sábado, 19 de octubre de 2013






LOVE STREAMS
(1984)

John Cassavetes







La vida de la calle, la vida nocturna, la gente solitaria en busca de algo... a veces son incluso más suaves porque no llevan implícito el sentido de la responsabilidad y el dolor. Son únicamente intercambios, pero sin pagar ningún precio. El tema de la familia en conjunción con eso es un drama que toca de cerca la vida de la gente. Es algo que ocurre todo el tiempo, y siempre es cuestión de poder salir de eso una vez que te has metido. La mayoría piensa que la vida de la calle son cinturones negros, látigos, asuntos turbios y sórdidos, pero no es así. Esa vida implica una búsqueda.
La victoria importa menos que la tenacidad. La vida no es un asunto de ganar o perder; de lo que se trata es de seguir trabajando y amando a pesar de todo. Por eso, por extraño que parezca, no es una película dolorosa. Verla es una experiencia bastante agradable. Al menos para mí; me hace sentir que vale la pena vivir. Creo que la gente vive toda su vida tratando de encontrar algo que la haga feliz. Esta película trata de una lucha, de lo difícil que resulta ser feliz, pero, de una manera extraña, todas esas personas viven su vida dentro de un marco de amor. El dolor está en la pérdida de ese amor, pero nada más.


Extractos del libro Cassavetes por Cassavetes 
de Ray Carney












jueves, 10 de octubre de 2013




 SCÉNARIO DU FILM PASSION
(1982)
Jean -Luc Godard





¿qué es lo que ves?
una playa bajo un sol cegador
¿qué podría verse?
lo invisible si fuera visible
¿qué es lo invisible?
la playa
¿y qué te encuentras allí?
te encuentras contigo mismo,
cara a cara con lo invisible
¿y qué es lo invisible?
un movimiento
¿y qué es un movimiento?
algo probablemente posible
¿y cómo sabes eso?
porque lo he visto
¿y cómo has visto lo invisible?
con una cámara y un escenario
¿para qué esas dos cosas?
la cámara crea lo probable, lo posible
¿y el escenario?
el escenario establece la posibilidad
de que acontezca
¿entonces?
dentro de uno sucede algo,
dentro del otro, vuelve a suceder la acción
¿eso es un trabajo?
eso es el amor 
¿eso es el amor?
es el trabajo
¿qué es?
el amor y el trabajo, 
el trabajo del amor
¿de qué trata el trabajo?
de ver lo invisible y describirlo
¿de qué trata el amor?
de ver lo invisible y amarlo
¿eso es la pasión?
la pasión es el trabajo realizándose
¿qué hay que hacer?
primero hay que ver el mundo y
luego hay que escribirlo
¿para escribir una novela?
no quiero escribir una novela,
quiero verla
¿por qué?
porque hay cosas que deben verse 
para saber que existen
¿pero si no se ven?
tú, si quieres, puedes
 inventar el mar
¿para qué?
para vivir en tu playa
¿pero qué es la playa?
aquello que nace de algo 
que se consume
¿qué es lo que se consume?
tú, yo, él, ella
¿entonces, qué queda?
la pasión














miércoles, 9 de octubre de 2013






MINNI AND MOSKOWITZ
(1971) John Cassavettes
PIERROT LE FOU
(1965) Jean-Luc Godard





¿De qué trata el cine exactamente?
El cine es un campo de batalla: amor, odio, acción, 
violencia y muerte. En una palabra: emoción.

Samuel Fuller



En el juego del amor todo vale; en el juego del cine también.
Godard y Cassavettes juegan con el cine para comprender un sentimiento muy concreto, tratado desde un punto de vista casi mágico. Se suele decir: eso son cosas que sólo pasan en las películas y tal vez, en esa simple bagatela, se esconde la verdadera filosofía practicada en los films presentes. Se trata básicamente de estirar la realidad de lo posible hasta el máximo, mostrando su versatilidad, su campo de acción, su velocidad, su melodía, su violencia. Es curioso ver cómo dos cineastas coinciden en desarrollar la idea del amor como romanticismo, y cuando digo ésto, me refiero al término romanticismo como ideología, como bastión de las pasiones, de la expresión, de la libertad.
Tanto Minni and Moskowitz como Pierrot Le Fou, desarrollan los caminos del azar guiados por el amor en un mundo loco -como diría Onetti-, un mundo que no tiene un sitio para ellos, esos personajes perdidos y aburridos en la maraña de lo cotidiano, de la rutina, de la vida pasiva. Así, Godard y Cassavettes lanzan en un cohete de aventura a sus personajes y al mundo en general hacia los campos del sentimiento, de la utopía; a ese mundo de la pareja prácticamente intransitable. Sí es cierto que la película de Godard es mucho más sofisticada que la de Cassavettes, pero es igual de infantil e igual de graciosa y es igual de trágica e igual de feliz, pues finalmente hablan de lo mismo. Sí es cierto que Cassavettes utiliza un estilo más parco, con menos elementos, menos barroco y por eso su film es más engañoso, pues cuando te enfrentas a Minni and Moskowitz, crees que entras en una realidad pura y sucia, pero al correr el metraje, vas descubriendo que también es un sueño, una visión muy parecida a la de Godard, un intento de evasión de la regla dentro de un mundo muy particular donde ocurren cosas que normalmente no ocurren. Por eso es curioso observar cómo ese extraño hiperrrealismo de Cassavettes, se emparenta con el curioso manierismo pop godardiano, siguiendo esa linea del alambre del amor y del cine, de su obsesión por las cosas, de su terquedad y resistencia por mostrarlas tal y como aparecen dentro de ellos mismos, liberando al deseo para que haga lo que quiera donde quiera y todo parezca un cuento de hadas que no siempre es triste, que no siempre es alegre.
Dicen que en entre otras cosas, Godard hizo Pierrot le fou para despedirse de Anna Karina y de un cine que él sabía, se iba a marchar con ella; Godard nunca más volvería a filmar de la misma manera. Cassavettes estuvo con Genna Rowlands toda su vida, pero se cuenta que su relación fue muy atormentada y tal vez, Cassavettes ideó Minni and Moskowitz para que no se le olvidara el amor, para que no se le olvidara -aunque sólo fuera una idea- que el amor puede ser eso, un baile, una persecución, una canción, un hechizo; Cassavettes nunca más volvió a hacer una película parecida. A través de sus formas, los dos filmes afirman que el amor es lo más vital cuando se vive al máximo, es lo más parecido a aquello que llamamos libertad, aunque nunca sepamos qué signica esa palabra y por eso estas dos películas son importantes y por eso estos dos artistas, también lo son.
Godard, hoy sigue encarnando el cine.
Cassavettes ya murió, pero su cine aún late.
Ellos son la sístole y la diástole de la modernidad, un momento que aún no ha terminado del todo aunque lo quieran llamar como lo quieran llamar, pues la batalla sigue siendo la misma y el objetivo debe seguir siendo la búsqueda de la emoción.




















martes, 8 de octubre de 2013






VAMPYR
(1932)

