sábado, 14 de octubre de 2023



La maravillosa historia de Henry Sugar
(2023)
 
Wes Anderson

 

Mucho tiempo después, el titiritero más famoso de Texas -ese ambicioso cineasta indie reconvertido en fastuoso animador y posteriormente, en diseccionador ficcional- ha encontrado un equilibrio en su desmesura minimalista con una serie de cortos (4 en total) que han ajustado cuentas estéticas con su éxito banal. Amado por todo espíritu moderno que se precie -por no usar aquello de lo cultureta- Anderson se fue convirtiendo en el cineasta de referencia de una serie de generaciones muy ligadas al pensamiento postmoderno, ansiosas de mundos fantásticos e infantiles, eso sí, de corte capitalista. Todo en Anderson es artesanía de lujo, ilusión millonaria. Cada plano de sus producciones cuesta lo mismo que demasiadas películas humildes. Se trata de un mundo caprichoso y artificial donde su mirada es omnipresente y sus movimientos mecánicos de cámara se han convertido en su estilo cerrado, una forma alusiva al cómic, a lo teatral, al museo de cera. 

Desde Fantástico Mr. Fox (2009) no se le recordaba algo tan acertado: el lector se alarmará ante tal afirmación, pero entendida detenidamente, va dejando de ser una boutade y se convierte en una reflexión poco errada. Los argumentos y planteamientos de contenido de sus películas son tan irrisorios que comparados con sus esplendorosas formas, sólo consiguen generar aburrimiento. La artificialidad y los movimientos mecánicos de sus imágenes sólo consiguen industrializar la experiencia estética de los ojos, la agonía nihilista de la mente. Wes Anderson es un estético con muchos recursos y mucho prestigio; un Warhol paisajista. Sus películas desde Moonrise Kingdom (2012) hasta Asteroid City (2023) son ejercicios estetizantes poco recomendables para el disfrute. Se trata, sin duda, de obras masturbatorias llenas de narcisismo y poder. Wes Anderson es en sí mismo una metáfora de una mente hipercapitalista disfrutando del flujo de la materia en espíritus hambrientos de Nada. Sus películas están vacías y sus chistes son demasiado tontos pero, por una extraña razón, el atractivo inicial de sus imágenes es tal que el público parece callar lo obvio. La estética hiperkitsch desarrollada en su filmografía indica una intención meramente aparente de su oficio, malgastando titánicos esfuerzos en la ilusión de un mundo que en realidad sólo sirve para ofrecer una mirada superficial de las cosas, del mundo. Su cine es un escaparate de juguetes, de hecho, la secuencia final de Asteroid City es bastante elocuente al respecto. Su cine es un quiero y no puedo, un  intento de literatura en movimiento que deja frustrada a la emoción. Entonces, ¿qué ha ocurrido con su último experimento? La cosa ha cambiado o mejor dicho, ha vuelto a su lugar con La maravillosa historia de Henry Sugar, una especie de cuento borgiano escrito en los 70' por el escritor inglés Roalh Dahl. Se trata de una fábula fantástica dispuesta en tres niveles de narración, repartidas en tres voces: Ralph Fiennes, Bennedict Cumberbatch y Ben Kingsley. Se trata de una compleja historia que mezcla el dinero, el yoga y el ilusionismo, todo embadurnado de una innecesaria moralina buenista final. La cosa es que Anderson ha elegido el formato del cortometraje para adaptar esta narración breve, encerrándola en un aspecto cuadrado, sacrificando sus alargadas ambiciones de pantalla, regresando sin querer a un lugar del que nunca debió marchar. Ha querido concentrarse en un ring. De hecho, la esencia del film va un poco de eso: de la falta de concentración ante las cosas, de ver sin los ojos, de ir más allá con la mente, de trascender lo común. Al mezclar este fondo argumental con su estilo kitsch industrial, y al ser de menor duración, el público siente la experiencia de otra manera, disfruta, conecta. Hay estilos que admiten largos alientos y otros, en cambio, que piden recorridos cortos. Después de esto se confirma que el grandilocuente estilo de Anderson cobra sentido en lo pequeño, en lo concreto y no en la totalidad, ese gran pecado del texano que tal vez, se apartó demasiado de la esencia cinematográfica, obsesionado por lo virtual, por el decorado. Si el cine de Anderson desea sobrevivir con salud, debe comprender mejor los formatos y los tiempos, pues no todo experimento es repetible ad infinitum, pues no todo puede ser copia impecable. Nada debería serlo y si no, revisiten Copia certificada (2010) de Kiarostami. La maravillosa historia de Henry Sugar es por el momento su pieza más lograda, ya que sus efectos son por primera vez eficaces. Ya se sabe, el arte trata -más allá de lo pueril- de ser tan eficaz como la muerte; algo inevitable y catártico. Hasta ahora -salvando muy pocas excepciones- el cine de Wes Anderson ha sido mera pasarela de estrellas -un poco lo que le pasa al de Álex de la Iglesia-, puro control caprichoso, fatal onanismo respaldado por un público anestesiado por su lenguaje capitalista, materialista, cínico, vaciado. Ni una sola idea recorre su cine excepto la del juego inútil, la del juego artificioso que ni los niños disfrutan. Su cine, un teatrillo caprichoso y millonario, parece sanar momentáneamente al unirse a narraciones originales que intentan hacer cosquillas a la mente, otra de las sagradas funciones de un arte verdadero.


viernes, 6 de octubre de 2023

 

  Finales de verano

 


En 1986, Tom Hanks protagonizó un film fallido junto a Jackie Gleason, en esa época, una vieja gloria en su canto de cisne. Se trata de una de esas películas paternofiliales, de grietas generacionales, de lo nuevo y lo viejo luchando para nada. Hoy la película se hace tremendamente aburrida e incómoda. No tanto Father's Day (1997) de Robin Williams y Billy Crystal donde se nota que lo norteamericano comienza a superar la estética trump (casposa) del macho cabrío envuelto en viagra y dejamos atrás films vomitivos como Heartburn (1986) de Mike Nichols. Todo esto para decir que este verano ha hecho mucho calor y sobre todo en su tramo final, una temperatura que debe ser acompañada de otras gradaciones distintas para hacerse más llevadera, tal vez títulos como Bill & Ted's Excellent Adventure (1989) -donde un joven Keanu Reeves explora sus primeros viajes en el tiempo antes de convertirse en Neo-, Cradle Will Rock (1999) donde Tim Robbins hace un trabajo alucinante en la dirección y sobre todo Going in style (1979) -una de jubilados cabreados con el sistema de una finura humorística impecable- dirigida por Martin Brest. En todo caso y ya lejos de ese verano tropicalizado, lo peor que se puede hacer en agosto -cualquier agosto- es ver France (2021) de Bruno Dumont, un cineasta que desde 2014 parece haber perdido el rumbo -lo mejor es que abriese una caseta de helados- y lo mejor de lo estival, ver Private parts (1997) de Betty Thomas, un oasis en el desierto de su mediocre filmografía, recuperando esa flecha antisistema que Oliver Stone lanzó en 1988 con Talk Radio. Esta última es para vérsela por lo menos dos veces seguidas y deleitarse con los monólogos de Eric Bogosian, síntesis de todas las ideas stonianas, cristalizadas como nunca -y no en películas de quiero y no puedo como Salvador (1986)-. Así, fuera de cuestiones reivindicativas, las opciones que quedan son ver las dos primeras partes de Sólo en casa (1990 y 1992) de Chris Columbus, quien luego siguió acertando con títulos posteriores como Miss Doubtfire (1993) o la muy recomendable y poco mencionada Bicentennial Man (1999). Lo demás es basura reciclada. En caso de gustar de documentales, se recomienda echar un ojo a QT8. 21 years: Quentin Tarantino (2019) donde se desvelan algunas anécdotas sobre el gurú del cine pulp yanqui. Sobrevalorado pero interesante. Y si uno quiere estar a la última, para acabar sólo le quedan dos opciones: ir a ver la mierda que Greta Gerwig se ha inventado para comprarse la mansión, me refiero a la inmundicia de Barbie (2023) o ir a ver su némesis, Oppenheimer (2023) del fantástico Chris Nolan, uno de esos pocos directores que marcan una época en el mainstream. Sin transmitir un interés especial, la historia que recrea Nolan es rica y abundante en detalles y momentos. Tal vez demasiado condensada, tal vez demasiado diálogo, tal vez demasiada música gratuita (soup). En todo caso, cada cuál hace su película y Nolan no baja el nivel y revoluciona las pantallas con historias ambiciosas de seres ambiciosos que lo quieren todo. Nolan, el último megalómano con gusto, sigue siendo una garantía de calidad. Un hongo del verano. Por otro lado y para no perder sensibilidad, revisar Rope (1948) de Hitchcock o Chelsea girls (1966) de Warhol, nunca está de más, incluso L'univers de Jaques Demy (1995) de Agnes Vardá cobra su sentido en este mundo anecdótico y acalorado e insulso, por cierto, retratado en la última de Wes Anderson, Asteroid City. Una basura atómica. Caca.

