viernes, 25 de julio de 2014






FANTASTIC MR. FOX
(2009)

Wes Anderson






Wes Anderson es una especie de Barrie, una especie de Carrol, una especie de Stevenson. También le gusta el cine francés de la nouvelle vague y las peleas de lucha libre. Parece un granjero del sur, pero es un titiritero de lo más sensacional. Anderson se ríe de todo: se ríe de las fábulas de Esopo, de los cuentos de Dahl, de la ñoñería "disney", del prestigio de Burton, del talento de Harryhausen y sobretodo, de la tonta moral que inventaron para la infancia y que sin duda, nos hicieron creer. Esta sonrisa maligna le sirve a Anderson para crear a un zorro que es su verdadero alter ego; un héroe paradigmático del que se sirve para vengarse del apestoso mundo. 

Mr. Fox es el símbolo del espíritu perdido de los tiempos, es el diminuto profeta que aún dice la verdad para que todos la oigan; un amante al que todos los días le amenazan con el divorcio. Nada de mentiras, nada de escrúpulos. Garras, mordiscos y hambre, mucha hambre de acción. Siguiendo la máxima natural de la Historia, para que nazca algo nuevo hay que destruir lo anterior. Mr. Fox destruye inconscientemente el mundo en el que vive, al realizar sus más escondidos secretos y produce una enorme bola de nieve que nos arrastra a todos a las profundidades. Así, de la misma manera, Anderson -con ayuda de sus marionetas diabólicas- nos precipita en un mundo muy pequeño y muy esencial, donde nos vemos -inevitablemente- identificados con un verdadero animal salvaje que lucha por su libertad. La vida capitalista, tal y como la conocemos, nos ha convertido en animales pasivos y débiles sin apenas sueños o ganas de sueños. Anderson, a través de Fox, nos abre los ojos de la desobediencia civil y nos trae el mensaje que Truffaut nos quiso revelar en su L´enfant sauvage (1969). La herencia que el director norteamericano contrae el cine de los 60 no es para nada baladí, pues se puede observar fácilmente, cómo Anderson también le hará un guiño fílmico a Godard tres años después de Fox, en su obra Moonrise Kingdom (2012), inventando un Pierot le fou (1965) muy personal, a la boy scout, y que cinco años antes del zorro, había realizado ya The Life Aquatic with Steve Zissou, un film cinéticamente felliniano, formalmente godardiano, con tintes dignos del Louis Malle más onírico. 
La estética de Anderson siempre ha sido un problema en sí para el espectador, pues su terca irrealidad se contrapone a la ontológica realidad cinematográfica y así, sus películas postpop -o como se quieran llamar-, acaban dejando frío hasta al más entusiasta, a pesar de conquistarnos en ciertas escenas. No hay duda de que Anderson es un gran constructor de estructuras y un virtuoso creador de rizomas narrativos, pero tal vez eso no es suficiente, o no lo únicamente necesario para que la cosa funcione; el arte no sólo es esa cosa mentale de la que hablaba Leonardo. Su estética plana y artificial, sus colores nítidamente limpios y su peculiar puesta en escena teatral -emulando muchas veces a Rohmer- no son suficientes para convencer a un público que siempre se queda con una paradójica sensación de vaciedad formal y un desequilibrio frío, aséptico y algunas veces, mortal. 
Sus películas siempre han seducido a medias hasta el día en que encontró a Mr. Fox. 
Esta película realizada a base papel albal y peluches de todos los tamaños, es el recipiente ideal para que la malicia y la violentia estética de este autor texano, explote como la dinamita ante nuestros ojos. Sin darse cuenta, Anderson encuentra por fin en el stop-motion, un lenguaje original adecuado a sus quehaceres y el canal perfecto para sus ideas estéticas. Su idea de la imagen cinematográfica se cristaliza perfectamente en los irreverentes movimientos y rostros de esos animales salvajes que llevan su cine hasta un climax antes no conocido en su obra. Además, Anderson consigue crear al héroe de su vida, una mano que hace y que deshace el destino a base de aventura y buen humor, pues si algo hace de Fantastic Mr. Fox una excelente cinta (por no decir la más entera), es la calidad inexacta del humorismo que se desborda a cada segundo en los gestos y las palabras de sus fabulosos personajes, de sus excéntricos movimientos, de sus magníficas decisiones. No hay melodrama ni repetición. No hay concesión ni niñería. La película es fuerte y no blanda, y conjuga el limpio con el sucio de forma equilibrada.
Fantástico Mr. Fox sólo deja hueco para el cambio, para el fluir de la vida, para la batalla infinita. Anderson se ríe de nosotros y nos incita para que levantemos el culo y nos vayamos de una vez a cazar pollos y a correr aventuras para conocer a eso que llaman peligro; el único tesoro que aún parece quedar en el mundo.
















domingo, 13 de julio de 2014





CRUMB
(1994)

Terry Zwigoff





¡Dios! La puta música rabiosa saliendo de cada coche, de cada tienda, de cada cabeza... si no tienen radios ruidosas, tienen auriculares chillando sin parar cosas como cabrón, hijodeputa, chupapollas... Es demasiada violencia, demasiada rabia, demasiada ira. Todo el mundo es un puto anuncio andante. Llevan anuncios en sus ropas; van caminando tranquilamente, con la palabra ADIDAS escrita en sus pechos, dios, es patético, miserable...
Toda la cultura está dirigida hacia la compra, la venta, el análisis del mercado... Antes de esto, la gente solía ser la que inventaba su propia cultura, con sus acciones, con sus propias palabras. Hemos tardado miles de años en hacerlo y fue evolucionando hasta este punto; todo eso se acabó en América. La gente aquí ni si quiera tiene el concepto de que una vez hubo una cultura muy distinta a esta cosa que alguien ha creado para simplemente, hacer dinero. No paran de precipitarnos hacia lo más grande, lo más nuevo. Lo piensas y después de un rato me compadezco de la humanidad, por no tener más que este tipo de vida sin curiosidad intelectual por lo que hay verdaderamente, detrás de esta enorme mierda...

A pesar de lo dicho, Robert Crumb es un tío muy simpático que no para de sonreír. Si te lo cruzas por la calle, pensarás que acabas de ver a James Joyce; el mismo andar, el mismo canotier, las mismas gafas de cegato. Al final será verdad que los que no ven ni un pijo son los que más profundo perciben la realidad; así Tiresias, así Borges, así Ray Charles, así Joyce, así Robert Crumb. Alrededor de todos ellos habita un misterio y una profecía. Las personas como Crumb pasean por la vida ligeramente, casi tanteando el suelo, casi delatando no ser procedentes de este miserable mundo tan rabioso e irascible. La tesis de Crumb es que la gente se aburre porque el mundo en el que vivimos no tiene, en realidad, mucho sentido. Su especial talento para el dibujo y lo que es más importante, su visión irónica de la existencia, hacen de él un artista valioso y estimulante que consigue transformar el universo.
Como los grandes artistas, Crumb supo elegir su disciplina desde un principio y se concentró sólo en dibujar. Al igual que Cartier-Bresson siempre hizo fotos o Bob Dylan sólo cantó canciones, Crumb decidió desde niño dedicarse exclusivamente a dibujar como única tarea en la vida.

La acción es la única forma de combatir el hastío de la eternidad.

Crumb intuyó esto y se puso manos a la obra, generando desde muy pronto una obra extensísima de viñetas y culos bien gordos. Robert Crumb quería transmitir algo a la gente, cosas sencillas como que le gustaban las chicas, las guarradas,  los chistes y las historias de sus dos hermanos Max y Charles, dos auténticos chalados que enriquecieron su mente con millones de imágenes de mundos paralelos, lascivias y obsesiones sexuales que más tarde, Crumb condensó en su particular tubo catódico para crear un mundo paralelo donde poder vivir y reír. Su vida se resumió en un pequeño trozo de papel donde iba apareciendo una extraña sinceridad, encubierta por el humor.
La obra de Crumb es una medicina para el alma, un budismo disfrazado de cómic corrosivo y delirante donde la inteligencia se pierde entre mujeres desnudas y penetraciones infinitas. En el mundo de Crumb la mujer es un animal bestial y erótico que devora todo lo que encuentra, y el hombre, un enfermo sin solución, con el cerebro lleno de agua. No hay nada sucio en él, todo es bufonería sideral y estética LSD para los nuevos tiempos, todo es vagar por cafeterías buscando el amor, pasando páginas de libros de fotografía antigua, donde poder copiar algo que sobreviva aún de forma pura en una servilleta o en un ticket. La belleza está por todas partes y Crumb está dispuesto a no dejarla escapar. Tal vez, Robert Crumb copia la realidad para eso, copiando insistente la apariencia de lo que somos en realidad: unas almas deformadas por un delirio llamado capitalismo, por un error llamado sociedad.