Carl Theodor Dreyer





Cuentan que Julian West fue un vampiro que vivió mil vidas desde que interpretó a Allan Grey. Julian West fue un misterioso actor que no era precisamente un actor, sino un gentleman al que le gustaba coquetear con la muerte de una forma especial. Dicen que Julian West llegó a hipnotizar a traición a Dreyer para que le concediera el papel protagonista de Vampyr, un papel que curiosamente fue el primero y el último de la carrera de West, siendo éste el que le lanzó a la posteridad del cine.
Julian West nació en Paris siendo el Baron Nicolas de Gunzburg, un extraño personaje descendiente de una misteriosa saga familiar de polacos aficionados al satanismo y a los fantasmas. La primera vez que Julian West figuró con ese nombre, fue precisamente en los créditos de la película de Dreyer. Nadie sabe por qué se cambió de nombre ni cómo convenció a Dreyer, pero lo que sí se sabe es que Vampyr marcó inevitablemente su destino.
Después de estrenarse con un rotundo fracaso de público y crítica, Vampyr quedó de alguna manera olvidada y apartada para siempre injustamente. Viéndola hoy, disfrutando de su brillantez y de su belleza, aún no se comprende cuál fue el extraño motivo de su obligada marginación. Después del fracaso, Julian West entró en una profunda depresión y estuvo algunos años desaparecido. Por otro lado, Dreyer pasó una decada sin hacer películas, sin la posibilidad de poder realizar un sólo proyecto personal; Vampyr se transformó en una maldición.

¿cuál fue el motivo que arrastró al ostracismo a estos dos talentosos artistas?

Años más tarde, Julian West se retiró a New York para ganarse la vida como un dandi, junto a un tal Erich Oswald Stroheim, un estravagante buscavidas austrohúngaro. Se dice que entre los dos llegaron a ganar millones de dólares explotando el simple arte de la seducción; era dos expertos truhanes, decididos a triunfar. Se inventaron la boyante historia de que ambos eran barones austríacos de alta alcurnia y bromeaban con el hecho de que por las noches, sobre todo en luna llena, se transformaban en vampiros y castigaban a todos aquellos que no cumplían sus peticiones. Se hicieron muy populares y toda sus compañías les reían las gracias, pero su encanto hechizante y la siniestra forma en que vestían los dos supuestos austrohúngaros, hicieron dudar a más de uno sobre quiénes eran en realidad esos dos tipos. Muchos creyeron la historia de los vampiros.
Pronto, West se interesó por la moda y Stroheim -ya convertido en Von y vistiendo monóculo, uniforme y botas- se empeñó en el cine. A pesar de las advertencias de West, Stroheim intentó hacer películas y así, con su tozudez imperial, llegó a hacer diez personalísimos films de enigmática factura, entre los que se encuentran joyitas como Avaricia (1923) o Queen Kelly (1928). Todas sus películas fueron un enorme fracaso y de hecho, la mitad de ellas, o no fueron estrenadas o quedaron incompletas -por ejemplo, su segundo film: The Devil's Passkey, se perdió incomprensiblemente y sólo se sabe algo de él por alguna nota de prensa de la época-. Parece ser que Stroheim, a pesar de su voluntad, estaba marcado también con una suerte maldita.
Tal vez la culpa la tuvo Julian West, tal vez la tuvo el Diablo (pues ya se sabe que a veces viste de Prada).
Pensado así, el cine puede llegar a ser un tipo de vampirismo (a Ivan Zulueta le encantaba Vampyr), una experiencia hipnótica infundido por la pantalla; una imagen que te roba el alma. Nadie sabe cómo ocurre, pero gente como Julian West sí sabía cosas distintas, sabía secretos de esos que nunca se cuentan y sabía que el cine era la única manera de vivir cosas como su propia muerte, pues sabía que una vez filmado, su rostro podría vivir eternamente. Lo que pocos saben, es que en realidad Vampyr se llamó originalmente Der Traum des Allan Grey o lo que es lo mismo, El sueño de Allan Grey, lo cual parece dar una esclarecedora pista sobre la verdadera intención de la obra. Muchos son los misterios que planean sobre la extraña filmación que Dreyer realizó en 1932, basándose en uno de los relatos de In a Glass Darkly (1872), un librito del famoso escritor romántico Joseph Thomas Sheridan Le Fanu, quien escribió en este libro, uno de los primeros relatos sobre vampiros que se conocen en la literatura. Teniendo en cuenta dicho relato, Dreyer consiguió filmar su propia imagen de la muerte o lo que es lo mismo, conseguir imitar la sensación de verse muerto en una imagen a través del rostro de West. Si se pone atención, se podrá comprobar cómo hay partes de la película que parecen filmadas por  un vampiro volante o un fantasma evanescente y esto no lo digo yo, sino David Lynch, quien siempre ha adorado al cineasta danés y en particular, a esta película. Lynch realizó su homenaje personal a la idea del vampiro filmante, en una de las secuencias más famosas de Lost Highway, cuando la pareja protagonista es filmada por un extraño espíritu mientras duermen en la habitación. Lynch dice que aprendió a filmar el misterio viendo Vampyr (dicen que en los años 80´, Lynch no paraba de ver esta película y que casi se vuelve loco) y que por eso hizo Blue Velvet (1985). Detrás de la puerta de su despacho, Lynch tiene un póster con la cara de Dreyer al que ha dibujado dos colmillos.
No le ha confesado a nadie el por qué (Lynch sabe cosas).
Existen otros rumores acreditados que afirman ésta misma teoría, y que no dudan que Dreyer fue un auténtico vampiro, gracias a lo cuál sometía a sus actores con sus potentes encantos nigromantes, haciéndoles esclavos insomnes y voluntariosos (sólo hay que ver películas como Ordet o Gertrud para darse cuenta de su poder hipnótico). Existe una leyenda en los Países Bajos que explica el modus operandi a la hora de enterrar a un vampiro: simplemente hay que sepultarle bajo una gran roca. Dreyer murió en 1968 y fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Frederiksberg en Copenague, inexplicablemente, bajo una enorme roca.
Todo sea una coincidencia.
La transcendentalidad de todas sus películas habla de una naturaleza necrofílica y perversa, que se ha confundido con religiosidad y metafísica, aunque poco más se sabe del tema. El río sigue corriendo. Lo que si se sabe es que durante el rodaje de Vampyr, Julian West hablaba como hechizado, andando sonámbulo por el set. Dicen que Dreyer tuvo muchos problemas con él y que discutían durante horas, pues West llegaba muy tarde al rodaje, casi de noche, sin explicación ni motivo y recitaba pasajes enteros de aquel relato llamado Carmilla de Sheridan Le Fanu. Posteriormente, Julian West se dedicó a la moda y pasó a la historia por ser uno de los mejores especialistas de EEUU en el mundo de la alta costura.
Actualmente no se conserva ninguna foto suya.
Algunos dicen que nunca existió y que sólo se trató de una leyenda de Hollywood.
Otros siguen pensando que es un vampiro y que sigue vivo.
Muchos menos son los que piensan que Julian West quedó atrapado eternamente en el sueño de Allan Grey, lo cual es al menos intrigante.
Si toda esta historia que cuentan es verdad, ¿quién es realmente Allan Gray?
¿Fue su sueño la película de Dreyer?
¿Cuántos sueños conviven en el film?
¿Quién es el verdadero vampiro: Dreyer, Grey, West
o el propio cine?



