 



 

 

 Mira para otro lado

 


Quién podría negar que el final de Being John Malkovich (1999) es sorprendentemente lírico, en suma, hermoso. En el cine contemporáneo escasean este tipo de momentos, apartados de la trama y la estética  principal, autónomos y resistentes al tiempo; casi se podría decir que se trata de un film aparte, de un poema aislado. La secuencia muestra a Emily buceando en un piscina, la hija de Maxine, mujer del personaje de John Cusack. Su nombre es un eco del principio de la película donde se evoca a la poeta Emily Dickinson. La metáfora es contundente y compleja: en ese nuevo ser infantil no sólo se esconde la vida eterna, sino también el secreto de lo poético, la intimidad del artista y por otro lado, la conciencia de Cusack, condenado a observar de forma pasiva la traición del amor a lo largo de una vida. Esa otra vida es la del espectador, la mirada ejercida desde el otro lado de las cosas, al otro lado de la red de la ficción. Así, más allá de lo lacaniano o fantástico que contiene el film, la película también funciona como metáfora de la esencia del arte cinematográfico, señalando la condición esencial del público, su esclavitud, su condena ante la omnipotente pantalla sometida bajo el poder de las historias. Un cine es una cárcel de sueños, un sueño de cárceles. Allí dentro, todos miramos aquello que otro ya ha visto, aquello que otro ya ha vivido. El cine, como todo arte, es una experiencia transmitida, un flujo de sugestiones que intenta hacernos vibrar de manera distinta, activando conexiones inesperadas, neuronas dormidas. Todos los guiones de Charlie Kaufman tienen ese tipo de ingredientes: un batiburrillo confuso por momentos, untado de grisala firma de la casa que desemboca en un momento glorioso e inesperado; la mirada de Emily resume en su simplicidad décadas de cine, listas infinitas de títulos fracasados. El poder de lo original, de lo individual, gobierna cuando brilla de forma natural.




 

Otro final curioso y poético al mismo tiempo, se halla en una película comercial de los años 80' protagonizada por Schwarzenegger y Belusi: Red Heat. Al terminar el film, algo raro ocurre y un plano secuencia se queda suspendido en la pantalla mientras pasan los créditos. De pronto, una película semicómica de policías se convierte en un artefacto visual de un alto interés. Su director, el estrambótico Walter Hill, deja un diamante final ante la sala de un público que ya cree que ha visto lo que tenía que ver. Lo bueno estaba al final. El plano es una transición de la ficción a lo documental en una sola secuencia sin un solo artificio. Cuando Schwarzenegger se despide y sale del plano, este se queda ocupado por el paisaje moscovita con paseantes en la lejanía, ignorantes de estar siendo filmados. Su belleza gana con los minutos y el mantenimiento de ese plano merece toda la admiración.

 



 

Haneke trabaja ese elemento documental en su cinta Caché (2005), ese drama antiburgués en el que a lo largo del film se mezcla la estética afrancesada comercial y una mirada documental que se hace personaje en sí misma, amenaza directa. Así Haneke nos hace colocarnos en la mirada del otro, del marginal, del dolor; el espectador se convierte en un doble espectador y el cineasta en un autor creador de empatía. Pero más allá de lo moral que la película quiera imponer, hay en el film una reflexión sobre la visión, la percepción y el punto de vista que culmina, como en el caso de Red Heat, en los créditos finales, con un largo plano fijo en el que se plantea una última pregunta al público: ¿somos nosotros los asesinos o es la cámara la única culpable, testigo voluntarioso de la realidad?

 





sábado, 29 de julio de 2023




ROMANCERO DE JULIO
De volcanes, misterios y horteradas

 


