadera, tal vez títulos como Bill & Ted's Excellent Adventure (1989) -donde un joven Keanu Reeves explora sus primeros viajes en el tiempo antes de convertirse en Neo-, Cradle Will Rock (1999) donde Tim Robbins hace un trabajo alucinante en la dirección y sobre todo Going in style (1979) -una de jubilados cabreados con el sistema de una finura humorística impecable- dirigida por Martin Brest. En todo caso y ya lejos de ese verano tropicalizado, lo peor que se puede hacer en agosto -cualquier agosto- es ver France (2021) de Bruno Dumont, un cineasta que desde 2014 parece haber perdido el rumbo -lo mejor es que abriese una caseta de helados- y lo mejor de lo estival, ver Private parts (1997) de Betty Thomas, un oasis en el desierto de su mediocre filmografía, recuperando esa flecha antisistema que Oliver Stone lanzó en 1988 con Talk Radio. Esta última es para vérsela por lo menos dos veces seguidas y deleitarse con los monólogos de Eric Bogosian, síntesis de todas las ideas stonianas, cristalizadas como nunca -y no en películas de quiero y no puedo como Salvador (1986)-. Así, fuera de cuestiones reivindicativas, las opciones que quedan son ver las dos primeras partes de Sólo en casa (1990 y 1992) de Chris Columbus, quien luego siguió acertando con títulos posteriores como Miss Doubtfire (1993) o la muy recomendable y poco mencionada Bicentennial Man (1999). Lo demás es basura reciclada. En caso de gustar de documentales, se recomienda echar un ojo a QT8. 21 years: Quentin Tarantino (2019) donde se desvelan algunas anécdotas sobre el gurú del cine pulp yanqui. Sobrevalorado pero interesante. Y si uno quiere estar a la última, para acabar sólo le quedan dos opciones: ir a ver la mierda que Greta Gerwig se ha inventado para comprarse la mansión, me refiero a la inmundicia de Barbie (2023) o ir a ver su némesis, Oppenheimer (2023) del fantástico Chris Nolan, uno de esos pocos directores que marcan una época en el mainstream. Sin transmitir un interés especial, la historia que recrea Nolan es rica y abundante en detalles y momentos. Tal vez demasiado condensada, tal vez demasiado diálogo, tal vez demasiada música gratuita (soup). En todo caso, cada cuál hace su película y Nolan no baja el nivel y revoluciona las pantallas con historias ambiciosas de seres ambiciosos que lo quieren todo. Nolan, el último megalómano con gusto, sigue siendo una garantía de calidad. Un hongo del verano. Por otro lado y para no perder sensibilidad, revisar Rope (1948) de Hitchcock o Chelsea girls (1966) de Warhol, nunca está de más, incluso L'univers de Jaques Demy (1995) de Agnes Vardá cobra su sentido en este mundo anecdótico y acalorado e insulso, por cierto, retratado en la última de Wes Anderson, Asteroid City. Una basura atómica. Caca.

 



 

 

 Mira para otro lado

 


Quién podría negar que el final de Being John Malkovich (1999) es sorprendentemente lírico, en suma, hermoso. En el cine contemporáneo escasean este tipo de momentos, apartados de la trama y la estética  principal, autónomos y resistentes al tiempo; casi se podría decir que se trata de un film aparte, de un poema aislado. La secuencia muestra a Emily buceando en un piscina, la hija de Maxine, mujer del personaje de John Cusack. Su nombre es un eco del principio de la película donde se evoca a la poeta Emily Dickinson. La metáfora es contundente y compleja: en ese nuevo ser infantil no sólo se esconde la vida eterna, sino también el secreto de lo poético, la intimidad del artista y por otro lado, la conciencia de Cusack, condenado a observar de forma pasiva la traición del amor a lo largo de una vida. Esa otra vida es la del espectador, la mirada ejercida desde el otro lado de las cosas, al otro lado de la red de la ficción. Así, más allá de lo lacaniano o fantástico que contiene el film, la película también funciona como metáfora de la esencia del arte cinematográfico, señalando la condición esencial del público, su esclavitud, su condena ante la omnipotente pantalla sometida bajo el poder de las historias. Un cine es una cárcel de sueños, un sueño de cárceles. Allí dentro, todos miramos aquello que otro ya ha visto, aquello que otro ya ha vivido. El cine, como todo arte, es una experiencia transmitida, un flujo de sugestiones que intenta hacernos vibrar de manera distinta, activando conexiones inesperadas, neuronas dormidas. Todos los guiones de Charlie Kaufman tienen ese tipo de ingredientes: un batiburrillo confuso por momentos, untado de grisala firma de la casa que desemboca en un momento glorioso e inesperado; la mirada de Emily resume en su simplicidad décadas de cine, listas infinitas de títulos fracasados. El poder de lo original, de lo individual, gobierna cuando brilla de forma natural.




 

Otro final curioso y poético al mismo tiempo, se halla en una película comercial de los años 80' protagonizada por Schwarzenegger y Belusi: Red Heat. Al terminar el film, algo raro ocurre y un plano secuencia se queda suspendido en la pantalla mientras pasan los créditos. De pronto, una película semicómica de policías se convierte en un artefacto visual de un alto interés. Su director, el estrambótico Walter Hill, deja un diamante final ante la sala de un público que ya cree que ha visto lo que tenía que ver. Lo bueno estaba al final. El plano es una transición de la ficción a lo documental en una sola secuencia sin un solo artificio. Cuando Schwarzenegger se despide y sale del plano, este se queda ocupado por el paisaje moscovita con paseantes en la lejanía, ignorantes de estar siendo filmados. Su belleza gana con los minutos y el mantenimiento de ese plano merece toda la admiración.