lunes, 30 de septiembre de 2013




HUSBANDS
(1970) 

John Cassavettes





Vuelve el cine. Cada cierto tiempo, siempre vuelve y no es coincidencia que las películas de John Cassavettes hagan que vuelva como si se tratase de una invocación fílmica. Cuando todo parece tranquilo y acomodado, cuando las cosas parecen estar claras, aparecen películas como ésta, para recordarnos que el cine en sus formas, es tan infinito como todos aquellos autores que se atrevan a ser ellos mismos. Husbands es un film pletórico de delirio y grandeza, una batidora de las pasiones más bajas de lo políticamente correcto, para destruir toda una imagen de la cortesía social de las relaciones personales. Como se señala en el subtítulo inicial del film, esta película trata de la muerte, la vida y la libertad, pero no indica que también trata, y en mayor medida, sobre la amistad y la locura. Las relaciones personales son una guerra intensa en la que nos jugamos la supervivencia de nuetra propia identidad, de si la perdemos o no, de si somos nosotros al 100% o en cambio, somos más la otra persona con la que se comparte una relación (el eterno dilema). Husbands muestra cómo sólo a partir de la locura, del desarraigo y de la perdida de la consciencia, podemos volver a amar realmente, dejándonos llevar por los instintos más naturales, por la violencia de nuestros actos, por la ridiculez de nuestros pensamientos. Esa parece ser la sola vía que presenta Cassavettes como alternativa por la supervivencia de la felicidad, o sea, la opción del espasmo, de la risa contagiosa, de la canción, del baile, en definitiva, de la pasión por la vida en todas sus formas. La lucha, el empujón, la carrera, el viaje son los elementos indispensables para la llegada de la emoción, ese sentimiento que nos hace estar vivos, haciéndonos capaces de sonreir y de hacer el mono por todas partes, pues Cassavettes no habla aquí de los matrimonios en sí, sino de la liberación del espíritu que vamos perdiendo sin darnos cuenta, de las cadenas cotidianas que nos hacen perder el gusto por la melodía de la vida y que nos llevan al silencio y la desesperación. Husbands es un grito salvaje hacia lo incomprensible, lleno de fracaso y paranoia, un ejercicio de ascesis que cuestiona el por qué de nuestro modus operandi, destacando lo más bello del delirio como cura, dejando una puerta abierta llena de inconsciente y palabrería casi chamánica, de hermosas carreras por las calles, de absurdas peleas en las camas y borracheras eternas y brutales, durante días insomnes sin término. Husbands es una especie de fuga de la realidad para hablar de la realidad, una inmersión etílica que se dirige hacia el final de la noche, en una secuencia que nunca termina ni se deja domar; un lugar donde se dice -por una vez- lo que se piensa y se hace lo que se desea. El film es un deseo desatado del lado masculino de las cosas, que transforma a los hombres en niños y al mundo en un juego. Ya lo decía Godard: ellas tienen más infancia, nosotros somos más infantiles, por ello Husbands puede definirse como una película salvajemente infantil sobre el amor por las cosas que nos importan de verdad, sobre la esencia y los deseos que nos constituyen. Cassavettes invoca a la Libertad para que vuelva el cine, y para que el cine vuelva a colocar sus formas y hacernos sentir que todo puede seguir teniendo vida, si estamos dispuestos a sobrevivir con todas nuestras multiplicidades, dejando a un lado las  adocenadas concepciones sobre la existencia, sobre lo que está bien o mal, sobre lo que se puede o no se puede hacer (es increíble que aún haya gente que crea en la moral como algo verdadero).
Husbands interroga con sus imágenes a todo el status quo del aburrimiento eterno y a la insípida sobriedad que acaba destruyendo el espíritu y el amor que nos constituye, representando así, una especie de conjuro de monjes locos por vivir y sentir que la emoción sigue allí fuera, esperando a que la despertemos y juguemos con ella, aunque sólo sea por un ratito.
 







miércoles, 18 de septiembre de 2013







EL DESIERTO
EN LLUIS ESCARTÍN








Existe un lugar donde la arena habla sin saber muy bien a quién, donde la arena habita sin saber muy bien dónde ni para qué. Hay un lugar donde un hombre mira un poco de esa arena sobre su mano y luego la echa al viento para reconocer que somos parte del mundo, una cosa muy pequeña que apenas importa al universo. Pero incluso eso es insignificante cuando uno intenta atravesar ese bello desierto donde todo ocurre sin pensar, donde las carreteras se cruzan para hablar del amanecer; donde el amanecer sueña que es la noche. En la oscuridad ese hombre dice: yo no hago cine, sólo filmo las cosas, de la misma manera que un pájaro dice, yo no vuelo, yo sólo soy un pájaro.
Se dice que allí siempre es de día y que por tanto la libertad es un motivo para arrancar lo más bello a un puñado de tierra que a nadie interesa y por eso el desierto se hace mágico mirado desde este punto en el que todo gira y las preguntas rebotan contra el alma, aunque el alma no exista ni se recupere; existen momentos de esplendor que nadie ha podido ver, perdidos en ese espacio salvaje y anónimo donde todo sigue su curso a pesar de nuestra presencia, a pesar de invocar nuestros errores y contemplar el fracaso deslizándose sobre el suelo.
El mundo se abre para mostrar su grieta, su piel, su profundidad y allá, en ese espejo de arena, hay un hombre que mira sin cesar lo que le rodea porque sabe que es irrepetible y que al contrario del desierto, él se agota, se diluye, siente que el viento le erosiona. Por eso es importante este lugar y ese hombre que recorre flotando el territorio de los placeres desconocidos, el secreto del lugar vacío y enorme que lo rodea, deteniéndose en lo efímero para encontrar una materia que le haga libre.
La arena dice que escapes, que huyas, que te muevas para que no te atrapen.
La arena es solitaria y austera, por eso nada ha podido destruirla.