En 1955, Alfred Hitchcock comienza a producir una serie de género negro bautizada con su propio nombre. El cineasta de Leytonstone inventó un formato que hasta ese momento sólo respondía a contenidos comerciales poco curiosos. Para el novicio en materia, advertir que lo más sorprendente de este ingenio hitchcockniano destinado para el gran público de la televisión, es que ninguno (o casi ninguno) de los capítulos está dirigido por él sino por cineastas jóvenes y desconocidos como Robert Stevenson o Don Medford. En esta época, Hitchcock acaba de estrenar a la vez Crimen perfecto y La ventana indiscreta, casi nada. Además, en 1955 realiza Atrapar a un ladrón y la única e inimitable Pero... ¿quién mató a Harry? Dos por año. Muy loco. Con todo, al director londinense amante de las latas de paté, le da tiempo a dirigir memorables prólogos para cada uno de los capítulos, pequeños chistes para abrir y cerrar la sesión. Una delicia exquisita que, les aseguro, tiene valor en sí misma. De hecho, este tipo de intervenciones influirán más allá del cine, sobre todo en la cultura performance de los años 60' y en auténticos gurús de las piezas breves de arte bufonesco como lo fue Dalí, cuya obra performática es sorprendente, por no decir muy superior a su decadente pintura. Dejando aparte extravagancias, se podría asegurar con toda firmeza que el talento que Hitchcock reunió alrededor de esta serie es muy destacable, por no decir perfecto. Capítulos como Triggers in Leash, In to thin air, The long shot o El caso de Mr. Pelham (filmado por él mismo) podrían definirse como auténticas joyas de la historia del arte. Una pasada. En 1955 se filmaron trece capítulos de excepción, pero lo bueno es que en 1956 se rodaron nada más y nada menos que cuarenta, entre los que se encuentran diamantes singulares como Una bala para Baldwin, Shopping for death, And so die Riabouchinska o Back for Christmas. Con estos 53 capítulos se cerraría la primera temporada de otras seis que se rodarían hasta 1962. Sin duda, el cineasta inglés traslada a la televisión no sólo un tipo particular de género negro sino algo mucho más complejo, el ámbito de lo fantástico, cuestión siempre de palabras mayores y mínimos autores. Este periodo de 1954 al 1962 podría bautizarse como la época dorada de lo hitchconiano, un arco temporal que además de aglutinar las siete hermosas temporadas de Alfred Hitchcock presenta, enmarca films-cúspide como Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis o Falso culpable, a parte de las ya mencionadas. Una burrada de primera. Así, para este mes de Julio que acaba, lo mejor sería ir apretando el botón de play y no parar hasta agotar los maravillosos capítulos que gracias a Hitchcock, hoy alegran la mente del nuevo público. En el panorama actual, la originalidad brilla por su ausencia y es triste, hoy, con tantos medios y una masa de espectadores dispuestos a tragarse las series que sean con tal de notar un poco, las cosquillas del cerebro. El caso es que con películas como Beau is afraid (2023) o Los intranquilos (2021) no nos llega. Son buenas propuestas pero que se van deshaciendo como la cera de las velas y uno se pregunta dónde habrá quedado todo el alegre talento de otras épocas y por qué debemos conformarnos con un cine depresivo y esquizofrénico, cuando la realidad sigue ahí, dispuesta a ser narrada de otra manera. Como decía Benjamin, la información se lo come todo porque es infinita y vacía; se sustituye a sí misma sin ofrecer una pizca de conocimiento. Debemos volver al acontecimiento, a disfrutar de la experiencia transmitida, a vivir en definitiva y dejar de pensar tanto en el money y en la casa de la playa. Ya decía Rimbaud que la riqueza es el peor de los castigos. Por eso, para este agosto que entra, a golpe de ventilador y refresquito con mucho hielo, para huir de películas-farsa como Barbie, aconsejo viajar al pasado y ver películas tan divertidas como Easy to wed (1946), un film de posguerra de Edward Buzzell que nadie se debería perder o las primeras películas situacionistas de Guy Debord, Aullidos a favor de Sade (1952) y Sobre el paso de unas pocas personas a través de una unidad de tiempo bastante corta (1959), manifiestos originalísimos de una conciencia que profetizó el futuro, que nos enseñó a vivir a los que algún día seríamos esclavos. Casi nadie se ha parado a ver estas extrañas películas, pero el que lo ha hecho y ha conectado, hoy es un ser distinto, al menos de los demás. En este cine está sintetizado un pensamiento que hoy es fundamental para enfrentarse al sistema productivo-político que asola el alma de lo humano. Hay que volver a lo humano o morir en un resort de lujo. A esto hemos llegado. Pero hay solución y todo está en nuestra mano, en elegir bien las ideas, en escuchar a la inteligencia. Por otro lado, aprovechando el verano, estaría bien revisar los años 80', un mundo de películas disímiles como 8 millones de maneras de morir (1986) o Intento de fuga (1982), ambas de Hal Ashby, una mala y otra buena. Sin lugar a dudas, Ashby es el genio del cine norteamericano de los años 70', que se disolvió en la década siguiente en la cultura de la música y la pasta, pero películas como Intento de fuga (Lookin' to Get Out) responden aún a un espíritu perdido y salvaje lleno de risas y desmadre absoluto, recomendable para una tarde calurosa e imposible. Allan Arkush es otro cineasta de los 80' a los que habría que seguir de cerca. Autor de un puñado de delirios fílmicos como Heartbeeps (1981) o Get Crazy (1983), trabajó en series de televisión (Luz de luna, Ally Mcbeal, Melrose Place o CSI), pero cuando cogía una cámara de cine era pura psicodelia. Bombazo. Por otro lado, Un grito en la oscuridad (1988) y Nada en común (1986) son ya películas de decadencia, la segunda más que la primera, que nos conducirán al agujero negro de los años 90', esa década misteriosa y alocada, inaugurada por films como Boiling point (1990) de Takeshi Kitano, una broma de casi dos horas, llena de extravagancias soñadas por un jugador de béisbol mientras reposa en un retrete, lo cuál simboliza, de alguna manera, la tendencia general del cine del porvenir: en este caso, un film muy bien rodado, muy elegante, pero de contenido nihilista e infantil, dos características que dominarán el espectáculo de los siguientes treinta años. El capitalismo salvaje convierte al público en un parvulario. El fascismo gobierna introduciendo el virus de lo infantil. Miren a su alrededor, ¿les suena? Pónganse las pilas. Películas seudoépicas como Far and away (1992) de Ron Howard, American Heart (1992) de Martin Bell, Johnny Memonic (1995), The wisdom of crocodiles o Sirens (1994) de John Duigan anuncian diferentes cosas: cine nacionalista norteamericano (mitológico), cine de Jeff Bridges (un género en sí mismo), el cine de lo virtual (videojuegos-Matrix), el cine de la violencia gratuita y por último, el cine feminista, que en el caso de Sirens, es bastante original. Una pequeña pedrada. Para terminar este Julio, también se recomienda de nuevo ver la película de Werner Herzog The fire within: a requiem for Katia and Maurice Krafft, un poema documental de una importancia impensable. Hay pocas películas en siglo XXI que merezcan un respeto mayor que este monumento que Herzog, al igual que lo hizo ya con Grizzly Man (otra de sus mejores películas), dedica a los autores desvanecidos de las imágenes mostradas, combinando este metraje de archivo de manera sin igual. Una historia sobre dos intrépidos vulcanólogos que acabaron siendo cineastas sin querer, testigos del milagro del mundo, de las entrañas de nuestra realidad. La obsesión, la valentía, la inconsciencia y la persecución de la belleza soterran el hecho científico. La ciencia sólo era una manera de financiar su locura, de financiar sus deseos estéticos. Katia y Maurice Krafft deberían ser considerados artistas de primera, pues en su vida asumieron el sacrificio de la aventura y el amor por lo desconocido. Una vez, el escultor Carl André dijo: el trabajo del artista es convertir los sueños en responsabilidades. Tenía mucha razón. Así Herzog, el gran cazador de historias de nuestra época, el eterno curioso, el amante de la hermosura del mundo -quien ya había trabajado sobre los volcanes en su Into the Inferno (2016)- se queda obnubilado con las imágenes captadas por los vulcanólogos y ofrece una lección maestra de cine, de silencio, de fuego, de vida. El fuego se lleva dentro y los artistas se reconocen entre ellos. Fascinante. Inmejorable. Un lujo de película. Pero cuidado, una última advertencia: existe otra película, estrenada también en 2022 y mucho más promocionada que la de Herzog al ser producida por National Geographic, que se llama Fire of love (2022) de Sara Dosa, una joven documentalista que se ha atrevido a hacer un montaje con otra parte de los archivos de los Krafft y a contar su historia de otra manera, generando un fenómeno especular. Los espejos siempre son peligrosos para una de las partes. Fuera de polémicas, lo bonito de esto es ver ambas y darse cuenta qué tipo de espectador eres. Aviso: una es muy buena y la otra es muy mala. Cine y cultura audiovisual no son lo mismo. Hay una brecha que cada vez se hace más grande. Todo reside en aprender a colocarse en el abismo como los Krafft y dejar todo lo demás de lado.

Como decía Hitchcock, la próxima vez volveremos con otra historia.

 

 

 




miércoles, 28 de junio de 2023

 

 

 
FLORILEGIO DE JUNIO
Man Ray, cuestiones de identidad y desmadre

 




No era una continuación de la vida,
sino un salto en la oscuridad.
 
Henry Miller

 

