martes, 9 de marzo de 2021

 

 

 Carta Abierta a Orson Welles (2)


Querido Orson:


Tres palabras: Charles Foster Kane. Un sólo símbolo: la entelequia norteamericana. Orson, tú sabes bien que aquel país es un reino inventado por predicadores y falsos profetas, una réplica de todo lo que Europa nunca quiso ser. Tomaron a Swedenborg para crear arquitecturas de cristal y utilizaron la cabeza de Jesucristo como ariete de su particular cruzada. Rechazaron el Romanticismo, pero se apropiaron del concepto nacionalista de Herder y lo llevaron a su máxima expresión de ridiculez efectiva. EEUU es el simulacro de la vida, una perfecta maqueta del mundo a tamaño natural que ha acabado confundiéndose con la vida real, ¿ya viste aquella película de Charlie Kaufmann? Él es un poco como tú, un megalómano al que no le dejaron ser, un espíritu enfermo al que enferman aún más convirtiéndolo en un loco. En realidad... ¿qué quieres que piensen? Los periódicos que aparecen en tu película son todos falsos, trucajes tipográficos, noticias imaginadas, esperpentos: todas tus imágenes son una apariencia invertida, un trampantojo irónico de la superficie de las cosas. No hay psicología, todo es superficie, como si fueses un surfero sobre una gran ola de planos. Uno después de otro, e incluso uno mezclado entre otros tantos. Tú comenzaste a relacionar la luz con la oscuridad para acercar el nuevo mensaje. Te gusta mostrar escenas absurdas, irrepetibles, como aquella en la que aparece un árbol cayéndose mientras el sonidista graba con su micrófono la colisión con el agua: ¿qué tipo de sinestesia fílmica has inventado?, ¿para qué filmar la extraña mecánica de grabación de un sonido real?, ¿sabes que Miguel Gomes te hizo un guiño genial en una de sus primeras películas? Tu obra ha infectado a un ejército de maravillosos films. Las mil y una noches siguen multiplicándose. ¿Qué es para tí la oscuridad? Pareces desear que veamos más allá de la luz artificial, dejar al cine en bolas, afirmando que Charles Foster Kane es un comunista sin escrúpulos, al mismo tiempo que un fascista redomado. Creas personajes dobles porque el cine es doble, pero ¿quién es tu doble? Desde 1895 a 1941, tu identidad es la de un fantasma de Wisconsin, la de un sonámbulo shakespereano de quien se filtran leyendas, como las de tu amigo Stroheim: engañó a la Metro, haciéndose pasar por un excéntrico conde austro-húngaro, logrando filmar las películas más controvertidas de la primera mitad del siglo. Luego fue apartado como Buster, al ser descubiertos. No eran directores, eran poetas. Eso se paga caro. Los productores hollywodienses siempre fueron demasiado platónicos. Fuiste un mendigo de la realidad, un artista rodeado de banqueros, un anarquista que se hizo pasar por un confidente del mismísimo Hitler: aparece la imagen del dictador, una instantánea de Susan Alexander, la Salammbó que tú creaste forzando la realidad, generando un collage mental que acaba con un batiburrillo de imágenes al hombro que conducen a las dos palabras mágicas del cine: THE END, esa pareja que anuncia el fin de la ilusión, de la primera alucinación, pues es aquí donde termina tu primer intento de película. A estas alturas de metraje, y aunque casi nadie del público lo haya percibido, Charles Foster Kane ya ha fallecido dos veces.



lunes, 8 de marzo de 2021

 

 

Carta Abierta a Orson Welles (1)

 

Querido Orson: 

 

Un campo de golf en ruinas, templos románticos y gastados, odas fúnebres en la oscuridad y de pronto, en la ventana se enciende una luz. Aparecen la nieve y un difunto. Todo apuesta a esconderse para siempre, pero una bola de cristal, como si fuese una boca parlante, pronuncia un conjuro: Rosebud. La voz embruja al público, hipnotizando momentáneamente su voluntad. La memoria parece hablar a través de los labios de la imaginación, pero las fuerzas se terminan y la bola cae partiéndose. Orson, ¿con qué tipo de fuerza nos abandonas?, ¿qué energía regirá ahora tu ficción? El silencio es interrumpido por la enfermera y se genera una distorsión de la realidad. Un corte. Un calambrazo. Un último sueño es tu herencia, querido Orson, un puñado de noticias de prensa desfilando unas tras otras hasta llegar a una torre de alta tensión. ¿No era este el monumento de la RKO, templo prodigioso de tus orígenes? Algunos piensan que tu cine fue tan importante como los inventos de Tesla, tan poderosos que no pudieron permitir que se sucediesen más allá de su esbozo. Orson, ¿quién acabó contigo? Hay un título de neón en el que se lee la palabra espectáculo, una ilusión que dará paso a lo nuclear, a lo militar, a las vallas de contención y las trincheras, a las jaulas de los monos, a la fábula del castillo gótico; ¿fue toda tu obra una tentativa romántica o sólo te gustaba reírte de Walt Disney?, ¿quién era el Conde Drácula en tu mente? En el primer plano de las ideas aparecen Browning, Murnau y la Rebeca de Hitchcock: ese prólogo que nos conduce entre las ramas a las fauces de la trama, al agua oscura de las góndolas venecianas, de la decadencia de las esfinges a la niebla de los leopardos. ¿A dónde nos quieres llevar con todo esto?, ¿por qué acumulas toda la realidad en tu escondrijo? Vuelve el noticiario con un sonido fúnebre: se convierte en una marcha militar, la muerte se viste con el uniforme de las imágenes, formando un ejército que funda el territorio más privado del mundo, sólo destinado al placer, ¿lo llamaste Xanadú por no llamarlo Hollywood?, ¿dejaste que Borges te hablase del emperador Kubla Khan para hacer una película en blanco y negro sobre la maldición de los imperios? El cine, Orson, siempre fue para tí una oportunidad para coleccionar la realidad, para hacer elípsis de la misma y no aburrirte en los tiempos muertos, ¿o no es verdad que anhelaste ser el patriarca Noé, intentando acaparar toda la fauna existente, borracho y desnudo, cubierto por una manta de felpa? Aún los productores no te temían y eras considerado un verdadero Faraón. Corría el año 1941 y tú filmabas una película en medio de la segunda Guerra Mundial.