 



 

Haneke trabaja ese elemento documental en su cinta Caché (2005), ese drama antiburgués en el que a lo largo del film se mezcla la estética afrancesada comercial y una mirada documental que se hace personaje en sí misma, amenaza directa. Así Haneke nos hace colocarnos en la mirada del otro, del marginal, del dolor; el espectador se convierte en un doble espectador y el cineasta en un autor creador de empatía. Pero más allá de lo moral que la película quiera imponer, hay en el film una reflexión sobre la visión, la percepción y el punto de vista que culmina, como en el caso de Red Heat, en los créditos finales, con un largo plano fijo en el que se plantea una última pregunta al público: ¿somos nosotros los asesinos o es la cámara la única culpable, testigo voluntarioso de la realidad?

 





sábado, 29 de julio de 2023




ROMANCERO DE JULIO
De volcanes, misterios y horteradas

 


En 1955, Alfred Hitchcock comienza a producir una serie de género negro bautizada con su propio nombre. El cineasta de Leytonstone inventó un formato que hasta ese momento sólo respondía a contenidos comerciales poco curiosos. Para el novicio en materia, advertir que lo más sorprendente de este ingenio hitchcockniano destinado para el gran público de la televisión, es que ninguno (o casi ninguno) de los capítulos está dirigido por él sino por cineastas jóvenes y desconocidos como Robert Stevenson o Don Medford. En esta época, Hitchcock acaba de estrenar a la vez Crimen perfecto y La ventana indiscreta, casi nada. Además, en 1955 realiza Atrapar a un ladrón y la única e inimitable Pero... ¿quién mató a Harry? Dos por año. Muy loco. Con todo, al director londinense amante de las latas de paté, le da tiempo a dirigir memorables prólogos para cada uno de los capítulos, pequeños chistes para abrir y cerrar la sesión. Una delicia exquisita que, les aseguro, tiene valor en sí misma. De hecho, este tipo de intervenciones influirán más allá del cine, sobre todo en la cultura performance de los años 60' y en auténticos gurús de las piezas breves de arte bufonesco como lo fue Dalí, cuya obra performática es sorprendente, por no decir muy superior a su decadente pintura. Dejando aparte extravagancias, se podría asegurar con toda firmeza que el talento que Hitchcock reunió alrededor de esta serie es muy destacable, por no decir perfecto. Capítulos como Triggers in Leash, In to thin air, The long shot o El caso de Mr. Pelham (filmado por él mismo) podrían definirse como auténticas joyas de la historia del arte. Una pasada. En 1955 se filmaron trece capítulos de excepción, pero lo bueno es que en 1956 se rodaron nada más y nada menos que cuarenta, entre los que se encuentran diamantes singulares como Una bala para Baldwin, Shopping for death, And so die Riabouchinska o Back for Christmas. Con estos 53 capítulos se cerraría la primera temporada de otras seis que se rodarían hasta 1962. Sin duda, el cineasta inglés traslada a la televisión no sólo un tipo particular de género negro sino algo mucho más complejo, el ámbito de lo fantástico, cuestión siempre de palabras mayores y mínimos autores. Este periodo de 1954 al 1962 podría bautizarse como la época dorada de lo hitchconiano, un arco temporal que además de aglutinar las siete hermosas temporadas de Alfred Hitchcock presenta, enmarca films-cúspide como Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis o Falso culpable, a parte de las ya mencionadas. Una burrada de primera. Así, para este mes de Julio que acaba, lo mejor sería ir apretando el botón de play y no parar hasta agotar los maravillosos capítulos que gracias a Hitchcock, hoy alegran la mente del nuevo público. En el panorama actual, la originalidad brilla por su ausencia y es triste, hoy, con tantos medios y una masa de espectadores dispuestos a tragarse las series que sean con tal de notar un poco, las cosquillas del cerebro. El caso es que con películas como Beau is afraid (2023) o Los intranquilos (2021) no nos llega. Son buenas propuestas pero que se van deshaciendo como la cera de las velas y uno se pregunta dónde habrá quedado todo el alegre talento de otras épocas y por qué debemos conformarnos con un cine depresivo y esquizofrénico, cuando la realidad sigue ahí, dispuesta a ser narrada de otra manera. Como decía Benjamin, la información se lo come todo porque es infinita y vacía; se sustituye a sí misma sin ofrecer una pizca de conocimiento. Debemos volver al acontecimiento, a disfrutar de la experiencia transmitida, a vivir en definitiva y dejar de pensar tanto en el money y en la casa de la playa. Ya decía Rimbaud que la riqueza es el peor de los castigos. Por eso, para este agosto que entra, a golpe de ventilador y refresquito con mucho hielo, para huir de películas-farsa como Barbie, aconsejo viajar al pasado y ver películas tan divertidas como Easy to wed (1946), un film de posguerra de Edward Buzzell que nadie se debería perder o las primeras películas situacionistas de Guy Debord, Aullidos a favor de Sade (1952) y Sobre el paso de unas pocas personas a través de una unidad de tiempo bastante corta (1959), manifiestos originalísimos de una conciencia que profetizó el futuro, que nos enseñó a vivir a los que algún día seríamos esclavos. Casi nadie se