lunes, 15 de marzo de 2021
sábado, 13 de marzo de 2021
Carta Abierta a Orson Welles (4)
Querido Orson:
Pasemos de los números reales a los imaginarios, del film a la fotografía, volvamos del presente al pasado, para viajar en el tiempo irreal que habla de la verdad de las cosas. Todo es un puzle en el que hay que ir ordenando piezas, vasos comunicantes a través de las películas, diálogos de imágenes sin palabras pues ellas lo dicen todo; pero hay que volver a aprender a ver. Sustituyes el tiempo por la película, los relojes por los fotogramas hasta crear un ser autónomo, un monstruo que se arrodilla para filmar. Adorabas las obras de James Whale, sus hombres invisibles, su comercialidad del terror; él te dio la idea de acabar con el capitalismo a través de lo fantástico. Por eso regresas al origen del realismo -o al contubernio del mismo- para cambiar las formas, regresas a la edad de Coubert y sus cuadros operísticos: todas las épocas pasan tras las bambalinas. Ya estamos en otra película, dentro de tu película. Aparece el letrero del RANCHO, está apagado y luego encendido, es intermitente ¿o una repetición en momentos distintos? La cronología se quiebra, se dirime entre hablar o no hablar, el fondo se oscurece para narrar el pasado, es como en un poema de Homero: muestras planos de una lámpara, avanzas mediante transiciones hasta un momento que ya hemos vivido pasajeramente, pero ahora, quieres que lo veamos desde un lugar privilegiado: estamos en el escenario, detrás de Susan Alexander, nos haces vivir la película desde atrás, moviéndonos a través de las entrañas del film. Una bella mentira. Me has engañado para cambiar la forma: eso es lo más difícil, eso es lo que nunca te perdonarán. Cambiaste lo que se creía inamovible, con su leyenda sobre Griffith, Edison y Demille, con la soberbia de los estudios y su apoderamiento de las historias. Tú que naciste en un rincón de Wisconsin, hijo de una ínclita pianista y un inventor de utopías, tú que en realidad te llamabas Orson Head Welles, tú que quisiste ser un rey en Nueva York diez años antes que Chaplin, tutelado por el Dr. Bernstein, quien te enseñó los principios de las presdigitación, tú que perdiste a tu madre con tan solo ocho años cuando ya eras un niño prodigio del espectáculo local, tú que escribiste Los cinco Reyes a los dieciseis años y cobraste tus primeros $500 por interpretar a Shakespeare sobre un escenario, tú que antes de ser cineasta te subiste encima de un camión en la calle para salvar a la dignidad del teatro y vencer a la censura puritana del reino de los yankis, tú que recorriste Irlanda en un coche de caballos haciendo retratos de los habitantes de las aldeas, inventaste una película en la que nos subiste al escenario para compartir la magia de la felicidad, un film donde germinaron al menos otras seis: un rompecabezas infinito y diabólico compuesto por piezas de nieve que reconstruían un paisaje particular. Aparece el Rancho tres veces seguidas, durante tres viajes de la mirada y luego me haces estrellarme contra una sola letra: una enorme K. Ahora mismo estás destrozando la habitación de Susan Alexander y yo no puedo dejar de pensar en El Séptimo Continente (1989), la mejor película rodada por Michael Haneke en toda su vida.
