viernes, 8 de agosto de 2014



WATCHMEN
(2009)

Zack Snyder





El mundo está aburrido y todo parece banal. La acción se ha olvidado de la mano de los hombres y parece que sólo unos pocos pueden resucitarlo. La historia de Watchmen comienza -al igual que el famoso libro de Jan Potocki- con el descubrimiento de un diario anónimo, que cuenta los motivos de por qué el mundo ha llegado a ser lo que es; el film es la ilustración de dicho diario. El siguiente pliegue trata de comprender que ese diario nace de la mano de un personaje redentor, un alma herida que pretende escarbar en lo más profundo de lo real, para sonsacar la verdadera trama del pastel; es un héroe disfrazado de detective que ha conseguido liberarse de todo compromiso o lazo y que se ha sacrificado para liberar el espíritu de los hombres. Vive entre las sombras sin remordimientos, repitiendo sin parar: 
devuélvanme mi cara,
devuélvanme mi cara,
devuélvanme mi cara.
Tras esa máscara manchada se encuentra una de las diversas voces que forman el corrosivo mensaje de Alan Moore, el escritor que inventó esta historia de conspiraciones y la llevó a los cómics, para difundir su mensaje a la manera de los nuevos tiempos. Al igual que Jeremías, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías o Malaquías, Moore intenta pronosticar el futuro inminente y transforma sin reparos los hechos de la historia, para crear una nueva versión del Apocalipsis. La palabra ha vuelto para intentar salvar la realidad y resucita las imágenes para que podamos ver a qué se parece. Los viejos profetas chillaban en las plazas de Babilonia y Jerusalem para conseguir que su visión fuera útil a los hombres. Moore usa las viñetas de colores para remitirse a una sociedad en decadencia, donde es fácil advertir el horror de las cosas. El futuro y el pasado residen en los signos que nos rodean, pero hay que descifrarlos, pues nada acaba nunca.

El aburrimiento ha condenado al hombre de hoy a sentarse en un sillón para ver qué ocurre en la realidad, sin apenas mancharse. Aunque el mundo esté a punto de estallar, nadie se dará cuenta verdaderamente; si todo estallara en este mismo instante, muy pocos podrían llegar a entenderlo de una forma recta. Desde hace mucho tiempo, el mundo vive sumido en la ficción norteamericana, absorbiendo -de todas las maneras posibles- esa cultura escéptica y materialista que se hace tan fácil y grata; en todo caso, se advierte que no es éste un panfleto antiestadounidense, sino el intento de esclarecer una problemática de la ficción.
En los años 70, surge en EEUU una nueva ola de artistas y movimientos que dan la vuelta a las premisas preconcebidas de la realidad. De entre toda la amalgama de hippies y LSD, de Dylans y Nixons, de Vietnam y de Guerra fría, nace una corriente underground que agrupa a unos cuantos creadores en desacuerdo con el establishment oficial y comienzan a crear la historia que revela la cara oculta de Norteamérica. Desde Warhol hasta Crumb, pasando por Bukowski, los graffiteros, John Cage, Warhol, los coyotes de Beauys o los negros de Basquiat, llegamos a un tipo llamado Alan Moore, al que hoy se considera el mejor guionista de cómics de la historia. Fuera de alabanzas -pues poco importan- este consumidor de ácido lisérgico, dejó escritas para el porvenir, un centenar de páginas que hablaban de una verdad alucinada. Cuando digo verdad, hablo de destapar la mentira imposible de imaginar, que sin duda esconde el sistema bajo una paz ilusoria y concedida; la misma que ha llegado a nuestros días y que hoy respiramos. Cuando digo alucinada, hablo de una nueva perspectiva, de un cruzar el umbral sin reparos y hablar de lo importante, sobretodo de lo imaginario como una forma purificadora.
Moore transforma los hechos de la historia y se inventa a unos tipos con ganas de acción y mucho ingenio, héroes disfrazados que van por las calles ajustando las cuentas a cualquiera que no cumpla la ley, pero no la ley de las instituciones, sino la ley de los hombres. Ellos son capaces de ver el miedo escondido en los rostros de la gleba, y así, inspeccionando los gestos y las facciones, descubren que todo se basa en la estúpida actitud de nunca tener suficiente y de querer más y más sin motivo. La muchedumbre tiene la fatídica manía de esconderse tras las máscaras facilitadas por el sistema, pues todos se sienten amenazados por algo que no conocen. Viven al borde del precipicio, sufriendo -como dirá Rorscharch- en medio de un matadero para retrasados mentales, sin saber qué decir, repitiéndose una y otra vez, que alguien les ha engañado y que les volverá a engañar. Los Watchmen han visto el terror en el rostro de la gente y han querido ayudarles, pero se han dado cuenta de que lo único a lo que tienen miedo es a ellos mismos; el sistema ha llevado demasiado lejos su trampa mortal y ha conseguido que la gente crea que el error está dentro de ellos mismos y no fuera. 

Entonces, ¿qué le ocurrió al american dream?
Fácil respuesta: se hizo realidad.

La ficción funciona aquí como una verdadera descarga de ideales sulfurosos y dietilamida destilada que, puestos en boca de outsiders enmascarados, parece resultar más convincente que en los labios de alguien real; uno de los usos de la ficción, es la digestión de la realidad, es el pensamiento tras la máscara. Ese es el verdadero poder de la ficción: hacer real lo ilusorio a través de lo fantástico, transformar lo real para destilar una cosa específica del todo y sacar del caos un milagro que irrumpa en nuestra mente. Este tipo de relato, tiene la capacidad de esconder secretos y mensajes ocultos entre sus golpes y sus fuegos de taquiones y, es en ese momento preciso, cuando un simple cuento puede estar transmitiendo un nivel de realidad mayor (véase Shakespeare o Cervantes). Cuenta Michel  Foucault, que aún en la época de los estoicos, el lenguaje poseía un valor ternario y por lo tanto, tres niveles de significación: significado, significante y su coyuntura. Este tercer nivel se perdió en nuestra cultura desde el siglo XVII al hacerse simbólico y representativo. Este  coartado pensamiento es el que se sigue utilizando en las escuelas occidentales hasta hoy. Parece ser que las cosas se analizan simplemente desde el fondo y la forma por separado, como si diseccionáramos el lenguaje para que perdiera su poder y nunca creara pensamiento. Si no hay coyuntura, nunca podremos pensar a través de las cosas. El tercer nivel de significación, es aquel que une los otros dos, es el nivel donde se articula la semilla del pensamiento, donde la etimología y el uso se unen para producir en nosotros una tercera dimensión y donde el lenguaje desarrolla todo su poder sobre nosotros. Alan Moore inyectó este tercer nivel a su obra y por tanto, Watchmen contiene esa sensación de cara y cruz donde todo se dice veladamente, donde siempre nos parece que se está diciendo más de lo que se dice, a pesar de la apariencia espectacular de las imágenes de Snyder, de su ritmo de videoclip y sus infografías siderales; de una manera u otra, lo real palpita en dicho palimpsesto estructural, acelerándose o ralentizándose, deteniéndose en el espacio, contándonos la historia de una forma sofisticada pero efectiva, invocando voces que nos hablan de la coyuntura. 

La voz del Comediante dice: todo son vidas violentas que acaban violentamente, porque los hombres son de naturaleza salvaje y no importa todo lo que adornes esa realidad, pues la verdad es cruel en ellos; son sucios, egoístas, estúpidos. Quieren crear un paraíso, pero ese paraíso está lleno de horrores. El horror ha conquistado la mente de los hombres (recordemos al Kurtz de Coppola) y los Watchmen lo saben, pero incluso ellos han sucumbido a la pasividad con que somete el sistema a toda existencia. Sólo se puede sobrevivir en una intensa revolución interior donde nada quede sin desenmascar y donde se luche intensamente contra la fuerte alienación que sufre una humanidad, enajenada por el dinero y sus trucos. La mente debe quedar liberada, el lenguaje de las imágenes debe recobrar su poder; la misión ya no es conquistar el mundo, sino conquistar a los hombres, follarse a la mente de la multitud para hacer que abra su alma de par en par y curar, por fin, los males que la afligen. Las multinacionales trafican con las drogas a las que está enganchada la mayoría: el petróleo, la electricidad, la coca cola, la moda, el deporte, la información… Han transformado a la humanidad en el yonki del que luego hablará Burroughs y en el borracho que más tarde inventará Bukowski, en el suicida al que míticamente cantará el oportunista Ginsberg o en el vagabundo al que hará soñar un hermoso y valiente Jack Kerouac. 