El mundo está chalado porque quieren que nadie se de cuenta del absurdo laberinto de los días.


lunes, 30 de junio de 2014







CIELOVIEK S KINOAPARATOM
El hombre de la cámara
(1929)

DZIGA VERTOV





Bajad el volumen y escuchad el ruido de la vida*. Éste es el run, run que hace mover el tic, tac del cuore. Ahora la película es la sangre que pone en marcha a los ojos y donde el cineasta se coloca en el horizonte de la mente para acercar la acción al espíritu. Vertov inventa la película de películas, el concepto de la caja negra donde reunir todo tipo de caprichos gustosos de ser vistos. Así, inaugura su experimento; la creación de un lenguaje más allá de la literatura o el teatro, más allá de la pintura o de la música. Sus palabras son imágenes que conforman el milagroso manifiesto de la celebración de la luz, del acto de ver y del hecho del vivir, pues todo lo visto, antes ha de ser vivido sin excusa. Existe una respiración indestructible que pasea de bloque a bloque, de pieza a pieza, presentando secuencias únicas en forma de dominó, en una nueva cadencia de ser y de ver, que irá constituyendo lo que ahora podemos llamar con cierta rutina, el hecho cinematográfico. Suena simple, pero había que hacerlo para que existiera y esto es lo grande del cine, que las cosas no son etéreas sino visuales y para que algo exista, debe realizarse en sí, el hecho ha de acontecer. 
El cine, tal y como lo inventa Vertov, es una voluntad incansable por perseguir lo efímero, el infraleve duchampiano y una resistencia ante la seducción del vacío que ya traían consigo los primigenios abstractos. El absoluto se da en Vertov de una forma pánica, aludiendo a ese amplio sentido que tan claramente explica Arrabal y que une el Todo y la Confusión. Dice Arrabal que para hacer cine, hay que celebrar la confusión, hay que batirse en duelo con la invertebrada realidad hasta destrozarla y conseguir una forma que no deje de moverse, un espíritu que devore. Vertov come a manos llenas y alimenta su cajita de imágenes con todo lo que se encuentra, aplicando un criterio estético altamente personal y una épica estricta y obsesiva que le lleva a surcar los cielos y las profundidades en busca de elementos que vayan construyendo este peculiar balbuceo imaginario que no cesa de crecer y de nacer al mismo tiempo. 
Dice Vertov: yo soy el Kino-Glaz, soy el ojo mecánico. Soy la máquina que muestra el mundo tal y como es, como sólo yo puedo verlo. Desde hoy me libero para siempre del inmovilismo humano. Me sitúo en un interrumpido movimientoEl ojo es una máquina que inventa la luz, para que las cosas puedan verse en toda su plenitud. Si el cine sigue existiendo, es por conseguir hacer claras las sombras, por hacer luz en las tinieblas. Todo  trata de ponerse manos a la obra y filmar con ánimo valiente y aventura, sin pensar, que para eso ya existen la escritura y los rompecabezas, que funcionan de otra manera y dan luz de otra forma. Pero la disciplina de Vertov pretende desde su nacimiento, ser autónoma y libre, sin permitir concesiones estéticas o préstamos de uso a otras artes. El Cine-Ojo (Kino-Glaz) es la gran religión de las apariencias, la fe en la visión como materialización de lo efímero, de lo vago, de lo pasajero. Vertov está cansado de ver las cosas pasar sin poder hacer nada, de notar cómo la vida se arremolina en su vacío impotente, por eso inicia su película desde la premisa de la quietud, de la ciudad cuando todos duermen y la vida es algo así como una estatua inmensa en medio de la existencia; pero aquello sólo es una ilusión de la debilidad humana, del aburrimiento, del cansancio. En este punto es cuando Vertov y sus películas enlazan perfectamente con del movimiento Surrealista, Futurista y sobretodo con el Dadá y su pretensión de despertar el alma durmiente del hombre moderno, del hombre alienado, despertar su alma para que viva y sienta que la vida es real si la transformamos, si por un momento somos capaces de imaginarla. 
Por eso la película es una máquina y la máquina es el ojo que pasea por las calles para experimentar la vida de una forma emocionante, sin viciarse, sin corromperse, sólo jugando a ese hermoso gioco del arte. El arte es un despertador del espíritu, del ansia por la acción, por llenar los vacíos que más tarde, verbigracia, Rothko o Klein tratarán de vaciar. El proceso del arte es una dinámica sucesiva de llenados y vaciados para buscar y encontrar lo mismo una y otra vez. Ahí está la cuestión del infinito en la búsqueda de la emoción, de las presencias, aquí es donde se destruye la falsa idea de la historia del arte y donde nace el concepto de la pura creación, insobornable, hermosa, individual.

Vertov inventa un estilo propio para llegar a todas las aristas, a todos los rostros; la geometría del caos construyéndose ad infinitum. Partiendo de la pionera senda de Walter Ruttman o Germaine Dulac, y de sus propias experiencias como operador del régimen, realizando los 23 capítulos del famoso Kino-Pravda estatal (Cine-Verdad), Vertov culmina con El hombre de la cámara un estilo que será sin duda más que un estilo; una auténtica filosofía de acción. 
Curiosamente, en 1929, Jean Vigo también despliega sus cartas sobre la mesa, con su A propós de Nicé, de una forma muy parecida, con una frescura similar. Los nuevos tomavistas de pequeño tamaño (el Sept y el Kinamo), crean la libertad técnica de la que carecía hasta ese momento el cineasta como artista. Estas protocámaras de las miniDv actuales, ya son en esencia la nueva pluma (stylo) para escribir imágenes ágiles y personales con un nuevo pensamiento de la mano, del gesto. Las enormes maquinarias sordomudas de los Lumiere, se transforman así en ligeros gorriones que pueden llevarse de aquí a allá, en máquinas portátiles que tienen la capacidad de coleccionar todo lo que ven, de respirar todo lo que tocan. El hecho en sí mismo es un milagro y muy pocos se dan cuenta de la revolución que se avecina.

El film de Vertov es una profecía en toda su magnitud. Desde la arriesgada elección de no insertar subtítulos ilustrativos, hasta la estructuración de la obra en un solo capítulo (por lo que se puede considerar toda la película como una única secuencia), toda la obra disfruta de un radicalismo y una vanguardia digna de ser un curioso oráculo, tejido a partir de la consciencia brutal del cinematógrafo en sí mismo. Todo en el film alude al hecho mismo de ver, todo se dirige a la idea de mirar lo mostrado, de iluminar lo oculto. Por eso la película comienza en una sala de cine vacía donde las mismas sillas se abren como una flor, para hacer aparecer al público. La idea de que es el cine por sí mismo el que imagina su público, ya es una actitud plenamente romántica del arte y que se dirige, como diría Godard, hacia una verdadera historia del cine.

La máquina de Vertov nos muestra el futuro en forma de imágenes, y enseña sin saber, que el mundo es infinito y que el hombre es libre de ir allá a donde quiera y Vertov va a todos lados en todos los niveles; sin duda se adelanta a lo que será la gran aventura del cinematógrafo del futuro. Así, en el film, sin duda ya está latente la irreverencia del prodigioso e irregular Welles (incorporando las salas de montaje como secuencias en sí mismas de la ficción), ya están Rossellini (Viaggio en Italia y sus secuencias en coche) o Fellini (Fellini´s Roma y la épica del rodaje), ya están las violentas y presentes imágenes de Kazúo Hara (partos en vivo), ya están las trazas de Malevich, las instantáneas cenitales de Moholy Nagy (porque Verov también paraliza la imagen para sublimar la naturaleza del cine y destacar que la fotografía es cine moviéndose), ya está la caja de cerillas de Kaurismaki, las manos escribientes de Godard, lo árboles de Ivens, las playas abarrotadas de Ensor, los animales caedizos de Muybridge, las famosas ideas de Kulechov, el Herakles de Herzog, los salvajes moteros de Easy Rider, el ajedrez de Duchamp, las arriesgadas acrobacias de Keaton, los gestos y caricias de Une femme marieé (ese film tan maltratatado), las calles y la frescura de A bout de soufflé, junto a la miradas esquivas de la falsa idea de la intimidad actual; ya está todo: está Chris Marker, Rouch, Flaherty (a su pesar), Griergson, Cavalcanti, Paul Rotha, Basil Writh, Harry Watt, Arthr Elthon, el O, Dreamland de Lindsay Anderson, el film The wave de Paul Strand, la provocación draqueeniana de Frank Simon, el lúcido y discreto (casi secreto) experimentalismo de Warhol (Sleep), la fuerza de las imágenes de William Klein (Ali the greatest), las bestias de Franju, Las hurdes de Buñuel, el realismo de Rouquier, las multitudes de Riefenstahl, los flotantes paisajes de Bela Tarr e incluso el misterio inconcebible de Bresson (siempre único, siempre sincero). Aunque en Vertov hay mucho más, algo innumerable e inmecionable, pues como se ha dicho, su cine es una caja negra, una magic box que aúna todo lo humano y lo divino, practicando un uso del cine altamente natural, firmemente obsesivo: el acto de ver. 
Tal vez, el momento más importante del El sol del membrillo de Erice, es la secuencia final en la que la cámara, por sí sola, filma los membrillos podridos en el suelo, el árbol en decadencia, la luz perdida en la muerte de las cosas. Erice nos habla de que la cámara es el privilegiado testigo de esa muerte, la resistencia ante ella, en la emoción de lo hermoso, sucediendo. Erice se olvida del torpe pintor, para ensalzar al cinematógrafo como la máquina que contempla y captura la verdad; esto, dicho sea demás, Erice también lo aprendió de Vertov.

