sábado, 13 de marzo de 2021

 

 

 Carta Abierta a Orson Welles (4)


 

Querido Orson:


Pasemos de los números reales a los imaginarios, del film a la fotografía, volvamos del presente al pasado, para viajar en el tiempo irreal que habla de la verdad de las cosas. Todo es un puzle en el que hay que ir ordenando piezas, vasos comunicantes a través de las películas, diálogos de imágenes sin palabras pues ellas lo dicen todo; pero hay que volver a aprender a ver. Sustituyes el tiempo por la película, los relojes por los fotogramas hasta crear un ser autónomo, un monstruo que se arrodilla para filmar. Adorabas las obras de James Whale, sus hombres invisibles, su comercialidad del terror; él te dio la idea de acabar con el capitalismo a través de lo fantástico. Por eso regresas al origen del realismo -o al contubernio del mismo- para cambiar las formas, regresas a la edad de Coubert y sus cuadros operísticos: todas las épocas pasan tras las bambalinas. Ya estamos en otra película, dentro de tu película. Aparece el letrero del RANCHO, está apagado y luego encendido, es intermitente ¿o una repetición en momentos distintos? La cronología se quiebra, se dirime entre hablar o no hablar, el fondo se oscurece para narrar el pasado, es como en un poema de Homero: muestras planos de una lámpara, avanzas mediante transiciones hasta un momento que ya hemos vivido pasajeramente, pero ahora, quieres que lo veamos desde un lugar privilegiado: estamos en el escenario, detrás de Susan Alexander, nos haces vivir la película desde atrás, moviéndonos a través de las entrañas del film. Una bella mentira. Me has engañado para cambiar la forma: eso es lo más difícil, eso es lo que nunca te perdonarán. Cambiaste lo que se creía inamovible, con su leyenda sobre Griffith, Edison y Demille, con la soberbia de los estudios y su apoderamiento de las historias. Tú que naciste en un rincón de Wisconsin, hijo de una ínclita pianista y un inventor de utopías, tú que en realidad te llamabas Orson Head Welles, tú que quisiste ser un rey en Nueva York diez años antes que Chaplin, tutelado por el Dr. Bernstein, quien te enseñó los principios de las presdigitación, tú que perdiste a tu madre con tan solo ocho años cuando ya eras un niño prodigio del espectáculo local, tú que escribiste Los cinco Reyes a los dieciseis años y cobraste tus primeros $500 por interpretar a Shakespeare sobre un escenario, tú que antes de ser cineasta te subiste encima de un camión en la calle para salvar a la dignidad del teatro y vencer a la censura puritana del reino de los yankis, tú que recorriste Irlanda en un coche de caballos haciendo retratos de los habitantes de las aldeas, inventaste una película en la que nos subiste al escenario para compartir la magia de la felicidad, un film donde germinaron al menos otras seis: un rompecabezas infinito y diabólico compuesto por piezas de nieve que reconstruían un paisaje particular. Aparece el Rancho tres veces seguidas, durante tres viajes de la mirada y luego me haces estrellarme contra una sola letra: una enorme K. Ahora mismo estás destrozando la habitación de Susan Alexander y yo no puedo dejar de pensar en El Séptimo Continente (1989), la mejor película rodada por Michael Haneke en toda su vida.




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