Entre otras muchas voces, suena la onírica voz del Dr. Manhattan: ¿por qué salvar el mundo si yo ya no pertenezco a él? Las calles están llenas de muerte, sólo lo que puede suceder, sucede; nada se acaba, nada se acaba nunca. Pero he visto un milagro, oxígeno volviéndose oro y ese hecho tan poco probable, es motivo suficiente para no rendirse. Cuando el materialismo de Manhattan se convierte en sentimiento y se abre a lo irracional, al hecho improbable, de repente empieza a sonar dentro del film, la indomable música de Jimmy Hendrix, interpretando, no una canción cualquiera, sino esa que dice:

"Tiene que haber alguna salida” ,
Le dijo el comediante al ladrón,
“Hay demasiado caos, no puedo descansar”. 
Los hombres de negocios se beben mi vino,
los labradores escarban mi tierra,
Ninguno de ellos sabe lo que vale”

“No hay razón para enfadarse”,
respondió amablemente el ladrón,
“Hay muchos entre nosotros que sienten 
que la vida es una broma. 
Tú y yo ya hemos pasado eso y no es nuestro destino, 
así que dejémonos de historias, que se hace tarde”

En las atalayas, las princesas siguen atentas
mientras todas las demás vienen y van,
y también los sirvientes vienen descalzos.
Y fuera, en la distancia, un gato vagabundo chilló, 
mientras dos jinetes se acercaban,
justo cuando el viento empezó a soplar.

El signo esencial de Watchmen es una pequeña chapita sonriente, posesión del Comediante, casualmente el ser más cruel y más escéptico de toda la pandilla. Seguramente dicho personaje es el más banal, pues es el que representa el cotidiano pensamiento de la muchedumbre, el deseo viviente con dos patas que actúa en consecuencia con sus necesidades. La chapa sonriente manchada de sangre es el extraño símbolo de lo que Alan Moore concibe como el verdadero signo de los tiempos: una broma infinita que nos han gastado sin motivo. Por eso, Watchmen se plantea como una gran broma fílmica, pero que se empeña en dinamitar las conciencias a base de bien. El verdadero chiste de toda la trama son en definitiva, los Watchmen en sí, los vigilantes imaginarios de nuestra torpeza y nuestro egoísmo. Moore proyecta en sus antihéroes marginales, a los los monstruos que ha creado un alucinado, arquetipos puros y capitalistas, enfrascados en personalidades fijas y morales que luchan por utopías pegando saltos y matando a gente. Cada Watchmen es como una neurona de nuestra mente, formas de ver la realidad que crean confusiones en nuestra percepción. Al igual que ellos, estamos sumidos en todos los vicios, en todos los deseos y por eso el chiste funciona, pues a diferencia de Batman -del cuál Snyder está filmando una película: Dawn of Justice- o Superman -del cuál Snyder realizó la fallida Man of Steel-, viendo Watchmen, fácilmente empatizamos con la irracionalidad de personajes que nosotros mismos hemos sido o hemos creído ser en algún momento; el vengador, el mentiroso, el narcisista, el prepotente, el cínico, el orgulloso, el listo, el conformista, el ambicioso, el perezoso, el pasivo o el valiente. Watchmen es un film imbuido en un delirio de imágenes donde convergen todos los espacios y todos los seres: Marte, la Antártida, Egipto, el Infierno, Vietnam, las pesadillas, los reyes, la gleba, los detectives, los cantantes, los sueños, las pesadillas, el fin del mundo, el mando a distancia, las naves espaciales, las hamburguesas, los ríos de lava, el Valhalla de Odín; todo ello se mezcla en un cóctel donde el mundo analógico anuncia el futuro en un reloj que da vueltas, tal vez por última vez. 

Todo ya existía antes del ahora y cada momento es una escena que cabe en una de las tantas pantallas que vendrán en el porvenir, una de esas ventanas que se ha elegido para que una parte del mundo se muestre en coyuntura; al igual que las coloridas viñetas pop de Alan Moore, la realidad elige su propio color alucinado. Así en él, el Comediante seguirá repitiendo que nuestra naturaleza salvaje nos matará, pues el arma definitiva está en nuestras manos: es el mando a distancia de la profecía de los tiempos. Rorscharch seguirá aullando entre las sombras, buscando su verdadera cara. Veidt, el hombre más listo del mundo, seguirá sabiendo la verdad y estableciendo un pacto secreto: la paz tiene un precio llamado  silencio. Vivimos mecidos en una farsa en forma de chapa sonriente -o eso es lo que sostiene Moore- y la ficción nos lo recuerda desde la suya propia -o eso es lo que intenta Snyder, que tanto sabe se representar superhéroes-. Como decía Joseph Beauys, todo hombre es un artista y por ello, debemos encontrar en el arte, el sentido de nuestras capacidades, con el objetivo de encontar una sensación real de nosotros mismos. En esa linea, el dr. Manhattan se despide así: yo puedo cambiar casi todo menos la naturaleza humana. Me voy de esta galaxia a una menos complicada. Creo que quizá así crearé un poco... Existen otras dimensiones de la vida, otras fuerzas muy diferentes en el mundo que debemos conocer. El capital debe ser sustituido por la creatividad en el hombre, pues se le quiere aislar de este conocimiento precioso e innato, para hacer de los secretos algo verdaderamente productivo, espiritualmente útil o lo que es lo mismo: pensar Watchmen como un sueño paradójico de utopía real.





domingo, 3 de agosto de 2014





JLG/JLG -
AUTORRETRATO EN DICIEMBRE
(1995)

 Jean-Luc Godard





si hay algo de verdad en la boca 
de los poetas, viviré



La obra de Godard es un ave fénix que muere y resucita cada cierto tiempo, besando el clímax de las aventuras estéticas más radicales una y otra vez, sumiéndose en la oscuridad de las profundidades de sus propias imágenes, para renacer de nuevo. De seguro, Godard es consciente de que su cine es un pequeño milagro que le resucita de vez en cuando, dándole un hálito diferente y estremecedor de aspecto poco predecible; una catarata de luz sólo comprensible por el espíritu abierto y profético de aquellos que sepan leer el horizonte de una forma distinta a la estipulada.  
Mucho se ha escrito sobre Godard, demasiado se ha dicho ya. Se le ha intentado enemistar con Chris Marker o Truffaut, etiquetarlo como autor meramente político o narcisista, para acabar clasificándolo como una especie de gurú de la cinefilia. Se le quiso encajonar de la misma manera en el pop, en el intelectualismo, en el postclasicismo, en la nouvelle vague... pero ¿quién es él, sino finalmente un río solitario sin cauce fijo, una especie de monstruo salvaje del pensamiento que elige el cine para sobrevivir? Muchas veces se olvida el factor vital que empuja toda su obra, ese romántico leit motiv que le hace levantarse cada mañana y apretar el botón de rec de su ojo mecánico y prodigioso, muy distinto al del Vertov, a pesar de sus íntimas afinidades. Godard es tan extraño como un cóctel donde convivieran Kulechov, Warhol y Nicholas Ray en una sola voz. No hay muchos artistas que como Godard, hayan sabido sobrevivir al éxito y al fracaso y que aún así, hayan logrado crecer cada vez con más fuerza, cada vez más claros. Para un creador como él, no existe otra disciplina que aglutine todo lo que él concibe a la vez: las palabras, la música, la pintura, la danza... cada una de sus películas es una cajita de secretos chinos, un crisol de conocimientos y sensaciones que establecen la eterna lucha del arte por no someterse a la cultura establecida. El arte es una excepción, la cultura es la regla. Godard siempre luchó por la libertad y por el amor, objetivos infinitos y confusos en los que perderse con asiduidad, los cuáles ofrecen al aventurero una ruta desconocida por donde vagar. La excepción es una cuestión del arte, lo marginal reina en la invisibilidad; la verdad ronda a sus anchas en el extremo de las cosas que nadie visita, pues el arte siempre exige una sacrificio real para abrir las cosas, para seccionarlas y ver más adentro, para poder entender mejor de qué trata toda esta ficción que se ha inventado para el hombre de hoy, desde hace ya tanto tiempo.