El ruido de la vida se va acabando y la cámara, sola, nos ofrece su último baile; un ballet a tres patas, demostrando su versatilidad, su vida como máquina soñadora, su corazón, sus ganas. La sinfonía se acaba y es la más bella que se puede haber oído; acabamos de ver un fragmento de vida, un ritmo familiar que forma parte de nosotros, anterior a nosotros, posterior a nosotros; una sensación primitiva que nos acompaña desde antes del cine y las artes, algo que al contemplarlo sabemos perfectamente lo que es, pero que cuando nos invitan a explicarlo, apenas somos capaces de hacerlo.




*Se recomienda encarecidamente bajar el volumen de este film por completo y visionarlo en silencio. Los ruidos del entorno, compondrán por sí mismos, una melodía justa y única.



martes, 27 de mayo de 2014





VERNON, FLORIDA
(1982)

Errol Morris






En Vernon, todos son unos mentirosos. Como los buscadores de oro, llegaron a ese lugar creyendo que encontrarían la felicidad, pero sólo encontraron Vernon, un pueblo de paso que no importa a nadie, difícil de encontrar en un mapa o en cualquier otro sitio. Lo que se sabe es que alguien miente en Vernon, pero lo que no se sabe muy bien es si siguen siendo ellos o es Vernon la que les miente. Una cosa sí es cierta: les gusta contar historias.
Todos los habitantes de Vernon tienen algo que contar, algo muy íntimo y muy especial, algo como si fuera la única historia que conocen, una historia que nace y se refugia de una forma diferente en cada una de sus mentes solitarias, esperando a que alguien, quizás, las haga salir a la luz. Errol Morris viaja hasta esa ciudad en medio de la nada, escondida dentro de uno de esos bosques norteamericanos e infinitos, donde sólo se ven pasar camiones que van hacia otro lugar muy lejano. Vernon es triste y solitario por fuera, pero casi milagroso por dentro, me explico: la soledad de Vernon ha transformado los sueños de sus habitantes y aunque parezca que sólo relatan falacias a primera vista, sus sueños te envuelven en un torbellino de historias extensivamente interiores que hablan del mundo fantástico y absurdo, donde las cosas se suceden de manera tan distinta que parecen un chiste. En Vernon nadie se hace el gracioso, pues Vernon es un planeta lleno de viejos locos que hablan de la realidad común contada desde el LSD de cada uno, porque ellos son en sí mismos una droga que quiere llenar el vacío de la vida, y por eso entre todos se convierten en un estupefaciente fílmico y humano que lo único que ha hecho para ser de esa manera, es habitar en ese lugar perdido y olvidado del mundo donde no hay nada más que hacer excepto pasear por el lago, hablar en el bosque, perseguir comadrejas, fotografiar ovnis o cazar pavos, pues Vernon es realmente un lugar donde ocurren cosas muy aburridas y muy corrientes, hechos que por sí mismos pasan desapercibidos, pero que contados por sus habitantes, se hacen extraordinarios.
Errol Morris, uno de los padres del cine de cuerpo parlante (junto a Lanzmann, Rouch o Guerin), uno de esos que empezó a buscar lo anónimo como material sensible y filmable, nos muestra en esta diminuta y enorme obra, una de sus joyitas más preciosas. En la escasa hora de metraje, vamos recorriendo de historia a historia, la geografía de la locura de Vernon, de las manías, los complejos y los recuerdos más extravagantes que se puedan contar. Vernon les hace mentir para que realmente nunca puedan hablar de Vernon, pues en la película de Morris no se habla de la ciudad sino de esa soledad que crea el delirio y el humor a partir de la ambigüedad y la contradicción de la vida.
Vernon es la ciudad de la mentira y de los sueños, unos nunca llevados a acabo y otros en cambio, vividos en toda su amplitud, conservados en un bote cristal para que sigan creciendo a sus anchas, mientras Vernon dure y siga habiendo alguien allí que lo invente para contarlo.





jueves, 15 de mayo de 2014




THE GESTURE OF SHANGAI
(1941)

Josef von Sternberg





A veces hay películas que no tratan de nada aparentemente; el cine de Sternberg busca la profundidad en la piel más superficial, invocando los misterios de las formas, preparando así un conjuro sensible, compuesto de mágicos fragmentos de realidad. Sternberg es un hombre que mira dentro de la cámara para encontrar un territorio ausente ante los ojos vulgares. Su idea del cine, se basa en la obsesiva contemplación de los rostros como si se tratase de tesoros perdidos. Como los grandes pintores renacentistas, su obsesión es el retrato de ciertas mujeres, de ciertos gestos y pupilas; por eso las historias de sus películas acaban siendo torpes o efímeras; a Sternberg siempre le interesó otra cosa muy distinta a las tramas. Desde los años 20, Sternberg consiguió convencer a los productores más ambiciosos de Hollywood, de que sus películas debían ser de esa manera concreta, tan excesivas y simples como aburridas y emocionantes. Nadie puede explicarse aún cómo Chaplin o Howard Hughes acabaron financiándole proyectos meramente personales, que él tenía la habilidad de hacer pasar por grandes producciones. Nadie sabe las razones por las cuales Chaplin destruyó A woman of the sea, antes de que se estrenase en 1927 o porqué el mismísimo Adolf Hitler mandó eliminar todas las copias de la legendaria Der Blaue Engel (1930) y sobretodo, cómo consiguió que una sobreviviera en posteridad. 
Sternberg es uno de los directores más extraños de la estela hollywodiense, alineándose en la constelación del sádico Stroheim o del visionario Keaton. Nada hay en su cine que se parezca a  ninguna otra película, pero todas las demás películas deben algo a Sternberg. Él fue el padre del cine de gansters aunque odiaba los gansters, él fue un director hollywodiense aunque siempre odió la industria, él fue todas las mujeres que filmó, aunque siempre se conservó como un hombre... aunque una vez dijo que él mismo se consideraba Marlene Dietrich. Esa travestida ideología, sobrevuela el misterio rondando entre sus imágenes, creando ambientes extenuantes donde nada se detiene y donde el humo envuelve las esquinas con una pretensión esquiva y ambigüa. Sternberg aprendió a celebrar el caos de la manera más bella, recreando el azar artificialmente, envolviendo sus imágenes de un velo especial que seduce a los ojos de forma instantánea. Viendo a sus actrices, sentimos un gusto por lo ideal y por el sueño de las formas vivientes, congelando el tiempo en sus erosiones más bellas, siendo un volcán de formas inesperadas. Sus imágenes podrían ser prototipos de lo que luego sería la visión de grandes fotógrafos como Richard Avedon o Helmut Newton; todo un universo ya se conjuraba en sus pupilas y prodigiosamente, lograba hacer vivir esos sueños que siempre le invadieron.

Sternberg fue un niño pobre que vivió entre Europa y EEUU, un joven vagabundo sin tierra que encontró trabajo como ayudante en un laboratorio de películas. Allí aprendió los secretos de un oficio que sólo se aprende haciéndolo, sumando y restando imágenes, cortando, montando y ensamblando ilusiones congeladas en pequeños cartuchos que luego resultan ser verdad de alguna manera y que aún nos es difícil entender por qué; la mística de la química tiene su propia historia y seduce al hombre con sus milagros y erosiones. El cine es esa erosión que puede llegar a ser algo bello. Sternberg aprendió lo que no se enseña y llenó sus manos de negativo para convencerse de que todo aquello podía ser real. Quien se deja encantar por las artes mágicas de las imágenes, adquiere una maldición de por vida, pero también un don especial sobre ellas; luego, hay unos pocos que consiguen demostrarlo al mundo, otros se desvanecen.