 




 

sábado, 6 de marzo de 2021

 

 ¿Quién es Tom Hanks?

 


Cuando se visionan las últimas dos décadas de un actor archiconocido como Hanks, una realidad escondida parece salir a relucir. Tanto en Greyhound (2020), A Beautiful Day in the Neighborhood (2019), Sully (2016), Saving Mr. Banks (2013), Capitán Phillips (2013), Charlie Wilson's War (2007) o La Terminal (2004), el actor californiano encarna lo que podríamos llamar héroes contemporáneos, personajes de acción engendrados en la fenomenología de la realidad y no en una novela. Este simple hecho que parece en apariencia costumbre común de ciertas estrellas de la gran pantalla, resucita una cuestión amarga para el gremio, jugosa para el pensamiento: ¿qué es en realidad un actor? Si dejamos a un lado el concepto shakespereano del término y centramos la atención sólo en la esencia del mismo, descubriremos que todo lo que un espectador busca en su interior al ver un film, es esa extraña verosimilitud a la que unos llaman ilusión y otros, autenticidad. En el mundo actual, reino por antonomasia de los simulacros, lo más complicado parece ser el poseer una identidad propia y original; una capacidad de proyectar lo verdadero, rodeado de mentiras. Así, Marlon Brando, Marylin Monroe o James Dean simbolizarían popularmente esa habilidad aprendida junto a Elia Kazan y Lee Strasberg en el prodigioso Actor's Studio de los años 50'. Stanislavski a la norteamericana. Todo exterior. Así podríamos decir que Víctor Mature o Jean Gabin fueron buenos actores, como lo fue James Stewart, Marlene Dietrich, Shirley MacLaine o Grace Kelly, pero ¿qué se repite en cada uno de ellos?, ¿qué hay en Orson Welles o Woody Allen, qué hay en Michi Panero o Pepe Isbert que logra consumar el efecto interpretativo? Parece ser que sólo hay una cosa que emparenta a todos estos actores y es el arte de ser uno mismo. La personalidad entendida como una de las Bellas Artes fue fundada y sublimada por Oscar Wilde desde el siglo XIX. No es el caso de Hanks, pero sí es cierto que es uno de los únicos actores de películas medias que ha conseguido mantener una fidelidad humana con el público, ya sea por la nostalgia que infunde una película como Big (1988) o la compasión masiva vertida por la sobrevalorada y dañina Forrest Gump (1994). Esta última es el ejemplo perfecto -junto a Cloud Atlas (2012)- de la inconsciente ambición de Hanks: ser todos y todo siendo él mismo. Seguramente nunca sabremos quién diablos es el extraño ser escondido tras la dulce careta de Tom Hanks, lo cuál no quiere decir que él haya logrado, sin ser un gran actor, un logro que sólo puede ser alcanzado por los grandes: un personaje para siempre. Actores como Charles Laughton, Cantinflas, Jerry Lewis, Juan Diego, Fernando Fernán Gómez, Héctor Alterio o Álex Angulo parece que consiguieron esto, construyendo un arquetipo de ellos mismos que se coló en el imaginario colectivo del público, generando la idea de la excelencia interpretativa a partir de una repetición insistente de una personalidad concreta. Pero, ¿qué misterio esconde la personalidad para ser posesión de sólo unos pocos? Para llegar a una respuesta, primero habría que comparar a estos ilustres titiriteros con otro tipo de actores como Emmanuel Schotté, Claude Hébert, Madeleine Desdevises, Martin LaSalle, Jackie Coogan o la pequeña Ana Torrent, para darse cuenta que tal vez, la raza actoral sólo es un manojo de tercas mentes obsesionadas con la experimentación psicoanalítica y los procesos dinámicos de la mutabilidad del Yo, cosa poco afin al cinematógrafo y más cercana al mundo lacaniano del divan flotante. Como todos los oficios del arte, el actor nace, no se hace y los que son tocados por esta suerte suelen ser fugaces, pues un alma está limitada a expresarse en su máxima plenitud en muy pocas ocasiones. Un actor real es un verso, un breve poema. Tal vez no existen los actores buenos o malos, sólo los famosos y los desconocidos, los repetitivos y los incapacitados, todos ellos destinados a fundar una personalidad que pueda venderse a lo largo de centenares de películas sin apenas variar su condición. Una fábrica de panes. Tom Hanks, sin ser auténtico, consigue repetirse como si fuese un novato, lo cuál conlleva una extraña inocencia que limpia su apariencia de todos los poderes propagandísticos e imperialistas que se esconden tras su figura y tras las películas que ha interpretado durante toda su vida, todas ellas repletas de una ideología subterránea y omnímoda, enmascarada en el dulce rostro de un hombre que sin querer, llegó a ser muchos otros, siendo él mismo. Creo que Robert Bresson, si le hubiera conocido, le podría haber ofrecido un papel de granjero.


jueves, 4 de marzo de 2021





Una Temporada en el Infierno


LA GOLFILLA
(1979)

Jacques Doillon
 
 