Aquello que buscan sus películas no puede ser dicho de forma común y, aunque según el Génesis, lo primero fue el verbo, para Godard, lo primero fue el arte; es el arte. Existen las artes y existe la vida y todo ello es un pilar fundamental para comprender la existencia como algo bello y digno de experimentarse. Por eso, todo aquello que limita, todo poder autoritario y toda imposición, alaba lo comunitario para destruir la excepción; la excepción es el peligro para los que mienten, la excepción es un problema para la institución, para el gobierno, para la democracia. El sistema que hoy reina este feudalismo del XXI, en medio de esta Edad Media sin dignos cortesanos y via crucis sin sentido, teme fervorosamente las excepciones, lo distinto, el arte. Se quiere imponer una sola imagen del universo, para que como antes de Copérnico, todos crean que las cosas funcionan de una sola manera, o que sólo hay una manera de que las cosas funcionen. Han desterrado la materia, pues el espíritu se les hace demasiado vacuo, demasiado sofisticado. La materia es más fácil de falsear, es más vulgar, más sencilla, más comprensible. Ante esto, Godard propone una imagen dual -como mínimo- nacida del exiliado espíritu de los tiempos. Él coloca juntas las imágenes que encuentra, para hacer surgir realidades lejanas y justas con el cosmos que nos envuelve y nos permite seguir en la batalla.
Godard suele hablar de las confrontaciones, de los intereses, de la competición por el oro; la materia se deshace en nuestras manos, pero las imágenes permanecen. Entonces habla de la inutilidad de la creación, para emancipar una solución a los problemas del espíritu apagado de los hombres: queremos ser útiles. Los versos deben despertar a los hombres; la humanidad debe pegarse un buen susto con la pesadilla de ella misma...
El arte debe estar despierto si quiere vivir, pero el público también debe aportar su grano de arena o desierto y destruirse así mismo, para generar unos ojos nuevos que contemplen el nuevo futurolo que puede llegar, en sustitución de esta realidad monótona y aburrida en la que se ve inmersa la mayoría, donde ya sólo existe el presente; pero el presente no existe. Sólo vivimos mentalmente, sufrimos mentalmente. Somos demasiado lentos para apreciar algo que se al que nos empeñamos en llamar el ahora. Todo debe arder en una sola hoguera donde las cosas resuciten y vuelvan transformadas; el público debe aprender del arte una sola cosa: sólo resucitaremos el mundo si accedemos a quemarlo.

Godard pregunta preocupado: ¿de qué está muriendo Europa? y luego mira un retrato de Renoir, y se inventa un personaje que le cuenta trozos de la historia, mientras le arregla la habitación. Europa fue el centro del universo, la vanguardia del arte y la conciencia del mundo, pero ahora no es más que un negocio sospechoso y sucio que hace que todo esté dormido, como si reaccionar ante el sacrifico de todas galaxias, no fuese más que un vasto error.
Godard se empeña en lo contrario y sigue memorizando paisajes para escribir una historia en fotogramas que podamos ver en el centro de nuestra mente, una señal que pruebe nuestra tentación de vivir en el ánimo por respirar. Godard se toca la mano y está feliz pues la carne existe aunque no la miremos, está allí para reivindicar su valor, su importancia. Al cerrar los ojos, dentro de su mente, aparece un punto que representa lo visible; un lugar donde se forman las nuevas imágenes, los nuevos paisajes que quieren dialogar unos con otros. Allí dentro, Godard descubre una cosa curiosa: él ha desaparecido y ahora puede hablar con la voz de otros. Godard se hace consciente de su papel en esta opereta de sombras chinescas donde sólo quedan palabras y disolución en imágenes donde van pasando las estaciones, hasta que nace una ilusión de él mismo; ese es el paisaje del que nos habla sin parar.
Ha conseguido que lo veamos.
Estamos inmersos en él.
Ahora somos parte de un retrato de él mismo, que ya no es él, sino nosotros.

Godard se ha sacrificado como un poeta para que el amor exista en la Tierra. Ya no importa el retrato de Renoir, no importa el misterio de Fantin Latour, ni el de Passollini, ni Helas por moi, ni siquiera la imaginaria nouvelle vague... El acto romántico por excelencia ha sido realizado, la imagen de uno mismo ha sido consumida por el todo. Ahora resplandece un autorretrato de un hombre, nada más que un hombre. No mejor que ningún otro. Pero ningún otro mejor que él.







jueves, 31 de julio de 2014





CORRESPONDENCIAS
JONAS MEKAS / J. L. GUERIN





1.

Hay dos hombres que intentan vivir persiguiendo pequeñas películas del azar, empujados por un viento que sopla donde quiere, que les lleva caprichosamente de un lado a otro sin motivo aparente. Intentan reactivarse con la energía de la vida, con los sencillos hechos que les rodean; sacrifican su vida a una mística cotidiana de la luz y el movimiento. Todo gira ante sus ojos como un tiovivo infinito, estupefactos ante aquello que no se detiene por nada ni por nadie.


2.

Uno de los dos se pierde por los jardines y mira qué ocurre entre las rejas, qué vive sobre la hierba, qué se esconde bajo la nieve o cómo suena la nota improvisada de un piano. Atiende con la misma atención, a una voz anónima que canta o al quejido de un edificio de la esquina. Cualquier cosa puede encerrar el tesoro, pero sólo unas cuántas cosas mantienen ese privilegio. Estar alerta, caminar, seguir las huellas. Parado frente a un cartel, lee: Fui a los bosques porque quise vivir sin historias, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida. Dejar de lado todo lo que no fuera vida para no descubrir, en el momento de la muerte, que no había vivido.


3.

El otro está en su casa y mira un árbol. El árbol es viejo pero hay algo nuevo en él; una nueva estación que llega y se va. Él colecciona todas las estaciones de la vida en una cajita oscura donde las ve una y otra vez, para divertirse, para emocionarse; en esas antiguas imágenes, aún se ve algo de la vida. Para viajar al pasado, estaría bien tener tres manos para poder coordinar todo lo que ha sucedido, lo que sucede y lo que sucederá. Sus imágenes respiran muy rápidas, pero se las mira de una forma lenta, casi congeladas. No para de repetir las mismas palabras, no para de ver las mismas estaciones; siempre distintas, siempre iguales. De repente, se encuentra con él mismo y se observa cara a cara, risueño, disfrutando de esa extraña realidad de verse a así mismo y el tiempo, por un momento, se hace real para desaparecer de nuevo. Lo siguiente que ve es un perro, lo cuál resume su oficio en ese solo hecho; esto es lo que hace un director de cine: mirar a un perro. Después de una vida persiguiendo lo imposible, decide imaginar una última película, juntando todos los restos que le quedan de sus paseos. Vuelve a la ventana y se da cuenta que en primavera los árboles se vuelven totalmente majaras.


4.

El tipo de los jardines navega ahora en un barco donde conoce a una chica que será asesinada en el futuro. Tiene una mirada hermosa y él se enamora de su ligereza, de su honestidad, de su mirada. Sobre las olas, él piensa en los festivales de cine y en su inutilidad para que el cine continúe. A él le importa el cine y busca motivos para seguir persiguiéndolo. Olvida los festivales y se pierde mirando hojas de árboles, turulato, observa su movimiento, su fragilidad, su fascinante facilidad para asumir los días. Luego piensa en la chica que mataron en Manila.


5.

El otro visita un cementerio, pero no se entretiene en las tumbas; ha descubierto que los cuervos roban los pétalos más hermosos de las criptas. Le roban algo precioso al mito de la muerte y a la parafernalia del eterno polvo. Mira los ataúdes y mira el volar de los pájaros; el negocio de la realidad y la poesía... Se da cuenta de que lleva toda su vida cazando detalles, manteniendo la necesidad de hacerlo, y al intentar explicar la razón se queda absorto, dándose cuenta que no puede inventar palabras para algo tan absoluto como eso. Es mi vida, se dice, sólo es eso. Esa es la grandeza de la vida: seguimos vivos y no podemos explicar por qué. La vida no requiere explicaciones, sólo hay que tirarse a la piscina que cada elija, pero nada más. Confiesa: Si sigo cazando es para mantenerme despierto.


6.

Vuelve el tipo de la chica asesinada, pero ahora está en otro sitio. Está obsesionado con el cine y su representación. Dice desconfiar de la tecnología, y confiesa que no sabe muy bien cómo enfrentarse a las cosas para que sucedan entre sus manos de la manera más justa; de una justa manera. Acepta los límites para perseguir e inventar historias. Quiere hacerlo; sin querer está inventando una pequeña forma donde todo sucede.


7.