sábado, 14 de septiembre de 2013






POUR LE MISTRAL
(1965)
UNE HISTOIRE DE VENT
(1988)
Joris Ivens








Existen películas hermosas y ésta es precisamente una de ellas. No hay nada tan sencillo y tan potente como la tentativa de atrapar lo invisible y sin duda, este diminuto film, lo consigue. Ivens se remite al ejercicio primitivo de la fotografía, basado -por un lado- en la simple captura de las presencias y por otro lado, en la búsqueda inagotable de la belleza, para acabar construyendo uno de los films más bellos y mágicos de todos los tiempos. Todo lo que ocurre dentro de sus imágenes es prodigioso y como espectadores, sólo podemos disfrutar de ello contemplándolo, casi como si se tratase de un suceso milagroso, casi como un sueño imaginado, un acontecimiento de una naturaleza tan misteriosa que se eleva por si mismo. Todas las imágenes están dotadas por un halo de eternidad que las hace irrepetibles e infinitas, haciéndonos testigos del movimiento puro de las cosas en un momento muy concreto de lo inefable, siendo testigos de su extrema delicadeza, haciéndose cada elemento, un capricho estético y necesario que además de moverse, vibra en nuestro interior, manifestando su resistencia a la propia inexistencia. Se trata de una película de resistir ante lo incomprensible, de seguir mirando -como si fuera un ejercicio-, de mantener la atención en un punto inasumible y bello donde todo se resume en cosas muy elementales. Ivens tiene la lucidez de lanzarse al desafío más difícil de un artista: trabajar con elementos abstractos e inmateriales, en su caso el viento. Para Ivens, el viento es el elemento principal de la película y por ello le dedica su atención hasta límites insospechados, persiguiéndolo hasta las nubes, insistentemente, como si fuera un cazador del aire. En su delirio estético, Ivens va incluso más allá y en ocasiones detiene la imagen (tiempo) para que, por momentos disfrutemos de un gesto, una postura, un detalle -imposibles de ver de cualquier otra manera- y luego, inesperadamente, hace que la imagen se reanude (movimiento), utilizando así las dos cualidades esenciales de la imagen cinematográfica de una forma inédita.
Movimiento, Tiempo.
Tiempo, Movimiento.
Tiempo, Tiempo.
Movimiento, Movimiento.
Pour le mistral es una de esas películas absolutas -a la maniera de A propòs de Nice (1930)- que creo podría estar viendo toda la vida, una y otra vez sin cansarme -recogiendo cosas nuevas en cada visionado- bajando el volumen de la narración, dejándome llevar sólamente por esas visiones hipnóticas y silenciosas que hablan de todo y de nada al mismo tiempo y que tantean al viento como si fuesen una materia oscura intentando saber algo de su secreto, de su violencia, de su inacabable hermosura.  
¿De dónde nace esta obsesión por el invisible elemento?
Ivens lo sabía muy bien y por eso veintitrés años después de este trabajo, el director filmará su última película: Una historia del viento (1988).
Sin duda, es su obra definitiva y más acertada. A un año de su muerte, Ivens concentra todo su cine en un solo filme y vuelve a perseguir su obsesión. Nada le detiene a pesar de sus 90 años para ascender a lo más alto o sumergirse en lo más profundo o desmayarse en el desierto; todo para verse cara a cara con aquello que ha buscado toda su vida. Sólo hay una oportunidad, sólo hay una vida. Ivens realiza una película épica llena de pura extrañeza y modernidad, que consigue una belleza mágica de la forma más simple e ingeniosa. Toda la película es una especie de performance de sus visiones, un work in progress que desemboca en su encuentro final con lo imposible. Al igual que 8 1/2 (1963) de Fellini, F for Fake (1973) de Orson Welles o JLG/JLG - Autoportrait de décembre (1995), la película de Ivens se acerca a expresión máxima de una voluntad y la claridad de sus imágenes y de sus palabras transmiten un mensaje de paz espiritual y de comprensión esencial de la existencia.
Lo más hermoso de la película es ver sonreir a un niño de 90 años llamado Joris Ivens.
Hay que tener valor para crear realidad.

La obsesión nunca termina, sólo terminamos nosotros.

Ivens se fue, el viento se queda.







jueves, 12 de septiembre de 2013







À NOUS AMOURS
(1983)

Maurice Pialat







La histeria del sentimiento es una historia en sí misma, pues ya lo reivindica Klaus Kinski en el título de su autobiografía: Yo necesito amor. Y lo dice él que fue uno de los artistas más apasionados y arrebatados de todos los tiempos. Cuando el deseo y una cierta (incierta) idea del amor nacen a la vez, es muy difícil saber cómo satisfacerlos sin que exploten bombas atómicas de confusión dentro del flujo del cuerpo, un río muy frágil por donde se conducen nuestros impulsos, precipitándose hacia los acontecimientos. El acontecimiento es nuestra vida y el suceso es lo que nos recorre; a veces, ese suceso suele ser contradictorio. Por esta razón, el amor existe como un misterio y para las llameantes almas jóvenes se transforma en una guerra por la satisfacción aquel deseo natural que se combina junto a su imaginación -aquello que se cree saber sobre el sentimiento-, pero que nunca coincide con la realidad. 
La realidad del amor es otra, por mucho que nos empeñemos. 
No estamos preparados para leer los secretos de la Fortuna y por eso nos equivocamos.
Somos un error sentimental, día tras día.
Pero cuando el fuego quema y la pasión por la vida (deseante) se hace incontenible, los enamorados se transforman en una estructura de derrumbe, en invasores de placeres desconocidos, de territorios sin nombre, que luchan por la supervivencia de un sentimiento muy concreto; la sensación de estar VIVOS, el privilegio de ESTAR.
Al enamorado le invade el espíritu del poeta; aquel que lucha para defender el AMOR del mundo, para que no desaparezca, para que la belleza perdure, pase lo que pase. Y por esa meta, se dejará golpear, ridiculizar, insultar, denigrar... pues todo castigo es nimio ante el acontecimiento que arde en su corazón y que por momentos se identifica como el único fin de la vida.
Mantenerse vivos para poder amar; ese es el objeto.
Por eso es hermoso el amor; por su lucha, su ansia, su incomprensión.
Nadie sabe bien de qué va todo esto.
Nuestra condición imperfecta nos hace conocer el horror de las cosas (y no su virtud), el dolor que nuestras confusiones provocan (y no su caricia), nuestra debilidad por el deseo (capricho) y nuestra falta de discernimiento en cuanto al valor oculto de las cosas. Nunca estamos preparados del todo para entender los retos sentimentales a los que nos desafía nuestro instinto y por eso somos un mapa equivocado que nos lleva a la aventura, una aventura en ocasiones tortuosa, en ocasiones triste, pero que más allá de lo ingrato y de lo que se olvida, suavemente nos dirige hacia un lugar que nunca podremos imaginar, donde surge la felicidad y donde va creciendo un verdadero entendimiento de la satisfacción de nuestros deseos, sobre todo el de ESTAR aquí contemplando nuestra propia comedia.




domingo, 8 de septiembre de 2013





 LA MORTE ROUGE
(2006)

Víctor Erice






Todos los carteros son asesinos.
Todos son emisarios de un poder que nos domina.
El Todo y la Nada viven dentro de la cabeza de un niño.
Un niño descubre por primera vez el cine o la muerte.
Ese niño construye su vida a partir de eso, de ese misterio, de esa emoción.
Mientras la luz se apaga y se vuelve a encender, ese niño sigue siendo el testimonio vivo de ese encuentro, la ruina que queda tras el sueño, la flor de esa ruina; lo más real, lo más etéreo, en un sueño que nunca termina. 

El niño nos mira, pero aún no entendemos su obsesión; su bella obsesión.