 
No hay ninguna verdad más verdadera que 
otra, es el pensamiento lo que importa
 
 Arnaud Desplechin
 

Todo ocurre en un pajar, en medio del campo, lejos de la muchedumbre, como todas las cosas inimitables. Con un estilo heredado del mejor Bresson y el más lindo Eustache, el extrañamente marginado cineasta Jaques Doillon practica su oficio de una manera maestra, dejando alucinado a cualquiera al impresionar una fabula maupasantiana en un marco de inquietante fantasía. Precursor de cineastas tan dispares como Yorgos Lanthimos o Bruno Dumont, Doillon consigue despojar de horror una muy probable tragedia perversa, para inventar un mundo metafórico de juegos invisibles donde cada paso es la oportunidad de crear un nuevo signo, una nueva ley que trastorne la naturaleza. La esencia de los gloriosos años 70' llega a su cima en este pequeño cuento de aldea, filmada de manera tan orgánica que parece andar sola, sintiéndose una ficción poderosa que engaña al público de tal manera que, el alma, se olvida de los problemas terrenales y es convencida  de que la infancia es más poderosa que cualquier otra fase de la vida. Ya advirtió Godard en 1977, cuando realizaba su increíble e irrepetible serie France/tour/detour/deux/enfants, de la carestía de películas sobre niños que albergaba el cine, o lo que es lo mismo, films centrados en el gesto, el lenguaje, los juegos: el pensamiento. Truffaut lo intentó en su irregular L'argent de poche (1976) y Chaplin lo sublimó en The Kid (1921), pero la cosa no es nada fácil, si no revisen la supuesta obra maestra de Charles Laughton, su rimbombante La noche del cazador (1955), para corroborar las sospechas. La Golfilla parece ser un cruce entre Ser y Tener (2002) de Nicolas Philibert y The Trouble with Harry, estrenada el mismo año que la de Lord Laughton. Nada es casualidad. De ahí que en 1983, cuatro después del estreno del maravilloso film de Doillon, un joven Víctor Erice realizaría su mejor película: El Sur, oscuro trasunto infantil, derivado de su misterioso primer film, El espíritu de la colmena (1973). Erice, en los 80’, ya se encaminaba hacia la oscuridad y el tenebroso túnel del cine de fin de siglo que desembocaría en las sombras del XXI, aunque esa ya es otra historia. Volviedo atrás: minimalismo, naturalidad y un talento endiablado hacen de La Golfilla una obra atemporal, de una frescura tan viva que hoy mismo parece sacada de la cartelera de las mejores películas independientes del año. Es un enigma que en su día no se le concediese ninguna prestigiosa distinción o excepcional comentario; a veces las cosas más importantes pasan desapercibidas. Lo bueno del cine es que permanecen y que siempre habrá alguien que las volverá a mirar.



 
 MARGARET TAIT FILM MAKER
(1983) 

Margaret Williams
 
 
 
 
La cineasta filma a los niños, filma a unos espíritus vagabundos sin saber qué hacer, inventando el mundo, echando la vida en la calle. Una esfera, una piedra, una tiza: son elementos típicos de la obra de Tait, la cineasta secreta que habla susurrando, la cineasta olvidada o perdida que usó el cine para encontrar poesía, practicando la alquimia de lo cotidiano a través de los versos. Su pelo blanco, su cara redonda y sus vestidos vintage, sólo son un tenue reflejo de aquella joven que desde los años 50' filmó más de treinta películas llenas de milagros, pájaros y nidos de cisne.


 
 
Doctora de profesión, tras pasar la segunda Guerra Mundial trabajando en el Oriente, escapó a Italia para estudiar en el prestigioso Centro Experimental de Cinematografía de Roma, donde fue alumna de Rossellini y donde aprendió lo etéreo de la realidad y, sobre todo, a tomar la lanza absoluta de la cámara para atrapar el universo sublunar. En un incorregible acento escocés, Tait explica sus fuentes primarias, ojeando libros de Lorca, aludiendo al barroquismo de Góngora. Pero su estilo sólo parece recoger ciertas sensaciones de dichos poetas, pues sus imágenes son límpidas y puras, muy silenciosas. Su pequeña obra es muy grande al demostrar, una vez más, que el cine no es cosa de megalómanos, sino de inspiradas hormiguitas alentadas por un ánimo desconocido, un fuego secreto. Manny Faber tenía razón y todavía parece que no se le hace mucho caso. Los seres ligeros y libres son los únicos que conectan con las realidades poderosas, pues se dejan llevar con su mísero y austero equipo hasta instantes prodigiosos, desapaercibidos por el común de los mortales. Todo es Arte, todo está invadido del arte. La Naturaleza ha claudicado y ahora todo se manifiesta como un sorprendente retablo de miniaturas donde nada deja de moverse y tomar distintas formas hasta saciar el caos. Los poetas ven el caos como una bendición, no como un fenómeno horroroso. Distinguir el orden de la jungla es su oficio, atrapar el brillo de lo irrepetible, su legado.


 
 
Si visionamos la obra de un gran narcisista como Abel Gance, entenderemos cómo el aburrimiento viene de la acumulación de errores, de la grandilocuencia y la vanidad heroica de un sistema industrial que se ahoga en un charco de agua, embebido en una falsa idea. El cine es muy peligroso y las primeras víctimas son los cineastas o peor aún, aquellos que orgullosos, creen serlo. El camino del cine es arduo y tenebroso, feliz, iluminador, obsesivo. No todas las mentes están preparadas para soportar el "mono" de la creación y salir ilesas, sanas, liberadas. Margaret Tait, armada con las herramientas más simples -ilusión e imaginación- noquea a la mayor parte de directores ilustres, enmohecidos por el tiempo. Su obra se hermana con la de gigantes visionarios como Jonas Mekas o Chris Marker, poetas sibilinos, profetas guerreros, soldados del aire destinados a descifrar los mensajes sobrenaturales de la existencia, en un solo soplo, generando brisas sólo perceptibles por esa sensibilidad que Friedrich Schiller intentó educar con sus famosas cartas durante el siglo XIX, soñando un futuro mejor, más cercano a la mirada de Margaret Tait que a la torpe senilidad de un Scorsese o un Coppola.



 




 

sábado, 26 de septiembre de 2020








LIBERTÉ
(2019)
 
Albert Serra






El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán en erupción
De donde había salido
Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos
Sus ojos de doncella
Y ese permanente razonamiento de "sálvese quien pueda"
Tan exclusivamente suyo,
Pero desde el salón fosforescente iluminado por lámparas de entrañas
Nunca ha cesado de lanzar las órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche moral;
Por esa brecha veo
Las grandes sombras crujientes, la vieja corteza gastada,
desvaneciéndose
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la primera mujer,
Con toda libertad,
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo ha llegado a ser hombre,
Por la cual el marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
Y acróbatas trágicos,
Aferrados al hilo de la Virgen del deseo.