En una habitación, el tipo que mira los árboles, habla de los sueños. Afirma que la realidad no puede salvarnos por sí misma, pues hace lo que quiere. Nuestra voluntad no es suficiente y hay que soñar para crear realidades verdaderas. Toda la realidad objetiva es una mera falsificación, una utopía de la percepción, una posibilidad que han convertido en un error. Hay que empezar a crear un nuevo diccionario para las cosas y revisar todas las palabras para empezar de cero. Hay que encomendarse a un fragmento del paraíso y volar sobre una paloma en medio de la noche. 


8.

Jonas Mekas es la imagen del cine que nunca dejaron crecer, el nuevo horizonte que se abre paso a pesar de los pesares. Jose Luis Guerin es la obsesión de ese niño indefenso que está perdido y solo entre la multitud, ¿en qué momento de la historia del cine los artistas han estado tan solos? El hombre obsesionado por el cine visita el cementerio de una isla donde las hormigas se comen a Yasuhiro Ozu. Allí descubre que el silencio del cine aún está vivo. Todo se mueve en las entrañas. Finalmente contempla el salvaje esfuerzo de dos diminutas hormigas por arrastrar algo impensable; si una de ellas suelta un extremo, todo se caerá.
Después mira un árbol y se transforma en el otro tipo, en el de los sueños y el de los sueños desaparece al mismo tiempo, pues uno parece ser el sueño del otro y los dos consiguen dejar de ser hombres y aparecer dentro de esa cajita oscura donde todo sucede de nuevo y siempre en una nueva película del azar.







viernes, 25 de julio de 2014






FANTASTIC MR. FOX
(2009)

Wes Anderson






Wes Anderson es una especie de Barrie, una especie de Carrol, una especie de Stevenson. También le gusta el cine francés de la nouvelle vague y las peleas de lucha libre. Parece un granjero del sur, pero es un titiritero de lo más sensacional. Anderson se ríe de todo: se ríe de las fábulas de Esopo, de los cuentos de Dahl, de la ñoñería "disney", del prestigio de Burton, del talento de Harryhausen y sobretodo, de la tonta moral que inventaron para la infancia y que sin duda, nos hicieron creer. Esta sonrisa maligna le sirve a Anderson para crear a un zorro que es su verdadero alter ego; un héroe paradigmático del que se sirve para vengarse del apestoso mundo. 

Mr. Fox es el símbolo del espíritu perdido de los tiempos, es el diminuto profeta que aún dice la verdad para que todos la oigan; un amante al que todos los días le amenazan con el divorcio. Nada de mentiras, nada de escrúpulos. Garras, mordiscos y hambre, mucha hambre de acción. Siguiendo la máxima natural de la Historia, para que nazca algo nuevo hay que destruir lo anterior. Mr. Fox destruye inconscientemente el mundo en el que vive, al realizar sus más escondidos secretos y produce una enorme bola de nieve que nos arrastra a todos a las profundidades. Así, de la misma manera, Anderson -con ayuda de sus marionetas diabólicas- nos precipita en un mundo muy pequeño y muy esencial, donde nos vemos -inevitablemente- identificados con un verdadero animal salvaje que lucha por su libertad. La vida capitalista, tal y como la conocemos, nos ha convertido en animales pasivos y débiles sin apenas sueños o ganas de sueños. Anderson, a través de Fox, nos abre los ojos de la desobediencia civil y nos trae el mensaje que Truffaut nos quiso revelar en su L´enfant sauvage (1969). La herencia que el director norteamericano contrae el cine de los 60 no es para nada baladí, pues se puede observar fácilmente, cómo Anderson también le hará un guiño fílmico a Godard tres años después de Fox, en su obra Moonrise Kingdom (2012), inventando un Pierot le fou (1965) muy personal, a la boy scout, y que cinco años antes del zorro, había realizado ya The Life Aquatic with Steve Zissou, un film cinéticamente felliniano, formalmente godardiano, con tintes dignos del Louis Malle más onírico. 
La estética de Anderson siempre ha sido un problema en sí para el espectador, pues su terca irrealidad se contrapone a la ontológica realidad cinematográfica y así, sus películas postpop -o como se quieran llamar-, acaban dejando frío hasta al más entusiasta, a pesar de conquistarnos en ciertas escenas. No hay duda de que Anderson es un gran constructor de estructuras y un virtuoso creador de rizomas narrativos, pero tal vez eso no es suficiente, o no lo únicamente necesario para que la cosa funcione; el arte no sólo es esa cosa mentale de la que hablaba Leonardo. Su estética plana y artificial, sus colores nítidamente limpios y su peculiar puesta en escena teatral -emulando muchas veces a Rohmer- no son suficientes para convencer a un público que siempre se queda con una paradójica sensación de vaciedad formal y un desequilibrio frío, aséptico y algunas veces, mortal. 
Sus películas siempre han seducido a medias hasta el día en que encontró a Mr. Fox. 
Esta película realizada a base papel albal y peluches de todos los tamaños, es el recipiente ideal para que la malicia y la violentia estética de este autor texano, explote como la dinamita ante nuestros ojos. Sin darse cuenta, Anderson encuentra por fin en el stop-motion, un lenguaje original adecuado a sus quehaceres y el canal perfecto para sus ideas estéticas. Su idea de la imagen cinematográfica se cristaliza perfectamente en los irreverentes movimientos y rostros de esos animales salvajes que llevan su cine hasta un climax antes no conocido en su obra. Además, Anderson consigue crear al héroe de su vida, una mano que hace y que deshace el destino a base de aventura y buen humor, pues si algo hace de Fantastic Mr. Fox una excelente cinta (por no decir la más entera), es la calidad inexacta del humorismo que se desborda a cada segundo en los gestos y las palabras de sus fabulosos personajes, de sus excéntricos movimientos, de sus magníficas decisiones. No hay melodrama ni repetición. No hay concesión ni niñería. La película es fuerte y no blanda, y conjuga el limpio con el sucio de forma equilibrada.
Fantástico Mr. Fox sólo deja hueco para el cambio, para el fluir de la vida, para la batalla infinita. Anderson se ríe de nosotros y nos incita para que levantemos el culo y nos vayamos de una vez a cazar pollos y a correr aventuras para conocer a eso que llaman peligro; el único tesoro que aún parece quedar en el mundo.
















domingo, 13 de julio de 2014





CRUMB
(1994)

Terry Zwigoff





¡Dios! La puta música rabiosa saliendo de cada coche, de cada tienda, de cada cabeza... si no tienen radios ruidosas, tienen auriculares chillando sin parar cosas como cabrón, hijodeputa, chupapollas... Es demasiada violencia, demasiada rabia, demasiada ira. Todo el mundo es un puto anuncio andante. Llevan anuncios en sus ropas; van caminando tranquilamente, con la palabra ADIDAS escrita en sus pechos, dios, es patético, miserable...
Toda la cultura está dirigida hacia la compra, la venta, el análisis del mercado... Antes de esto, la gente solía ser la que inventaba su propia cultura, con sus acciones, con sus propias palabras. Hemos tardado miles de años en hacerlo y fue evolucionando hasta este punto; todo eso se acabó en América. La gente aquí ni si quiera tiene el concepto de que una vez hubo una cultura muy distinta a esta cosa que alguien ha creado para simplemente, hacer dinero. No paran de precipitarnos hacia lo más grande, lo más nuevo. Lo piensas y después de un rato me compadezco de la humanidad, por no tener más que este tipo de vida sin curiosidad intelectual por lo que hay verdaderamente, detrás de esta enorme mierda...

A pesar de lo dicho, Robert Crumb es un tío muy simpático que no para de sonreír. Si te lo cruzas por la calle, pensarás que acabas de ver a James Joyce; el mismo andar, el mismo canotier, las mismas gafas de cegato. Al final será verdad que los que no ven ni un pijo son los que más profundo perciben la realidad; así Tiresias, así Borges, así Ray Charles, así Joyce, así Robert Crumb. Alrededor de todos ellos habita un misterio y una profecía. Las personas como Crumb pasean por la vida ligeramente, casi tanteando el suelo, casi delatando no ser procedentes de este miserable mundo tan rabioso e irascible. La tesis de Crumb es que la gente se aburre porque el mundo en el que vivimos no tiene, en realidad, mucho sentido. Su especial talento para el dibujo y lo que es más importante, su visión irónica de la existencia, hacen de él un artista valioso y estimulante que consigue transformar el universo.
Como los grandes artistas, Crumb supo elegir su disciplina desde un principio y se concentró sólo en dibujar. Al igual que Cartier-Bresson siempre hizo fotos o Bob Dylan sólo cantó canciones, Crumb decidió desde niño dedicarse exclusivamente a dibujar como única tarea en la vida.