La antepenúltima película de Sternberg se llama The gesture of Shangai y no tiene nada que ver con la también suya, Shangai express (1932) o con The lady of Shangai (1947) de Welles o con la experimental Chungking express (1994) de Tarantino. Es extraño entender por qué se bautizó en castellano a esta película como El embrujo de Shangai. No hay nada menos acertado en la concepción de un film como este, que evitar o esquivar su verdadero meollo. Esta película podría haberse llamado de muy diversas formas: El casino de Shangai, La dama de Shangai (como la de Oson Welles), La locura de Shangai o uno más directo y sencillo: Los sacacuartos. Habría sido de cualquiera de esas maneras y cualquiera hubiera servido, si la idea de Stenberg hubiera sido ilustrar el argumento o la moraleja del film, pero The gesture of Shangai, que podríamos traducir simplemente como El rostro de Shangai, nos habla de algo mucho más amplio que una historia o un personaje. Sternberg utiliza la ambigüedad del título, para referirse casi en secreto a su oficio de retratista, a su obsesión de cazar esos instantes de luz sobre los ojos y siluetas, recorriendo la piel suavemente, para revelar lo que la materia esconde de por sí. Todos sus personajes son maniquíes con cabeza de madera, donde él inventa -o intenta- sus rostros, donde él les da de beber placer hasta que se caen de culo o hasta que deciden volarse la tapa de los sesos. 

A Sternberg no le interesan sus destinos, lo más importante es la fortuna del film.

Algo tuvo que ver la falsa traducción de la película, para que el escritor Juan Marsé escribiera una novela, versionando el erróneo título. No entraré a juzgar dicha novela, pero si un error lleva a un acierto, alabado sean los malos entendidos. Lo digo precisamente, porque esa novela debe encerrar algo de lo que Sternberg escondió en las prodigiosas imágenes de su película, sesenta años antes, pues casualmente, el parco y marginal cineasta Victor Erice, se aventuró a escribir un guión, motivado por las lineas de Marsé. Erice, buen conocedor de la selva imaginaria del cine, cambió -sabiamente- el título para el supuesto film, que encarnaría en su primera página, dicho guión: La promesa de Shanghai. No siempre se cumplen las promesas y en este caso concreto, el título se convirtió en una verdadera y caústica profecía, pues cuando estaba a punto de empezar su rodaje, Erice tuvo que abandonar inesperadamente el proyecto por graves malentendidos con el productor. Esa película nunca logró vivir, como tampoco lo hicieron otras obras de Sternberg, fatalmente para el destino del cine. Tal vez, estos dos directores viven un mismo destino de diferente forma, aunque no tan diferente, pues la marginalidad es su reino actual, apartados de su oficio (Erice en vida, Sternberg en la historia) y de la consecución de su genio, por el mero hecho de intentar hacer algo a su manera y no a la manera de los demás; como diría Artaud: yo me destruyo para no ser todos ellos.  









martes, 13 de mayo de 2014




LA PASIÓN DE CHINA BLUE
Crimes of passion
(1984)

Ken Russell




¿Quién eres?
Mi nombre es China Blue.
Tal vez, estas palabras son el enigma más emocionante de la noche más oscura. Como en contadas veces sucede, la versión del título al castellano es más acertado que el original. Si seguimos la aparente semántica del título con que bautizó Ken Russell al film, veremos que posee un débil ambigüedad sexual, pues de toda la carne que se asa en la película, poco o ninguna es carne. Me explico: cuando el 30 de mayo de 1431 quemaron en la hoguera a Juana de Arco, pocas o ninguna de las llamas eran fuego. Tanto a la santa francesa como a la santa China Blue, la muerte ya les había ocurrido en vida y la celebraban cada día en cada uno de sus actos, inventando el destino que el mundo les había marcado. Sus dos vidas fueron terroríficas y vivificantes al mismo tiempo y las dos, fueron una historia de amor, pero también de terror.
China Blue es una doble mujer con mil vidas, una heroína redentora que imparte su justicia personal, buscando su propia identidad, perdida en la aventura de su espíritu. Tal vez, tanto Jeanne d´Arc como China Blue, se equivocaron al enfrentarse a un mundo totalmente confundido, pues no hay nada más peligroso e imposible que aquel que vive en una trampa.
Los inquisidores castigaron con la muerte a Juana de Arco, en cambio, a China Blue la pretende redimir un producto catódico de lo más curioso: Anthony Perkins vestido con sotana y unas deportivas Nike, esnifando speed y recitando versos del Apocalipsis en un stripshow de mala muerte. Dicho personaje porta un consolador con forma de misil ruso con el que quiere librar del mal al mundo, sintetizado según él, en la vida de China Blue; pero lo que Perkins ignora, es que el mal no existe. China Blue sólo quiere jugar a ese viejo juego de la imaginación, donde cada uno puede ser lo que le plazca y donde se puede decir lo que nunca se permite decir, inventando así su huída de la enorme pesadilla que planea la existencia. China Blue está escapando de su aburrida identidad (de su muerte en vida) y cada noche se transforma en eso que Freud vino a bautizar como deseo.
Ken Russell tiene un deseo que quiere filmar.

Toda la película es una auténtica conradicción de personajes y trama, de planos y guión, de luces y decorados. Nada parece estar en su sitio y los caprichos estéticos se abalanzan sobre la pantalla sin complejos, mutando en cualquier forma capaz de saciar los instintos. Más allá de la pasión como tema y leit motiv, La pasión de China Blue es una película que exhibe al cine en sí mismo, que lo desnuda y lo deja invulnerable a través de los artificios y los colores, del collage y la carne. No hay nada real en esta película y Russell lo sabe, pues ahí radica su más fiel creencia. Siempre que vemos una película de Ken Russell, él no duda en demostrarnos que se basa en una mera ficción pura y dura, que atrás queda la cruel realidad, la cutre y aburrida realidad de las apariencias. Él sabe que si a través de lo artificial consigue llegar al alma humana, ese será su mayor logro.
La pasión de China Blue es un cómic en movimiento con el que habrán soñado sin duda más de una vez, el el flamante culturista Quentin Tarantino y el brillantemente irregular Brian de Palma. Si bautizáramos el cine de David Lynch como el zen de lo sobrenatural, el cine de Russell sería su delirio. La composición de las escenas de Russell, conlleva una sofisticación y combinación erudita de la imagen, una habilidad impetuosa y terca donde todas las naturalezas de lo icónico se dan cita, consiguiendo una fastuosa congregación de elementos variopintos que popularmente, llamaríamos barroquismo. El cine de De palma es barroco al igual que gran parte del cine norteamericano y digo esto, aludiendo a los innumerables retablos imaginistas que se suceden en sus títulos, llenos de infinitos elementos que acaban por cegar al espectador; el cine de Russell es diferente, aunque se piense parecido. Lo primero que diferencia a Russell es que inglés (lo cuál para ciertas cosas es peyorativo) y lo segundo, su cine no es barroco ni mucho menos. Siguiendo la tradición más fructífera de su país (y seguramente de toda la historia del arte), Russell adopta la estética manierista haciendo de ella la firma de su propio cine. En sí mismo, el arte cinematográfico es una disciplina en la que el manierismo encaja a la perfección. El problema de esta estética, que se basa principalmente en el desarrollo de un estilo único y personal, distinto a todo, pero eficacísimo y universal, es que hay que poseer una habilidad casi innata (diríamos) para controlarla. Hay una linea muy fina que separa una estética manierista de (hablando en plata) un estúpido tuttifrutti de imágenes infumables. Es cierto que la pasión de China Blue no es la mejor película de Russell, pero es uno de sus felices fracasos por llegar a lo absoluto a través de sus imágenes y sus tormentos.
Russell hace vivir al cine de una manera distinta a las demás, jugando con los tabúes, la historia, la pintura, la música, aunando así todas las disciplinas, creando un mundo operístico y teatral que nada tiene que ver con dichas disciplinas, pero que absorbe sus esencias para operar con la mayor versatilidad dentro de sus obras. A veces, entre sus torbellinos oculares nos deja algo de poesía y reserva una palabras para China Blue, convirtiéndola en la voz y el objeto de su cine: yo soy aquel lugar donde caben todas las fantasías, yo soy aquello que te hará feliz durante un rato, yo soy la mentira que te hará vivir para siempre.