 
André Breton 
 
 
 
 
Creo que el viejo André Breton lo explicó a la perfección y que Serra raptó de él su idea, también a la perfección o al menos de una forma bastante similar. Las ideas fluyen por el aire, por las páginas de los siglos y van asentándose en diferentes formas, objetos y fenómenos. Durante mucho tiempo fue la Biblia, después la pintura, la música y por fín, después de un cierto lapso de fascinación por el pensamiento político-utópico, la humanidad fue dominada por el cinematógrafo. La cultura del ver comenzó con el despertar del deseo dormido en los ojos del inconsciente; el cine perpetuó aquello que el público sediento de pasiones prohibidas vivía en los espectáculos de variedades. Se hace más que interesante notar que una de las películas que mejor encarnan ese espíritu del mal que sobrevoló el séptimo arte antes del código Hays y el establecimiento de las sociedades bienpensantes, fue un film del olvidado André Dupont titulado Varieté (1925). Así, Liberté y Varieté se conjugan mágicamente casi como una rima infantil, dos versos satánicos separados por casi un siglo, generando un hecho impuro, anticultural, antinaturalista. Destruyendo tabúes y clichés, yendo por la senda de la incertidumbre que suele llegar al valor de la verdad de una forma siempre inquietante, Serra toma el relevo de Dupont, de Stroheim, de Passollini, de Godard, de Warhol, del conde de Lautréamont, de Villiers y de los surrealistas para deformar de nuevo el mundo y darnos una perspectica diagonal de la realidad, que no es poca cosa en estos días de pobre sensibilidad y abundante banalidad. Liberté es una obra enorme pues se desborda por el desfiladero de lo simbólico cayendo en catarata dorada hacia las oscuras puertas del abismo, hasta el lugar donde los senderos se bifurcan: un bosque ponzoñoso. En este veneno erístico abonado desde su inicio por una maloliente montaña de estiércol, irán naciendo cuerpos como espíritus enfermos, sádicos, perversos y cazadores de carne, entregados al placer orgiástico como único paraíso ante la tragedia de la existencia. La película es en sí misma una evasión, un número de variedades de enorme sofisticación y pluma, llena de gritos y susurros, de hecho, podría interpretarse en cierto modo, como una superación de todo el cine bergmaniano. El público, más que ver,  escucha conversaciones en alemán, francés e italiano, idiomas de un alto grado de racionalización que intentan aludir al hecho inefable que las reúne, tal y como si se tratase de un aquelarre donde las palabras van alimentando a la imaginación, convirtiéndose en llaves evocadoras de relatos infames e imágenes violentas que contrastan con el paisaje de un oscuro bosque que representa, al fin y al cabo, el único protagonista de toda la cinta. Los seres que copulan entre hojas y troncos no son más que conejillos en celo en medio de la hermosura y el misterio de lo telúrico, por lo que sin duda, Liberté podría definirse como el primer film contemplativo de Serra, su primera conexión sublime con lo sagrado, con lo real. Este psicasténico cuento de hadas lleno de convulsión, liberación, entrega, inconsciencia y hormonas, nos propone un atlas de los supervivientes del Jardín de las Delicias, como si ciertas almas aún respirasen desde el siglo XVI para seguir alimentando la llama lúdica del alma o del reverso de esta, pues el lado tenebroso existe, aunque los curas y los brahmanes intenten deshacerlo con palabras y meditaciones, o al menos eso es lo que parece ofrecer en esta ocasión el controvertido cineasta Albert Serra, dotado de un olfato muy fino para detectar lagunas perversas repletas de polvos dorados y anatomías fantasiosas. "Estos son hombres de verdad, me pueden dar cien veces lo que tú", dice una voz. "Me dais miedo", responde otra. "Los hombres débiles merecen arrodillarse", sentencia una tercera. Como ha hecho a lo largo de todo su cine, Serra no elige -o al menos no es su gran interés el hacerlo-, sino que respeta la sucesión de los hechos, pues el cine, en gran medida, es eso: lo maravilloso acontecido por casualidad en medio de un despiste. Como en muchas otras películas, estos hallazgos se suceden sin querer en Liberté, interrumpidos por conversaciones solapadas, monjas, pelucas blancas, duques, carrozas, engendros, anormales, libertinos, inocentes y sadomasoquistas, tratados como si de una fábula se tratase, pues la insatisfacción del director ante el mundo se convierte aquí en una fatigosa chispa imaginativa que establece una dialéctica del sentido obsesionada por el espacio. Sin lugar a dudas, Liberté es el tratado espacial más riguroso del cineasta catalán, una tragedia ante el espejo llena de miseria vital -en vez de marxista, sadiana- donde el prójimo se transforma en una oportunidad de explotación, en un territorio fértil y fragmentado. Lo que vemos en la pantalla no es lo que creemos ver: aparecen partes, trozos, sugerencias y matices que el espectador une empujado por su deseo de descubrir y vislumbrar, pues las sombras siempre van más allá de los sentidos, transformándose en hechos verosímiles, cuando lo extraordinario habita la ficción y nos deja atónitos. El mundo de lo obvio y el mundo de lo elíptico se mezclan para dar como resultado una estampa terrorífica de la esencia humana, un álbum que recoje las imágenes del lado oscuro de la conciencia, construida en forma de teatro de la crueldad de una mente universal, llena de humorismo (farsa + elementos inquietantes) y deseo. Pero, ¿sólo nos queda el deseo? Deberíamos dejar hablar a Gilles Deleuze. Así, no todo el monte es siempre orégano, pues a pesar de este logro épico, Serra se enfrenta ahora a su momento más difícil: superar su idea de deshumanización, de vacío y tras culminar con Liberté su ciclo de pelucas afrancesadas y personajes vampíricos, debería empezar a llenar el vaso del significante y el significado o acabar como Paul Morrisey, o lo que es lo mismo, haciendo el ridículo; la impostura es bella pero efímera. La potencia de su última obra sella una rica veta en la cuál, si insiste, dejará de brillar. La magnífica instalación Personalien (2018) -expuesta en el Museo Reina Sofía de Madrid- y la adaptación teatral Liberté (2018) -estrenada con gran polémica en el Volksbühne de Berlin- fue la cadena de baldosas amarillas que Serra siguió para acabar filmando una obra que sella un claro mensaje: "voy a seguir haciendo lo que me de la gana." Instalado en las altas esferas de la cultura, embriagado por su naturaleza burguesa y escéptica, si no quiere quedarse encerrado en su malebolgia particular, Serra deberá partir hacia otros mundos o morir en la pesadilla de los ilustrados y los románticos que sólo conduce a la estetización y aurificación. Todo ágil cinéfilo entiende que aquí se detiene un autobús para coger otro, un autobús donde en vez d emirar por el ojo del culo, si quiere brillar, deberá elevarse... Por cierto, un atisbo de ello es mencionado por uno de sus personajes: "Dios es un perverso con el que me gustaría tratar."
















martes, 22 de septiembre de 2020

 