La acción es la única forma de combatir el hastío de la eternidad.

Crumb intuyó esto y se puso manos a la obra, generando desde muy pronto una obra extensísima de viñetas y culos bien gordos. Robert Crumb quería transmitir algo a la gente, cosas sencillas como que le gustaban las chicas, las guarradas,  los chistes y las historias de sus dos hermanos Max y Charles, dos auténticos chalados que enriquecieron su mente con millones de imágenes de mundos paralelos, lascivias y obsesiones sexuales que más tarde, Crumb condensó en su particular tubo catódico para crear un mundo paralelo donde poder vivir y reír. Su vida se resumió en un pequeño trozo de papel donde iba apareciendo una extraña sinceridad, encubierta por el humor.
La obra de Crumb es una medicina para el alma, un budismo disfrazado de cómic corrosivo y delirante donde la inteligencia se pierde entre mujeres desnudas y penetraciones infinitas. En el mundo de Crumb la mujer es un animal bestial y erótico que devora todo lo que encuentra, y el hombre, un enfermo sin solución, con el cerebro lleno de agua. No hay nada sucio en él, todo es bufonería sideral y estética LSD para los nuevos tiempos, todo es vagar por cafeterías buscando el amor, pasando páginas de libros de fotografía antigua, donde poder copiar algo que sobreviva aún de forma pura en una servilleta o en un ticket. La belleza está por todas partes y Crumb está dispuesto a no dejarla escapar. Tal vez, Robert Crumb copia la realidad para eso, copiando insistente la apariencia de lo que somos en realidad: unas almas deformadas por un delirio llamado capitalismo, por un error llamado sociedad.

El mundo está chalado porque quieren que nadie se de cuenta del absurdo laberinto de los días.


lunes, 30 de junio de 2014







CIELOVIEK S KINOAPARATOM
El hombre de la cámara
(1929)

DZIGA VERTOV





Bajad el volumen y escuchad el ruido de la vida*. Éste es el run, run que hace mover el tic, tac del cuore. Ahora la película es la sangre que pone en marcha a los ojos y donde el cineasta se coloca en el horizonte de la mente para acercar la acción al espíritu. Vertov inventa la película de películas, el concepto de la caja negra donde reunir todo tipo de caprichos gustosos de ser vistos. Así, inaugura su experimento; la creación de un lenguaje más allá de la literatura o el teatro, más allá de la pintura o de la música. Sus palabras son imágenes que conforman el milagroso manifiesto de la celebración de la luz, del acto de ver y del hecho del vivir, pues todo lo visto, antes ha de ser vivido sin excusa. Existe una respiración indestructible que pasea de bloque a bloque, de pieza a pieza, presentando secuencias únicas en forma de dominó, en una nueva cadencia de ser y de ver, que irá constituyendo lo que ahora podemos llamar con cierta rutina, el hecho cinematográfico. Suena simple, pero había que hacerlo para que existiera y esto es lo grande del cine, que las cosas no son etéreas sino visuales y para que algo exista, debe realizarse en sí, el hecho ha de acontecer. 
El cine, tal y como lo inventa Vertov, es una voluntad incansable por perseguir lo efímero, el infraleve duchampiano y una resistencia ante la seducción del vacío que ya traían consigo los primigenios abstractos. El absoluto se da en Vertov de una forma pánica, aludiendo a ese amplio sentido que tan claramente explica Arrabal y que une el Todo y la Confusión. Dice Arrabal que para hacer cine, hay que celebrar la confusión, hay que batirse en duelo con la invertebrada realidad hasta destrozarla y conseguir una forma que no deje de moverse, un espíritu que devore. Vertov come a manos llenas y alimenta su cajita de imágenes con todo lo que se encuentra, aplicando un criterio estético altamente personal y una épica estricta y obsesiva que le lleva a surcar los cielos y las profundidades en busca de elementos que vayan construyendo este peculiar balbuceo imaginario que no cesa de crecer y de nacer al mismo tiempo. 
Dice Vertov: yo soy el Kino-Glaz, soy el ojo mecánico. Soy la máquina que muestra el mundo tal y como es, como sólo yo puedo verlo. Desde hoy me libero para siempre del inmovilismo humano. Me sitúo en un interrumpido movimientoEl ojo es una máquina que inventa la luz, para que las cosas puedan verse en toda su plenitud. Si el cine sigue existiendo, es por conseguir hacer claras las sombras, por hacer luz en las tinieblas. Todo  trata de ponerse manos a la obra y filmar con ánimo valiente y aventura, sin pensar, que para eso ya existen la escritura y los rompecabezas, que funcionan de otra manera y dan luz de otra forma. Pero la disciplina de Vertov pretende desde su nacimiento, ser autónoma y libre, sin permitir concesiones estéticas o préstamos de uso a otras artes. El Cine-Ojo (Kino-Glaz) es la gran religión de las apariencias, la fe en la visión como materialización de lo efímero, de lo vago, de lo pasajero. Vertov está cansado de ver las cosas pasar sin poder hacer nada, de notar cómo la vida se arremolina en su vacío impotente, por eso inicia su película desde la premisa de la quietud, de la ciudad cuando todos duermen y la vida es algo así como una estatua inmensa en medio de la existencia; pero aquello sólo es una ilusión de la debilidad humana, del aburrimiento, del cansancio. En este punto es cuando Vertov y sus películas enlazan perfectamente con del movimiento Surrealista, Futurista y sobretodo con el Dadá y su pretensión de despertar el alma durmiente del hombre moderno, del hombre alienado, despertar su alma para que viva y sienta que la vida es real si la transformamos, si por un momento somos capaces de imaginarla. 
Por eso la película es una máquina y la máquina es el ojo que pasea por las calles para experimentar la vida de una forma emocionante, sin viciarse, sin corromperse, sólo jugando a ese hermoso gioco del arte. El arte es un despertador del espíritu, del ansia por la acción, por llenar los vacíos que más tarde, verbigracia, Rothko o Klein tratarán de vaciar. El proceso del arte es una dinámica sucesiva de llenados y vaciados para buscar y encontrar lo mismo una y otra vez. Ahí está la cuestión del infinito en la búsqueda de la emoción, de las presencias, aquí es donde se destruye la falsa idea de la historia del arte y donde nace el concepto de la pura creación, insobornable, hermosa, individual.

Vertov inventa un estilo propio para llegar a todas las aristas, a todos los rostros; la geometría del caos construyéndose ad infinitum. Partiendo de la pionera senda de Walter Ruttman o Germaine Dulac, y de sus propias experiencias como operador del régimen, realizando los 23 capítulos del famoso Kino-Pravda estatal (Cine-Verdad), Vertov culmina con El hombre de la cámara un estilo que será sin duda más que un estilo; una auténtica filosofía de acción. 
Curiosamente, en 1929, Jean Vigo también despliega sus cartas sobre la mesa, con su A propós de Nicé, de una forma muy parecida, con una frescura similar. Los nuevos tomavistas de pequeño tamaño (el Sept y el Kinamo), crean la libertad técnica de la que carecía hasta ese momento el cineasta como artista. Estas protocámaras de las miniDv actuales, ya son en esencia la nueva pluma (stylo) para escribir imágenes ágiles y personales con un nuevo pensamiento de la mano, del gesto. Las enormes maquinarias sordomudas de los Lumiere, se transforman así en ligeros gorriones que pueden llevarse de aquí a allá, en máquinas portátiles que tienen la capacidad de coleccionar todo lo que ven, de respirar todo lo que tocan. El hecho en sí mismo es un milagro y muy pocos se dan cuenta de la revolución que se avecina.

El film de Vertov es una profecía en toda su magnitud. Desde la arriesgada elección de no insertar subtítulos ilustrativos, hasta la estructuración de la obra en un solo capítulo (por lo que se puede considerar toda la película como una única secuencia), toda la obra disfruta de un radicalismo y una vanguardia digna de ser un curioso oráculo, tejido a partir de la consciencia brutal del cinematógrafo en sí mismo. Todo en el film alude al hecho mismo de ver, todo se dirige a la idea de mirar lo mostrado, de iluminar lo oculto. Por eso la película comienza en una sala de cine vacía donde las mismas sillas se abren como una flor, para hacer aparecer al público. La idea de que es el cine por sí mismo el que imagina su público, ya es una actitud plenamente romántica del arte y que se dirige, como diría Godard, hacia una verdadera historia del cine.