miércoles, 7 de mayo de 2014




EL RENO BLANCO
 (1952)
Erik Blomberg





En Finlandia, apenas hubo una cultura cinematográfica hasta mediados de siglo. Si se revisan las filmografías del país, directores contados realizan -precariamente- filmes de bajo presupuesto, al margen de una pastelización de la imagen que se impone a partir de 1933, año en que llega el cine sonoro a Finlandia. Finlandia es un país que tuvo que luchar por su identidad, sometida por la primacía sueca y por ello, su cine se tambaleó entre una corriente marginal y otra alienada y convencional, por otro.
Su veta rebelde nace desde un principio con Los fabricantes clandestinos de licores (1907) de Louis Sparre y Teuvo Puro o La novia del leñador y El zapatero de la aldea, ambas de 1923, filmadas por Erkki Karu. Todas estas películas conservan el espíritu original del cine, creando imágenes puras y originales de una cultura hasta ese momento, sumergida y secreta. Dicho periodo goza de una libertad temática y narrativa que desemboca en el único mito que posee la cultura cinematográfica finlandesa: el joven maldito Nyrky Tapiovaara.
De miras intelectuales y poéticas, arrastrado por un enorme sentimiento romántico –del que el cine nunca debe separarse- llegó a filmar desconocidas y maravillosas películas como La muerte robada (1938). Poco después, Tapiovaara muere a los 29 años  y tras él se sucede un silencio en el cine finlandés. Este cine extraviado y rebelde que empezó a dibujar esa linea diagonal que se apartaba valientemente de la convención hacia el gran arte, se ve truncada por la desaparición de su mayor exponente artístico, y  así tras su ausencia, muy pronto surge un cine alienado con el poder, influído por suecia y el cine industrial. Finlandia adopta, como muchos otros países, una narrativa plana y horizontal, uniformada por el mercado y los gobiernos; las películas se hacen estúpidas y ligeras, y si son profundas, sólo lo son por un interés político. El cine deja de ser peligroso para la conciencia vital y muestra una imagen edulcorada y soporiferamente entretenida y sesgada de la realidad. Así, de los siguientes veinte años, sólo pueden destacarse unas cuantas películas dignas: El soldado desconocido (1955) de Edvin Line, Un hombre de esta estrella (1958) de Jack Witikka y la corrosiva y asombrosa ¡Joder, imágenes finlanddesas! (1971) filmada por el valeroso Jörn Doner.
El público finlandés deja de ir al cine, cansado de la repetición de temas, de asfixiantes visiones y de una retórica seudopolítica que domina el discurso oficial de las ficciones. Habrá que esperar hasta 1982, año en que aparece la novedosa película Los indignos, obra realizada por unos primerizos hermanos Kaurismaki, que a partir de este sencillo film, dinamitarán el status quo del cine finlandés.

Dentro de el pequeño recorrido biográfico sobre este cine extraviado dentro de la vieja Europa, existen algunas películas dignas de mención, que siguieron la vía del legendario Tapiovaara. Nyrky Tapiovaara trabajaba junto a un director de fotografía llamado Erik Blomberg, el cual, de forma marginal, consiguió materializar una serie de filmes donde se intentó conservar la esencia  del cine de Tapiovaara. Entre todas sus películas, la más llamativa es Valkoinen Peura (El reno blanco, 1952), un film digno de haber sido rodado a principios de siglo, pero que paradójicamente, está rodado a su mitad, justo en el período más decadente del cine finlandés. El reno blanco es un palimsesto de géneros aunados en un cuento folclórico de las nieves heladas de Laponia. Como todo mito, deshecha el tiempo histórico y nos establece en medio de un paisaje en abstracción donde palpita un mundo mágico y una visa construída a partir de las supersticciones del universo. Inicialmente, El reno blanco ofrece una apariencia equívoca, pues emplea una estética muy bergmaniana, predominante en la época y muy influyente en la cultura finlandesa, pues no hay que olvidar que Bergman ya había tenido su primera década de éxito con Crisis (1945), Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Hacia la felicidad (1950), Secretos de mujeres (1952) y Juegos de verano (1951), que anticipa sin duda, la revolución erótica de la indiscutible Un verano con Mónica (1953). El caso es que Blomberg, voluntariamente o no, nos muestra en sus planos un discurso estético que evoluciona a saltos a través de la historia. El argumento se revoluciona cuando la el film toma tintes místicos, pues lo sobrenatural acontece en medio de la cotidianiedad lapona y lo que parecía ser una simple película costumbrista (muy cercana a ese cuadro de Los cazadores en la nieve de Brueghel el viejo), se transforma por arte de magia en el curso de la leyenda maldita más famosa de Laponia. Brujas, vampiros, mutaciones, asesinatos, erotismo y aventura se unen en las imágenes que Blomberg sigue ensamblando de forma dispar, ofreciéndonos secuencias que podrían haber sido filmadas perfectamente por maestros de la talla de Flaherty o Murnau y que en el futuro se filmaran sin duda, por directores tan importantes como Ivens (Una historia del viento, 1988) o Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Blomberg intercala estas imágenes absolutas y frescas, con secuencias más convencionales y blancas. Como le ocurre a las mejores películas de Henry Hattaway, Blomberg sabe que la influencia de escenas netamente reales, mezcladas con el argumento artificial y la estética industrial, dan esa sensación de confusión que tanto necesita el cine, al vagar por diferentes niveles de realidad. El cambio de un nivel a otro, produce en el espectador una revelación, una atención especial en la conciencia, la cuál empieza a asumir lo real y lo irreal, fundiéndose en una misma imagen.
La voluntad de Blomberg al seguir el curso de la nieve a lo largo de llanura, al derramarse por las dunas de los valles, al seguir las huellas y los dibujos nevados que configuran ese mundo tan especial y onírico al final de la nada y mantener la mirada serena ante el vilento trato de los personajes ante los renos, la valentía y lirismo que introduce el hecho de filmar a animales y hacerlos protagonistas... todo ello hace de la película de Blomberg una cinta especial, distinta a otras producciones finlandesas. Blomberg, ralentiza los momentos de lirismo, las partículas de nieve, las canciones del infinto... Además, no duda en ofrecernos un prólogo y un epílogo excepcionales, por no decir excelentes, que inauguran y despiden de manera gloriosa un puñado de imágenes que encierran una virginidad y una inocencia pasmosa. Claro que por supuesto, El reno blanco no es tan poderoso e hipnótico como Nanouk el esquimal (1922), pero lo seguro es que por momentos, consigue esa mística de la realidad que tiene que ver con esa íntima naturaleza del cine, que muy pocas veces se experimenta, y que llegado el momento, no puede dejar de advertirse. Se recomienda esperar sentados frente a la pantalla mientras acaba la cinta, pues detrás de los creditos llega un momento de tal belleza y misterio que es digno de ser vivido con los ojos cerrados, poniendo así el broche final a un sueño.




miércoles, 16 de abril de 2014





SIGNOS DE VIDA
(1972)
Werner Herzog





Herzog hace suya la causa del hombre. Hay hombres en todas las épocas e innumerables épocas repetidas e idénticas por causa de los mismos hombres; el hombre es la causa y la solución. Somos un círculo en la masa, somos un punto en la soledad. El hombre creó la repetición para admirarla y creó la sociedad para poder ser una animal cómodo, débil y temeroso capaz de anticiparse a sus múltiples errores, para eliminar lo imprevisible, lo único; la individualidad. Una de las trágicas desapariciones en la conciencia del hombre moderno es esa individualidad de la que parece huir de forma inexplicable, suicidándose en el colectivo. El hombre de hoy vive sumergido en una pesadilla común que no entiende ni puede entender. Lo grave de la cuestión no es su misterio, sino el terror que infunde a cada uno de los seres que se aferran a un vulgar trozo de pan caliente, posponiendo así el temeroso encuentro con ellos mismos, con nosotros mismos. 
El universo es un infinito lleno de puntos solitarios.
Cuando el mundo respira tranquilo, el hombre se aburre; cuando el hombre no sabe qué hacer, la realidad pierde el sentido. Herzog inventa un suceso inédito para desafiarse y encierra al aburrimiento en una jaula, para ver qué se le ocurre a un grupo de chiflados vestidos de uniforme militar, al vivir dentro del vacío.
El sinsentido de los tiempos se reúne a comer, a ponerse las botas, a pasar frío y la rutina de pintar las puertas, de disparar grasa, de sentarse, de ver al viento mover la hierba... se hace invivible. En medio de dicho spleen, los personajes de Herzog se dedican a llenar el buche y a vigilar la nada; no saben qué hacer. La chica cocina, el otro lee y uno, el más vital, inventa chistes mientras Stroszeck el jefe, crea leyes sin sentido que no sirven para nada. Ninguno encuentra la solución en la existencia cotidiana, en el pasar de los días dentro de la jaula, en el entretenimiento de lo invisible con lo invisible. La rutina del realismo es interrumpida por la ficción: Herzog soluciona el hastío, obligándoles -deus ex machina- a jugar: hacen carreras de tortugas, trampas para cucarachas, hipnotizan gallinas, hacen levitar cuchillos, montan en bicicleta o traducen inscripciones del antiguo persa bajo el sol. La ficción ocurre y les hace sobrevivir hasta que uno de ellos dice: las palabras se atropellan y por eso es difícil leer y entonces yo digo: es hermoso escuchar esto cuando reina la imaginación.
El sol pega sobre sus cabezas y el silencio nace del bostezo de los gatos o de un caballo muerto en la calzada o de los peces hambrientos devorando pan en las aguas del puerto. La vida, fuera de la jaula, también es la jaula y también palpita sobre la calle, pues allí viven los niños, los niños de Herzog, esos niños que hablan otro idioma muy lejano al del furher, al del impero, al de la esvástica del miedo y de las pesadillas. Los niños miran a la cámara como mirando un sueño, un enigma, una forma de escapar y no entienden otro lenguaje que el de la inocencia de enterrar gallos bajo un montón de arena y sobrevivir; sólo piensan en tirar piedras a los ojos de los malos para entretenerse. El niño juega porque imagina. El niño imagina cuando inventa; cuando lo deja de hacer, sólo puede pensar en trabajar y esto aniquila sus sueños. Por eso son ellos los que miran a Stroszek, el soldado loco del tercer Reich que ya no sabe cómo soportar la realidad, ni reconocer el amor o la amistad, pues su patria le ha robado la identidad y no sabe qué hacer sin ella; es un hombre sin nombre que se desespera sin razón. Muy a pesar de Herzog, Stroszek es el personaje menos creíble de la película (tal vez por ser el más real), el más débil en cuestiones de ilusión; con diferencia, son mucho más enormes el soldado chistoso y el traductor de rocas. Se entiende que dicho personaje está respondiendo a una necesidad vital de la sociedad alemana de posguerra, un símbolo del absurdo y del sometimiento de conciencia de todo un pueblo, obligado a creer una grave contradicción. El círculo o el punto. Herzog responde como respondieron los Nuevos Salvajes del neoexpresionismo alemán de los 70 (Baselitz y compañía) y le da la vuelta a la realidad, proponiendo lo marginal como solución, como estética, como ley. En todos los campos artísticos de la Alemania de posguerra se instala una estética de ruptura y corrosión que sólo lo busca una cosa: la libertad individual y una nueva conciencia. 
Por eso Herzog siempre recurre al outsider como un canal de fuga, un punto negro de luz que brille por él mismo. Un gitano le dice a Stroszek que para salir del círculo-fortaleza-jaula hay que cambiar de dirección; entonces, Stroszek tiene una visión: ve la respuesta en un búho que mueve los ojos y las orejas a causa del martirio de una mosca. Stroszek entiende que él es esa mosca y sueña que el mundo está lleno de bichos y que el universo está lleno de puntos que giran sin saber qué hacer. Se atormenta con dicha repetición y la maldice, mientras uno le sujeta y otro le dice: ahora que puedo hablar, ¿qué voy a decir? Herzog, utiliza esta ambivalencia confesional, sometiéndose así mismo y a su primigenio cine, a un examen de iniciación catártica, cuestionándose la gran duda del artista: ¿tengo algo que decir? 