ha parado a ver estas extrañas películas, pero el que lo ha hecho y ha conectado, hoy es un ser distinto, al menos de los demás. En este cine está sintetizado un pensamiento que hoy es fundamental para enfrentarse al sistema productivo-político que asola el alma de lo humano. Hay que volver a lo humano o morir en un resort de lujo. A esto hemos llegado. Pero hay solución y todo está en nuestra mano, en elegir bien las ideas, en escuchar a la inteligencia. Por otro lado, aprovechando el verano, estaría bien revisar los años 80', un mundo de películas disímiles como 8 millones de maneras de morir (1986) o Intento de fuga (1982), ambas de Hal Ashby, una mala y otra buena. Sin lugar a dudas, Ashby es el genio del cine norteamericano de los años 70', que se disolvió en la década siguiente en la cultura de la música y la pasta, pero películas como Intento de fuga (Lookin' to Get Out) responden aún a un espíritu perdido y salvaje lleno de risas y desmadre absoluto, recomendable para una tarde calurosa e imposible. Allan Arkush es otro cineasta de los 80' a los que habría que seguir de cerca. Autor de un puñado de delirios fílmicos como Heartbeeps (1981) o Get Crazy (1983), trabajó en series de televisión (Luz de luna, Ally Mcbeal, Melrose Place o CSI), pero cuando cogía una cámara de cine era pura psicodelia. Bombazo. Por otro lado, Un grito en la oscuridad (1988) y Nada en común (1986) son ya películas de decadencia, la segunda más que la primera, que nos conducirán al agujero negro de los años 90', esa década misteriosa y alocada, inaugurada por films como Boiling point (1990) de Takeshi Kitano, una broma de casi dos horas, llena de extravagancias soñadas por un jugador de béisbol mientras reposa en un retrete, lo cuál simboliza, de alguna manera, la tendencia general del cine del porvenir: en este caso, un film muy bien rodado, muy elegante, pero de contenido nihilista e infantil, dos características que dominarán el espectáculo de los siguientes treinta años. El capitalismo salvaje convierte al público en un parvulario. El fascismo gobierna introduciendo el virus de lo infantil. Miren a su alrededor, ¿les suena? Pónganse las pilas. Películas seudoépicas como Far and away (1992) de Ron Howard, American Heart (1992) de Martin Bell, Johnny Memonic (1995), The wisdom of crocodiles o Sirens (1994) de John Duigan anuncian diferentes cosas: cine nacionalista norteamericano (mitológico), cine de Jeff Bridges (un género en sí mismo), el cine de lo virtual (videojuegos-Matrix), el cine de la violencia gratuita y por último, el cine feminista, que en el caso de Sirens, es bastante original. Una pequeña pedrada. Para terminar este Julio, también se recomienda de nuevo ver la película de Werner Herzog The fire within: a requiem for Katia and Maurice Krafft, un poema documental de una importancia impensable. Hay pocas películas en siglo XXI que merezcan un respeto mayor que este monumento que Herzog, al igual que lo hizo ya con Grizzly Man (otra de sus mejores películas), dedica a los autores desvanecidos de las imágenes mostradas, combinando este metraje de archivo de manera sin igual. Una historia sobre dos intrépidos vulcanólogos que acabaron siendo cineastas sin querer, testigos del milagro del mundo, de las entrañas de nuestra realidad. La obsesión, la valentía, la inconsciencia y la persecución de la belleza soterran el hecho científico. La ciencia sólo era una manera de financiar su locura, de financiar sus deseos estéticos. Katia y Maurice Krafft deberían ser considerados artistas de primera, pues en su vida asumieron el sacrificio de la aventura y el amor por lo desconocido. Una vez, el escultor Carl André dijo: el trabajo del artista es convertir los sueños en responsabilidades. Tenía mucha razón. Así Herzog, el gran cazador de historias de nuestra época, el eterno curioso, el amante de la hermosura del mundo -quien ya había trabajado sobre los volcanes en su Into the Inferno (2016)- se queda obnubilado con las imágenes captadas por los vulcanólogos y ofrece una lección maestra de cine, de silencio, de fuego, de vida. El fuego se lleva dentro y los artistas se reconocen entre ellos. Fascinante. Inmejorable. Un lujo de película. Pero cuidado, una última advertencia: existe otra película, estrenada también en 2022 y mucho más promocionada que la de Herzog al ser producida por National Geographic, que se llama Fire of love (2022) de Sara Dosa, una joven documentalista que se ha atrevido a hacer un montaje con otra parte de los archivos de los Krafft y a contar su historia de otra manera, generando un fenómeno especular. Los espejos siempre son peligrosos para una de las partes. Fuera de polémicas, lo bonito de esto es ver ambas y darse cuenta qué tipo de espectador eres. Aviso: una es muy buena y la otra es muy mala. Cine y cultura audiovisual no son lo mismo. Hay una brecha que cada vez se hace más grande. Todo reside en aprender a colocarse en el abismo como los Krafft y dejar todo lo demás de lado.

Como decía Hitchcock, la próxima vez volveremos con otra historia.

 

 

 




miércoles, 28 de junio de 2023

 

 

 
FLORILEGIO DE JUNIO
Man Ray, cuestiones de identidad y desmadre

 




No era una continuación de la vida,
sino un salto en la oscuridad.
 