La máquina de Vertov nos muestra el futuro en forma de imágenes, y enseña sin saber, que el mundo es infinito y que el hombre es libre de ir allá a donde quiera y Vertov va a todos lados en todos los niveles; sin duda se adelanta a lo que será la gran aventura del cinematógrafo del futuro. Así, en el film, sin duda ya está latente la irreverencia del prodigioso e irregular Welles (incorporando las salas de montaje como secuencias en sí mismas de la ficción), ya están Rossellini (Viaggio en Italia y sus secuencias en coche) o Fellini (Fellini´s Roma y la épica del rodaje), ya están las violentas y presentes imágenes de Kazúo Hara (partos en vivo), ya están las trazas de Malevich, las instantáneas cenitales de Moholy Nagy (porque Verov también paraliza la imagen para sublimar la naturaleza del cine y destacar que la fotografía es cine moviéndose), ya está la caja de cerillas de Kaurismaki, las manos escribientes de Godard, lo árboles de Ivens, las playas abarrotadas de Ensor, los animales caedizos de Muybridge, las famosas ideas de Kulechov, el Herakles de Herzog, los salvajes moteros de Easy Rider, el ajedrez de Duchamp, las arriesgadas acrobacias de Keaton, los gestos y caricias de Une femme marieé (ese film tan maltratatado), las calles y la frescura de A bout de soufflé, junto a la miradas esquivas de la falsa idea de la intimidad actual; ya está todo: está Chris Marker, Rouch, Flaherty (a su pesar), Griergson, Cavalcanti, Paul Rotha, Basil Writh, Harry Watt, Arthr Elthon, el O, Dreamland de Lindsay Anderson, el film The wave de Paul Strand, la provocación draqueeniana de Frank Simon, el lúcido y discreto (casi secreto) experimentalismo de Warhol (Sleep), la fuerza de las imágenes de William Klein (Ali the greatest), las bestias de Franju, Las hurdes de Buñuel, el realismo de Rouquier, las multitudes de Riefenstahl, los flotantes paisajes de Bela Tarr e incluso el misterio inconcebible de Bresson (siempre único, siempre sincero). Aunque en Vertov hay mucho más, algo innumerable e inmecionable, pues como se ha dicho, su cine es una caja negra, una magic box que aúna todo lo humano y lo divino, practicando un uso del cine altamente natural, firmemente obsesivo: el acto de ver. 
Tal vez, el momento más importante del El sol del membrillo de Erice, es la secuencia final en la que la cámara, por sí sola, filma los membrillos podridos en el suelo, el árbol en decadencia, la luz perdida en la muerte de las cosas. Erice nos habla de que la cámara es el privilegiado testigo de esa muerte, la resistencia ante ella, en la emoción de lo hermoso, sucediendo. Erice se olvida del torpe pintor, para ensalzar al cinematógrafo como la máquina que contempla y captura la verdad; esto, dicho sea demás, Erice también lo aprendió de Vertov.

El ruido de la vida se va acabando y la cámara, sola, nos ofrece su último baile; un ballet a tres patas, demostrando su versatilidad, su vida como máquina soñadora, su corazón, sus ganas. La sinfonía se acaba y es la más bella que se puede haber oído; acabamos de ver un fragmento de vida, un ritmo familiar que forma parte de nosotros, anterior a nosotros, posterior a nosotros; una sensación primitiva que nos acompaña desde antes del cine y las artes, algo que al contemplarlo sabemos perfectamente lo que es, pero que cuando nos invitan a explicarlo, apenas somos capaces de hacerlo.




*Se recomienda encarecidamente bajar el volumen de este film por completo y visionarlo en silencio. Los ruidos del entorno, compondrán por sí mismos, una melodía justa y única.



martes, 27 de mayo de 2014





VERNON, FLORIDA
(1982)

Errol Morris






En Vernon, todos son unos mentirosos. Como los buscadores de oro, llegaron a ese lugar creyendo que encontrarían la felicidad, pero sólo encontraron Vernon, un pueblo de paso que no importa a nadie, difícil de encontrar en un mapa o en cualquier otro sitio. Lo que se sabe es que alguien miente en Vernon, pero lo que no se sabe muy bien es si siguen siendo ellos o es Vernon la que les miente. Una cosa sí es cierta: les gusta contar historias.
Todos los habitantes de Vernon tienen algo que contar, algo muy íntimo y muy especial, algo como si fuera la única historia que conocen, una historia que nace y se refugia de una forma diferente en cada una de sus mentes solitarias, esperando a que alguien, quizás, las haga salir a la luz. Errol Morris viaja hasta esa ciudad en medio de la nada, escondida dentro de uno de esos bosques norteamericanos e infinitos, donde sólo se ven pasar camiones que van hacia otro lugar muy lejano. Vernon es triste y solitario por fuera, pero casi milagroso por dentro, me explico: la soledad de Vernon ha transformado los sueños de sus habitantes y aunque parezca que sólo relatan falacias a primera vista, sus sueños te envuelven en un torbellino de historias extensivamente interiores que hablan del mundo fantástico y absurdo, donde las cosas se suceden de manera tan distinta que parecen un chiste. En Vernon nadie se hace el gracioso, pues Vernon es un planeta lleno de viejos locos que hablan de la realidad común contada desde el LSD de cada uno, porque ellos son en sí mismos una droga que quiere llenar el vacío de la vida, y por eso entre todos se convierten en un estupefaciente fílmico y humano que lo único que ha hecho para ser de esa manera, es habitar en ese lugar perdido y olvidado del mundo donde no hay nada más que hacer excepto pasear por el lago, hablar en el bosque, perseguir comadrejas, fotografiar ovnis o cazar pavos, pues Vernon es realmente un lugar donde ocurren cosas muy aburridas y muy corrientes, hechos que por sí mismos pasan desapercibidos, pero que contados por sus habitantes, se hacen extraordinarios.
Errol Morris, uno de los padres del cine de cuerpo parlante (junto a Lanzmann, Rouch o Guerin), uno de esos que empezó a buscar lo anónimo como material sensible y filmable, nos muestra en esta diminuta y enorme obra, una de sus joyitas más preciosas. En la escasa hora de metraje, vamos recorriendo de historia a historia, la geografía de la locura de Vernon, de las manías, los complejos y los recuerdos más extravagantes que se puedan contar. Vernon les hace mentir para que realmente nunca puedan hablar de Vernon, pues en la película de Morris no se habla de la ciudad sino de esa soledad que crea el delirio y el humor a partir de la ambigüedad y la contradicción de la vida.
Vernon es la ciudad de la mentira y de los sueños, unos nunca llevados a acabo y otros en cambio, vividos en toda su amplitud, conservados en un bote cristal para que sigan creciendo a sus anchas, mientras Vernon dure y siga habiendo alguien allí que lo invente para contarlo.





jueves, 15 de mayo de 2014




THE GESTURE OF SHANGAI
(1941)

Josef von Sternberg





A veces hay películas que no tratan de nada aparentemente; el cine de Sternberg busca la profundidad en la piel más superficial, invocando los misterios de las formas, preparando así un conjuro sensible, compuesto de mágicos fragmentos de realidad. Sternberg es un hombre que mira dentro de la cámara para encontrar un territorio ausente ante los ojos vulgares. Su idea del cine, se basa en la obsesiva contemplación de los rostros como si se tratase de tesoros perdidos. Como los grandes pintores renacentistas, su obsesión es el retrato de ciertas mujeres, de ciertos gestos y pupilas; por eso las historias de sus películas acaban siendo torpes o efímeras; a Sternberg siempre le interesó otra cosa muy distinta a las tramas. Desde los años 20, Sternberg consiguió convencer a los productores más ambiciosos de Hollywood, de que sus películas debían ser de esa manera concreta, tan excesivas y simples como aburridas y emocionantes. Nadie puede explicarse aún cómo Chaplin o Howard Hughes acabaron financiándole proyectos meramente personales, que él tenía la habilidad de hacer pasar por grandes producciones. Nadie sabe las razones por las cuales Chaplin destruyó A woman of the sea, antes de que se estrenase en 1927 o porqué el mismísimo Adolf Hitler mandó eliminar todas las copias de la legendaria Der Blaue Engel (1930) y sobretodo, cómo consiguió que una sobreviviera en posteridad. 
Sternberg es uno de los directores más extraños de la estela hollywodiense, alineándose en la constelación del sádico Stroheim o del visionario Keaton. Nada hay en su cine que se parezca a  ninguna otra película, pero todas las demás películas deben algo a Sternberg. Él fue el padre del cine de gansters aunque odiaba los gansters, él fue un director hollywodiense aunque siempre odió la industria, él fue todas las mujeres que filmó, aunque siempre se conservó como un hombre... aunque una vez dijo que él mismo se consideraba Marlene Dietrich. Esa travestida ideología, sobrevuela el misterio rondando entre sus imágenes, creando ambientes extenuantes donde nada se detiene y donde el humo envuelve las esquinas con una pretensión esquiva y ambigüa. Sternberg aprendió a celebrar el caos de la manera más bella, recreando el azar artificialmente, envolviendo sus imágenes de un velo especial que seduce a los ojos de forma instantánea. Viendo a sus actrices, sentimos un gusto por lo ideal y por el sueño de las formas vivientes, congelando el tiempo en sus erosiones más bellas, siendo un volcán de formas inesperadas. Sus imágenes podrían ser prototipos de lo que luego sería la visión de grandes fotógrafos como Richard Avedon o Helmut Newton; todo un universo ya se conjuraba en sus pupilas y prodigiosamente, lograba hacer vivir esos sueños que siempre le invadieron.