Lo más importante de Signos de vida no tiene nada que ver con la narración, ni con los personajes, ni siquiera con el significado o la responsabilidad de la historia, pues contemplado detenidamente, se descubre que el film nos habla de una necesidad más personal, una necesidad artística, de inventar, de crear, de perseguir la santidad de las miradas y la oscuridad de las noches, un motivo para crear espacios melódicos que nos transporten fuera de la película, de la realidad, de la ficción, siendo catapultados al conocimiento de un nuevo espíritu, haciéndonos transitar por caminos de polvo y de viento, como si fuéramos un burro muerto, arrastrado hasta infinito de la arena. La luz invade la noche de la locura y ahora es necesario hablar de ella para darnos cuenta de la realidad que se consume y nos consume. Herzog resucita el romanticismo y la pasión por la vida, planteando una guerra personal sin término, para hacernos sobrevivir en ese desierto invisible, a través del que vagamos perdidos en la senda del espíritu.
Necesitamos un punto de luz en la noche, una ráfaga que nos alerte, un faro que inaugure nuestra voluntad.
Un nuevo hombre debe nacer, una nueva guerra debe ser librada: nuestra linda y mortal  guerra del amor.
Stroszek, el soldado chiflado, por fin ha visto la luz y se ha cansado de esperar, de aburrirse, de dormir. Quiere hacer algo por primera vez, algo por sí mismo, algo único. Stroszeck desafía al sol y combate la luz con la luz; el hombre necesita de un tú a tú con el universo y Stroszeck representa ese instante. Herzog lo filma sin descanso. La jaula es la misma que antes, pero por fin es él quien funda el terror, quien la imagina, quien crea un lenguaje que quiere traducirse en una victoria de libertad del punto sobre el círculo. 






viernes, 4 de abril de 2014



PEQUEÑA GUÍA 
DE VISIONADO 
de John Ford





Es complicado entrar en el mundo de John Ford. A veces, uno se pregunta qué tendría que pasar para que algo aparentemente obsoleto, resucite útil y hermoso. La vida es así y el cine de Ford lo es. Privaremos al lector de estas lineas con gran parte de su obra, pues el arduo problema de abarcar su filmografía, es su vastedad. Nada es tan dispar e infinito como la lista de títulos que se convoca a su alrededor y se entiende que nadie (o casi nadie) entre de forma absoluta, más que nada, por miedo a perderse. A continuación se intentará resumir en una pequeña lista de leyes que ayudaran al novato y al experto parcial, a encontrar a ese magnífico Ford que todo el mundo imagina cuando ve una película de Ford.
Primera ley: no ver sus cortos.
Ford empezó su carrera en 1917 con una peliculita llamada El tornado que, a día de hoy es muy improbable de encontrar (a veces el olvido nos hace un favor). Desde esa fecha, realizó más de 70 películas hasta 1930, año en el que se recomienda una primera parada: Up the river, un filme en el que se encuentran reunidos algunos de los primeros elementos representativos de la esencia de Ford: la aventura, el humor, el ingenio, el escupitajo, las apuestas y la Biblia en todas sus multiplicidades.
En los años 30´, Ford busca impaciente un aliado. Siente sus primeras certezas en la práctica del cine y planea ya crear a su propio héroe. Por un lado, lo intenta con el famoso y dicharachero cómico Will Rogers (Doctor Bull, 1933 -con la que supera todo el concepto neorrealista-, Judge Priest, 1934 y Steamboat round the bend, 1935) y por otro, con el tosco y bonachón Victor McLaglen (The lost patrol, 1934 y El delator, 1935), pero ninguno se ajusta al tempo irredento que Ford convoca y construye a cada paso; necesita algo más épico. Bien es cierto que Ford aún no ha madurado con brillantez su engranaje. Esta primera fase que se podría llamar, iniciática, acaba curiosamente como empezó, pues si su primera película se llamó El tornado, la última película de este periodo, fue bautizada como El huracán (1937).
En la mayor parte de esta fase, predomina un abigarrado personaje coral que lo acapara todo, una irreverencia natural ante lo clásico y de alguna manera, un desajuste de temas y personajes dignos de cualquier lúcido aprendiz. Con todo, Ford ha rodado mucho, antes de llegar a los 40 y seguramente, mucho más que cualquier director de su generación. Aunque la cantidad nunca asegura la calidad, se puede imaginar que su pericia posterior viene de esta primera compulsiva y dispar etapa.

Segunda ley: haga lo que se haga, no dejar nunca de ver La diligencia (1939).
Esta película es el gancho vital de toda la obra de Ford. Si se pudiera decir que su estética estuvo aletargada hasta la fecha, se podría afirmar sin miedo que Stagecoach es el arranque ineludible y definitivo del estilo fordiano y de una forma de ver y hacer cine. No sería excesivo decir, que La diligencia representa un buen motivo para engancharse a la enorme ola que surge a partir de este momento desde el interior del director norteamericano; su ojo crece como la espuma y pronto será una verdadera ola. Si somos sinceros, habría que saltar directamente hasta The long voyage home (1940), para ver a ese estilo en un proceso de ascensión ininterrumpida. Si en Stagecoach, Ford encuentra el fluir del desierto hacia el que más tarde se dirigirá, en 1940, lo encuentra navegando sobre un barco de delirio y alcohol sin rumbo fijo. Si fuera real toda la bebida que se consume en las películas de Ford hasta la fecha, todos los personajes sin excepción, estarías más que muertos o ingresados en hospitales de desintoxicación. Lo curioso del tema es que de aquí en adelante, la costumbre del trago se hace más y más obsesiva en las imágenes de Ford, pues de alguna manera, el cine de Ford es un trago de desesperación hacia un canto indefinible.
La buena forma de su obra en esta década, se confirma en la adaptación de Tobacco Road (1941), una película casi extraterrestre, de esas que dejan marca más allá de cualquier catalogación. Se trata de una película altamente subversiva, repleta de absurdos y giros paranoides que conducen a una inexplicable sonrisa por parte de un alucinado espectador que no sabe si está viendo una película de mitad de siglo o un film del siglo 3000. Hay que advertir que dicha película es una rotunda excepción en su obra, una isla de locura como lo es también la extraordinaria y paradójica, The trouble with Harry (1950) de Alfred Hitchcock.
Los años 40´ se completan para Ford con dos privilegiadas e hipnóticas películas: My darling Clementine (1946) y Three Godfathers (1948). En la primera quizás, logra su película más completa. Sin complejos, desarrolla sus recientes habilidades para el wenstern, combinadas con el peso del relato clásico de una leyenda local (Wyatt Earp) junto a un talento casi prodigioso para conjugar el sentimiento shakespiriano y la omisión de la sensación dramática en sí misma. Si My darling Clementine puede apostar sin miedo por ser la mejor película de Ford, es por eso, por su sencillez complicada, por su multiplicidad de personajes, por su relato claro y sobretodo, por su falta de dramatismo, incluso en los momentos más críticos y frágiles. Hay pocas películas en las que elementos tan corrosivos como la muerte o el amor, no consigan desdibujar el verdadero sentido de la cuestión. En ella, Henry Fonda realiza su papel más honesto y divertido, y el enigmático Victor Mature, traduce inexplicablemente en pura presencia, la imagen de lo eterno. Sé que lo que digo son sólo palabras, pero aquel que se atreva a enfrentarse a esta película, podrá comprobarlo con sus propios ojos y toda cábala quedará en certeza.