MONEYBALL
(2011)

Bennett Miller







Hay que tener fe.
Hay que tener fe en el cine para hacer cine.
Las matemáticas también son una especie de fe. 
Hay que creer en ellas, sobre todo si se sintetizan en una sola cifra.
Son muy pocos los elementos que conforman este film de apariencia inocente y ociosa, una obra de simpleza que oculta su verdadera intención en varios niveles. Empezaré haciendo un aviso para navegantes: cuando Brad Pitt produce e interpreta una misma película, a ésta, se le debería prestar una especial atención. Ya lo ha demostrado en otros títulos como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El árbol de la vida o Mátalos suavemente, todas producidas y protagonizadas por él. No es vano descubrir que dichas obras se sitúan en un lugar muy particular dentro del cine norteamericano -un nuevo cine yanki que ya sorprende desde hace más de una década- y que por tanto, establecen una actitud clara frente al cíclico mainstream hollywodiense. Brad Pitt sabe que hay algo que sólo se puede hacer en ciertos márgenes, que hay espacios de libertad donde nacen films por los que apostar sin miramientos. Muchos actores multimillonarios como él han descubierto esta beta, el MAKEYOURSELF -o en este caso, PRODUCEYOURSELF- como única manera de representar papeles verdaderamente dignos; al final todo esto nace como producto de un capricho, una responsabilidad, un sentimiento de culpa.
El actor mecenas.
Hay casos en los que el remedio es peor que la enfermedad (Sandra Bullock), pero si se hace bien, funciona (Nolan). Kevin Costner o Mel Gibson apostaron en los años 90 por esta fórmula, pero se equivocaron, pues quisieron cambiar el sistema de financiación y producción para acabar haciendo lo mismo, o sea, superproducciones mainstream. Aún nadie sabe muy bien qué es lo que pretendían. Por eso, ellos no pertenecen a ese Nuevo Cine Yanki, que revierte los sistemas de producción para hacer películas distintas, tan diferentes como Moneyball -la tercera película del poco conocido Bennett Miller, a pesar de su éxito con Capote (2005) y de su extraordinaria The Cruise (1998)- donde podemos reconocer cómo el cine vuelve a repetirnos que ha perdido su inocencia y que quiere luchar y ser algo bello con carácter. En los sistemas de representación actuales, nada es lo que parece, ni siquiera en la ficción -cuando la ficción es realidad y la realidad es otra cosa- y los directores con talento como Miller, saben que cada obra cuenta como si fuera la última y por ello intentan no dejarse nada fuera, creando artefactos fílmicos de una multiplicidad de lecturas, que acaba transformando a la -en teoría- ligera Moneyball, en una auténtica matriuska fílmica. Y esto al sistema no le gusta, porque al final es un desafío, una ruptura de paradigma, una nueva forma de hacer las cosas, en este caso: el cine.
Al sistema no le gustan los cambios y sobretodo, los que no puede controlar.

Empleando una estética comercial, Miller juega con el espectador presentando una historia ordinaria -o repetida a nivel formal-, en un escenario común, junto a una serie de actores famosos que indican un camino trillado que probablemente, llevará la película; el espectador se prepara para dormirse y a la vez sonríe porque le gusta saber que ya sabe lo que ocurrirá (éste es un extraño síndrome que ha creado el capitalismo cultural, que aún nadie le ha puesto nombre, pero que tiene mucho que ver con la pasividad, la condescendencia y el control), pero en Moneyball no pasa lo que se espera, ni siquiera lo contrario, pues tampoco cae en el espíritu New Age de otra tendencia fílmica norteamericana, tan equivocada como el mainstream, representada por películas como Promised land (2012). Tanto el New Age fílmico, como el mainstream, se rinden ante intereses muy alejados del cine, ante poderes ante los que tienen que saldar cuentas; eso no es cine, es esclavitud.
¿quién quiere ver una obra sometida? ¿quién disfruta de una película a la que no la dejan crecer?
Pero Miller sí que crece y lo consigue con Moneyball, sorprendiendo y construyendo una trampa fílmica, consiguiendo, desde muy pronto, una atención milagrosa, empleando un argumento, inicialmente sabido, pero que es el punzón que nos va atravesando sin hacernos daño, hasta el final.
Vamos, que nos comemos el queso sin darnos cuenta.
Y eso no es fácil ni gratuito por mucho que nos guste el queso.
Porque Moneyball parece que nos va a hablar del problema del dinero, de la ambición, de la corrupción, pero realmente, nos va a contar qué podemos hacer sin él (de nuevo, la épica de la picaresca, del ingenioso, del rebelde) y por esa razón, Brad Pitt se encarga de que te olvides de que él es Brad Pitt y se transforma en Bill, el gerente de un humilde equipo de baseball que quiere cambiar el status quo del funcionamiento de la máquina mercantil del sistema de fichajes de EEUU. El deporte se ha convertido en una metáfora simplista y complaciente de nuestro mundo: quien paga más, gana más y por tanto, el mejor siempre será el que más tenga; DINERO = ÉXITO. Ésta es una de las ideas implícitas que conlleva la mutación del capitalismo; la máquina de control más perfecta de la historia. Capitalismos aparte, Bill, nuestro hombre, representa la alternativa ridícula de aquel que pretende cambiar las cosas de una manera poco ortodoxa, o sea:

si 1 + 1 = 2
Bill dice que 1 + 1 = 4

Por eso esta película va de tener fe, de hacer un milagro, porque en cuestión de contracorrientes, las cosas siempre suceden de esa manera y si uno no cree en él mismo, da igual por lo que luche. Hay mucha gente que lucha, pero sólo unos pocos se lo creen y esos son los consiguen el éxito como una victoria personal y no como un premio por haber sido el más servil. Porque si realmente no haces lo que deseas, eres pasto de la servidumbre y la creación de servidumbre es de lo que trata el sistema.
Por eso Bill no es uno de ellos; Bill quiere hacer explotar todo por los aires para que las cosas sean más justas, aunque en el fondo, lo hace sólo por él. Bill tiene cosas sin solucionar en su vida y ésta es su respuesta ante una existencia con la que nunca es fácil lidiar. De alguna manera, me recuerda al Sheriff Freddy Heflin, el protagonista de Copland (1998), interpretado por Sylvester Sallone, aunque si lo pienso mejor, diré que Bill y Moneyball, se parecen aún más a John Rambo y a su First Blood (1982), en parte escrita y también interpretada por Stallone (quien con esta película cumple con la filosofía del Nuevo Cine Yanki del que hablamos, por lo que Stallone sería, en teoría, un pionero en esa línea). 
Finalmente, Bill es una especie de John Rambo.
Moneyball se contagia de ese espíritu de resistencia que nace en Bill y por eso y a pesar de tratar sobre un simple equipo de baseball, el film no trata exactamente sobre un grupo -que es de lo que generalmente habla el cine norteamericano, del grupo, del colectivo, de la masa, de la nación- sino que habla de un solo individuo y de su inquietante actitud ante las reglas del juego, luchando por él mismo. Tomando este sentido que ligeramente suena a la homónima película de Jean Renoir, podríamos decir que Moneyball es un poco renoiriana -si se puede decir así- partiendo del hecho de que ciertos personajes se rebelan en un mundo establecido, con una cortesía salvaje y una original defensa de la justicia. 
El bien siempre es una meta.
Bill es un héroe porque sabe que no ganará la batalla, pero aún así tiene fe y continua en su creencia, como si esa fuera la única forma de ganar -cuando ganar significa también perder-.
Porque Bill sabe que no hay otra, porque si no, todo seguirá igual.
Y él quiere cambiar el juego, aunque el juego acabe con él.
Es una película sobre un sacrificio personal, porque lo importante para Bill es ganar, pero no un partido, ni veinte partidos, sino ganar la liga con un equipo de desconocidos y de veteranos -de perdedores-, o sea, de marginales que no están atados a las modas ni al sensacionalismo, jugadores que no valen nada en una escala de valores construida con la filosofía de lo políticamente correcto, jugadores que simplemente hacen lo que tienen que hacer: jugar bien al baseball.
Al mismo tiempo, Miller está jugando bien al cine.
Jugar, porque todo lo demás sólo es dinero.
Y eso Bill lo sabe y eso Miller lo sabe y eso Pitt lo sabe.
Por eso, esta película es importante, porque se enfrenta a la épica clásica de Hollywood, donde el pequeño acaba triunfando para convertirse en un modelo de la sociedad; Bill no acaba siendo un modelo canónico del sistema. El sistema no logra devorarlo.
No todo es el dinero.
Por eso el sistema no quiere gente como Bill o como Miller, pues no quieren que nadie se de cuenta de que  el sueño americano nunca existió verdaderamente, aunque ha pervivido durante generaciones dentro del cine y ha prometido que el pequeño será el grande. Pero el grande siempre será el grande y el pequeño siempre será el pequeño, porque así es el estado de las cosas. Por eso Bill es el héroe de los nuevos tiempos, el héroe que sabe que fracasará, pero que asume que representa la amenaza ante un sistema imperfecto.
Bill, junto a su asesor Peter Brand y a una teoría estadística inventada por un tal Bill James, intentarán dar la vuelta a las cosas, al sistema, al cine, para descubrir el valor oculto que tienen las personas e incluso demostrar que, como en muchas otras cosas, norteamérica se equivocaba.