Sternberg fue un niño pobre que vivió entre Europa y EEUU, un joven vagabundo sin tierra que encontró trabajo como ayudante en un laboratorio de películas. Allí aprendió los secretos de un oficio que sólo se aprende haciéndolo, sumando y restando imágenes, cortando, montando y ensamblando ilusiones congeladas en pequeños cartuchos que luego resultan ser verdad de alguna manera y que aún nos es difícil entender por qué; la mística de la química tiene su propia historia y seduce al hombre con sus milagros y erosiones. El cine es esa erosión que puede llegar a ser algo bello. Sternberg aprendió lo que no se enseña y llenó sus manos de negativo para convencerse de que todo aquello podía ser real. Quien se deja encantar por las artes mágicas de las imágenes, adquiere una maldición de por vida, pero también un don especial sobre ellas; luego, hay unos pocos que consiguen demostrarlo al mundo, otros se desvanecen.

La antepenúltima película de Sternberg se llama The gesture of Shangai y no tiene nada que ver con la también suya, Shangai express (1932) o con The lady of Shangai (1947) de Welles o con la experimental Chungking express (1994) de Tarantino. Es extraño entender por qué se bautizó en castellano a esta película como El embrujo de Shangai. No hay nada menos acertado en la concepción de un film como este, que evitar o esquivar su verdadero meollo. Esta película podría haberse llamado de muy diversas formas: El casino de Shangai, La dama de Shangai (como la de Oson Welles), La locura de Shangai o uno más directo y sencillo: Los sacacuartos. Habría sido de cualquiera de esas maneras y cualquiera hubiera servido, si la idea de Stenberg hubiera sido ilustrar el argumento o la moraleja del film, pero The gesture of Shangai, que podríamos traducir simplemente como El rostro de Shangai, nos habla de algo mucho más amplio que una historia o un personaje. Sternberg utiliza la ambigüedad del título, para referirse casi en secreto a su oficio de retratista, a su obsesión de cazar esos instantes de luz sobre los ojos y siluetas, recorriendo la piel suavemente, para revelar lo que la materia esconde de por sí. Todos sus personajes son maniquíes con cabeza de madera, donde él inventa -o intenta- sus rostros, donde él les da de beber placer hasta que se caen de culo o hasta que deciden volarse la tapa de los sesos. 

A Sternberg no le interesan sus destinos, lo más importante es la fortuna del film.

Algo tuvo que ver la falsa traducción de la película, para que el escritor Juan Marsé escribiera una novela, versionando el erróneo título. No entraré a juzgar dicha novela, pero si un error lleva a un acierto, alabado sean los malos entendidos. Lo digo precisamente, porque esa novela debe encerrar algo de lo que Sternberg escondió en las prodigiosas imágenes de su película, sesenta años antes, pues casualmente, el parco y marginal cineasta Victor Erice, se aventuró a escribir un guión, motivado por las lineas de Marsé. Erice, buen conocedor de la selva imaginaria del cine, cambió -sabiamente- el título para el supuesto film, que encarnaría en su primera página, dicho guión: La promesa de Shanghai. No siempre se cumplen las promesas y en este caso concreto, el título se convirtió en una verdadera y caústica profecía, pues cuando estaba a punto de empezar su rodaje, Erice tuvo que abandonar inesperadamente el proyecto por graves malentendidos con el productor. Esa película nunca logró vivir, como tampoco lo hicieron otras obras de Sternberg, fatalmente para el destino del cine. Tal vez, estos dos directores viven un mismo destino de diferente forma, aunque no tan diferente, pues la marginalidad es su reino actual, apartados de su oficio (Erice en vida, Sternberg en la historia) y de la consecución de su genio, por el mero hecho de intentar hacer algo a su manera y no a la manera de los demás; como diría Artaud: yo me destruyo para no ser todos ellos.  









martes, 13 de mayo de 2014




LA PASIÓN DE CHINA BLUE
Crimes of passion
(1984)

Ken Russell




¿Quién eres?
Mi nombre es China Blue.
Tal vez, estas palabras son el enigma más emocionante de la noche más oscura. Como en contadas veces sucede, la versión del título al castellano es más acertado que el original. Si seguimos la aparente semántica del título con que bautizó Ken Russell al film, veremos que posee un débil ambigüedad sexual, pues de toda la carne que se asa en la película, poco o ninguna es carne. Me explico: cuando el 30 de mayo de 1431 quemaron en la hoguera a Juana de Arco, pocas o ninguna de las llamas eran fuego. Tanto a la santa francesa como a la santa China Blue, la muerte ya les había ocurrido en vida y la celebraban cada día en cada uno de sus actos, inventando el destino que el mundo les había marcado. Sus dos vidas fueron terroríficas y vivificantes al mismo tiempo y las dos, fueron una historia de amor, pero también de terror.
China Blue es una doble mujer con mil vidas, una heroína redentora que imparte su justicia personal, buscando su propia identidad, perdida en la aventura de su espíritu. Tal vez, tanto Jeanne d´Arc como China Blue, se equivocaron al enfrentarse a un mundo totalmente confundido, pues no hay nada más peligroso e imposible que aquel que vive en una trampa.
Los inquisidores castigaron con la muerte a Juana de Arco, en cambio, a China Blue la pretende redimir un producto catódico de lo más curioso: Anthony Perkins vestido con sotana y unas deportivas Nike, esnifando speed y recitando versos del Apocalipsis en un stripshow de mala muerte. Dicho personaje porta un consolador con forma de misil ruso con el que quiere librar del mal al mundo, sintetizado según él, en la vida de China Blue; pero lo que Perkins ignora, es que el mal no existe. China Blue sólo quiere jugar a ese viejo juego de la imaginación, donde cada uno puede ser lo que le plazca y donde se puede decir lo que nunca se permite decir, inventando así su huída de la enorme pesadilla que planea la existencia. China Blue está escapando de su aburrida identidad (de su muerte en vida) y cada noche se transforma en eso que Freud vino a bautizar como deseo.
Ken Russell tiene un deseo que quiere filmar.