(Proximamente... años 50´y 60´)










jueves, 3 de abril de 2014






THE MOSQUITO COAST
(1986)

Peter Weir





Él dice: vivamos una aventura, aunque sea la última cosa que hagamos. pues si miras alrededor, algo ha provocado que todo huela a letrina, que pisemos inmundicia y mentira que nos hace beber tragos de veneno del bueno, en vez de llenar gozosamente nuestra locura. La idea de la huída se construye a partir de la historia de los héroes, ese cuento tan antiguo, que trata de la voluntad y del valor que ha tenido que recorrer la historia de la humanidad hasta hoy; Robinson Crusoe, Juana de Arco, Thoreau, Mowgli, Pierrot el Loco, Billy Bones, John Silver... todos ellos han intentado escapar de la trampa que encierra la existencia y que hoy nos sigue envolviendo. El lugar hacia el cuál dirigirse, se acerca más a la ciencia de la ilusión que a la de la geografía. Allí en medio, Fox es un hombre valiente que está cansado de ver cómo el sistema nos aburre con sus tretas y su falsa conciencia del trabajo (¿vivir para trabajar o trabajar para vivir?). Fox no para de repetir: si aparece en el mapa, no me sirve y sigue adelante porque sabe que la aventura ya está en marcha y que un solo paso, le llevará al peligro. Que se queden los platos sin fregar y la alfombra sucia, que se nos vacíe la barriga, que se nos limpien los ojos del espíritu. Fox es un nómada que se ha dado cuenta del río, por eso Fox es un santo loco que hace que los sueños se conviertan en realidad, transformándose en un cachito de hielo donde permanece dormido un universo fascinante. Fox inventa lo invisible para que todos lo vean, para que persigan al ánimo como si fuera un animal salvaje y les hace correr y llorar, zambullirse y sentir la vida tal y como fue dada al hombre: cruel, dura y bella. La vida no para de sonreír cuando siente que Fox la persigue y que todos la persiguen con él, confiando en ese hombre sin fatiga hacedor de milagros; aquel  que no conoce la sed, ni el hambre, ni el frío, pues sólo quiere sonreír de la misma manera que lo hace un dios.
Debido a su espíritu arrollador, Fox nunca viaja solo y convierte el devenir en una rolling stone familiar de lo más arriesgada, tomando una dirección que todos creen equivocada y que él ignora, siguiendo una sola certeza: la vida se encuentra río arriba. Flotando sobre la victoria, los días pasan, respirando el mundo, creciendo a lo grande, ensanchando el espíritu que cada vez se siente más cerca. Todo arde y ahora es libre. Fox ya no tiene que cargar con Fox, ahora sólo es libertar y la libertad fluye allá donde viva. Amanece y ya están lejos de la civilización. Fox sonríe orgulloso, pues sabe que todo ha desaparecido a lo lejos y que ahora sólo quedamos nosotros; lo que queramos hacer o no depende de nuestra elección. 

Fox dice: romped la jaula.
Fox dice: inventar vuestro reino.
Fox dice: amaos, pero no claudiquéis.
Fox grita: el fracaso no existe, es el camino de la libertad.
Fox clama: no desfallezcáis.
Fox se despide: mirad a vuestro alrededor y sed honestos; no me traicionéis.

Peter Weir nunca traiciona a sus personajes, pues tiene una curiosa ley fílmica, sólida e infranqueable: la obsesión de filmar la ruta de la pasión. No hay una sola película en su filmografía que no esté llena de voluntad por llegar más allá (El show de Truman, 1998), por inventar el mundo (Los coches que devoraron París, 1974), por vivir los sueños (El club de los poetas muertos, 1989) o por viajar sin pan hasta el otro lado del fin del mundo (La última ola, 1977). Existe un uso del cine que se encarga de desarrollar la épica que lamentablemente, se ha diluido tanto en artificios dentro de nuestra época y que es ahora ya irreconocible o para hablar en términos más justos: ilusoria. Nadie cree ya en las hazañas ni en las aventuras y se toma como ficción, lo que en otro momento fue pura brecha vital, puro aliento; una forma de ver la realidad con ingenio y ternura, buscando cauces imposibles por conquistar la imaginación (pues sólo la imaginación nos salva en este laberinto odioso). El héroe, al que alguna vez llamaron antihéroe, vive hoy clandestino y feliz en algún lugar muy distinto a este, un lugar sin control, sin previsión, con lucha y alegría. No queda otra para aquel que quiere vivir el peligro. Por eso Weir nos lleva de viaje por los ríos de la emoción, a la grupa de esa vida invivible pero insustituible, derramando el secreto de la acción en todas y cada una de las visiones sobre esa práctica tan curiosa, que trata de aprender a sobrevivir en la confusión que no paramos de llamar existencia. Weir toma elementos del primer Bergman (Un verano con Mónica, 1953) y del fin del idealismo godardiano (Pierrot le Fou, 1965), pasando por las alucinaciones primigenias de Malick (Badlands, 1973) hasta llegar al final de los 80, cuando la ola hippi parece agotarse y su espíritu queda encerrado en las multinacionales del mal, que han aprendido a empaquetarlo y hacerlo rentable. Al igual que Hal Ashby, Milos Forman o el primer Coppola, Peter Weir intenta contar desde dentro lo que hay fuera siendo una extensión de su película, explicando las cosas de la manera más sencilla, procurando apartarse lo más posible del sistema, aunque la imagen que practica, fue inventada por ese mismo sistema. Sus historias son más arriesgadas que su estética (enfermedad muy corriente entre los directores hollywodienses), pero hay que elegir entre crear o contar, y él elige contar.

Fox repite: nos están lavando el cerebro.
Fox vuelve a gritar: los maté para ser libre.
Fox dice: seguidme o retrocederéis.
Fox canta: voy a inventar el mundo.
Fox dice: nos chupan la sangre, no les tengas lástima; lucha.
Fox sonríe: seré un animal salvaje.
Fox os pregunta: ¿navegáis río arriba o río abajo?








miércoles, 5 de febrero de 2014






A PROPÓSITO DE NIZA
(1930)

Jean Vigo







¿Por qué hacer cine? Jean Vigo no sabía muchas cosas pero hacía cine, pues el cine no se sabe, sino que se hace. Filmar como si no se filmara es lo más difícil, el máximo reto de cualquier cineasta, pero es casi imposible. Ser un cineasta que no filma, un escritor que no escribe, un pintor que no pinta, para después crear algo muy distinto; no intentar hacer algo, sino hacerlo. El entendimiento del ser como fruto original de todas las formas, es el punto de partida de Jean Vigo y de todos los artistas de su misma naturaleza. Hay muy pocos, pero todos ellos van construyendo ese totem de resistencia al tiempo que aparece en el horizonte traduciendo su espíritu en las formas, las figuras y los objetos. No dejan cabos sueltos, pues ellos saben que algo fluye muy en el interior –lo más profundo es la piel-, algo que desaparece rápido, sin avisar y que hay que apresarlo, agarrarlo con fuerza, perseguirlo sin descanso. Vigo, con su cine, nos dio unas pocas muestras de ello. Su fugaz y hermosa obra recorre los lugares esenciales del hombre de aventura: la infancia, los viajes y el amor, los cuales nos enseñan que no hay nada dicho hasta que uno hace (hasta que uno nace). Vigo murió joven pero hizo mucho por el cine, mucho más que casi cualquier cineasta y explicaré por qué.