viernes, 6 de septiembre de 2013








MEKONG HOTEL
(2012)

Apichatpong Weerasethakul







La inundación del espíritu.
Tenemos el agua al cuello y no sabemos cómo salir. 
La naturaleza siempre es más fuerte dentro y fuera, en el pasado y en el porvenir.
Si escuchamos a nuestro alrededor, entenderemos el pasado y lo que éste nos tiene que decir.
Luego están los sueños y las tardes sin hacer nada, el calor, la lluvia y un hotel desde donde ver pasar los días.
Todo se inunda para llenar el vacío de la vida, el sinsentido del suceder, elevándose por momentos, en algo milagroso porque seguir respirando.














jueves, 27 de junio de 2013






NO DIRECTION HOME
2005
Martin Scorsese






Seguramente sea la mejor película de Scorsese y sin duda es la mejor de Bob Dylan.
En el cine a veces surge esa combinatoria tan paradójica: un director talentoso con material ajeno entre sus manos y un actor entregado al papel de su vida. Para que el film acabe siendo un milagro, el material debe ser muy auténtico y el actor no debe ser un actor en sí, sólo tiene que ser él mismo.
No Direction Home no habla de la vida de Bob Dylan, sino que habla de ese primer Dylan que debió ser siempre secreto, como todos los verdaderos inicios de los grandes artistas, pero que en su caso fue fotografiado y grabado desde la primera nota. Siempre lo digo: su caso es extraño, casi inverosímil, es la historia de un héroe sin recompensa, la pasión de un chaval de pueblo, filmada sin descanso. En el film se ve cómo desde el principio, el Chico Flaco siempre fue eso, un chico agudo con muchas agallas que le importaba un carajo lo que dijeran de él y que sólo le importaba la música; tal vez es una de las expresiones más hermosas de la creación y ya no por su música (que también) sino por su actitud y la libertad que inyectó a todos sus actos, a sus respuestas, a su amor.
Bob Dylan amaba la música por encima de cualquier cosa y en el film aparecen esos años decisivos en los que un artista tiene que decidir qué hacer; es una apuesta sin retorno.
Él sabe que es muy joven, pero va descubriendo que la música siempre lo es (o siempre puede serlo) y por eso fue que grabando su mítico tema Rolling Stone, al oír esa melodía imperfecta y milagrosa, decidió tirarse de cabeza para siempre al fondo del sonido.
Scorsese, de alguna manera, intenta montar las secuencias existentes de miles de archivos, buscando no ya a Dylan, sino a eso que no suele encontrar en sus películas; persigue aquello que es cine en Dylan y lo encuentra cuando aparece al fondo de un pasillo o callado en un coche o cuando avergüenza a un crítico del Times o cuando camina por la calle con amigos suyos. 
Lo peor de la película son las entrevistas que filma Scorsese, pues de ellas interesa -como mucho- sólo la voz y no la imagen de las personas que sobrevivieron a esa época mágica junto a Bob (Joan Baez y compañía), cuando ellos eran unos chavales que creían vivir sólo un sueño que, de alguna manera, sabían que terminaría.
Para ellos se terminó, pero Dylan sabía que sólo era el principio y por eso nunca se amarró a nada, por eso fue un pájaro envidiado por todos, con nidos secretos, amores secretos, canciones secretas; de hecho, la película se debería llamar algo así como La vida secreta de Bob Dylan.
En la canción Rolling Stone hay un verso muy curioso: You're invisible now, you got no secrets to conceal. Después de componer esta canción y de grabarla y de tocarla en directo, Dylan tuvo un accidente casi mortal montado en su Triumph a toda pastilla.
Dylan se convirtió en otro Dylan muy diferente, igual de talentoso, de irreverente, pero ahora Dylan sabía lo que era el miedo y eso le hizo ser en sí mismo un secreto. Tal vez, No Direction Home no cuenta nada más de Dylan, por la simple razón de que es imposible, al menos lo es, de la misma manera que se nos cuenta hasta 1967. En todo caso, hasta esa fecha, Dylan aparece como un artista puro, como un hombre intentando hacer algo en la vida y tal vez, por eso mismo emociona tanto, por eso y por esas canciones cara B que rebusca Scorsese en los archivos más privados de Dylan, donde el Chico Flaco parece fluir de una manera muy especial; a veces pienso que Scorsese debería haber sido un DJ, debido a su orden, su meticulosidad y su buen criterio.
El cine es otra cosa y él lo sabe y por eso hizo esta película que nada tiene que ver con su filmografía llena de estilismos e historias para no dormir. Scorsese es un gran realizador pero ha perdido lo que Dylan nunca ha dejado escapar. Si Scorsese hubiera seguido creciendo en la línea de Taxi Driver o Ranging Bull, otro gallo cantaría, pero se decantó por el cine del dinero: Casino, Goodfellas, Gangs of New York o Kundun. Todo eso es otra cosa, puro entertaiment abocado al entertaiment donde es imposible encontrar algo de cine, por eso no me sorprende que hiciese The Aviator (2004), para arreglarse con él mismo y su megalomanía, para entender su error, porque al que filma allí no es a Di Caprio, ni siquiera a Howard Hughes, sino a él mismo contemplando esa enorme montaña de películas que ha creado y que ahora se le vienen encima o que simplemente se van diluyendo, mientras Scorsese se pregunta dónde carajo está el cine que buscó de joven y se pone triste y nadie sabe decir porqué, y se vuelve loco buscando eso que no encuentra en DiCaprio y hace mil películas detrás de él, pero no llega a encontrarlo.
Cuento esto, porque un año después de The Aviator, estrenará NO DIRECTION HOME y ya no estará tan triste, porque sin querer ha vuelto a los 70, cuando buscaba y creía en el cine filmando a De Niro, no como un oficio, no como una película, sino como la búsqueda de una vida palpitante llena de pasión.  