Henry Miller

 

Es esta una bella época calurosa que por momentos vuelve a ser primavera cuando uno ve El retorno de la razón (1925) de Man Ray donde la lluvia dibuja sobre los pechos de una mujer las siempre emocionantes rutas del cine, esos senderos plásticos y milagrosos por los que unos pocos se han atrevido a lanzarse y que han dado tan hermosos frutos, aunque siempre mal conocidos. Un ejemplo: en este corto de Man Ray aparecen esculturas móviles desafiando a sus propias sombras, texturas de la tierra volviéndose cristal y un tío vivo transformado en un enigma de lo obsceno. Tal vez este matiz impuro, propio de cineastas superdotados como Kenneth Anger, Peter Kubelka o Andy Warhol, es lo que, en definitiva, los ha mantenido hasta la actualidad en el margen, en el anonimato del ojo. La cultura visual contemporánea, a pesar de su vicio por lo pornográfico (en todos los ámbitos: sexual, político, social, económico...) se ha convertido en un circo puritano, donde la mentalidad Disney abarca mucho más que al pato Donald. La perversión actual es cínica pues desarrolla la doble moral de una manera acrítica y se deja llevar por la tautología y lo sociológico. Otro ejemplo: en Emak Bakia (1926) -tal vez la más conocida de las piezas cinematográficas del artista de Filadelfia- se trata de dilucidar si el cine puede ser un poema, pues el ojo experimenta la ciencia de la emoción donde las mariposas vuelan dentro de las pupilas de arena donde nacen flores. Los clavos suceden de la nada y los relojes ruedan como peonzas; no hay tiempo. Los letreros luminosos versifican el objeto geométrico que lleva a la locura, al dulce delirio de ver al arte en marcha. Todo es ritmo: el girar de los efluvios en el torbellino de las cosas moviéndose en el azar, deformando la belleza del ojo para llegar a un coche y gobernar al rebaño. El cine es un cerdo soñando con infinitas piernas de deseo bajando de un automóvil. Lo femenino se mira al espejo, se pinta los ojos para ver la espuma del mar; con la cara tapada todo se desliza entre peces y esculturas que se marean pensando en el corcho. Se construye un castillo de imágenes desde donde el saltador se prepara para lanzarse; los dedos se abren y la cabeza del riachuelo se enamora de la ciudad mágica de la oscuridad. Las formas salen del cascarón. Es entonces cuando aparece el rostro y no en las películas de Griffith o Vertov. Los brillos se hacen infinitos, los bailes, los movimientos; el dedo es de cristal y toca el alma del público. El cine se convierte en poema, en fotones, neutrones y sueños de mujeres donde la risa se escapa al control. El arte entra en una nueva fase y Man Ray lo sabe. Es consciente. Cuellos de vestir, nadires y picados rompiendo lo establecido, llevando la experiencia amateur al nivel experimental, bailando en la oscuridad, reino de lo efímero. Ante esto, sólo chuparse los dedos y dormir despierto. Godard y Lars von Trier han amado con intensidad esta pieza que le habría encantado a Mallarmé o a Rimbaud. Por otro lado, en 1928, Man Ray filma La estrella de mar basada en un poema de Robert Desnos, rodada tras las protuberancias de un cristal deformado, intentando transformar al cine en un cuadro de Munch en movimiento. Hay una historia, la historia de una estrella fosilizada que vive, que resucita gracias a la lectura de los periódicos. La información sirve para algo por fin entre vías de tren, barcos humeantes y cilindros de mar que crean la silueta del mundo. El cine puede ser simplemente el gesto de sacar y meter una espada, de hacer girar la estrella hasta generar un bodegón. Todo desaparece por un momento para darnos cuenta de la ilusión, luego, un pie se posa sobre un libro abierto. Ella está enmascarada ante el amor, el agua, el fuego. El cristal se rompe ante lo bello y sólo queda cerrar la ventana. En 1929, Man Ray rueda los dados de Mallarmé y dos nuevas enmascaradas buscan una aventura clandestina: la aventura del siglo XX. Los ojos ven corridas de toros, el rostro del público filmado de lejos, la muerte filmada en miniatura, ¿no será, de repente, el miura una metáfora perfecta del cine como arte? Durante los años 30', Man Ray crea pequeñas joyas domésticas como Poison (1933) donde ver fumar a un hombre y a una mujer se convierte en un culto, en una forma de llegar al veneno donde el ojo tiene  su brillo final. Filma sus propios cuadros, siempre cercano a lo plástico, hasta que en 1937 rueda una graciosa pieza en la que entre otros, aparece Picasso antes de asumir su calvicie perentoria, magreando a sus concubinas en un chiringuito de la Costa Azul. La obsesión por la muerte y la posesión de la musa se retrata en este capricho goyesco titulado La garoupe, una caja espacio-tiempo donde las máscaras son hojas de árbol, donde todo evoca a Magritte, al misterio, al deseo, a la lucha contra el aburrimiento; al surrealismo. Existió un mundo en el que se podía comer desnudo en un restaurante y fumar un millón de kilos de tabaco sobre la mesa, hubo un tiempo en que Picasso y sus grupis leían las líneas de las manos y el futuro no era luminoso. Un mundo durmiente se acababa y Man Ray lo selló en el tiempo, leyendo, fumando, tapándose la cabeza con un pareo, haciendo quemar cerillas sin motivo al pintor más famoso del pasado siglo. En Ady (1938) Man Ray aparece pintando, ejerciendo el viejo oficio de la representación rodeado de ruinas. En ese año filma también Dance, donde una tal Jenny baila sin parar delante de la cámara, inaugurando el cine cuerpo, las performance de los 60' y cómo no, el Tik Tok del siglo XXI. El ser humano tiene una necesidad de mostrarse al otro, a sí mismo y a la colectividad. Esta expresión de desnudo no está exenta de misterio, carece de explicación. La Humanidad desea ser devorada por el conjunto en una acción caníbal de índole sociocultural. Al final del corto, se ve una especie de retrato insistente de Man Ray haciendo que habla por teléfono, ¿con quién se comunica? De aquí en adelante el cineasta usa el cine como una forma de identidad, así en Juliet (1940) muestra rostros deformados tras el cristal, intentando descubrir el pensamiento de lo femenino, centrándose en lo esencial. Ella baila delante de un cuadro, en el cuadro hay un pez y al final, Man Ray aparece delante del mismo cuadro. El artista, la musa y la obra: el triángulo sagrado del arte clásico. Todos estos rituales chamánicos desembocan en una pieza de 1950 denominada Autorretrato donde Man Ray hace pompas de jabón con una pipa fina y larga, llenando el vacío de la existencia, expresando con la mayor sencillez, algo profundo, verdadero y eficaz. Entre otras cosas, esta película manrrayana profetiza de alguna manera, que el público acabará siendo el óleo mismo, la materia, el cuadro, la imagen; será devorado. El cine acabará siendo el público de una manera invertida, travestida. En suma, una obra sobre la identidad y la función del Arte.