Instintivamente, Vigo asume el movimiento de las cosas y lo más importante, lo busca con su cámara sin avergonzarse, pues le atrae todo aquello que se mueve y palpita sin dar otra explicación que respirar. Vigo no tiene miedo y huye de los significados para no caer en sus trampas; es el más valiente de los que miran, siendo un cazador y todos los cazadores. Atrapa el movimiento y le aplica el tiempo, o sea, su tiempo, al igual que lo hacen Kurosawa o Cocteau, ralentizando o acelerando los cuerpos sin importarle la medida de las cosas, olvidando la lógica del sentido e inventando una lógica de la sensación, empleando la elipsis como un estado natural del mundo, paralizando así la fuerza de la gravedad, imaginando la mirada de un pájaro tomando el sol que inventa la vida con sus propias reglas. Las cosas ocurren y él las persigue para transformarlas, para arrancarlas de la dura y vulgar realidad y hacer de ellas cosas extraordinarias. La libertad se convierte en ilusión y en estructura al mismo tiempo, componiendo musicalmente al modo de Vertov, subiendo y bajando, revelando un cine de azares y encuentros, desafinando a placer sin saber nunca cuál será la última nota. Tal vez se le pueda llamar música, aunque sus imágenes sólo son cosas que pueden pensarse como momentos, como territorios aislados dentro de un continente que va creciendo sin medida, atravesando laberintos, profanando tumbas, llenando lo vacío, vaciando lo lleno. Sea música o sea recuerdo, Vigo lo filma y crea su vida sobre la pantalla mediante su propia ausencia y por eso coge la cámara y la lleva a donde sea y la mueve como sea necesario para que podamos ver lo que él ve a través de sus ojos. Por dicha razón filma el espacio que hay entre los edificios, el cielo que se ve desde una alcantarilla, el erotismo de unas mujeres bailando sin mañana, las grietas del suelo partiendo la ciudad, los agujeros de la pared haciendo vulnerables los secretos, la podredumbre mirando a la riqueza o la mentira pensando en la mirada. La mirada. Jean Vigo no tiene miedo porque puede ver a la muerte y por eso, no hay nada que le guste más en el mundo, que ver como los otros miran a los ojos del cine fijamente. Vigo atosiga a los cuerpos sin descanso, esperando conseguir sus miradas, casi coleccionándolas una a una, intentando no dejarse nada en el camino; en ellas nacen todos los sueños y él es el único que no les tiene miedo. Vigo es el rey de su cine pues gobierna el espacio que filma, apoderándose de él de una manera tan sencilla y ligera como absoluta, sin que nadie se dé cuenta, ni siquiera, de que él existe. Jean Vigo es un fantasma y por eso todas sus películas son un viaje sin retorno hacia ese mundo que sería un sueño, si algún día ese sueño se convirtiera en el mundo.

En sus películas suenan canciones mientras los barcos navegan en el mar, mientras unos piensan y otros duermen sin saber que Vigo intenta filmar lo invisible, pues el secreto del cine de Vigo reside en que aborda el territorio más difícil de la manera más exitosa sin temer nada, sin errar, amando la vida, celebrándola por lo más alto, volcando en sus imágenes una actitud tan sincera y real que es imposible no sentir una atracción natural hacia esos espectros que danzan en la pantalla de sus ojos y ante esas historias vacuas que van surgiendo y evaporándose sin parar, mostrándonos la levedad de la vida en la cresta de la ola, una ola inmensa que cubre toda la playa y a la que nadie sabe dar un nombre; esa ola es su cine (él es la vague de la nouvelle vague). El cine de Vigo se revela como algo auténtico, pues nace de una pura necesidad, una necesidad de artista que sólo surge de esa forma innata que resiste en el ser y que se hace materia en el gesto de mirar; no existe otra manera. Por ello, la cuestión de por qué hacer cine se limita a esa sola respuesta necesaria y resistente en el ser, ya que sin eso, no puede existir nada real en la visión; en la visión, todo es. El sueño ya ha ocurrido dentro del artista, ahora el desafío es llevarlo a cabo, hacerlo, trabajarlo con sus manos y llevarlo de aquí para allá hasta que adopte la forma más parecida a ellos mismos. Los famosos dilemas éticos de por qué hace cine hoy o de por qué seguir haciéndolo son galimatías enunciados por aquellos que están situados muy lejos de ellos mismos. Hay mucho miedo en el mundo y mucho miedo entre los artistas. Los que hacen cine hoy –como los que lo harán mañana- no tienen que saber nada, sólo tienen que hacer su cine para descubrir la clave; ellos son la respuesta a todos los problemas. 

Muchos se preguntan qué más hubiera hecho Vigo si no hubiera muerto a los 27 años. Visto de otra manera, habría que pensar que si en vida y sin querer, respondió a la problemática pregunta de por qué hacer cine, de haber seguido vivo, también podría habernos sorprendido deteniendo su obra sin más, respondiendo con este simple gesto a la complicadísima pregunta de por qué dejar de hacerlo.






domingo, 2 de febrero de 2014





LOS SIETE SAMURÁIS
(1954) 

Akira Kurosawa






Los samuráis pasan hambre y pasan frío, igual que la vida pasa hambre y pasa frío cuando no se le hace caso. Ellos poseen el secreto de la supervivencia y llevan en el filo de la espada, esa muerte que tantas veces pudo ser suya. Saben con certeza que un día la encontrarán, pues es el premio glorioso de los héroes, pero ahora ni siquiera saben dónde encontrarla y vagan por los caminos, mendigando arroz; el pueblo se ha olvidado de ellos. ¿Para qué sirve un héroe si ya nadie cree en ellos? Los seres más poderosos de la tierra ya no saben qué hacer y caminan en silencio viendo pasar los días. ¿Dónde estás señora muerte, dónde estás? El samurái siempre está solo pues no puede engañar a su destino, pues ha de entregarse por completo a su legendaria desaparición, reconstruyendo su leyenda en cada uno de los combates. El samurái casi no se mueve, no parpadea, mira al enemigo como si fuera una estatua, esperando un único momento para partir el aire en dos mitades. Es el enemigo de todos y el amigo de todos, es el outsider, el salvaje, el alma resucitada del mundo. Nadie sabe en qué piensa un samurái pues un samurái no piensa, sólo fluye como un río y domina los gestos. Un samurái nunca huye, nunca miente, nunca tiene miedo pero el pueblo sí y además posee todos los miedos y por eso es casi imperceptible, inofensivo, tonto. El pueblo falta. El pueblo tiene miedo a la lluvia, al polvo, a la montaña. El pueblo tiene miedo al amor, a la alegría, al placer; sólo piensa en trabajar y a veces en la muerte, porque sobretodo tiene miedo a la muerte. El samurái enseña que el miedo no existe, que la mente es el vacío y que el mundo es una aventura. El samurái te obliga a ser valiente para resistir al tiempo y a hacer barricadas en ti mismo para detener la podredumbre que baja por la ladera, la barbarie de rueda incansable devorándolo todo. El samurái sabe que la defensa es más difícil que el ataque y por eso, cuando llega el peligro, el paria del mundo se transforma en la única esperanza del pueblo y entonces todos esperan a que hable para que invente un milagro. Así, ese mundo caducado que representa el samurái, vuelve a recobrar su sentido y demuestra su poder; ha nacido para ello. Todos esperan recetas mágicas, pero el samurái sólo puede enseñarles una cosa, tal vez, la única en la que es un experto: VIVIR.

Cuando aprendes a vivir, te das cuenta de que no estás solo aunque estés solo, te das cuenta de que estar juntos puede ser un milagro maravilloso y que la lucha por el siguiente día es el verdadero sentido de la existencia, sintiéndolo en su máxima intensidad a cada paso, en cada decisión. Correr de arriba abajo, saltar, caer, esperar, respirar, sentir dolor, sentir sueño; sentir estar viviendo. La vida es una lucha que Kurosawa nos regala en este film épicoexistencial, donde el individuo o la mano, tiene la misión de salvar al colectivo o al cuerpo, pues se ha transformado en un solo bloque que llora aterrorizado y perdido en medio del campo como un bebé. El cuerpo ya no sabe vivir y la mano tiene que ayudarle a despertar para que la vida siga adelante. Para mostrarlo, Kurosawa no sólo usa un samurái sino siete diferentes, siete héroes del destino que caminan sobre el futuro y que mantienen la templanza incluso en los morros de la muerte. Son dioses andantes viviendo su aventura y su amor, trazando en cada sablazo un haz de pensamientos que se diluyen en su contrincante, llenando las imágenes de Kurosawa de una densidad y una ligereza simultánea que acompaña a los movimientos que la historia va realizando en cada respiración y en cada secreto. Llenos de barro y desarmados, situados en medio de la batalla, miramos al cielo y pensamos por qué Kurosawa hizo esta película de ésta precisa manera y el cielo nos responde que al igual que los samuráis, el cine también tenía hambre y sed y frío, pues lo estaban aburriendo con otras cuestiones y lo querían dejar mendigando en los caminos. Hay un tipo de cine que siempre ha sido un samurái y que duerme bajo la lluvia sin quejarse y que muere en la batalla con todo su corazón. Para Kurosawa, el cine es un campo de batalla donde cabe todo, donde ocurre todo; un plano de pensamiento donde los seres expresan su verdadera agonía y su peculiar ingenio. Kurosawa dice: somos eso, un lugar donde unos se chocan con otros, un absurdo por el que hay que luchar y donde nacen cosas por las que vale la pena luchar, pero ojo, hay que luchar para saber por qué cale la pena sobrevivir. Hay un cine que quiere despertar al pueblo para que vuelva a vivir, un cine que quiere resucitar los cuerpos y la valentía del pueblo, para que por fin se tire de cabeza al lodo de la existencia; ese combate que se libra todos los días, aunque alguno cierre los ojos para no verlo.