 

 CRACK VISIONS

 (El Crack I y El Crack II

1981 -1983

Breve reflexión sobre cierto cine de Jose Luis Garci

 



El cine posee una cualidad casi esotérica, ausente en las demás artes; me refiero al hecho documental. Cualquier película, desde las de Spielberg a las de Albert Serra, contiene en su materia esencial algo que con la virtualidad actual va perdiéndose y por tanto, empobreciendo el cine: la capacidad de sellar lo real es un milagro que nunca debería perderse. En toda ficción, por debajo del argumento y los personajes, se va escamoteando aquello que en un futuro -aunque la película no resista el paso del tiempo- acabará saliendo a flote hasta convertirse en un verdadero tesoro; se trata de aquello que como un monumento, pertenece a la vida y por lo tanto, a la memoria. Si volvemos cuarenta años atrás, nos encontraremos dos ficciones de Jose Luis Garci (El Crack I y El Crack II), propuestas sobrias de género negro que en su día mostraban unos acentos y unos donaires muy de la época postfranquista, llena de rituales lingüísticos y cotidianos desaparecidos hoy, que en el aquel momento, de seguro, se pasaron por alto al imitar los modos del pasado. Pero cuatro décadas después y al revisar esta nostálgica ficción garciana, basada en la vida de un oscuro y silencioso detective madrileño conocido como el Piojo -interpretado de forma brillante por Alfredo Landa-, los tintes casposos y cierta torpeza narrativa se ven transformados milagrosamente por el tiempo, reactualizándose por varios motivos. El primero se basa en un hecho lleno de voluntad por parte del cineasta que fue la decisión de incluir en la película numerosas postales de la vida urbana madrileña, sobre todo nocturnas y vacías o muy distantes, intentando deshumanizar lo común y mostar un Madrid mitificado lleno de brumas y nieblas, luces azules y callejones pestilentes más cercanos a la literatura de Chandler que al Madrid de los pichis. Garci intenta de forma naif, evocar en su ciudad y sus diálogos su Nueva York idealizado, la ciudad a la que le hubiera gustado pertenecer, ya que él, como es más que sabido, es un mitómano inconsolable adorador del Hollywood clásico. Por tanto, comparado con la apariencia de la capital española hoy, el Madrid de El Crack es un Madrid casi imaginario, fantástico, casi de Blade Runner, por momentos irreconocible, repleto de descontextualización y sombras chinescas. Los planos que realiza de la calle Santa Isabel, donde aparece un Cine Doré ennegrecido y abandonado -casi irreconocible- y otros donde encuadra al fondo los Cines Ideal, con apariencia de tugurio desolado, dan muestras perfectas de una idea de muerte y desencanto que sobrevuela a ambos films. Por otra parte, el segundo factor que parece redimir a la película de su estereotipo de obra casposa y reaccionaria es la de su austera estética y ritmo atemperado, similar -guardando las distancias- a la de un Kaurismaki o un Resnais. Soy consciente de que esta afirmación podría llegar a ser polémica, pero tampoco quiere decir que a partir de ahora, El Crack deba valorar como una obra resucitada de entre las cenizas para pasar directamente al parnaso, ni mucho menos, esto sólo es un pequeño apunte para advertir sobre un fenómeno que puede revertir muchas percepciones en otros muchos casos debido al aplatanamiento de la producción fílmica industrial de nuestros días. Cuando Garci realizó estas películas, ni era un novato ni un director independiente, sino un autor comercial que realizaba films personales o mejor dicho, obras llenas de gustos personales y mitomanías, eso sí, sin mucha ambición técnica, limitándose a sus talentos exclusivamente, a su territorio conocido y sobre todo, a la influencia de cierto cine localista que se hacía en España por aquella época. Pues así y aunque parezca una exageración, el tiempo a otrogado a El crack el don que sintetiza una idea simple de hacer cine que muchos siguieron en la época y que tiene diversas conexiones con cines aparentemente tan alejados del suyo como el de Almodovar, Carlos Saura o Antonioni (¿o es que no es idéntico el ambiente de El Crack al de Crónica de un amor (1950)?). Soy consciente de que es una idea exraña, pero al visionar estas películas de los 80', uno ve perfectamente cómo era un mundo que se acababa y que no sabía cómo resucitar, lo cuál es un fenómeno extrafílmico que se rebela como el gran protagonista cuarenta años después; la realidad se convierte en algo sublime cuando se transforma. Jose Luis Garci representaba por aquellos tiempos, a esa ola nueva de lo español que en realidad soñaba con ser norteamericana -al igual que lo quiso durante los 60' y en gran medida, la Nouvelle Vague-, cargada aún de complejos y callejones sin salida. Así, el mundo noir, el mundo de las películas de gansters de los años 50' (La jungla de asfalto de John Huston) y las ficciones de detectives de los años 30' (Sangre Española de Raymond Chandler) crearon la idea de esta película que rescata a su protagonista de los clichés cómicos y bobalicones del cine basura que adquirió Landa durante décadas anteriores (Un curita cañón, 1974), transportándolo a otro nivel, otorgándole una somera beatitud. Miguel Rellán (el Moro) es la otra alegría del film: un personaje moderno, divertido y liviano, un Sancho Panza que habla de una España joven, pícara y bohemia abocada al fracaso. En cambio, el Piojo es serio, triste y escéptico, pero siempre triunfa porque es como Humphrey Bogart: un ser poderoso e instintivo que nunca falla. Un superhéroe. Todos estos factores empujan al ávido espectador a pensar de nuevo ciertas películas en apariencia muertas ya por olvido, ya por mitología. Cuando uno se detiene hoy a observar estas obras tan poco revisitadas y mencionadas, tan faltas de promoción, tan llenas de polvo al considerarlas inútiles, se descubre otra cosa, un extraño paso del tiempo, un momento civilizatorio perdido en la memoria, una fantasía de la oscuridad casi inverosimil: un milagro del cine. El eterno presente al que parecen obligar las redes al mundo actual, deja improcedente a la verdad de las cosas, a las antiguas apariencias, al mundo de ayer; otras sensibilidades. Parece haberse instalado una guerra contra el pasado, un estigma contra el hecho de mirar atrás para comprender dónde estamos y dónde vivimos. Es cierto que la cultura norteamericana recoge hoy los frutos de más de setenta años de imperalismo salvaje y aunque es paradójico, es muchísimo más sencillo revisitar obras estadounidenses que españolas, lo cuál desfigura la percepción que cualquiera puede tener de una tradición fílmica como la española. El crack es una ficción más, un pequeño palimpsesto de atmósferas y una simple historia de detectives, pero también una obra que contiene una latencia especial sólo apta para aquellos que sepan ver más allá del aburrimiento y el aburguesamiento de los que hoy consta el mundo. Como hace el Piojo en la película, descubriendo la clave de sus investigaciones al descubrir que una foto está invertida -o sea, que la realidad está invertida- miremos a contraluz el panorama general e intentemos darle la vuelta para encontrar una respuesta que nunca es explícita, que nunca es obvia, pero que nos haga disfrutar de otra manera a la establecida.

















