martes, 4 de septiembre de 2012



PICKPOCKET
(1959)

Robert Bresson






Te apuntan a la cara para decirte las cosas claras pero parece que ni así, siéntelo, siéntelo, entrando en tu corazón, si a eso es a lo que sueles llamar supervivencia. Dentro de nuestra caja mágica suena el tic tac del futuro, nuestro próximo paso esperando a convencernos de que no hay nada más, ¿cómo podremos salir adelante hoy y poder decir mañana? Es todo un reto, la vida, eso, lo que se dice, un desafío, ya lo sé, oigo al otro lado de la pared, ya lo sé, ya lo sé no me lo repitas, ya es suficiente el aguantar esta presencia que quiere matarme... Todo esto lo escuché detrás de una pared que es como la imaginación cuando ésta toma el poder de nuestro pecho y algo nos dice: siéntelo, siéntelo, pero a veces nos desaparecen cosas y no sabemos quién nos las ha quitado, existen monstruos que no duermen y que no quieren más sangre que la que les recorre sus sueños.
No sé si ha quedado claro; empezaré otra vez:
había un hombre (por nadie recordado) que ponía la oreja en la puerta para saber quiénes éramos en realidad y había otro (igualmente olvidado) que nos seguía por la calle, memorizando nuestros movimientos, esquematizándolos, llegando a una síntesis de lo que llamamos pensamiento. Al final es de dos hombres de lo que hablo o tal vez de dos armas aparentemente diferentes, pero realmente hermanas (me refiero a su extrema eficacia) y luego, de una forma u otra, contaban lo que sabían de nosotros sin que apenas se enterara nadie, de una manera extraterrestre, en la que nosotros pasábamos a ser ellos y ellos pasaban a ser otra cosa que volvía a desaparecer.
Hay creadores que invitan a eso, a perderse entre la gente para ver qué pasa, para ver qué pierdes y qué ganas en el trayecto y cuando crees que lo estás haciendo lo mejor posible para comprender las instrucciones, te revelan que ninguna ley es importante si no la has inventado tú, por eso ellos mienten en todo, te cuentan las cosas sólo como ellos las imaginan y no como posiblemente puedan suceder. La única posibilidad son ellos y de qué manera te presentan el pastel. Tú siempre esperas que sea un pastel como los demás, pero nunca adivinas el sabor exacto, porque ese saber de las cosas, de este pastel, no existe. Tanto el escritor, Juan Carlos Onetti como el cineasta Robert Bresson, no existen. No sé muy bien qué quiere decir esto, pero cuando conoces su obra, lo entiendes sin poder explicarlo. Son espías de la mente y el corazón, son los perseguidores de los infraleves más ligeros e invisibles que Duchamp pudo imaginar. Ante sus obras somos extraños, somos los protagonistas del misterio que ellos nos ofrecen; antes no sabíamos de su existencia, pero ahora es imposible dejar de pensar en ello.
Pensar en ello.
A pesar de que a Bresson se le ha etiquetado desde siempre como cineasta cerebral, bajo mi punto de vista, creo que sólo es un poeta con una cámara construyendo su propio reino. De la misma manera, aunque a Onetti se le ha encasillado en el papel de novelista triste y solitario, creo que también es sólo un poeta sobre una cama que escribe novelas. Sus obras dicen susurrando sentimientos, sentimientos que quieren corresponder a otros sentimientos, sentimientos a los que no les importa la trama, los personajes, el paisaje o el tiempo. Todo en ellos está encerrado en un minúsculo mundo muy privado, una vida muy privada llena de una belleza muy especial que los propios protagonistas van construyendo naturalmente, transformando su placer en su forma de vida. Decía Luis Cernuda: ¿quién se toma el trabajo de vivir? ¿de vivir por vivir? ¿de vivir por el gusto de estar vivo y de nada más? y yo ahora digo: tanto las obras de Onetti como las de Bresson son enormes celebraciones de ese sentimiento, del trabajo de vivir y de aquellos que lo hacen, que no pueden hacer nada más que ejecutarlo, pero eso sí, con excelencia; sus obras son un intento de perfecta ejecución de lo invisible, del relato de lo oculto, del secreto, ejecutándolo desde su primera persona, acariciándolo, haciéndolo pasear muy cerca de nosotros, hasta convertirlo en algo digno de la eternidad. Todo es muy pequeño en sus historias; son acciones pequeñas, hombres pequeños, mujeres desaparecidas, son trucos de magia robados a la ilusión sin instrucciones de uso.
      Decía Onetti en Los adioses que su protagonista imaginaba a las personas que espiaba, libres del mundo, como si en su entelequia existiera un paraíso y no una evasión. También dice Onetti en Los adioses: acaso no me veía ni me recordaba y, en un mundo despoblado, en un mundo donde sólo quedaba una cosa para ganar o perder [...] y páginas atrás escribe: habría que inventar otro mundo, otros seres, otros peligros.
      Bresson coloca su punto de referencia en un ladrón, alguien que perfecciona una habilidad casi mágica, casi de baile, para poder sobrevivir. Tiene que entrenar los movimientos más inverosímiles del cuerpo, tiene que vaciar su mente para enamorarse del miedo, para amarlo de tal manera que al final lo pierdes como siempre pasa en el amor. La ligereza del ladrón es extrema, tanto que en un momento piensa: ando sobre el aire con el mundo a mis pies, como si fuese un fantasma que no quiere serlo, que sólo desea el amor. Para leer la película Pickpocket, sólo hay que ver Pickpocket; para ver la novela Los adioses, sólo hay que leer la novela Los adioses. La manera en que se nos cuentan las cosas es extremadamente importante en un mundo en el que las formas se han confundido, en el que la materia deviene mutante (aunque siempre ha sido así) y destruye los géneros y las disciplinas, acercando el sentimiento a un objetivo común de la creación; lo que siempre debió haber sido, pero que nos enseñaron a entender por separado: esto es una cosa, eso es otra cosa. Existe una equidistancia entre obras de naturaleza distinta, que hablan entre sí en silencio para crear una forma de existir que merece la pena ser vivida, incluso a los que se refería Onetti como los que aún podían convencerse de que estaban de paso. 



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