Es esta una bella época calurosa que por momentos vuelve a ser primavera cuando uno ve El retorno de la razón (1925) de Man Ray donde la lluvia dibuja sobre los pechos de una mujer las siempre emocionantes rutas del cine, esos senderos plásticos y milagrosos por los que unos pocos se han atrevido a lanzarse y que han dado tan hermosos frutos, aunque siempre mal conocidos. Un ejemplo: en este corto de Man Ray aparecen esculturas móviles desafiando a sus propias sombras, texturas de la tierra volviéndose cristal y un tío vivo transformado en un enigma de lo obsceno. Tal vez este matiz impuro, propio de cineastas superdotados como Kenneth Anger, Peter Kubelka o Andy Warhol, es lo que, en definitiva, los ha mantenido hasta la actualidad en el margen, en el anonimato del ojo. La cultura visual contemporánea, a pesar de su vicio por lo pornográfico (en todos los ámbitos: sexual, político, social, económico...) se ha convertido en un circo puritano, donde la mentalidad Disney abarca mucho más que al pato Donald. La perversión actual es cínica pues desarrolla la doble moral de una manera acrítica y se deja llevar por la tautología y lo sociológico. Otro ejemplo: en Emak Bakia (1926) -tal vez la más conocida de las piezas cinematográficas del artista de Filadelfia- se trata de dilucidar si el cine puede ser un poema, pues el ojo experimenta la ciencia de la emoción donde las mariposas vuelan dentro de las pupilas de arena donde nacen flores. Los clavos suceden de la nada y los relojes ruedan como peonzas; no hay tiempo. Los letreros luminosos versifican el objeto geométrico que lleva a la locura, al dulce delirio de ver al arte en marcha. Todo es ritmo: el girar de los efluvios en el torbellino de las cosas moviéndose en el azar, deformando la belleza del ojo para llegar a un coche y gobernar al rebaño. El cine es un cerdo soñando con infinitas piernas de deseo bajando de un automóvil. Lo femenino se mira al espejo, se pinta los ojos para ver la espuma del mar; con la cara tapada todo se desliza entre peces y esculturas que se marean pensando en el corcho. Se construye un castillo de imágenes desde donde el saltador se prepara para lanzarse; los dedos se abren y la cabeza del riachuelo se enamora de la ciudad mágica de la oscuridad. Las formas salen del cascarón. Es entonces cuando aparece el rostro y no en las películas de Griffith o Vertov. Los brillos se hacen infinitos, los bailes, los movimientos; el dedo es de cristal y toca el alma del público. El cine se convierte en poema, en fotones, neutrones y sueños de mujeres donde la risa se escapa al control. El arte entra en una nueva fase y Man Ray lo sabe. Es consciente. Cuellos de vestir, nadires y picados rompiendo lo establecido, llevando la experiencia amateur al nivel experimental, bailando en la oscuridad, reino de lo efímero. Ante esto, sólo chuparse los dedos y dormir despierto. Godard y Lars von Trier han amado con intensidad esta pieza que le habría encantado a Mallarmé o a Rimbaud. Por otro lado, en 1928, Man Ray filma La estrella de mar basada en un poema de Robert Desnos, rodada tras las protuberancias de un cristal deformado, intentando transformar al cine en un cuadro de Munch en movimiento. Hay una historia, la historia de una estrella fosilizada que vive, que resucita gracias a la lectura de los periódicos. La información sirve para algo por fin entre vías de tren, barcos humeantes y cilindros de mar que crean la silueta del mundo. El cine puede ser simplemente el gesto de sacar y meter una espada, de hacer girar la estrella hasta generar un bodegón. Todo desaparece por un momento para darnos cuenta de la ilusión, luego, un pie se posa sobre un libro abierto. Ella está enmascarada ante el amor, el agua, el fuego. El cristal se rompe ante lo bello y sólo queda cerrar la ventana. En 1929, Man Ray rueda los dados de Mallarmé y dos nuevas enmascaradas buscan una aventura clandestina: la aventura del siglo XX. Los ojos ven corridas de toros, el rostro del público filmado de lejos, la muerte filmada en miniatura, ¿no será, de repente, el miura una metáfora perfecta del cine como arte? Durante los años 30', Man Ray crea pequeñas joyas domésticas como Poison (1933) donde ver fumar a un hombre y a una mujer se convierte en un culto, en una forma de llegar al veneno donde el ojo tiene  su brillo final. Filma sus propios cuadros, siempre cercano a lo plástico, hasta que en 1937 rueda una graciosa pieza en la que entre otros, aparece Picasso antes de asumir su calvicie perentoria, magreando a sus concubinas en un chiringuito de la Costa Azul. La obsesión por la muerte y la posesión de la musa se retrata en este capricho goyesco titulado La garoupe, una caja espacio-tiempo donde las máscaras son hojas de árbol, donde todo evoca a Magritte, al misterio, al deseo, a la lucha contra el aburrimiento; al surrealismo. Existió un mundo en el que se podía comer desnudo en un restaurante y fumar un millón de kilos de tabaco sobre la mesa, hubo un tiempo en que Picasso y sus grupis leían las líneas de las manos y el futuro no era luminoso. Un mundo durmiente se acababa y Man Ray lo selló en el tiempo, leyendo, fumando, tapándose la cabeza con un pareo, haciendo quemar cerillas sin motivo al pintor más famoso del pasado siglo. En Ady (1938) Man Ray aparece pintando, ejerciendo el viejo oficio de la representación rodeado de ruinas. En ese año filma también Dance, donde una tal Jenny baila sin parar delante de la cámara, inaugurando el cine cuerpo, las performance de los 60' y cómo no, el Tik Tok del siglo XXI. El ser humano tiene una necesidad de mostrarse al otro, a sí mismo y a la colectividad. Esta expresión de desnudo no está exenta de misterio, carece de explicación. La Humanidad desea ser devorada por el conjunto en una acción caníbal de índole sociocultural. Al final del corto, se ve una especie de retrato insistente de Man Ray haciendo que habla por teléfono, ¿con quién se comunica? De aquí en adelante el cineasta usa el cine como una forma de identidad, así en Juliet (1940) muestra rostros deformados tras el cristal, intentando descubrir el pensamiento de lo femenino, centrándose en lo esencial. Ella baila delante de un cuadro, en el cuadro hay un pez y al final, Man Ray aparece delante del mismo cuadro. El artista, la musa y la obra: el triángulo sagrado del arte clásico. Todos estos rituales chamánicos desembocan en una pieza de 1950 denominada Autorretrato donde Man Ray hace pompas de jabón con una pipa fina y larga, llenando el vacío de la existencia, expresando con la mayor sencillez, algo profundo, verdadero y eficaz. Entre otras cosas, esta película manrrayana profetiza de alguna manera, que el público acabará siendo el óleo mismo, la materia, el cuadro, la imagen; será devorado. El cine acabará siendo el público de una manera invertida, travestida. En suma, una obra sobre la identidad y la función del Arte.