lunes, 14 de septiembre de 2020




 I'M THINKING OF ENDING THINGS
  (2020)

Charlie Kaufmann


 



Escribo sobre la confusión porque está ahí, 
porque es un sentimiento que me invade 
 habitualmente.

Ch. K.


 

Comenzaré advirtiendo que todo es mentira, que todo -o casi todo- lo que se ha dicho sobre la última película de Kaufman es sesgado, tímido y en gran medida, superficial. La razón se encuentra en el hecho de que a pesar de los halagos y las incomprensiones, del enroque en el fenómeno de lo raro, en el estereotipo de lo excéntrico y todo lo demás, en medio de todo eso, de las cifras que ha hecho o no el film en Netflix o de las retrospectivas filmográficas comentadas una y otra vez de un autor bastante asimilable por el mero hecho de su esencialidad, al personal se le ha olvidado mencionar que nos encontramos ante la mejor película del año 2020. Casi nada. En lo mejor de las redes se comentan referencias obvias de pasada, intentando comentar las conexiones con otras obras contemporáneas, siguiendo la errática tendencia crítica de la actualidad de no ser capaces de mirar atrás. Hablar de Raúl Ruiz o Alain Resnais, mencionar el nouveau roman de los sesenta, mencionar a la santa Durás, mezclado con un somero comentario sobre la terrible sociedad estadounidense, no es suficiente. Al menos, no es suficiente hoy. En la época de Susan Sontag valía con eso y con alguna broma satírica para que el artículo punzase las conciencias más insensibles y provocase el debate y la controversia, en definitiva, el movimiento de las ideas. En cambio, hoy lo veloz no es suficiente y lo breve no garantiza nada o casi nada; no todos somos Borges -y aún en su caso-. El aluvión de films que un crítico está forzado a ver hoy, supera y mucho la cantidad que necesitaba un analista de hace medio siglo para estar al día y combinarlo con su cinefilia clásica; de ahí la importancia del criterio y el olfato. Una mirada al presente y otra al pasado: no hay otra. Por eso, tal vez tenemos dos ojos y no uno o tres. Dos manos, para escribir sobre lo que pasa y otra para recuperar lo que pasó. La cosa es que -como en la película de Kaufman- hoy todo parece detenido en el mismo punto, inmovilizado, paralizado, como si el mundo sufriese una enfermedad neuronal que le hubiese dejado patidifuso. Todo está congelado, hundido, teñido de blanco. La nieve cae y al ser humano de hoy no le importa transformarse en llanura, en desierto, en nada. Por eso los grandes artistas se ven obligados a crear desde cero, desde lo subterráneo, desde la oscuridad. Así, Kaufman lo ha hecho en esta ocasión, metiéndose de lleno en la cascada más compleja de su vida. Estoy pensando en dejarlo (2020) es una película que se embarca en la llamada escuela de la dificultad, un movimiento muy yanki, muy de palimpsesto, muy posmoderno, en su mejor sentido. Me refiero a una literatuta que se realizó en el Nuevo Mundo desde los años 70' y que intentó crear la Nueva Novela Americana, un nuevo Moby Dick. Y es que toda esta corriente es hija del modernismo más ambicioso, talentoso y brillante. T. S. Eliot, Ezra Pound, John Barth o James Joyce son algunos de los creadores de esta idea de creación no apta para ilusos ni vagos redomados, vedada para escépticos y animales sin alma. Charlie Kaufman es un escritor que idea películas, que construye artefactos narrativos excelsos, versátiles y mutantes, dotándoles de una materia maleable que va cambiando de forma como si se tratase de un pulpo o una medusa. Sus films son seres de una galaxia oscura llamada cinematógrafo, lugar donde se engendran las criaturas luminiscentes más ingeniosas de la existencia. No nos vamos a poner petulantes ni insoportables, pero cuando el seno del cine da a luz algo como Estoy pensando en dejarlo, hay que celebrarlo por todo lo alto. 
Kaufman tiene claro lo que quiere: hacer una película clásica en medio de un mundo banal, senil y vulgar, por eso elige un formato en cuatro tercios, el maravilloso formato de los grandes cineastas olvidados de las primeras décadas del cine, ese área maravillosa y mítica que se acerca más al número áureo, a la armonía perfecta de la visión. "Los ojos están hambrientos", recuerda Lucy -la gran heroína de este viaje, en parte carrolliano- al espectador, mirándole a los ojos fijamente, llamándole la atención, traspasando la pantalla hasta llegar a nuestra mente. Con ello, Kaufman no sólo conecta con el primer Godard, sino con una forma de hacer cine, un espíritu marginado por la contemporaneidad, donde se dejaba aún imaginar al espectador que aquello que veían era real y verdadero. Y la realidad de los dos protagonistas -los magníficos Jessie Buckey y Jesse Plemons- montados en un coche nos llevan aún más lejos, hasta Rossellini y su Viaggio in Italia (1954), -renombrada en la península hispánica con el sugerente título de Te querré siempre-, hasta Anna Karenina (1948) de Duvivier o hasta la versión de Clarence Brown, pues aunque no salta a primera vista, con el justo detenimiento, uno se da cuenta de que la heroína se da un aire a Greta Garbo. Parecidos razonables a parte, hay que tener claro que es esta una película de ideas, no de acciones. El argumento es muy escueto y la peripecia se resume en menos de una frase, lo cuál no nos debe llevar a equívoco, pues no es sólo una película de guión ni mucho menos, pues el talento de Kaufman con las palabras o con el collage discursivo no sólo acaba en la escritura, sino que en especial en esta última entrega, se hace evidente un bello dominio del ritmo, las luces, los ambientes, la fotogenia y el instinto interpretativo. Domina y maneja el sonido a sus anchas, corrigiéndolo, silenciándolo, cortándolo, creando en ocasiones un maravilloso mutismo que nos traslada al cine mudo y a su inquietante profundidad, haciendo nacer el áura que tanto cuesta, en estos días paganos, resucitar. Kaufman decide despistar a sus personajes, secuestrándolos en una ficción sin retorno -una road movie fragmentada a base de alocados entremeses-, disfrazada de circunstancias burguesas y archiconocidas por el común de los mortales que haya establecido alguna vez una relación sentimental con alguien. Pero la cosa no se queda ahí, pues partiendo del texto original de la homónima novela, escrita por Iain Reid, Kaufman dispara su película sin saber cómo acabarla o lo que es lo mismo, simulando una improvisación ficcional donde la telequinesia, Newton, la Biblia, Sartre, Camus, Ciorán, Robert Walser e incluso el situacionismo de Guy Debord, tienen cabida. Todo se iguala bajo la nieve hasta morir. Las palabras fluyen mientras el público cree que encontrará algo en su arena, en su confusión, en su delirio... pero las palabras se las lleva un viento que, por un instante se reencarna en Lucy en medio de una anagnórisis brutal, en mitad de un ataque de autoconciencia sublime que llena de poesía la película y el corazón del que la observa y oye a estos dos titanes imaginarios perdidos en la tempestad. Al principio de la cinta se muestra un rincón de la casa donde vive Lucy, lugar donde ella tiene colgada una reproducción del famoso óleo de Caspar David Friedrich, titulado Caminante ante un mar de niebla (1818), referencia romántica muy clara que nos llevaría a justificar el idealismo de la película por un lado y los sentimientos oscuros por otro;