En 2022, Alejandro G. Iñárritu estrenó Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, una especie de autorretrato de él mismo y de su país, México, tal vez una consecuencia directa de la irregular Birdman (2014) e incluso de El Renacido (2015). Iñárritu decide realizar una superproducción sobre los interiores de una conciencia individual, sobre lo invisible y los sueños, acto que le acerca a Fellini por un momento y a su compatriota Carlos Reygadas por otro. Un film lleno de traumas, de alegorías y de laberintos psicológicos en medio de la memoria que recorre un camino mayor que el del propio individuo. Si Birdman trabajaba el asunto de la crisis del artista, Bardo incide en la crisis del hombre cotidiano; extraña y lujosa. También de identidad trata la incomprensible y saturada Beau is afarid (2023) con un siempre fascinante Joaquim Phoenix, metido en un palimpsesto psicoanalítico lleno de estímulos encadenados llenos de delirio y caos. Por un lado recuerda a la vertiginosa Todo a la vez en todas partes y por otro a Spider (2002), tal vez la única película de Cronenberg realmente interesante. Sobre la identidad también tratan dos documentales de 2022: Oswald el Falsificador y Sintiéndolo Mucho, ambas intentan profundizar en dos almas complejas y contradictorias: una en la de un falsificador de arte y la otra en la de un cantante narcisista. La primera por momentos se hace interesante e incluso divertida, aunque el cartón se va haciendo cada vez mayor y la película se hincha con memeces poco interesantes y poco concluyentes; por la parte de la película sobre Sabina, hay una sensación de desasosiego sobre todo por el director, Fernando León de Aranoa, quien desde 2010 (Amador) ha abandonado el estilo que le hizo respetable y se ha lanzado a territorios poco recomendables en los que su figura se ridiculiza y su obra anterior queda ensombrecida. Por la parte de Sabina, no se esperaba nada distinto: un maníaco egocéntrico y teatrero quemando sus últimas naves en un intento desesperado por redibujar un personaje que ya poco puede ofrecer al mundo; eso sí, a partir de su disco Física y Química, sus canciones son por lo general, cojonudas. El arte documental es un arte sagrado, tal vez el más milagroso del fenómeno cinematográfico. Sólo hay que ver la obra de Raymond Depardon o Jean Rouch para darse cuenta de la potencia de lo real cuando es ordenado de una manera poética. Pero no hay que ser nostálgico para amar el arte documental: obras como American Dharma (2018) de Errol Morris o Icarus (2017) ofrecen un baremo bien alto de la salud de lo documental en la actualidad, por no mencionar a genios actuales del género como Chris Smith, Rodney Ascher o Colette Candem. La realidad está más que nunca desatada; si en época de Cambises o Ciro hubiera habido documentalistas, el mundo sería distinto pero sólo tenemos un siglo filmado, lo demás es una imaginación, un relato, un sueño. En ese relato, la ficción también se desmadra como en las películas de Carlos Vermut, en concreto sus dos mejores trabajos: Manticora (2022) y Quién te cantará (2018). Un poco como en los documentales de Oswald y Sabina,  casualmente Vermut desarrolla las historias de una especie de falsificador (Mantícora) y la de una estrella en crisis (Quién te cantará), ambas imbuidas en lo identitario y en el secreto. Es cierto que la ambigüedad de estas las obras puede llevar al público a quedarse en la superficie de los temas, cuando en realidad Vermut es un cineasta de terror, de misterio, un cuidadoso orfebre de situaciones anómalas que aspira al reino hitchcockniano-browningniano, consiguiendo piezas de horror psicológico construidas con una intencionalidad inteligente, o sea, de participación en la reconstrucción del fuera de campo. Director muy interesante que debe pulir ciertos frikismos y dejar entrar más a lo real en sus historias. Films como El acontecimiento (2021), obra muy comentada e idolatrada por cierta crítica, dirigida por Audrey Diwan, es el ejemplo perfecto de creer en lo real de una manera equívoca, pues la película en sí no aporta nada al tema del aborto y se convierte en una tautología sin riqueza alguna, pornográfica, crepuscular y aburrida; no está demás advertir que Chabrol ya dejó claro en Un asunto de mujeres (1988) el proceso del trágico asunto, ¿por qué seguir haciendo películas que abordan un tema de la misma manera? Un misterio. A Jaime Rosales también le ha pasado con Girasoles silvestres (2022), desviándose de su mirada singular a una ficción demasiado corriente. Lo real debe ser fantástico para que azote al ojo de la conciencia.  No sé por qué me da a mí que es más interesante ver This Gun for hire (1942) de Frank Tuttle y flipar viendo hacer trucos de magia a Veronica Lake. Cada uno a lo suyo. Lo social no es el tema esencial del cine aunque hoy sea tan valorado y financiado, pues la sensibilidad hacia dicha tendencia ensombrece las partes más ricas del mundo del celuloide (o lo que sea hoy), y si o que se lo digan a Muybridge o a Segundo de Chomón. Para ir terminando con la cuestión del individuo como puzzle, recomendamos que durante este Junio, junto a un buen tinto de verano y una pipa de jabón, alguien se decida a revisar la magnífica The master (2012), una cinta casi perfecta llena de aristas y recovecos increíbles donde además de disfrutar de algunos de los mejores actores de nuestra época, se pueden aprender un par de trucos para vivir en este cuerpo del siglo XXI, este cuerpo sin órganos que todo le atraviesa, hundido en la inercia inexpugnable del sistema cruel que a todos azota. Hay secretos para vivir, para seguir vivo, que se esconden en los libros y en los viajes en el tiempo. Nuestra memoria es un viaje en el tiempo que puede curarnos conectando con espíritus anteriores que aún hoy perviven en nuestras venas. Domar al dragón. En este sentido, la película Starman (1984) de John Carpenter es una auténtica joya del cine comercial, hija de Encuentros en la tercera fase (1977) y madre de films posteriores como K-pax (2001) donde Jeff Bridges cede su rol de extraterrestre a Kevin Spacey, a quien intenta psicoanalizar. En Starman, Bridges le cuenta a su compañera que el planeta del que viene es más perfecto y pacífico que el nuestro, pero que la pérdida de la imperfección conlleva una cierta infelicidad y una homogeneización tediosa. La multidiversidad de caracteres otorga a la realidad la única riqueza necesaria: lo imprevisible. Que se apunten esto los idólatras del ChatGPT4; si el algoritmo llega a dominar las cosas, el mundo será un puto coñazo. Por eso, mientras la esperanza siga viva y la locura del pensamiento siga en poder de lo humano, podremos seguir viendo películas tan divertidas como Where the Buffalo Roam (1984) de Art Linson para reírnos de todo y de todos, sin preocuparnos demasiado por lo que ocurre a nuestro alrededor e intentar sólo vivir un ratito de la manera más intensa posible.