En 2022, Alejandro G. Iñárritu estrenó Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, una especie de autorretrato de él mismo y de su país, México, tal vez una consecuencia directa de la irregular Birdman (2014) e incluso de El Renacido (2015). Iñárritu decide realizar una superproducción sobre los interiores de una conciencia individual, sobre lo invisible y los sueños, acto que le acerca a Fellini por un momento y a su compatriota Carlos Reygadas por otro. Un film lleno de traumas, de alegorías y de laberintos psicológicos en medio de la memoria que recorre un camino mayor que el del propio individuo. Si Birdman trabajaba el asunto de la crisis del artista, Bardo incide en la crisis del hombre cotidiano; extraña y lujosa. También de identidad trata la incomprensible y saturada Beau is afarid (2023) con un siempre fascinante Joaquim Phoenix, metido en un palimpsesto psicoanalítico lleno de estímulos encadenados llenos de delirio y caos. Por un lado recuerda a la vertiginosa Todo a la vez en todas partes y por otro a Spider (2002), tal vez la única película de Cronenberg realmente interesante. Sobre la identidad también tratan dos documentales de 2022: Oswald el Falsificador y Sintiéndolo Mucho, ambas intentan profundizar en dos almas complejas y contradictorias: una en la de un falsificador de arte y la otra en la de un cantante narcisista. La primera por momentos se hace interesante e incluso divertida, aunque el cartón se va haciendo cada vez mayor y la película se hincha con memeces poco interesantes y poco concluyentes; por la parte de la película sobre Sabina, hay una sensación de desasosiego sobre todo por el director, Fernando León de Aranoa, quien desde 2010 (Amador) ha abandonado el estilo que le hizo respetable y se ha lanzado a territorios poco recomendables en los que su figura se ridiculiza y su obra anterior queda ensombrecida. Por la parte de Sabina, no se esperaba nada distinto: un maníaco egocéntrico y teatrero quemando sus últimas naves en un intento desesperado por redibujar un personaje que ya poco puede ofrecer al mundo; eso sí, a partir de su disco Física y Química, sus canciones son por lo general, cojonudas. El arte documental es un arte sagrado, tal vez el más milagroso del fenómeno cinematográfico. Sólo hay que ver la obra de Raymond Depardon o Jean Rouch para darse cuenta de la potencia de lo real cuando es ordenado de una manera poética. Pero no hay que ser nostálgico para amar el arte documental: obras como American Dharma (2018) de Errol Morris o Icarus (2017) ofrecen un baremo bien alto de la salud de lo documental en la actualidad, por no mencionar a genios actuales del género como Chris Smith, Rodney Ascher o Colette Candem. La realidad está más que nunca desatada; si en época de Cambises o Ciro hubiera habido documentalistas, el mundo sería distinto pero sólo tenemos un siglo filmado, lo demás es una imaginación, un relato, un sueño. En ese relato, la ficción también se desmadra como en las películas de Carlos Vermut, en concreto sus dos mejores trabajos: Manticora (2022) y Quién te cantará (2018). Un poco como en los documentales de Oswald y Sabina,  casualmente Vermut desarrolla las historias de una especie de falsificador (Mantícora) y la de una estrella en crisis (Quién te cantará), ambas imbuidas en lo identitario y en el secreto. Es cierto que la ambigüedad de estas las obras puede llevar al público a quedarse en la superficie de los temas, cuando en realidad Vermut es un cineasta de terror, de misterio, un cuidadoso orfebre de situaciones anómalas que aspira al reino hitchcockniano-browningniano, consiguiendo piezas de horror psicológico construidas con una intencionalidad inteligente, o sea, de participación en la reconstrucción del fuera de campo. Director muy interesante que debe pulir ciertos frikismos y dejar entrar más a lo real en sus historias. Films como El acontecimiento (2021), obra muy comentada e idolatrada por cierta crítica, dirigida por Audrey Diwan, es el ejemplo perfecto de creer en lo real de una manera equívoca, pues la película en sí no aporta nada al tema del aborto y se convierte en una tautología sin riqueza alguna, pornográfica, crepuscular y aburrida; no está demás advertir que Chabrol ya dejó claro en Un asunto de mujeres (1988) el proceso del trágico asunto, ¿por qué seguir haciendo películas que abordan un tema de la misma manera? Un misterio. A Jaime Rosales también le ha pasado con Girasoles silvestres (2022), desviándose de su mirada singular a una ficción demasiado corriente. Lo real debe ser fantástico para que azote al ojo de la conciencia.  No sé por qué me da a mí que es más interesante ver This Gun for hire (1942) de Frank Tuttle y flipar viendo hacer trucos de magia a Veronica Lake. Cada uno a lo suyo. Lo social no es el tema esencial del cine aunque hoy sea tan valorado y financiado, pues la sensibilidad hacia dicha tendencia ensombrece las partes más ricas del mundo del celuloide (o lo que sea hoy), y si o que se lo digan a Muybridge o a Segundo de Chomón. Para ir terminando con la cuestión del individuo como puzzle, recomendamos que durante este Junio, junto a un buen tinto de verano y una pipa de jabón, alguien se decida a revisar la magnífica The master (2012), una cinta casi perfecta llena de aristas y recovecos increíbles donde además de disfrutar de algunos de los mejores actores de nuestra época, se pueden aprender un par de trucos para vivir en este cuerpo del siglo XXI, este cuerpo sin órganos que todo le atraviesa, hundido en la inercia inexpugnable del sistema cruel que a todos azota. Hay secretos para vivir, para seguir vivo, que se esconden en los libros y en los viajes en el tiempo. Nuestra memoria es un viaje en el tiempo que puede curarnos conectando con espíritus anteriores que aún hoy perviven en nuestras venas. Domar al dragón. En este sentido, la película Starman (1984) de John Carpenter es una auténtica joya del cine comercial, hija de Encuentros en la tercera fase (1977) y madre de films posteriores como K-pax (2001) donde Jeff Bridges cede su rol de extraterrestre a Kevin Spacey, a quien intenta psicoanalizar. En Starman, Bridges le cuenta a su compañera que el planeta del que viene es más perfecto y pacífico que el nuestro, pero que la pérdida de la imperfección conlleva una cierta infelicidad y una homogeneización tediosa. La multidiversidad de caracteres otorga a la realidad la única riqueza necesaria: lo imprevisible. Que se apunten esto los idólatras del ChatGPT4; si el algoritmo llega a dominar las cosas, el mundo será un puto coñazo. Por eso, mientras la esperanza siga viva y la locura del pensamiento siga en poder de lo humano, podremos seguir viendo películas tan divertidas como Where the Buffalo Roam (1984) de Art Linson para reírnos de todo y de todos, sin preocuparnos demasiado por lo que ocurre a nuestro alrededor e intentar sólo vivir un ratito de la manera más intensa posible.








miércoles, 14 de junio de 2023


 

 



Miscelánea de Mayo
SOMOS PECES DORADOS
 






«La risa procede de algo que se espera y que de pronto se resuelve en nada.»

Inmanuel Kant

 
 
Quién no podría amar a Ted Lasso: una mezcla entre Groucho Marx, Andy Bernard (The office) y Mr. Belvedere. Se trata de un personaje creado para sanar, para guiar a otros desde la debilidad y no desde el poder. En esta ficción no existe la tiranía, sólo una persona con un enorme trauma que esconde con infinitos chistes y refranes -que llevan a confluir en moralejas útiles e inútiles- un enorme temor, una gran pérdida. Ted Lasso, además de un ser un ente de ficción, es una serie que -como casi todas-, debería haber durado menos y haber diversificado también menos. La ambición de solucionar todas las tramas creadas complica los argumentos principales y por tanto, desdibuja el sentido de la serie; es el pecado de la producciones actuales. Maldita industria. Malditas series, ¿es la nueva Fiebre del Oro? Pese a todo, hasta la mitad de sus capítulos, Ted Lasso es una revelación ficcional, una comedia abocada a la risa fácil que acabó siendo, tal vez, la primera serie de autoayuda como tal, una máquina del tiempo hacia los años 90', ese paraíso de happy endings y de buenas intenciones que han sido barridas en este nuevo siglo de escepticismo y pesimismo. Hoy, los cómicos, están empeñados en demostrar que la comedia es algo más que hacer el payaso para que los demás se rían y por tanto, han convertido la risa en pseudofilosofía, o sea, en una cosa muy peligrosa en la que la gente pierde demasiado tiempo. La comedia no es una cosa seria por mucho que la reivindiquen y más allá de la sonrisa, no es más que una versión cutre del pensamiento débil. Hoy los cómicos escriben libros, dan conferencias, presentan programas,protagonizan series, hacen anuncios de cereales, de bebidas, de neumáticos y siguen predicando al personal como si este oficio fuese algo más que un simple entretenimiento. Quieren ser Klaus Kinski en modo Jesus. Ya lo dijo Jim Carrey -el rey de todos los comediantes-: "sólo me queda ser Jesucristo". Tal vez hay un tipo de humor que se está acabando pero que, como todo lo que triunfa, se resiste ha desaparecer. Todo esto es una tradición que viene, como todo lo malo, desde EEUU, imperio donde la comedia se ha convertido desde hace medio siglo, en una verdadera rama del poder. Allí los cómicos son dioses y multimillonarios, poseen el aplauso, la voz y la verdad. El famoso stand-up es una especie de ritual donde un puñado de sofistas se sube a especular sobre la vida y sus costumbres, lanzando mensajes estrambóticos y caprichosos a un público enfermizo, ansioso de convulsión. La risa es un tipo crisis nerviosa a la que los más agudos profesionales, pueden inducir con la mayor facilidad. Pavlov y los perros: una vieja historia. Entre tanto, sólo decir que Ted Lasso, a parte del fútbol inglés y el couching milagroso, es una serie que trata sobre todo del lenguaje y de cómo éste nos sirve de máscara, de refugio, de búnker. Si se analiza la velocidad de las palabras de Ted en la evolución de su andadura, se podrá observar un aumento de pulsaciones en sus vocalizaciones hasta llegar a un punto casi indescifrable: Ted llega a casi vomitar palabras sólo para ganar tiempo, irse del trabajo y encerrarse en casa a llorar. Vive sumido en la nada a la que le ha llevado la mentira del humor. Hay algo muy negativo y que se acaba haciendo profundamente aburrido en el protagonista, un giro de guión que arrastra al público al abatimiento por pura depresión. Así como la mitad de la serie es un homenaje al optimismo más radical y radiante, la otra es un descenso al realismo más puro, un viaje del idealismo y la fantasía hasta la decadencia del ser, el agotamiento del entusiasmo, hasta el vacío existencial y la impotencia. De hecho, hay algo muy conservador y terriblemente tóxico en la decisión final de Ted; esa es la sensación se mastica en su última mirada.
Por otro lado y retomando aquello del stand-up, hace poco también ha terminado otra serie -cómo no, demasiado larga- llamada La maravillosa Mrs. Maisel, una historia original muy bien contada con un despliegue de medios que ya le gustaría tener a desmesurados como Scorsese o Wes Anderson. Se trata de una especie de distopía sobre la comedia a partir de los 50' en EEUU y que narraría el origen de la comedia actual a través de los ojos de una mujer que triunfa sobre los escenarios mofándose de la realidad y de los hombres. En el caso de este personaje, también pueden apreciarse dos caras, una, la de una niña pija de Manhattan que adora vivir con su familia y comprarse vestidos a lo Jackie Kennedy (muy Opus) y otra, más punki y deslenguada, que trabaja presentando cabarets, incendiando antros y enseñando las pechugas en público para ganarse un hueco en ese mundo en el que si no te vendes no mamas. La serie de Mrs. Maisel tiene muchas conexiones con la de Ted Lasso, con la creación de mundos imposibles, en su metáfora del menos es más e incluso del absurdo sueño americano, la competitividad, la locura y sobre todo, un sentido de la comedia más familiar que todas las producciones estrenadas en los últimos veinte años. En el siglo XXI se ha perdido la inocencia en pos de la pistola, la cocaína y la pornografía: al otro lado están estas dos ficciones donde nada de eso persiste, ninguna violencia sobrevive, ningún asesinato debe de ser resuelto, ninguna macarrada se impone ante el lujo de la historia bien contada, del reino de personajes originales. Una antigua sensación ha resucitado con ambas series que con sus más y sus menos, encarnan una nueva-vieja manera de afrontar la comedia más allá del narcisismo, el predicamento y la idolatría.
Dos peces dorados.









