domingo, 28 de marzo de 2021

 

 

 1A
(Todas las historias)

J-L.G.


Si los átridas no se exterminan entre
ellos, dejan de ser los átridas

J-L. G.




Querido Jean-Luc:


La regla del juego que propones es una adición curiosa: Chaplin tocando el piano -mientras juega con una rosa blanca- y unas mujeres perdidas en el bosque, o lo que es lo mismo, para ti el relato del cine comienza con la ilusión de un inglés rodeado de gritos y susurros inventados por un sueco. Un inglés, como el lado masculino, como la pistola tierna que marca el arranque de la carrera, dándose la mano -o en busca- de un  sonido soñado por Bergman: el juego propuesto por dos bohemios llenos de ambición. El cine procede del norte y se marcha al oeste: Nicolas Ray, pero él es demasiado extraño para Hollywood, demasiado violento, demasiado sincero y en la Warner le dan la patada en el culo. Es un extraterrestre. Intentar ser uno mismo es un fenómeno extraño para Hollywood. Está prohibido ser libre. El cine es una dictadura, la historia del cine trata de apoderarse del mundo. Antes de Ray, tú cuentas Jean-Luc, que Griffith rompió sus propios lirios para inventar el mito de América, ¿qué es América? Un sueño. Un viaje: John Ford. La industria transforma a los poetas en trabajadores de los sueños: “El cine sustituye nuestra mirada por un mundo más acorde a nuestros deseos”, pero, ¿qué deseamos? Las frases se descomponen en un puzzle de ideas, en un laberinto donde las mujeres avanzan a cuatro patas, dirimiéndose entre la comedia y la tragedia (Chaplin: “La tragedia es la vida en primer plano, la comedia, la vida en plano general”). Las mujeres son el objeto y los hombres son la pistola. El origen del cine ha reflejado esa mirada: el amo y el esclavo, un cierta postura, un gesto convertido en signo que se ha instalado como una ideología totalitaria. Jean-Luc, me parece que no cuentas ninguna historia, sino que propones un acertijo sobre la cabeza del Arte. La memoria lo ha devorado todo y por eso el Conocimiento, el Deseo y la Compulsión, corresponden a los Ojos, las Piernas y la Materia. Henri Bergson ha soñado contigo y tú has llegado desde el futuro como un heraldo inesperado. Para ti los libros son sujetos pensantes, mónadas apiladas que se convierten en bailes cuando las lees en alto o las piensas en silencio. Las mil y una noches pasan a ser las mil y una imágenes para que todo vuelva a empezar de cero, después de este desastre, de este callejón sin salida cultural, moral, intelectual, espiritual. Lo que empezó como un tierno idilio, se convirtió en una montaña de muertos donde lo humano se denigra. André Gide era un intelectual que sabía que las historias perviven en el pasado y que el dinero es falso (“actualmente ya no existen lo falso ni lo auténtico y todo se ha hecho mucho más difícil”) y que el presente vuelve como el futuro a existir en la pantalla, en su caso, en la página (“entre escribir y filmar, hay una diferencia cuantitativa, pero no cualitativa”). Él, como tú, sabía que los reyes son terribles pues arrastran un secreto hasta su tumba que heredan sus hijos: la rueda de la Historia es gobernada por una ilusión. En el siglo XX, dicha ilusión, por primera vez, pudo ser filmada y vista por los analfabetos que sólo tenían una moneda, pero que podían usarla para -después de salir de la fábrica-, contemplar el mundo entero. ¿Qué es el mundo entonces? El mundo, según tú muestras, Jean-Luc, son historias, historias que la gente se cree o no, historias ideadas por alguien: tú afirmas que el primer rey-niño que se ocupó de alimentar a las enormes masas con la ficción infinita fue Irving Thalberg (Según René Clair: “productor ignorante y tiránico”), quien, al igual que la imaginaria y astuta Scheredaze, entendió que las historias eran innumerables y por tanto, las monedas y las noches  también. Así, cada narración podía ser una nueva fortuna. La nueva suma es la siguiente: Rapiña más Multitud más Monstruosidad da igual a Negocio. Avaricia, avaricia, avaricia (Greed, 1924). Los hacedores de Thalberg fueron niños terribles: Fitzgerald, Lubitsch, Flemming, Van Dyke, Browning, los hermanos Marx, Stroheim (“¿Seré yo verdaderamente el realizador más caro y más sinvergüenza del mundo?”) y Fred Niblo. ¿Dónde estaba Cocteau? lejos de Hollywood, por eso