miércoles, 16 de abril de 2014





SIGNOS DE VIDA
(1972)
Werner Herzog





Herzog hace suya la causa del hombre. Hay hombres en todas las épocas e innumerables épocas repetidas e idénticas por causa de los mismos hombres; el hombre es la causa y la solución. Somos un círculo en la masa, somos un punto en la soledad. El hombre creó la repetición para admirarla y creó la sociedad para poder ser una animal cómodo, débil y temeroso capaz de anticiparse a sus múltiples errores, para eliminar lo imprevisible, lo único; la individualidad. Una de las trágicas desapariciones en la conciencia del hombre moderno es esa individualidad de la que parece huir de forma inexplicable, suicidándose en el colectivo. El hombre de hoy vive sumergido en una pesadilla común que no entiende ni puede entender. Lo grave de la cuestión no es su misterio, sino el terror que infunde a cada uno de los seres que se aferran a un vulgar trozo de pan caliente, posponiendo así el temeroso encuentro con ellos mismos, con nosotros mismos. 
El universo es un infinito lleno de puntos solitarios.
Cuando el mundo respira tranquilo, el hombre se aburre; cuando el hombre no sabe qué hacer, la realidad pierde el sentido. Herzog inventa un suceso inédito para desafiarse y encierra al aburrimiento en una jaula, para ver qué se le ocurre a un grupo de chiflados vestidos de uniforme militar, al vivir dentro del vacío.
El sinsentido de los tiempos se reúne a comer, a ponerse las botas, a pasar frío y la rutina de pintar las puertas, de disparar grasa, de sentarse, de ver al viento mover la hierba... se hace invivible. En medio de dicho spleen, los personajes de Herzog se dedican a llenar el buche y a vigilar la nada; no saben qué hacer. La chica cocina, el otro lee y uno, el más vital, inventa chistes mientras Stroszeck el jefe, crea leyes sin sentido que no sirven para nada. Ninguno encuentra la solución en la existencia cotidiana, en el pasar de los días dentro de la jaula, en el entretenimiento de lo invisible con lo invisible. La rutina del realismo es interrumpida por la ficción: Herzog soluciona el hastío, obligándoles -deus ex machina- a jugar: hacen carreras de tortugas, trampas para cucarachas, hipnotizan gallinas, hacen levitar cuchillos, montan en bicicleta o traducen inscripciones del antiguo persa bajo el sol. La ficción ocurre y les hace sobrevivir hasta que uno de ellos dice: las palabras se atropellan y por eso es difícil leer y entonces yo digo: es hermoso escuchar esto cuando reina la imaginación.
El sol pega sobre sus cabezas y el silencio nace del bostezo de los gatos o de un caballo muerto en la calzada o de los peces hambrientos devorando pan en las aguas del puerto. La vida, fuera de la jaula, también es la jaula y también palpita sobre la calle, pues allí viven los niños, los niños de Herzog, esos niños que hablan otro idioma muy lejano al del furher, al del impero, al de la esvástica del miedo y de las pesadillas. Los niños miran a la cámara como mirando un sueño, un enigma, una forma de escapar y no entienden otro lenguaje que el de la inocencia de enterrar gallos bajo un montón de arena y sobrevivir; sólo piensan en tirar piedras a los ojos de los malos para entretenerse. El niño juega porque imagina. El niño imagina cuando inventa; cuando lo deja de hacer, sólo puede pensar en trabajar y esto aniquila sus sueños. Por eso son ellos los que miran a Stroszek, el soldado loco del tercer Reich que ya no sabe cómo soportar la realidad, ni reconocer el amor o la amistad, pues su patria le ha robado la identidad y no sabe qué hacer sin ella; es un hombre sin nombre que se desespera sin razón. Muy a pesar de Herzog, Stroszek es el personaje menos creíble de la película (tal vez por ser el más real), el más débil en cuestiones de ilusión; con diferencia, son mucho más enormes el soldado chistoso y el traductor de rocas. Se entiende que dicho personaje está respondiendo a una necesidad vital de la sociedad alemana de posguerra, un símbolo del absurdo y del sometimiento de conciencia de todo un pueblo, obligado a creer una grave contradicción. El círculo o el punto. Herzog responde como respondieron los Nuevos Salvajes del neoexpresionismo alemán de los 70 (Baselitz y compañía) y le da la vuelta a la realidad, proponiendo lo marginal como solución, como estética, como ley. En todos los campos artísticos de la Alemania de posguerra se instala una estética de ruptura y corrosión que sólo lo busca una cosa: la libertad individual y una nueva conciencia. 
Por eso Herzog siempre recurre al outsider como un canal de fuga, un punto negro de luz que brille por él mismo. Un gitano le dice a Stroszek que para salir del círculo-fortaleza-jaula hay que cambiar de dirección; entonces, Stroszek tiene una visión: ve la respuesta en un búho que mueve los ojos y las orejas a causa del martirio de una mosca. Stroszek entiende que él es esa mosca y sueña que el mundo está lleno de bichos y que el universo está lleno de puntos que giran sin saber qué hacer. Se atormenta con dicha repetición y la maldice, mientras uno le sujeta y otro le dice: ahora que puedo hablar, ¿qué voy a decir? Herzog, utiliza esta ambivalencia confesional, sometiéndose así mismo y a su primigenio cine, a un examen de iniciación catártica, cuestionándose la gran duda del artista: ¿tengo algo que decir? 

Lo más importante de Signos de vida no tiene nada que ver con la narración, ni con los personajes, ni siquiera con el significado o la responsabilidad de la historia, pues contemplado detenidamente, se descubre que el film nos habla de una necesidad más personal, una necesidad artística, de inventar, de crear, de perseguir la santidad de las miradas y la oscuridad de las noches, un motivo para crear espacios melódicos que nos transporten fuera de la película, de la realidad, de la ficción, siendo catapultados al conocimiento de un nuevo espíritu, haciéndonos transitar por caminos de polvo y de viento, como si fuéramos un burro muerto, arrastrado hasta infinito de la arena. La luz invade la noche de la locura y ahora es necesario hablar de ella para darnos cuenta de la realidad que se consume y nos consume. Herzog resucita el romanticismo y la pasión por la vida, planteando una guerra personal sin término, para hacernos sobrevivir en ese desierto invisible, a través del que vagamos perdidos en la senda del espíritu.
Necesitamos un punto de luz en la noche, una ráfaga que nos alerte, un faro que inaugure nuestra voluntad.
Un nuevo hombre debe nacer, una nueva guerra debe ser librada: nuestra linda y mortal  guerra del amor.
Stroszek, el soldado chiflado, por fin ha visto la luz y se ha cansado de esperar, de aburrirse, de dormir. Quiere hacer algo por primera vez, algo por sí mismo, algo único. Stroszeck desafía al sol y combate la luz con la luz; el hombre necesita de un tú a tú con el universo y Stroszeck representa ese instante. Herzog lo filma sin descanso. La jaula es la misma que antes, pero por fin es él quien funda el terror, quien la imagina, quien crea un lenguaje que quiere traducirse en una victoria de libertad del punto sobre el círculo. 






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