su presencia se hace pictórica, lo que lleva al film a surcar los universos de Rembrandt, Goya o Velázquez, bajando las luces hasta matizar las formas al extremo de convertirlas en una luz ténue que nos habla. El color es un sentimiento, una emoción; la luz trasmite dichas sensaciones de forma irreal, fantástica. Kaufman, desde sus primeras ficciones, instauró su personal estilo lúcido-depresivo-surreal -muy distinto al de Todd Solonz- que engendró joyas como Adaptation (2002) o Cómo ser John Malkovich (1999). Siempre se ha vinculado a Kaufman con ese grupito de postadolescentes infantiloides que son Wes Anderson, Spike Jonze y Michel Gondry, creadores singulares pero inmaduros y aburguesados, voces distintas que acaban por decir nada, de aportar nada, sólo pura estética, eso sí, espectacular, diferente; la decisión de Kaufman de pasar a la dirección a partir de 2008, tal vez se deba a que las colaboraciones que tuvo con los anteriormente mencionados, no llegaban a satisfacerle, a encarnar sus ideas a un nivel digno. Pero lo distinto, por sí solo nunca garantiza lo nuevo, lo importante, lo necesario: el mito de la innovación no lleva a ningún sitio por sí mismo, lo raro, tampoco. Muchos han etiquetado a Charlie Kaufman como a un cineasta extraño, raro, personal, definiéndolo así para quedarse tranquilos, para encerrar su nombre en una jaula donde no les haga daño un verdadero creador: sin lugar a dudas, Charlie Kaufman es uno de los pocos artistas que sobreviven en Hollywood o como se llame a aquel engendro industrial que hoy nadie sabe cómo definir o situar. Dice el crítico Lucas Santos que "a lo que se parece ese cine impersonal, rutinario y afectado que nutre los abismos de las plataformas digitales y las candidaturas a los Oscar es a los libros de autoayuda y a toda esa gazmoñería que parece adueñarse poco a poco del mundo" y no le falta razón. Buena síntesis. La cosa es que el gran público -por llamarlo de alguna manera- sigue sin querer darse cuenta de que algún día se convertirá en lo que ve en la pantalla y de forma irresponsable, sigue considerando y utilizando el cine -y las demás artes- como un mero entretenimiento. "Nos convertimos en lo que vemos", afirman sin vacilar los personajes de la película, avanzando en medio de la nada, cada vez más sombríos, pensando en el amor, las películas, los libros, los poetas, citando y discutiendo la realidad mental, las ideas que vienen y que van, demostrando que el cine puede proyectar un más allá de las formas y contraponer la razón y la locura de una forma equilibrada, montando a ambas en un coche para hacerlas hablar la una con la otra. Kaufman quiere decirnos muchas cosas y nada a la vez: es un amante del cine, quiere construir una película imposible como lo hacía Fellini o Buñuel, un ensayo de tinieblas donde todo quiere crecer, donde todo quiere vivir, atravesando el túnel de Alicia, obligando a sus personajes a reencarnarse  en conceptos -como en Beckett-, en entelequias, en palabras, en música, en teatro o en cotidianidad, consiguiendo convertir un coche en toda la memoria del mundo, o de su mundo particular, pensando en el final de la historia, en un cierre simple y justo para un pandemonium discursivo que crece como un rizoma y que quiere perpetuarse en el infinito a pesar de su imperfección. Exactamente ahí reside el reto de Kaufman: repetir su tentativa de la fallida Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), pero de una forma absoluta, centrándose en su parte onírica, en su potencia más brillante y llegar hasta lo hondo de lo bello a través de herramientas surreales, jungianas, lacanianas, joycianas... continuando adelante a pesar de la mentira de la existencia y de las máscaras, consiguiendo un ambiente psicoanalítico, lírico y dulce lleno de interrupciones, reflexionando sobre la deshumanización de la contemporaneidad y la universalidad de una forma sencilla, aceptando que no hay colores en el universo, ni respuestas claras, mezclando realidades opuestas, géneros esperpénticos, correcciones lingüísticas, helados derretidos y complicadas metáforas hasta atravesar la frivolidad de la evasión, los dibujos animados, el terror, la violencia, la danza y la enferma adolescencia hasta aplastar el mito de la juventud y del tiempo mediante el absurdo de Ionesco y Pirandello, observando con paciencia los intimidantes cuadros de Ralph Albert Blakelock.
Todo esto sólo es una muestra de lo mucho que se podría hablar de Estoy pensarlo en dejarlo, traducción no del todo fiel, dotada de una sibilina ambigüedad que refleja las intenciones y la postura -a estas alturas del partido- del cineasta niuyorkino. Las palabras son maleables, las imágenes también: Kaufman consigue demostrar que el cine, además de un lenguaje autónomo, es un creador de realidades capaz de llegar muy hondo y de secuestrarse a sí mismo para desnudarnos sin darnos cuenta y a la vez, de encadenarse para no poder escapar y mostrar los huesos que nos rodean, el cementerio blanco de la verdad, la emoción de la revelación y del misterio, tan sólo para llegar a un bello final digno del El principito, ese artefacto "minimal" escrito por el conde Antoine de Saint-Exupéry, otro tipo raro, inclasificable. Parece que a la crítica generalista le preocupa demasiado encasillar las singularidades para poder hablar de ellas con facilidad y llegar más fácil al lector. Es una lástima y un ejercicio inútil el hacerlo, pues para artistas como Kaufman, no sirven los clichés, ni las teorías, ni las biofilmografías sintéticas; comprender un mundo autónomo exige un sacrificio, una emoción y no información, una sabiduría y no un memoria usb; vivir en el caos es bello si uno se deja llevar por la complejidad, por la honestidad de los verdaderos autores. Es una verdadera pena que la crítica actual tenga prisa por hacer listas, clasificar, comprender y explicar en vez de disfrutar de las grandes obras de nuestro tiempo, fenómenos de los que un día se hablará largo y tendido y se los calificará de incomprendidos en su tiempo.
Vale.