jueves, 18 de mayo de 2023

 
 
Miscelánea de Abril
(de bucles, infinitos y abogados)






En 1996 una jovencísima Natasha Lyonne, apenas estrenando su carrera de actriz, interpretaba un curioso personaje en Todos dicen I love you del hiperprodcutivo Woody Allen que, lamentablemente pasó desapercibido. La carrera de la señorira Lyonne ha sido bastante larga y completa, mas no será hasta 2019 que estrena Russian Doll, producida y escrita por ella misma, cuando se rebele con toda su gloria y talento. Sin duda se trata de una miniserie (15 capítulos) originalísima y caótica, enraizada en la moda de los bucles y las fiestas nocturnas. Una delicia inesperada; un peli serializada. Pero esta no ha sido su última carta, pues en 2023 ha estrenado Poker Face, un serial donde cada capítulo es una aventura nueva, casi como si de los famosos trabajos de Hércules se tratase. En dicha historia da vida a una peculiar mujer llamada Charlie, perseguida por asuntos turbios, dotada de una habilidad nada corriente, concerniente a la verdad. Si se analiza la ficción norteamericana en un amplio ratio, la profunda esencia de las historias se basan en la profusión de la mentira y en cómo alguien lucha por aclararla o simplemente se topa con ella. Dicha inercia habla de un cultura imperialista construída a partir de falsedades y apariencias como pilares básicos; el capitalismo se basa en las ventas y el arte de las ventas se basa en la ocultación, el disfraz y si no visionen Salesman (1969) d elos hermanos Maysles. Curiosamente, exceptuando un puñado de autores desperdigados por el mundo que trabajan la originalidad y no utilizan tramas maniqueas o simplemente materialistas, todo parece reproducirse ad infinitum (de hecho, llama mucho la atención la cantidad de títulos que abarcan el tema en su sentido menos laxo: A trip to infinty, 2022 / The edge of all we know, 2020 / The man who knew the infinity, 2015). Sin saber cómo, el público del presente se encuentra en medio de una seria encrucijada, ante una producción ilimitada en base a una ficción pobre y clónica; en cartelera, siempre vemos la misma película. A pesar del absurdo del caso, a nivel psicológico y por supuesto monetario, parece funcionar. También le funcionaba a Pavlov con los perros. Han generado una sociedad ludopática y ahora, unos cuantos se están frotando las manos con guantes de oro. Después de mimetizar la sociedad con la mitología, las personas fluctúan entre mundos inciertos, confundiendo cada vez más lo real, cuándo acaba el cuento y cuándo el suceso. Literatura o vida. Cine o paisaje. La tergiversación y refrito de los géneros está deshaciendo el mínimo pensamiento crítico que quedaba entre bambalinas. La religión del todo es lo mismo y la distópica igualdad generalizada, ha dado como resultado, entre  otras muchas cosas, un monto fílmico que aplasta literalmente al público y hace lo que quiere con él, sometiéndolo en la imposibilidad. La abundancia es la protagonista. Hoy la marioneta, más que nunca, está entre butacas. Por eso es tan importante ver Kajillionere (2022) o Pacifiction (2022), sólo para darse cuenta de ciertas caras de la invención que persiguen la senda de la originalidad y no del mimetismo monetizante. Medicinas. El desafío del futuro no es llegar a Marte sino ser uno mismo, diferenciarse de lo demás por la esencia y la personalidad que quieren destruir a través de los mensajes del mainstream -lanzados como bombas atómicas sobre las neuronas-, cuyo deseo es esclavizar al mundo en un sofá viendo series hasta que se les salgan los ojos. Perder el tiempo. Time. Por cierto, hablando de lo cuál, ahí va una lista de series cojonudas, no demasiado vistas para aprovechar los tiempos muertos:

1- The night of (2016) de Richard Price

2- Servant (2023) T4 de Tony Basgallop
 
3- The consultant (2023) de Christoph Waltz

4- Broadchurch (2013) de Chris Chibnall

La primera es una delicia con el mejor John Turturro conocido -al menos, el más equilibrado-, de una factura excelsa y una narración clásica digna de todos los honores: da gusto ver series sobre la justicia tan bien hechas (Saint Omer, 2022 sería un ejemplo y Delitos flagrantes, 1994, sería otro). En formato miniserie, que es lo único que funciona de forma homogénea, brilla con luz propia coo una mariposa; lo que se alarga más de ocho capítulos suele acabar siendo ensaladilla rusa. Increíble. La segunda y la tercera son series de terror bien ideadas, crueles y entretenidas. La cuarta es como la primera pero peor hecha, más british, con un final algo flojo. Qué difícil es terminar una buena historia y sobre todo cuando trata de un crimen. De la muerte. Aunque para buena historia, la de la película La duda (2008) con Seymur Hoffman y Meryl Streep, un film aparentemente sobrio y minimalista, mas de una tensión fuera de campo de una efectividad enorme. Dirigida por el curioso director de Joe contra el volcán (1990), su estética emana el color del secreto, su guión, la factura de la buena artesanía narrativa; de hecho el guión es también de John Patrick, autor entre otros libretos de Cinco esquinas (1987) -con John Turturro por casualidad- o ¡Viven! (1993). Hablando de los 90', habría que recordar Seven (1995), origen de todas las ficciones criminológicas de los siguientes 25 años. En 1997 se estrenó Hércules de Disney -quizá la mejor película de animación del final de la bidimensionalidad- donde digamos se mezcla lo viejo con lo nuevo, pero donde se nos recuerda que lo verdadero es lo más importante. Si ahora retrocediésemos unas cuantas décadas nos encontraríamos Los viajes de Sullivan (1941) del maravilloso Preston Sturges, quien encomienda a su protagonista a bajar a los bajos fondos de la realidad para poder conocerla de primera mano y poder así crear algo verdadero. Durante los años 70' se intentó mover las conciencias y ciertos directores hicieron lo suyo: Brian de Palma estrenó su atípica Hi, Mom! (1970) con Robert De Niro, un film heredero de lo mejor de Pasolini, Hitchcock y Godard -al menos, de su parte más documental-. También en 1970 Hal Ashby dirigió The Landlord, una película fascinante que entremezcla los temas del racismo y la lucha de clases de la manera más extraña y cómica, utilizando como levadura la cruda realidad de los barrios bajos. La verdad está en la basura. Arte Povera. Los 80' fueron más evasivos: en 1984, Gonzalo Suárez estrena Epílogo, un supuesto palimsesto experimental sobre dos escritores y sus luchas internas, centrada en el hecho de la escritura como creación existencial, como gesto eterno; un Bouvard y Pecuchet a la española. En The Whale (2022) se trata entre otros ese tema de la literatura como escape, como elevación, como transfomación de lo mostruoso; otra cosa es que Moby Dick sea sólo una obra religiosa de los colonos protestantes de EEUU y se utilice como piedra angular de un falso misticismo redentor. Un país fanático ansioso de pirámides y billetes. 
 
Para terminar, recomendaciones de primavera para alérgicos: 
 
- The dirties (2013) una versión cómica de Elephant (2003) de Gus van Sant, mucho más impactante y menos dramática, de una construcción inteligente y fresca, sin eledir el eemento trágico; su creador es Matt Johnson un  verso libre del arte cinematográfico. 
- Yehudi Menuhin, a family portrait (1991) de Tony Palmer, un retrato sobre el prodigioso violinista norteamericano, dotado de un detalle y una sensibilidad dignas del arte musical. Muy recomendable, quizá lo mejor del mes.
- No está nada mal la que quizás acabará siendo la mejor película del irregular Willem Dafoe: Inside (2023) dirigida por Vasilis Katsoupis a modo de larga performance que sirve como una crítica directa a las prácticas del arte contemporáneo y que a su vez, las utiliza como elementos narrativos para acabar en una especie de conclusión al modo The Whale. 
 
Los directores, últimamente, tiran de evanescencia.





jueves, 13 de abril de 2023


 



Memorandum Febrero-Marzo

El cambio, lo Real y la salud mental



 




Richard Brody, el crítico cinematográfico del New York Times, días antes de los premios Oscar, publicó una lista alternativa a la oficial, según su criterio profesional:



Benediction

Amsterdam

Armageddom time

Both sides of the blade

The cathedral

The eternal daughter

Hit the road

No bears

Nope

Saint Omer


Quién podría dudar que esta lista es muy distinta y más interesante, si la comparamos con las verdaderas nominaciones de la ceremonia 2023:


All quiet on the wenstern front

Avatar: the way of water

The banshees of Inisherin

Elvis

Everything everywhere all at once

The fabelsmans

Tár

Top gun: Maverick

Triangle of sadness

Women talking


Aunque las diferencias son significativas -en gran parte a causa del bajo nivel de la selección oficial-, la llamativa ausencia en la lista de Brody del ingenioso film Tár y de la singular Everything everywhere all at once, son hechos gravemente injustificados. Alarmantes. Por muy crítico del New York Times que se sea, Brody se sigue dejando llevar por falsas producciones independientes y un cierto aroma cultureta de pensamiento débil; de ahí su adoración por James Gray y Kelly Reinhardt. Aunque a fin de cuentas hay que comprenderlo, teniendo en cuenta que este mismo crítico de abultada barba y presencia solemne, es la misma persona que eligió -por ejemplo- la terrible y torpe The Irishmen como mejor película del 2019. Vaya tela marinera. Por otro lado, introduce con gran acierto en su selección la película Nope, una rareza de seudohorror a la que podríamos bautizar como trémolo movie, con todos los galones para ganar un premio comercial de este tipo; el terror será un género popular en un par de décadas, mucho más que el género romántico o el bélico. El tino de Brody se basa en la exclusión pero no en la inclusión de películas; saca la basura, pero no introduce lo mejor del año. De un plumazo elimina a las vacas sagradas de Spielberg y Cameron (totalmente prescindibles), se saca de encima a Luhrmann (el cineasta que sigue confundiendo una película con un videoclip), después a Tom Cruise (sin comentarios) y por último, al pesado de Ruben Ostlun, quien se cree el mejor cineasta del mundo por tener dos Palmas de Oro, cuando sólo es un autor satírico del montón venido de Suecia, el país de la moral, cosa que a Cannes le sulibella (¿sulibela?); ¿o por qué si no los hermanos Dardenne son tan aclamados en dicho festival? La cosa: un coñazo burgués de espanto. Hasta ahí bien pero, ¿por qué eliminar películas como The banshees of inisherin? Un misterio, y ¿por qué no añadir The whale? Una pena.

Es cierto que esto de los Oscar es un poco una verdulería -y tomárselo demasiado en serio es de memos-, un lugar donde de lo que menos se habla es de cine y donde importa más el famosete de turno o el vestido de Versache que cualquier otra cosa. El certamen de los Oscars, si nos ceñimos a las últimas veinte películas ganadores de los últimos veinte años, se hace bastante vergonzoso o problemático tomárselo con cierta formalidad. Tal vez Birdman (2015) -con muchos peros-, No es país para viejos (2008) y American Beauty (2000) se salvarían -por los pelos-, pero aún así, si comparásemos estos films con otros de su misma quinta en otros certámenes, la diferencia sería abismal. La popularidad de los Oscars es un asunto tan naif y ridículo que cuando se leen artículos de críticos profesionales llevándose las manos a la cabeza porque una película tan innovadora y fresca como Everything everywhere all at once se lleva una estatuílla (de hecho 7) y Spielberg no -o ninguna-, a uno le dan ganas de comprarse una botella de whisqui y meterse en la cama. Este es el caso del crítico Jose Luis Losa, del periódico La Voz de Galicia, una persona irritable por naturaleza y ofensiva por defecto, que se comporta como un auténtico reaccionario ante lo desconocido, ante lo diferente. Lo distinto. Se trata de un xenófobo cinematográfico. Sin argumentos demasiado elaborados, tirando de ira acumulada, abomina sin complejos de Dan Kwan y Daniel Schinert, los autores de la singular Everything everywhere all at once, dos valientes y singulares cineastas responsables de locas comedias como Swiss army man (2016) o Omniboat (2020), creadores de un estilo propio y en cierto sentido, mutante. El crítico aludido, fuera de sus casillas, define el film vencedor de los Daniels como “atropello, insultantemente victorioso, experiencia extravagante, grimoso, freaks rompetechos (los Daniels), latosísimo engendro, no-película, 24 cantinfladas por minuto, toxicidad anticinematográfica”, y no quedándose a gusto aún, escribe un segundo artículo -en la misma tirada- donde perdiendo aún más los papeles y la decencia, especula sobre las producciones de Netflix y la productora A24 (responsable de Everything everywhere all at once), negativizando todo lo que no comulga con lo que él cree que debería ser el cine. Un tipo como él debería estar al tanto de que culturalmente nos hayamos en medio de un cambio de paradigma y por tanto, en una transición estética que como todas, es una montaña rusa en la que lo mejor es disfrutar del espectáculo y no cerrar los ojos hacias las nuevas formas -que nadie dice que sean definitivas-, pero que deben existir para dar voz a nuevos ojos con los que mirar a un mundo que las vacas sagradas de la industria ya ni entienden ni quieren entender. Tal vez se necesitaría una crítica más fresca también, más abierta, más joven (en amplio sentido). Así, vamos a esbozar a continuación qué es lo que según Jose Luis Losa debería ser la cosa de los Oscar en forma de lista:


The fabelsman (Mejor película)

Elvis (Mejor director)

Top Gun: Maverick (Mejor actor)

Avatar: the way of water (Mejor guión)

...etc.