jueves, 11 de marzo de 2021
Carta Abierta a Orson Welles (3)
Querido Orson:
¿Por qué filmaste a los reporteros, ensombreciendo sus rostros?, ¿qué te llevó a decidir arrastrar hasta las sombras sus conversaciones sobre Rosebud?, ¿por qué hacer una película etimológica en medio de un desastre mundial?, ¿qué diablos es Rosebud en realidad, un capullito de alelí, un amor fallido, un recuerdo, una venganza... la nieve? Invadiste el cine noir de maquetas y neones que luego imitarían Billy Wilder, Spielberg y Zack Snyder. Enseñaste los trucos olvidados del mudo y los nuevos prodigios del sonoro. Desarrollaste un nuevo tipo de aventura detectivesca llena de bibliotecas y memorias interrumpidas que asombrarían a Fincher, a Preminger y al mismísimo Nolan, de hecho, tu cátedra sobre el manejo del tiempo fílmico sigue vigente en todas las aventuras dignas de ser mentadas. Estamos en 1871 y entramos en un flashback de nieve que nos lleva a Tarkovski, a la admiración del ruso por tu talento, a las escenas blancas en las que un niño es vendido a la avaricia de un banco, un niño que golpea al poder con un trineo, que golpea a la realidad con la propia infancia. Aquel juguete rabioso es olvidado bajo la nieve, sepultado por copos de cristal. El tiempo convertirá a ese trineo en un periódico: la irreverencia escrita sustituirá el placer infantil, el nuevo paraíso será llamado INQUIRER. Eres el nuevo inquisidor de lo existente, las páginas de periódico a través de las cuáles sigues viajando en el tiempo, atravesando la naturaleza de los documentos, cosificando la existencia para poder poseerla, ¿qué es lo que quería Foster Kane?, ¿qué es lo que deseaste que quisiese? Para responder a esa pregunta hay que regresar al inicio. La película comienza de nuevo y alguien responde: “No conozco mis propios planes”. Creaste un mundo donde simples periodistas se convierten en persistentes investigadores, como lo son los empleados del Chronicle en la ficción Zodiac, como fue Robert Graysmith, el héroe que sacrificó toda su vida por resolver un caso imposible, un código intraducible, perdiéndose en el lenguaje. Una palabra-enigma es el pilar de una fábula que consta al menos de seis ficciones al mismo tiempo, ¿por qué siempre te empeñaste en hacer todas las cosas a la vez? Trabajar en el teatro, grabar en la CBS y filmar para la RKO, escribiendo guiones por la noche, imaginando en la carretera todas las películas que harías antes de morir. Ciudadano Kane es una declaración de intenciones, es el manifiesto de un artista que no dejará pasar su mejor ocasión para revelarse: en Jerry Maguire se hace un guiño comercial a tu logro, todas películas que han tratado de un hombre capaz de enfrentarse al sistema llevan tu nombre, pues tú inventaste esta lucha, este combate del lenguaje contra el dinero, del arte contra la sociedad, un mundo donde aparecen dos bustos de cristal celebrando a tus dos manos derechas: Bernstein y Leland, el orden y el instinto, riendo a tu lado, compartiendo la fiesta del absurdo en medio de un lugar donde las frases se repiten una y otra vez sin descanso, ¡oh, Kane! Aquel coleccionista de personas que mueve las orejas al mismo tiempo que habla, ¿qué está diciendo aquel magnate de la poesía?, ¿qué pretende? Hacer visible su autorretrato en dimensiones cinematográficas, presentarse al mundo, erigir su propia escultura. Golpear al poder con su propio poder. Un ser exterior, un espíritu que vive en la superficie. Las cosas revelan los secretos y en el cine no existe la introspección, el fondo, la psicología; los personajes están hechos de luz y detrás sólo está la tela de la pantalla, el soporte inerte de la ilusión. Orson, tú sabías que el cine era una batalla por conquistar las apariencias, reino de lo más profundo, de lo más verdadero de las imágenes. Cuatro letras: KANE. Una palabra: ROSEBUD. Una ambición arrolladora: WELLES. Nos encontramos justo en la medianía de la película, en una precuela de lo que en el año 2000 se llamará Memento. Un viaje en el tiempo hacia todos lados. Todos los grandes directores se parecen, todos regresan al origen.