Toda la película es una auténtica conradicción de personajes y trama, de planos y guión, de luces y decorados. Nada parece estar en su sitio y los caprichos estéticos se abalanzan sobre la pantalla sin complejos, mutando en cualquier forma capaz de saciar los instintos. Más allá de la pasión como tema y leit motiv, La pasión de China Blue es una película que exhibe al cine en sí mismo, que lo desnuda y lo deja invulnerable a través de los artificios y los colores, del collage y la carne. No hay nada real en esta película y Russell lo sabe, pues ahí radica su más fiel creencia. Siempre que vemos una película de Ken Russell, él no duda en demostrarnos que se basa en una mera ficción pura y dura, que atrás queda la cruel realidad, la cutre y aburrida realidad de las apariencias. Él sabe que si a través de lo artificial consigue llegar al alma humana, ese será su mayor logro.
La pasión de China Blue es un cómic en movimiento con el que habrán soñado sin duda más de una vez, el el flamante culturista Quentin Tarantino y el brillantemente irregular Brian de Palma. Si bautizáramos el cine de David Lynch como el zen de lo sobrenatural, el cine de Russell sería su delirio. La composición de las escenas de Russell, conlleva una sofisticación y combinación erudita de la imagen, una habilidad impetuosa y terca donde todas las naturalezas de lo icónico se dan cita, consiguiendo una fastuosa congregación de elementos variopintos que popularmente, llamaríamos barroquismo. El cine de De palma es barroco al igual que gran parte del cine norteamericano y digo esto, aludiendo a los innumerables retablos imaginistas que se suceden en sus títulos, llenos de infinitos elementos que acaban por cegar al espectador; el cine de Russell es diferente, aunque se piense parecido. Lo primero que diferencia a Russell es que inglés (lo cuál para ciertas cosas es peyorativo) y lo segundo, su cine no es barroco ni mucho menos. Siguiendo la tradición más fructífera de su país (y seguramente de toda la historia del arte), Russell adopta la estética manierista haciendo de ella la firma de su propio cine. En sí mismo, el arte cinematográfico es una disciplina en la que el manierismo encaja a la perfección. El problema de esta estética, que se basa principalmente en el desarrollo de un estilo único y personal, distinto a todo, pero eficacísimo y universal, es que hay que poseer una habilidad casi innata (diríamos) para controlarla. Hay una linea muy fina que separa una estética manierista de (hablando en plata) un estúpido tuttifrutti de imágenes infumables. Es cierto que la pasión de China Blue no es la mejor película de Russell, pero es uno de sus felices fracasos por llegar a lo absoluto a través de sus imágenes y sus tormentos.
Russell hace vivir al cine de una manera distinta a las demás, jugando con los tabúes, la historia, la pintura, la música, aunando así todas las disciplinas, creando un mundo operístico y teatral que nada tiene que ver con dichas disciplinas, pero que absorbe sus esencias para operar con la mayor versatilidad dentro de sus obras. A veces, entre sus torbellinos oculares nos deja algo de poesía y reserva una palabras para China Blue, convirtiéndola en la voz y el objeto de su cine: yo soy aquel lugar donde caben todas las fantasías, yo soy aquello que te hará feliz durante un rato, yo soy la mentira que te hará vivir para siempre.






miércoles, 7 de mayo de 2014




EL RENO BLANCO
 (1952)
Erik Blomberg





En Finlandia, apenas hubo una cultura cinematográfica hasta mediados de siglo. Si se revisan las filmografías del país, directores contados realizan -precariamente- filmes de bajo presupuesto, al margen de una pastelización de la imagen que se impone a partir de 1933, año en que llega el cine sonoro a Finlandia. Finlandia es un país que tuvo que luchar por su identidad, sometida por la primacía sueca y por ello, su cine se tambaleó entre una corriente marginal y otra alienada y convencional, por otro.
Su veta rebelde nace desde un principio con Los fabricantes clandestinos de licores (1907) de Louis Sparre y Teuvo Puro o La novia del leñador y El zapatero de la aldea, ambas de 1923, filmadas por Erkki Karu. Todas estas películas conservan el espíritu original del cine, creando imágenes puras y originales de una cultura hasta ese momento, sumergida y secreta. Dicho periodo goza de una libertad temática y narrativa que desemboca en el único mito que posee la cultura cinematográfica finlandesa: el joven maldito Nyrky Tapiovaara.
De miras intelectuales y poéticas, arrastrado por un enorme sentimiento romántico –del que el cine nunca debe separarse- llegó a filmar desconocidas y maravillosas películas como La muerte robada (1938). Poco después, Tapiovaara muere a los 29 años  y tras él se sucede un silencio en el cine finlandés. Este cine extraviado y rebelde que empezó a dibujar esa linea diagonal que se apartaba valientemente de la convención hacia el gran arte, se ve truncada por la desaparición de su mayor exponente artístico, y  así tras su ausencia, muy pronto surge un cine alienado con el poder, influído por suecia y el cine industrial. Finlandia adopta, como muchos otros países, una narrativa plana y horizontal, uniformada por el mercado y los gobiernos; las películas se hacen estúpidas y ligeras, y si son profundas, sólo lo son por un interés político. El cine deja de ser peligroso para la conciencia vital y muestra una imagen edulcorada y soporiferamente entretenida y sesgada de la realidad. Así, de los siguientes veinte años, sólo pueden destacarse unas cuantas películas dignas: El soldado desconocido (1955) de Edvin Line, Un hombre de esta estrella (1958) de Jack Witikka y la corrosiva y asombrosa ¡Joder, imágenes finlanddesas! (1971) filmada por el valeroso Jörn Doner.
El público finlandés deja de ir al cine, cansado de la repetición de temas, de asfixiantes visiones y de una retórica seudopolítica que domina el discurso oficial de las ficciones. Habrá que esperar hasta 1982, año en que aparece la novedosa película Los indignos, obra realizada por unos primerizos hermanos Kaurismaki, que a partir de este sencillo film, dinamitarán el status quo del cine finlandés.

Dentro de el pequeño recorrido biográfico sobre este cine extraviado dentro de la vieja Europa, existen algunas películas dignas de mención, que siguieron la vía del legendario Tapiovaara. Nyrky Tapiovaara trabajaba junto a un director de fotografía llamado Erik Blomberg, el cual, de forma marginal, consiguió materializar una serie de filmes donde se intentó conservar la esencia  del cine de Tapiovaara. Entre todas sus películas, la más llamativa es Valkoinen Peura (El reno blanco, 1952), un film digno de haber sido rodado a principios de siglo, pero que paradójicamente, está rodado a su mitad, justo en el período más decadente del cine finlandés. El reno blanco es un palimsesto de géneros aunados en un cuento folclórico de las nieves heladas de Laponia. Como todo mito, deshecha el tiempo histórico y nos establece en medio de un paisaje en abstracción donde palpita un mundo mágico y una visa construída a partir de las supersticciones del universo. Inicialmente, El reno blanco ofrece una apariencia equívoca, pues emplea una estética muy bergmaniana, predominante en la época y muy influyente en la cultura finlandesa, pues no hay que olvidar que Bergman ya había tenido su primera década de éxito con Crisis (1945), Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Hacia la felicidad (1950), Secretos de mujeres (1952) y Juegos de verano (1951), que anticipa sin duda, la revolución erótica de la indiscutible Un verano con Mónica (1953). El caso es que Blomberg, voluntariamente o no, nos muestra en sus planos un discurso estético que evoluciona a saltos a través de la historia. El argumento se revoluciona cuando la el film toma tintes místicos, pues lo sobrenatural acontece en medio de la cotidianiedad lapona y lo que parecía ser una simple película costumbrista (muy cercana a ese cuadro de Los cazadores en la nieve de Brueghel el viejo), se transforma por arte de magia en el curso de la leyenda maldita más famosa de Laponia. Brujas, vampiros, mutaciones, asesinatos, erotismo y aventura se unen en las imágenes que Blomberg sigue ensamblando de forma dispar, ofreciéndonos secuencias que podrían haber sido filmadas perfectamente por maestros de la talla de Flaherty o Murnau y que en el futuro se filmaran sin duda, por directores tan importantes como Ivens (Una historia del viento, 1988) o Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Blomberg intercala estas imágenes absolutas y frescas, con secuencias más convencionales y blancas. Como le ocurre a las mejores películas de Henry Hattaway, Blomberg sabe que la influencia de escenas netamente reales, mezcladas con el argumento artificial y la estética industrial, dan esa sensación de confusión que tanto necesita el cine, al vagar por diferentes niveles de realidad. El cambio de un nivel a otro, produce en el espectador una revelación, una atención especial en la conciencia, la cuál empieza a asumir lo real y lo irreal, fundiéndose en una misma imagen.
La voluntad de Blomberg al seguir el curso de la nieve a lo largo de llanura, al derramarse por las dunas de los valles, al seguir las huellas y los dibujos nevados que configuran ese mundo tan especial y onírico al final de la nada y mantener la mirada serena ante el vilento trato de los personajes ante los renos, la valentía y lirismo que introduce el hecho de filmar a animales y hacerlos protagonistas... todo ello hace de la película de Blomberg una cinta especial, distinta a otras producciones finlandesas. Blomberg, ralentiza los momentos de lirismo, las partículas de nieve, las canciones del infinto... Además, no duda en ofrecernos un prólogo y un epílogo excepcionales, por no decir excelentes, que inauguran y despiden de manera gloriosa un puñado de imágenes que encierran una virginidad y una inocencia pasmosa. Claro que por supuesto, El reno blanco no es tan poderoso e hipnótico como Nanouk el esquimal (1922), pero lo seguro es que por momentos, consigue esa mística de la realidad que tiene que ver con esa íntima naturaleza del cine, que muy pocas veces se experimenta, y que llegado el momento, no puede dejar de advertirse. Se recomienda esperar sentados frente a la pantalla mientras acaba la cinta, pues detrás de los creditos llega un momento de tal belleza y misterio que es digno de ser vivido con los ojos cerrados, poniendo así el broche final a un sueño.