martes, 4 de septiembre de 2012





THE TROUBLE WITH HARRY (1955)
BLUE VELVET (1986)

David Lynch
Alfred Hitchcock




¿Qué es lo que hemos encontrado? ¿a qué se parece lo desconocido? Los sonidos del bosque nos acercan a nuestros más oscuros secretos, aunque creamos que la luz persiste en eternidad, ¿qué hemos encontrado, qué nos hace preguntarnos el origen de las cosas, el misterio que esconde el mundo en su lenguaje mudo? Existe un silencio del que queremos saber algo sin que nadie pueda convencernos de lo contrario y nos metemos en graves problemas para descubrir algo que sólo nosotros podemos entender de la manera más insólita y casual.
Los cineastas Alfred Hitchcock y David Lynch debían pasear a menudo por los bosques, pues sabían, de alguna manera, que allí intuían el misterio con mayor fuerza. Allí, cada recorrido es una aventura y el peligro se encuentra tan cerca de la violencia, que nadie puede escapar indemne ante la presencia del delirio. Existe un espacio donde nace el cine, un lugar al que mucho después se le llama película, historia, trampa, imagen, que no posee memoria ni a quién parecerse; hay un lugar similar a la existencia pero que no tiene que ver apenas con ella, donde el tiempo y los hombres andan persiguiendo sus deseos, cantando sus canciones favoritas, celebrando la muerte igual que la vida en eterna confusión, empujados por el sinsentido que ante nuestro entendimiento, los sucesos emanan.
¿Qué le pides tú a la vida? ¿de qué pretendes enamorarte? ¿qué te obsesiona? ¿qué es lo que no te deja dormir? Existe un pájaro que canta cuando menos te lo esperas, que te habla de lo que deberás hacer, de la ruta que te llevará al final, a tu desaparición segura; un final que contará las huellas y el valor de éstas, dentro de los senderos oscuros que nadie conoce, pues tu vida, como vida y como intimidad secreta o como espíritu fantasmal, es una tontería sagrada a la que deberíamos hacer caso más menudo; lo prodigioso brilla a nuestro alrededor, sólo hay que seguir sus huellas.
Escucha una canción cuando leas esto, una canción sin término como Blue Velvet y mira por la ventana sin dejar de leer estas palabras que abandonan la memoria para acercarse al inconsciente.  Imagina a aquel que se dispuso a tomar en serio de una vez sus pasos, pues son muy pocos los que se resisten a dejar pasar los días y se disponen a pasear fieles, junto a todo aquello que nos habla de otra forma de existencia, de valor, de presente, desde el otro lado de las cosas. Decía Onetti que lo importante no es el pasado, sino de cuánto presente podemos llenarlo, de cuánta actitud y de cuánta lucha podemos alimentarlo. Somos nosotros y nadie más los que andan por ahí, perdidos sin saber qué hacer con esto a lo que llamamos mundo.
Hitchcock, antes que Lynch, entendió dónde meter las narices para dibujar sus mapas del absurdo y los poderes invisibles de la magia, de esa fantasía milagrosa que nos lleva a la felicidad (como diría Borges: no importa que me juzguen fantástico). Lynch aprendió pronto a estar atento, tal vez gracias a   ser un norteamericano con pinta de inglés aristocrático, pues aprendió mejor que nadie de Hitchcock, que nadie suele poder hablar de lo invisible y que inevitablemente, se hereda un tabú mental hacia la extrañeza de nuestro más oculto universo (a veces miramos al cielo, por la noche y sentimos miedo, un miedo que no sabemos de donde viene. La vida a veces es extraña, tanto que es lo más hermoso que nunca pudimos imaginar, pues nuestras mentes son limitadas, pero la existencia es la única que conoce sus límites).
       Tanto Lynch como Hitchcock disfrazan realidades macabras a partir de mentiras dulces y absurdos prodigiosos, burlándose del realismo e incorporándolo a una estética que envuelve sus obras: piezas altamente subversivas, aparentemente infantiles, inocentes, sencillas, pero d runa magnitud y una profundidad inimaginables. Dejan unos pocos elementos sobre el tablero y los colocan estratégicamente para que nadie se dé cuenta de lo que están haciendo, pues finalmente la ficción está ahí, las películas están ahí y nadie puede evitarlo. La vida es así, la muerte deja un hueco para que pase algo que nos sorprenda, que se nos presente como una respuesta para lo que aún no sabemos preguntar y nos incita a investigar sobre ella, a saber quién es ella verdaderamente, descalza o en bata, ¿qué forma tiene, qué piensa, cómo duerme, de dónde viene, cómo es?
      Nadie nos dará nunca una solución, ni siquiera ese inglés gordo con pinta de norteamericano comedor de hamburguesas que hacía películas imperfectas para convencerse de que nunca habría una salida perfecta, pues sabía que nunca podría viajar al mundo donde habitaban sus películas. Hitchcock hizo un pacto con el diablo del que nadie habla y por eso, en ocasiones, sus personajes finalizan las películas diciendo cosas evidentes, estúpidas, insultando el interés y el entusiasmo del ávido espectador, que por un momento ha creído en la posibilidad de que un film sea perfecto. Lynch vio eso, como cualquiera que observa algo con atención, (vio eso y muchas más cosas que ahora no vienen a cuento) y entendió que el misterio necesitaba ser protegido; encerró al diablo en sus películas para nunca tener que pactar con él. Por eso las películas de Lynch explotan en ciertos momentos, porque el diablo va viajando de un personaje a otro intentando liberarse, pretendiendo ser feliz, sin darse cuenta de que está encerrado en un simulacro de la vida por culpa de un hombre que nunca desvelará sus secretos, un hombre que ha sido libre porque ha descubierto que el cine es silencio y oscuridad, un arma metafísica de conocimiento, de pájaro, de libertad, un microscopio de nuestro miedo y nuestro deseo en este planeta que gira sin que podamos observarlo y que se ilumina sin que podamos evitarlo. Lynch oscurece el cine para encontrar las grietas por donde se escapan esas brillantes presencias que alimentan la vida para darle otro significado o quizás el que verdaderamente tiene (tan diferente que se hace irreconocible), para crear problemas sin solución que nos hacen viajar (como cualquier diablo) de un lado para otro, buscándonos a nosotros mismos sin querer.
En The trouble with Harry, existe un armario que se abre con voluntad propia, en los momentos menos oportunos y que adquiere un significado críptico dentro del film; nunca sabremos qué significa ese armario o si simplemente es una trampa del director inglés que parecía americano para despertar nuestra querida curiosidad, pero lo que sí es cierto es que en Blue Velvet, el armario se llena para siempre de una manera nueva, pues a través de él empezamos a ver, aunque tampoco entendamos nada de lo que acabamos viendo fuera; dos caras de la luna: la oscuridad desde fuera, la oscuridad desde dentro. Parece como si Hitchcock, en su película, hubiese dejado ese armario vacío para que alguien lo llenase, a modo de enigma o de mapa de lo desconocido. No dejo de pensar que esa cicatriz que se abre en la oscuridad de la luz lynchiana, es el canal a través del cuál el cine sigue creciendo, pues a veces me da por imaginar que las películas no existen y que sólo existe una, infinita y total, que se va comunicando de una a otra en forma de ojos comunicantes.













No hay comentarios:

Publicar un comentario