no direction home















martes, 25 de junio de 2013




INDIA SONG 
(1974)

Marguerite Duras






Tal vez hay que nacer sin patria para ser libre.
Tal vez hay que ser rebelde de una forma muy distinta para ser rebelde.
En la diferencia está la esencia de la distinción y cuando digo diferencia hablo de identidad. 
Nacida en la remota Shaigón, la señorita Duras vivió un largo proceso hasta su muerte, un proceso de entendimiento de un mundo al que de alguna manera, ella no parecía pertenecer. Como cuenta en sus primeras novelas, lo único que recuerda como real, era la pasión, la pasión en forma de gozo y anarquía sentimental; el contacto con el misterio de lo desconocido.
Marguerite estaba dispuesta a ser cualquier cosa en la vida fuera de la cotidianidad, lejos de lo ordinario y establecido. Su corazón era algo así como una bomba de la verdad llena de ganas y por eso escribió mucho, pero no sólo en papel. A la señorita Duras se la conoce popularmente por sus novelitas, pero lo que no mucha gente sabe es que, esta curiosa señora también ejercía -con un grado de distinción supremo- el exigente arte del cinematógrafo, instalándose como una auténtica gurú de los nuevos cines de cualquier época y cualquier futuro. A través de casi veinte películas, esta cineasta medio vietnamita, medio francesa, sentó las bases a los futuros poetas de la imagen y advirtió silenciosamente, que en el cine se trata de reflejarse a uno mismo con sus propias reglas y nada más y que el cine es una cosa que sólo TÚ puedes saber, en el que debes entregarte por entero. Eso es el cine: uno mismo y el mundo de forma simultánea. Por eso los grandes maestros del celuloide, iban a visitarla a su casa para agradecerle o para pedirle consejo, porque ella sabía y no sabía y por eso su cine es simplemente una melodía que atraviesa el corazón sin saber muy bien cómo.
       Ella filma a la contra, a la contra de aquello que a los demás no les deja filmar lo que quieren y lo consigue en un grado superlativo, dejando a las cosas sencillas ser sencillas y a las cosas complicadas, ser como son. Sus personajes hablan y no hablan y cuando no sabe, hay silencio y la cámara se mueve por ahí, buscando otra cosa, mientras ella escribe en alto para que se oiga lo que le gustaría oír en esos lugares vacíos que no sabe cómo rellenar, en esas bocas que no sabe si deberían hablar o quedar calladas como se quedan, dentro de sus películas, con los labios muy cerrados y la traición entre los dedos -o simplemente tirada en la alfombra-. Todo su cine es música, una música que le gusta mucho a Godard, a Kaurismaki, a Resnais, a Weerasethakul y que ha enseñado NO un tipo de cine, sino a creer en uno mismo y en sus intenciones, sean cuales sean, creando una política de imagen más allá del mundo, más allá de la patria o del recuerdo. Ha enseñado a todos y todos han reconocido su genio. El genio viene de la diferencia. La diferencia viene de la valentía y valentía te lleva más allá de tus intenciones.
Todo es un sonido lento que te envuelve.
En 1967 filmó por primera vez; hizo una peliculita llamada La Música.
Así es Duras la cineasta, así fue su camino hacia su libertad.
Así es como suena.

Algún día se dirá de ella, que fue la madre del otro cine.


martes, 18 de junio de 2013






LA SONRISA DE NANOUK

Flaherty




Cuando Víctor Erice habla de la importancia decisiva que representa la milagrosa sonrisa esbozada por Nanouk -el gran protagonista del film de 1922 rodado por el norteamericano Robert Flaherty-, Erice no está hablando de otra cosa que de la esencia cinematográfica, el misterio que todos los filmakers buscan, incluso los menos acertados. Esa presencia de realidad pura es casi imposible de filmar y por eso, cuando un cineasta la encuentra, sabe que ha llegado a una cima de la experiencia del cine. Cuando Víctor Erice habla de esa sonrisa, también está hablando de los ojos de Ana Torrent, de las lágrimas y las manos del chico de The Kid de Chaplin, está hablando de los aristócratas durmientes de Á propos de Nice, del valiente Timothy Treadwell bañándose feliz con los osos grizzlies en los ríos de Katmai, está hablando del rostro de Giulietta Masina bailando con espíritus, de Michel Simón eructando en una casa consistorial, de Anna Karina paseando por la orilla de un río sin saber qué hacer, está hablando de la risa balbuceante de Leopoldo María Panero, de la sonrisa de Tarkovski en su lecho de muerte, del supuesto cineasta de Close-up de Kiarostami explicando porqué quiso ser otro, de Bob Dylan diciendo I don´t believe you en un escenario, de los rostros del desierto en Passolini perdidos en la eternidad, de las tres niñas suecas de Sans Soleil paseando de la mano por el campo, protegiendo su inocencia.
Es muy difícil llegar a cualquiera de estos momentos, ya que estos momentos son el cine y el cine es muy difícil de encontrar porque se escapa, porque es la fruta prohibida más allá del umbral. Erice lo sabe porque se ha encontrado en ocasiones con él, con el cine y ha querido filmarlo el mayor tiempo posible; pero el cine no dura mucho o al menos, no dura lo que desearíamos y se rebela, explota, desaparece. La cosa es así de extraña y seguramente por eso se sigue filmando o como dice Godard, por eso la gente sigue yendo al cine: porque no hay reglas y nadie sabe muy bien qué puede aparecer en la pantalla.
Seguimos enganchados al calor del asombro.
La historia del asombro, de la contemplación.
Cuando Erice se queda hipnotizado mirando el rostro de Nanouk mientras lanza su arpón, no sólo ve al esquimal, sino que está mirando también la cara de Joe Dallesandro en Trash o en Flesh fumando en la calle la hierba de dios, está mirando los golpes que Jean Paul Belmondo lanza en el aire como si pudiera alcanzarlo, ve la capa de Orson Welles apunto de desaparecer de la escena, ve el rostro de Klaus Kinski sobre una balsa llena de monos, navegando a la deriva en el Amazonas, sintiendo cómo todo se destruye, cómo le devora la selva mientras su mirada se pierde, ve a Buster Keaton saltando de un tren porque está enamorado, ve a Vanda filmada por Pedro Costa con su hijo en la cama, enganchada a la locura, ve a Marlon Brando acariciando una paloma en el ático, ve a Joris Ivens intentando filmar lo imposible, a Jean Marie Straub discutiendo con Danielle Huillet por el instante de un rostro o a Renée Jeanne Falconetti en esa milagrosa película de Dreyer de la que tan poco se habla.
Y esto no es nostalgia del cine, y esto no es historia del cine.
Que se mueran todos los manuales y todas las teorías.
El cine no tiene reglas, sólo se revela y nadie sabe cuándo.
Pero nadie quiere aceptarlo.
Y por eso los niños y por eso el amor, y por eso los esquimales.
Y por eso Robert Flaherty -como Erice o Dreyer o Bresson- no pudo filmar más que unas cuantas películas, regalándonos lo más precioso de la existencia de la manera más sencilla, el tesoro del cine en unos cuantos momentos imposibles donde algo se revela, por fin. Imagino cuando Flaherty conoció a Nanouk y vio en sus ojos el cine, estoy seguro de que fue lo mismo que Raymond Depardon vio en Nueva York por primera vez o cuando John Ford puso sus pies en las llanuras del Gran Cañón para encontrarse a John Wayne. Billy Wilder lo buscaba en Marilyn, pero Marilyn lo encontró en Huston (The Mysfits) y Truffaut se obsesionó con que estaba dentro de Antoine Duanel, pero no siempre se consigue, aunque lo intentes toda la vida.
Bukowski lo repite una y otra vez: no sólo vale con intentarlo. DON´T TRY.
Por eso Barbet Schroeder consiguió filmarle y vimos que Bukowski era real y no sólo un libro y no sólo historias, sino un hombre de habla y que bebe, donde se puede comprobar que su sonrisa se parece mucho a la de ese esquimal de Alaska que se llamaba Nanouk, donde de alguna manera, empezó todo, otra vez.