 





sábado, 22 de agosto de 2020





DOCTOR SLEEP
(2019)

Mike Flanagan 
 
 



Prometía ser algo mejor, pero de todas maneras lo tenía muy difícil. Cuando un cineasta o realizador audiovisual decide versionar o crear una variación de una obra canónica, la mayoría de las veces, fracasa. Esto no justifica la macedonia tónica y genérica que plantea Flanagan, en su aparentemente flamante film. El gancho de Ewan McGregor y el prestigio de la obra de The shining (1980), parecían bastar para que la película saliera a flote, a pesar de su muerte anunciada, pero la pretensión y la falta de ingenio del director, consiguen un naufragio seguro. En el presente parecen abundar una especie de cineastas mitómanos, adoradores de la vaga idea de que con la ayuda de un voluminoso presupuesto y un equipo de técnicos a la última, todo puede ser realidad y el talento se puede suplir. Se está transformando en una superstición enfermiza el hecho del remake, del copypaste, del plagio... en la industria parece haberse extendido la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor y que si hubo un éxito hace medio siglo, ¿por qué no lo será hoy? Todo esto para explicar la carencia de riesgo y riqueza artística. Gran parte de los cineastas se agarran a un clavo ardiendo, intentando garantizar a sus productores fáciles dividendos, empleando supuestas viejas fórmulas y temas, como si fuese la piedra filosofal. La industria del cine se ha convertido en un bucle que se replica a sí mismo una y otra vez sin solución de continuidad. Nadie sabe hasta cuándo aguantará un público fiel a sagas interminables, a películas que se convierten en series inagotables, en trilogías que se multiplican como un virus. Además, todo deviene enfermizo: gran parte de la ficción mundial se basa en el macarrismo y la cultura pop (la ley del mínimo esfuerzo y el mínimo pensamiento), sentando las bases de un mundo materialista, superficial, sin ningún tipo de sentido más allá del dinero y la fama. Volviendo a Doctor Sleep, no se puede negar de que se trata de un wannabi de primera categoría, un producto hinchado con estrellas, dobles de estrellas, escenas robadas, plagiadas, mezclado con largas secuencias dignas de Buffy, cazavampiros (1997) y una apariencia de serie televisiva que en ciertos momentos echa para atrás. No es este un comentario de un defensor de la obra de Kubrick, pero sí de un defensor de la dignidad y de las cosas bien hechas. A Kubrick se le pueden echar muchas cosas en cara -pues, aunque se ha quedado con el sanbenito de mr. Perfecto, le quedó mucho para serlo-, pero nadie puede negar de que amaba el cine y practicaba su artesanía como el mejor. Hoy todo parece pasar por la virtualidad y el simulacro, mundo de falsedad y ruina emocional que amargan y estropean lo más valioso del cine: la realidad. Esto no contradice a géneros como el fantástico, al contrario: lo real ensalza lo irracional, lo imaginativo y el que esté en desacuerdo, que lea a Todorov un poquito. Hay que leer más y pasar menos horas ante la pantalla. la mayor parte de los cineastas de la actualidad son unos analfabetos que sólo piensan en la técnica y en la postproducción. El cine hay que hacer insitu para captar su esencia, para tocar sus imágenes. El cine es un arte táctil a pesar de su transparencia, un arte palpable a pesar de su fantasmagoría: todo lo que vemos debería existir, tener su duplicado en la realidad. Por eso, el desalmado de Flanagan se explaya en una cinta de dos horas y media creyendo efectuar una especie de obra maestra que no pasa de caca de vaca exprimida en un vaso con gaseosa, y lo digo en serio, sin sarcasmo. El problema de este tipo de ficciones seudo-fantásticas que juegan con el terror efectista, las persecuciones detectivescas y las conjuras demoniacas no hacen más que vaciar de humanidad al espectador, introduciéndole en un mundo infatiloide lleno de caprichos y guiños idiotas que nada significan y que acaban ofendiendo al público en general. Otros dirán que es difícil trabajar con niños y que tiene su mérito hasta cierto punto, ante lo cuál se podrían confrontar numerosos films dignos y modestos que demuestran un uso efectivo de la infancia para llegar a cotas más altas, a cotas dignas. Para no andarnos por las ramas, podemos comparar Doctor Sleep con la poco conocida Searching For Bobby Fischer (1993), una ficción hija de los temibles años 90', que poco a poco van valorándose mejor, debido a la montaña de basura en la que se está conviertiendo la gran producción industrial del siglo XXI, por culpa de directores bluff como Flanagan. Vean la película de Steven Zaillian: no se arrepentirán. Si una cosa tuvieron los 90', fue que crearon un fórmula mainstream tan perfecta, tan hitchconiana, que a veces, les salía bien.