Vamos, un desastre espantoso. Mente cerrada con candado. Lo que le ocurre a Jose Luis Losa es que llegada una edad, el cambio se convierte en un problema y Losa no quiere que la industria del cine cambie, entre otras cosas, porque además de cronista, él es director de un festival llamado Cineuropa donde dan premios a películas tan deprimentes y mediocres como Drive my car (2021), el Murakami de la pantalla; ¿donde se dejó la sensibilidad aquella casta crítica que alumbraba el camino del público hacia lo mejor?

La nostalgia, a algunos, les causa estragos.

Lo peor es que intenta defender el cine desde cuestiones banales como el glamour, la taquilla y un puñado de vainas que no solamente no tienen que ver ni por asomo con las películas y su calidad, sino que además son de una superficialidad tremenda. Su ceguera es tal que incluso infravalora de alguna forma el trabajo de Brendan Fraser en The whale, definiéndolo como alivio menor, cuando en realidad, el sólo hecho de la vuelta de Fraser es la demostración de la validez del cine como arte de trascendencia. Pero él no piensa así porque se centra en un mundo muy antiguo que agoniza en el lodo, agarrándose al palo de lo muerto. Pobre Jose Luis. Arenas movedizas.

Dejando esto a un lado, frente a la abundante basura que llueve en las pantallas y las filmografías en general, y hablando de cine norteamericano en concreto, me gustaría recomendar -para mentes hábiles-, un nuevo visionado de las películas de Michael Moore:


Farenheit 9/11 (2004)

Sicko (2007)

Capitalism: a love story (2009)

Trumpland (2016)

Farenheit 11/9 (2018)


Vistas desde el 2023, las películas de Moore cobran una importancia plus, como de relato continuado, como de crónica sobre la barbarie de su país, un infierno que condiciona al mundo entero, un imperio que ha condicionado nuestras mentes y que es necesario curar si queremos ser libres; debemos ser mensajeros como en The Postman (1997) de Kevin Constner. Si no atendemos a las advertencias de Moore, algún día no muy lejano, puede que en Europa ocurran las barbaridades que viven los norteamericanos y que ellos mismos, en su esquizofrenia social, han llegado a normalizar: la ausencia de sanidad pública, la corrupción política naturalizada, la economía del miedo, la tapadera de la felicidad, el imperio crediticio. Todos estos temas son encrucijadas presentes que las sociedades deberán confrontar o ser esclavas de ellas. Todas las películas de Moore advierten de lo mismo: somos esclavos porque queremos, porque no luchamos, porque estamos hipnotizados. Somos más pero tenemos miedo. Salir de ese encantamiento de la mentira es el objeto de su cine. Y es que el documental hoy, como siempre -desde The drifters (1929) de Grierson, A propósito de Niza (1930) de Vigo o Shoa (1985) de Lanzmann- es una de las maneras de sobrevivir a la tendencia virtual del presente, dictadura estética que se lleva intentando imponer por las majors (hoy plataformas omnipotentes) desde chorradas infumables como Polar express (2004) o Avatar (2009), de la que hoy vivimos su ridículo remember nominado a la estatuílla; Cameron sólo hizo una buena película que se titula Aliens. El regreso (1986). Hoy, films tan personales como My octopus teacher (2020), El mochilero del hacha (2023) o la inimaginable Free solo (2018) responden a ese espíritu que va más allá de la ficción y que conserva intacta la promesa del cine que no empieza con los hermanos Lumiere sino con verdaderos artistas como Janssen (Revólver astronómico, Marey (Fusil fotográfico), Muybridge (Cronofotografía) o Reynaud (Teatro óptico); todo el rollo de que el cine comenzó en las fábricas es un invento capitalista para justificar una industria y desprestigiar al cine como un arte de total, un arte de síntesis.

Hoy parece inevitable consumir cierto número de films norteamericanos debido a su desbocada producción tendente al infinito, por lo que hay que elaborar dietas adecuadas y películas de compensación para básicamente no volverse tarumba. Piensen que la ficción comercial estadounidense se centra en unas pocas tramas y unos pocos mensajes que van calando en las sociedades de diferentes maneras. La ultraviolencia, la adoración por el dinero y el poder, el machismo, el feminismo militante, la homofobia, el racismo y la idea de la sociedad de clases son algunos de los somas a los que someten al público día a día hasta generar hordas de enfermos mentales crónicos.

El cine es muy peligroso.

Para ser libre y sano como cinéfilo se recomienda visionar Love streams (1984) de Cassavetes, esa última locura de uno de los cineastas más atormentados y divertidos de todos los tiempos. Para limpiar los ojos y el cerebelo hay que ver más a menudo sus películas. Ver Otra ronda (2020) o Colectiv (2019) –obra maestra del film político- también son maneras eficientes de ordenar el alma y volver a las buenas sensaciones del iris. Revisar Holy Motors (2012) o Annette (2021) es como tocar un sueño posible y efímero, una flor que existe como prueba del paraíso. Viva Leos Carax y su resistencia. Su existencia. El sistema le impide generar nuevas películas pues su potencia más regular anularía toda la mentira y mediocridad reinante,

Por lo demás, ni se les ocurra perder el tiempo con películas como las siguientes, o comenzarán a sufrir secuelas mentales como la depresión o la indiferencia:


The ritual killer (2023)

Marlowe (2022)

Sin novedad en el frente (2022)

True story (2015)

Sharpers (2022)

Triangle of Sadness (2022)

La Flor (2015)

Vivarium (2019)


Si alguien comete la insensatez de ver las películas anteriores de una sola sentada, temdrá que desintoxicarse. Para empezar a recuperar el aliento, películas de media tabla, sugerentes y de altas expectativas, aunque no lleguen a surtir el efecto deseado, son las siguientes (para ir remontando el entusiasmo):


The eternal daughter (2022)

Plaza Catedral (2021)

Living (2022)

The empire of light (2022)

Saint Omer (2022)


Si el espectador ve que no hace efecto y se empeña en ver cine norteamericano -porque el mono es lo que tiene, céntrese en los clásicos narrativos:


Dune (2021)

Interestellar (2014)

Érase una vez en Hollywood (2019)

Foxcatcher (2014)

The master (2012)


Y si lo que se quiere es aliviarse mediante la nostalgia, recurrir eventualmente a:


Cuatro noches de un soñador (1971)

Big (1988)

Werckmeister harmonies (2000)

Las noches de Cabiria (1957)


Para finalizar el tratamiento, se recomienda consumir ciertas píldoras milagrosas:


Fireball visitors (2020)

The Whale (2020)

Ted Lasso (2020-2023)


Como coda y cura, tomar pizcas de How to change your mind (2022) de Michael Pollan y aprender a descubrir que los nuevos mundos somos nosotros mismos. Nosotros somos el cine, no ellos. Hay que cuidar la mente y cuidarse de los críticos oficiales que son como espectros enamorados del pasado o de lo puro. Ningún extremo conviene. Para terminar con el artículo, no puedo despedirme sin agradecer a Richard Brody una recomendación impagable y desconocida llamada Kajillionaire (2020) de la cineasta Miranda July, una de las grandes creadoras de hoy, aún oculta por los resabiados y por la industria, pero brillante por sí misma, emocionante por su talento.

No se la pierdan.




Chao.

 

 

   Jose Luis Losa.