miércoles, 14 de junio de 2023


 

 



Miscelánea de Mayo
SOMOS PECES DORADOS
 






«La risa procede de algo que se espera y que de pronto se resuelve en nada.»

Inmanuel Kant

 
 
Quién no podría amar a Ted Lasso: una mezcla entre Groucho Marx, Andy Bernard (The office) y Mr. Belvedere. Se trata de un personaje creado para sanar, para guiar a otros desde la debilidad y no desde el poder. En esta ficción no existe la tiranía, sólo una persona con un enorme trauma que esconde con infinitos chistes y refranes -que llevan a confluir en moralejas útiles e inútiles- un enorme temor, una gran pérdida. Ted Lasso, además de un ser un ente de ficción, es una serie que -como casi todas-, debería haber durado menos y haber diversificado también menos. La ambición de solucionar todas las tramas creadas complica los argumentos principales y por tanto, desdibuja el sentido de la serie; es el pecado de la producciones actuales. Maldita industria. Malditas series, ¿es la nueva Fiebre del Oro? Pese a todo, hasta la mitad de sus capítulos, Ted Lasso es una revelación ficcional, una comedia abocada a la risa fácil que acabó siendo, tal vez, la primera serie de autoayuda como tal, una máquina del tiempo hacia los años 90', ese paraíso de happy endings y de buenas intenciones que han sido barridas en este nuevo siglo de escepticismo y pesimismo. Hoy, los cómicos, están empeñados en demostrar que la comedia es algo más que hacer el payaso para que los demás se rían y por tanto, han convertido la risa en pseudofilosofía, o sea, en una cosa muy peligrosa en la que la gente pierde demasiado tiempo. La comedia no es una cosa seria por mucho que la reivindiquen y más allá de la sonrisa, no es más que una versión cutre del pensamiento débil. Hoy los cómicos escriben libros, dan conferencias, presentan programas,protagonizan series, hacen anuncios de cereales, de bebidas, de neumáticos y siguen predicando al personal como si este oficio fuese algo más que un simple entretenimiento. Quieren ser Klaus Kinski en modo Jesus. Ya lo dijo Jim Carrey -el rey de todos los comediantes-: "sólo me queda ser Jesucristo". Tal vez hay un tipo de humor que se está acabando pero que, como todo lo que triunfa, se resiste ha desaparecer. Todo esto es una tradición que viene, como todo lo malo, desde EEUU, imperio donde la comedia se ha convertido desde hace medio siglo, en una verdadera rama del poder. Allí los cómicos son dioses y multimillonarios, poseen el aplauso, la voz y la verdad. El famoso stand-up es una especie de ritual donde un puñado de sofistas se sube a especular sobre la vida y sus costumbres, lanzando mensajes estrambóticos y caprichosos a un público enfermizo, ansioso de convulsión. La risa es un tipo crisis nerviosa a la que los más agudos profesionales, pueden inducir con la mayor facilidad. Pavlov y los perros: una vieja historia. Entre tanto, sólo decir que Ted Lasso, a parte del fútbol inglés y el couching milagroso, es una serie que trata sobre todo del lenguaje y de cómo éste nos sirve de máscara, de refugio, de búnker. Si se analiza la velocidad de las palabras de Ted en la evolución de su andadura, se podrá observar un aumento de pulsaciones en sus vocalizaciones hasta llegar a un punto casi indescifrable: Ted llega a casi vomitar palabras sólo para ganar tiempo, irse del trabajo y encerrarse en casa a llorar. Vive sumido en la nada a la que le ha llevado la mentira del humor. Hay algo muy negativo y que se acaba haciendo profundamente aburrido en el protagonista, un giro de guión que arrastra al público al abatimiento por pura depresión. Así como la mitad de la serie es un homenaje al optimismo más radical y radiante, la otra es un descenso al realismo más puro, un viaje del idealismo y la fantasía hasta la decadencia del ser, el agotamiento del entusiasmo, hasta el vacío existencial y la impotencia. De hecho, hay algo muy conservador y terriblemente tóxico en la decisión final de Ted; esa es la sensación se mastica en su última mirada.
Por otro lado y retomando aquello del stand-up, hace poco también ha terminado otra serie -cómo no, demasiado larga- llamada La maravillosa Mrs. Maisel, una historia original muy bien contada con un despliegue de medios que ya le gustaría tener a desmesurados como Scorsese o Wes Anderson. Se trata de una especie de distopía sobre la comedia a partir de los 50' en EEUU y que narraría el origen de la comedia actual a través de los ojos de una mujer que triunfa sobre los escenarios mofándose de la realidad y de los hombres. En el caso de este personaje, también pueden apreciarse dos caras, una, la de una niña pija de Manhattan que adora vivir con su familia y comprarse vestidos a lo Jackie Kennedy (muy Opus) y otra, más punki y deslenguada, que trabaja