Y esto no es historia, es cine y el cine sigue por ahí, bailando a nuestro alrededor, para siempre.













BOUDÚ SAUVÉ DES EAUX
(1932)
Jean Renoir






Boudú flota como una hoja sobre el agua y no le hace falta mojarse, no le hace falta tener para reír, no le hace falta una cama, porque prefiere el suelo. El espíritu nace de la misma tierra y es más fuerte que cualquiera y se parece a una inocencia amorosa que nunca se cansa de vivir. A Boudú quieren hacerle feliz, pero no saben que Boudú es la felicidad, una felicidad infantil que ha perdido a su caniche y que sabe que no volverá; por eso quiere ahogarse o al menos dice que quiere hacerlo, pero antes de aceptar el último trago, se siente tan bien flotando sobre el río que le lleva, que deja a la muerte para luego y se va a dar un paseo. Se salta el guión sin pensárselo dos veces.
Boudú no lo dice, pero la vida burguesa es un coñazo; lo repito: la vida burguesa es un COÑAZO. Boudú quiere besar a todas las mujeres para divertirse, para pasarlo bien como cuando jugaba con su caniche; paseaba con él, lo abrazaba, le lamía la cara y juntos, buscaban algo que llevarse a la boca.
Baila arededor del tedio, enseñándole el culo.
¡Qué difícil es ser un poco como él!
No se puede transformar lo inevitable, no se puede. La Naturaleza es más fuerte que nuestra voluntad y quien la guarda dentro como un fuego, la conservará para siempre.












sábado, 15 de junio de 2013




BORN INTO THIS
2003

John Dullaghan




Señor Bukowski, ¿cree usted en esta guerra?
no
Señor Bukowski, ¿lucharía usted en esta guerra?






Charli sabía que el silencio lo llevamos por dentro.
Charli sabía que fuera todo era un delirio sin sentido.
A Charli le pegaron, le escupieron , le dejaron solo y él dijo:
os rociaré con mi suerte.
Charli era un mono por fuera y un santo por dentro,
un perro con el poder de todos los dioses diciendo la verdad.
Charli murió y volvió a vivir para jurar que era posible.
Charli es el hombre más fuerte que conozco.
Charli sólo tenía una idea en la cabeza y las mil y una noches en sus ojos.
Charli tuvo miedo pero supo bebérselo hasta el final.
Charli tuvo las mujeres más feas y las amantes más lindas del mundo.
Charli fue el Rey Midas más guarro y más divertido de la historia.
Charli tenía una máquina de escribir y nadie pudo hacer nada para evitarlo.




LA FILLE D`EAU
1924

Jean Renoir

  



Intento ser el de la vida que no duerme y cuando duerme sueña, escribe uno de los autores más talentosos de mi generación (de momento, lo mantendré en el anonimato) para marcar así un signo de los tiempos, una apuesta de valor. El cine, cuando es cine, es valentía y riesgo, es pura acción en los terrenos privados de la belleza, un lugar donde nacen los sueños, donde los sueños sueñan y se dejan llevar por ellos mismos, para escapar, para no volver nunca más a ser quienes eran, para transformarse en formas que andan de una forma o de otra, paseándose delante de nosotros.
Este es el primer sueño que tuvo el cine de uno de los hijos del famoso pintor August Renoir, el joven Jean, que iba por ahí imaginando con su novia conquistar algo así como Hollywood, mucho antes de que Hollywood fuera Hollywood, mucho antes de que Jean Renoir fuese Jean Renoir. Antes de materializar esa ambición de juventud que lograría veinte años después, Jean Renoir empezó haciendo esta peliculita muda que inocentemente intenta copiar a Linder y a Chaplin por todos lados, pero que le sale sin remedio un Renoir de primera; un primer Renoir. Dice Miguel Marías que si Jean  Renoir hubiese muerto antes del sonoro, nadie se hubiera acordado de él y en parte tiene razón, pues en sus siguientes películas mudas (Nana 1926 o Sur un air de charlenston 1927), fue creciendo en su ambiciosa teatralidad (en muchos casos fallida) y perdiendo ese vigoroso sentido poético con que trabajó en La fille d´eau.
Es cierto que esa frescura, la volverá a encontrar más tarde, ya en el sonoro.
Tal vez esta peliculita es distinta a las demás, pues en ella no se siente una ambición más allá que la de vivir el cine, la de inventar el cine, la de amar el cine sin complejos. Tanto sus virtudes como sus errores hablan de ella y del futuro de Jean Renoir, de ese hombre que quiso ser uno de los grandes y que volcó toda su sensibilidad en un arte para hablar de todos los demás, para hablar de las cosas más grandes, de la forma más ligera posible. Por eso esta película no sería nada sin el elemento del sueño, ese motor que funcionó como el corazón primigenio del ánimo de Renoir.
Se nota en la mirada de los actores (que eran sus amigos y su mujer) la felicidad de ser libres por una vez y hacer algo de una manera verdadera, sintiéndose igual de novatos, igual de valientes que el joven Renoir.
Nunca serás tan libre como cuando no sabes hacer algo y lo haces.
Justo después de hacer esta película y de no encontrar distribuidor, Renoir se frustró. Se empezó a repetir cada mañana: el cine no existe, el cine no existe, para convencerse de ello y lanzarse a ser un vagabundo de los días. Poco después, le invitaron a una proyección donde exhibieron varios fragmentos de la película. El público de esa pequeña salita del Vieux Colombier de Paris, se emocionó y aplaudió entregado.
Renoir supo que el cine existía.