fue un marginal, como tú, un niño lúcido y brillante sometido a la etiqueta de poeta maldito. Dices que con Thalberg nace el mundo del cine comercial, el mundo por una moneda donde aparece la grúa que es signo de industria, de construcción colosal, de infraestructura dominante: el negocio de las películas antes de la realidad, pero la Realidad continúa, siempre lo hace y de repente, en la pantalla no sólo aparecen fantasías, sino actualidades, hechos, sucesos como civiles colgados de molinos de viento al lado de escenas del último zar de Rusia. La multitud está a punto de convertirse en la Historia, en una Tempestad sin control. El cine nació como un gesto romántico y lo han sometido a la masa y por tanto al capital: ¿Dónde está la verdad de toda esta historia que propones, de este prólogo sobre la decadencia de lo nunca hecho, de las películas que nunca existieron? En el Sueño, mejor dicho, en dos sueños: el Americano y el Soviético. Dos utopías enfrentadas, ocultando perversiones y dinero, mucho dinero. Poder. Las imágenes devienen objetos y estos, por un segundo, sueñan con ser estrellas: el que está en la pantalla y el que la ve. Ósmosis. Walter Benjamín inventó el espíritu de la repetición al profetizar ese mundo inasumible, al escribirlo en sus páginas; él es el culpable de que tú entiendas el mundo así, como una interrupción interminable, como una contradicción verídica. (Stroheim: “Rodar films con la regularidad de una máquina de embutir salchichas, le obliga a uno a fabricarlos ni mejores ni peores que una ristra de salchichas”. Piensen en La Salamandra, 1971). Aby Warburg y André Malraux propusieron sendos museos imaginarios como excentricidades que tú asumiste como una misión. Leíste los libros de Barthes, de Deleuze. No querías escribir, sólo ver en el cine todo lo que habías visto junto a tu mentor, Langlois, el único ser al que has respetado con total veneración y repensarlo todo de una vez.
El segundo tirano al que aludes se llama Howard Hughes, el primer sujeto que quiso convertirse en objeto de eternidad, o al menos -para no ponernos exquisitos-, el primero que escenificó dicha tragedia: la de escribir su nombre por toda la inmensidad de la muralla del mundo. Él es Ciudadano Kane, él fue Orson Welles en la sombra: sólo soñaba con mujeres y aviones, con la Belleza y el Deseo, con el cine como su paraíso de autopropaganda, pero al final sólo había un Yo de piedra que le volvió loco. se volvió paranoico. El cine es peligroso. Las apariencias del cine son muy aventuradas pues carecen de profundidad y el público en general, de educación sentimental; creen ver teatro, creen conocer las reglas de la representación, creen estar presenciando un espectáculo inocuo, mas -sin darse cuenta- están delante de objetos diabólicos, de sombras chinescas, delante de una materia desconocida. Nadie conoce el cine y por eso, al llegar la guerra, nadie pudo advertir lo que se venía encima. Todo un mundo de horror. Nazis, judíos y capitalistas crearon una mitología para conseguir el poder, para secuestrar los significados y los significantes, comprando cuadros de Monet y Moreau: esos pintores fueron los más pobres de los impresionistas, de los poetas de la luz, ¿dónde estaban sus monedas? Al público le encantan los mitos pues, sin darse cuenta, a través de ellos aprenden, ordenan el mundo; por eso el cine es un dictador, porque Griffith, Malraux y Rosselinni quisieron ser justos, pero la realidad era desconocida y el mundo seguía adelante y las guerras arruinaron al cine francés y la televisión (“La televisión es el Estado”) y a Europa entera: entonces, ¿qué quedó de Louis Lumiere? El cine norteamericano. Sigfrid y Cocteau han sido lanceados, arruinando el mundo de los poetas para siempre. Europa es atravesada en sus dos extremos. En un último suspiro, los italianos muestran a los últimos niños suicidas. Rossellinni y Fellini se acuerdan de Max Linder, ¿dónde estará ese cabrón? Dices que las cámaras de gas funcionan como las salas de cine. Algo destruye a las almas, Jean-Luc, las envenena. Lo efímero no desaparece, sólo flota en el aire. Queda un rastro permanente. Los objetos, ahora, son de otra pasta, de una materia donde lo humano es la única víctima de la tiranía.



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