presentando cabarets, incendiando antros y enseñando las pechugas en público para ganarse un hueco en ese mundo en el que si no te vendes no mamas. La serie de Mrs. Maisel tiene muchas conexiones con la de Ted Lasso, con la creación de mundos imposibles, en su metáfora del menos es más e incluso del absurdo sueño americano, la competitividad, la locura y sobre todo, un sentido de la comedia más familiar que todas las producciones estrenadas en los últimos veinte años. En el siglo XXI se ha perdido la inocencia en pos de la pistola, la cocaína y la pornografía: al otro lado están estas dos ficciones donde nada de eso persiste, ninguna violencia sobrevive, ningún asesinato debe de ser resuelto, ninguna macarrada se impone ante el lujo de la historia bien contada, del reino de personajes originales. Una antigua sensación ha resucitado con ambas series que con sus más y sus menos, encarnan una nueva-vieja manera de afrontar la comedia más allá del narcisismo, el predicamento y la idolatría.
Dos peces dorados.









jueves, 18 de mayo de 2023

 
 
Miscelánea de Abril
(de bucles, infinitos y abogados)






En 1996 una jovencísima Natasha Lyonne, apenas estrenando su carrera de actriz, interpretaba un curioso personaje en Todos dicen I love you del hiperprodcutivo Woody Allen que, lamentablemente pasó desapercibido. La carrera de la señorira Lyonne ha sido bastante larga y completa, mas no será hasta 2019 que estrena Russian Doll, producida y escrita por ella misma, cuando se rebele con toda su gloria y talento. Sin duda se trata de una miniserie (15 capítulos) originalísima y caótica, enraizada en la moda de los bucles y las fiestas nocturnas. Una delicia inesperada; un peli serializada. Pero esta no ha sido su última carta, pues en 2023 ha estrenado Poker Face, un serial donde cada capítulo es una aventura nueva, casi como si de los famosos trabajos de Hércules se tratase. En dicha historia da vida a una peculiar mujer llamada Charlie, perseguida por asuntos turbios, dotada de una habilidad nada corriente, concerniente a la verdad. Si se analiza la ficción norteamericana en un amplio ratio, la profunda esencia de las historias se basan en la profusión de la mentira y en cómo alguien lucha por aclararla o simplemente se topa con ella. Dicha inercia habla de un cultura imperialista construída a partir de falsedades y apariencias como pilares básicos; el capitalismo se basa en las ventas y el arte de las ventas se basa en la ocultación, el disfraz y si no visionen Salesman (1969) d elos hermanos Maysles. Curiosamente, exceptuando un puñado de autores desperdigados por el mundo que trabajan la originalidad y no utilizan tramas maniqueas o simplemente materialistas, todo parece reproducirse ad infinitum (de hecho, llama mucho la atención la cantidad de títulos que abarcan el tema en su sentido menos laxo: A trip to infinty, 2022 / The edge of all we know, 2020 / The man who knew the infinity, 2015). Sin saber cómo, el público del presente se encuentra en medio de una seria encrucijada, ante una producción ilimitada en base a una ficción pobre y clónica; en cartelera, siempre vemos la misma película. A pesar del absurdo del caso, a nivel psicológico y por supuesto monetario, parece funcionar. También le funcionaba a Pavlov con los perros. Han generado una sociedad ludopática y ahora, unos cuantos se están frotando las manos con guantes de oro. Después de mimetizar la sociedad con la mitología, las personas fluctúan entre mundos inciertos, confundiendo cada vez más lo real, cuándo acaba el cuento y cuándo el suceso. Literatura o vida. Cine o paisaje. La tergiversación y refrito de los géneros está deshaciendo el mínimo pensamiento crítico que quedaba entre bambalinas. La religión del todo es lo mismo y la distópica igualdad generalizada, ha dado como resultado, entre  otras muchas cosas, un monto fílmico que aplasta literalmente al público y hace lo que quiere con él, sometiéndolo en la imposibilidad. La abundancia es la protagonista. Hoy la marioneta, más que nunca, está entre butacas. Por eso es tan importante ver Kajillionere (2022) o Pacifiction (2022), sólo para darse cuenta de ciertas caras de la invención que persiguen la senda de la originalidad y no del mimetismo monetizante. Medicinas. El desafío del futuro no es llegar a Marte sino ser uno mismo, diferenciarse de lo demás por la esencia y la personalidad que quieren destruir a través de los mensajes del mainstream -lanzados como bombas atómicas sobre las neuronas-, cuyo deseo es esclavizar al mundo en un sofá viendo series hasta que se les salgan los ojos. Perder el tiempo. Time. Por cierto, hablando de lo cuál, ahí va una lista de series cojonudas, no demasiado vistas para aprovechar los tiempos muertos:

1- The night of (2016) de Richard Price

2- Servant (2023) T4 de Tony Basgallop
 
3- The consultant (2023) de Christoph Waltz

4- Broadchurch (2013) de Chris Chibnall

La primera es una delicia con el mejor John Turturro conocido -al menos, el más equilibrado-, de una factura excelsa y una narración clásica digna de todos los honores: da gusto ver series sobre la justicia tan bien hechas (Saint Omer, 2022 sería un ejemplo y Delitos flagrantes, 1994, sería otro). En formato miniserie, que es lo único que funciona de forma homogénea, brilla con luz propia coo una mariposa; lo que se alarga más de ocho capítulos suele acabar siendo ensaladilla rusa. Increíble. La segunda y la tercera son series de terror bien ideadas, crueles y entretenidas. La cuarta es como la primera pero peor hecha, más british, con un final algo flojo. Qué difícil es terminar una buena historia y sobre todo cuando trata de un crimen. De la muerte. Aunque para buena historia, la de la película La duda (2008) con Seymur Hoffman y Meryl Streep, un film aparentemente sobrio y minimalista, mas de una tensión fuera de campo de una efectividad enorme. Dirigida por el curioso director de Joe contra el volcán (1990), su estética emana el color del secreto, su guión, la factura de la buena artesanía narrativa; de hecho el guión es también de John Patrick, autor entre otros libretos de Cinco esquinas (1987) -con John Turturro por casualidad- o ¡Viven! (1993). Hablando de los 90', habría que recordar Seven (1995), origen de todas las ficciones criminológicas de los siguientes 25 años. En 1997 se estrenó Hércules de Disney -quizá la mejor película de animación del final de la bidimensionalidad- donde digamos se mezcla lo viejo con lo nuevo, pero donde se nos recuerda que lo verdadero es lo más importante. Si ahora retrocediésemos unas cuantas décadas nos encontraríamos Los viajes de Sullivan (1941) del maravilloso Preston Sturges, quien encomienda a su protagonista a bajar a los bajos fondos de la realidad para poder conocerla de primera mano y poder así crear algo verdadero. Durante los años 70' se intentó mover las conciencias y ciertos directores hicieron lo suyo: Brian de Palma estrenó su atípica Hi, Mom! (1970) con Robert De Niro, un film heredero de lo mejor de Pasolini, Hitchcock y Godard -al menos, de su parte más documental-. También en 1970 Hal Ashby dirigió The Landlord, una película fascinante que entremezcla los temas del racismo y la lucha de clases de la manera más extraña y cómica, utilizando como levadura la cruda realidad de los barrios bajos. La verdad está en la basura. Arte Povera. Los 80' fueron más evasivos: en 1984, Gonzalo Suárez estrena Epílogo, un supuesto palimsesto experimental sobre dos escritores y sus luchas internas, centrada en el hecho de la escritura como creación existencial, como gesto eterno; un Bouvard y Pecuchet a la española. En The Whale (2022) se trata entre otros ese tema de la literatura como escape, como elevación, como transfomación de lo mostruoso; otra cosa es que Moby Dick sea sólo una obra religiosa de los colonos protestantes de EEUU y se utilice como piedra angular de un falso misticismo redentor. Un país fanático ansioso de pirámides y billetes. 
 
Para terminar, recomendaciones de primavera para alérgicos: 
 
- The dirties (2013) una versión cómica de Elephant (2003) de Gus van Sant, mucho más impactante y menos dramática, de una construcción inteligente y fresca, sin eledir el eemento trágico; su creador es Matt Johnson un  verso libre del arte cinematográfico. 
- Yehudi Menuhin, a family portrait (1991) de Tony Palmer, un retrato sobre el prodigioso violinista norteamericano, dotado de un detalle y una sensibilidad dignas del arte musical. Muy recomendable, quizá lo mejor del mes.
- No está nada mal la que quizás acabará siendo la mejor película del irregular Willem Dafoe: Inside (2023) dirigida por Vasilis Katsoupis a modo de larga performance que sirve como una crítica directa a las prácticas del arte contemporáneo y que a su vez, las utiliza como elementos narrativos para acabar en una especie de conclusión al modo The Whale. 
 
Los directores, últimamente, tiran de evanescencia.