martes, 9 de marzo de 2021
Carta Abierta a Orson Welles (2)
Querido Orson:
Tres palabras: Charles Foster Kane. Un sólo símbolo: la entelequia norteamericana. Orson, tú sabes bien que aquel país es un reino inventado por predicadores y falsos profetas, una réplica de todo lo que Europa nunca quiso ser. Tomaron a Swedenborg para crear arquitecturas de cristal y utilizaron la cabeza de Jesucristo como ariete de su particular cruzada. Rechazaron el Romanticismo, pero se apropiaron del concepto nacionalista de Herder y lo llevaron a su máxima expresión de ridiculez efectiva. EEUU es el simulacro de la vida, una perfecta maqueta del mundo a tamaño natural que ha acabado confundiéndose con la vida real, ¿ya viste aquella película de Charlie Kaufmann? Él es un poco como tú, un megalómano al que no le dejaron ser, un espíritu enfermo al que enferman aún más convirtiéndolo en un loco. En realidad... ¿qué quieres que piensen? Los periódicos que aparecen en tu película son todos falsos, trucajes tipográficos, noticias imaginadas, esperpentos: todas tus imágenes son una apariencia invertida, un trampantojo irónico de la superficie de las cosas. No hay psicología, todo es superficie, como si fueses un surfero sobre una gran ola de planos. Uno después de otro, e incluso uno mezclado entre otros tantos. Tú comenzaste a relacionar la luz con la oscuridad para acercar el nuevo mensaje. Te gusta mostrar escenas absurdas, irrepetibles, como aquella en la que aparece un árbol cayéndose mientras el sonidista graba con su micrófono la colisión con el agua: ¿qué tipo de sinestesia fílmica has inventado?, ¿para qué filmar la extraña mecánica de grabación de un sonido real?, ¿sabes que Miguel Gomes te hizo un guiño genial en una de sus primeras películas? Tu obra ha infectado a un ejército de maravillosos films. Las mil y una noches siguen multiplicándose. ¿Qué es para tí la oscuridad? Pareces desear que veamos más allá de la luz artificial, dejar al cine en bolas, afirmando que Charles Foster Kane es un comunista sin escrúpulos, al mismo tiempo que un fascista redomado. Creas personajes dobles porque el cine es doble, pero ¿quién es tu doble? Desde 1895 a 1941, tu identidad es la de un fantasma de Wisconsin, la de un sonámbulo shakespereano de quien se filtran leyendas, como las de tu amigo Stroheim: engañó a la Metro, haciéndose pasar por un excéntrico conde austro-húngaro, logrando filmar las películas más controvertidas de la primera mitad del siglo. Luego fue apartado como Buster, al ser descubiertos. No eran directores, eran poetas. Eso se paga caro. Los productores hollywodienses siempre fueron demasiado platónicos. Fuiste un mendigo de la realidad, un artista rodeado de banqueros, un anarquista que se hizo pasar por un confidente del mismísimo Hitler: aparece la imagen del dictador, una instantánea de Susan Alexander, la Salammbó que tú creaste forzando la realidad, generando un collage mental que acaba con un batiburrillo de imágenes al hombro que conducen a las dos palabras mágicas del cine: THE END, esa pareja que anuncia el fin de la ilusión, de la primera alucinación, pues es aquí donde termina tu primer intento de película. A estas alturas de metraje, y aunque casi nadie del público lo haya percibido, Charles Foster Kane ya ha fallecido dos veces.
lunes, 8 de marzo de 2021
Carta Abierta a Orson Welles (1)
Querido Orson:
Un campo de golf en ruinas, templos románticos y gastados, odas fúnebres en la oscuridad y de pronto, en la ventana se enciende una luz. Aparecen la nieve y un difunto. Todo apuesta a esconderse para siempre, pero una bola de cristal, como si fuese una boca parlante, pronuncia un conjuro: Rosebud. La voz embruja al público, hipnotizando momentáneamente su voluntad. La memoria parece hablar a través de los labios de la imaginación, pero las fuerzas se terminan y la bola cae partiéndose. Orson, ¿con qué tipo de fuerza nos abandonas?, ¿qué energía regirá ahora tu ficción? El silencio es interrumpido por la enfermera y se genera una distorsión de la realidad. Un corte. Un calambrazo. Un último sueño es tu herencia, querido Orson, un puñado de noticias de prensa desfilando unas tras otras hasta llegar a una torre de alta tensión. ¿No era este el monumento de la RKO, templo prodigioso de tus orígenes? Algunos piensan que tu cine fue tan importante como los inventos de Tesla, tan poderosos que no pudieron permitir que se sucediesen más allá de su esbozo. Orson, ¿quién acabó contigo? Hay un título de neón en el que se lee la palabra espectáculo, una ilusión que dará paso a lo nuclear, a lo militar, a las vallas de contención y las trincheras, a las jaulas de los monos, a la fábula del castillo gótico; ¿fue toda tu obra una tentativa romántica o sólo te gustaba reírte de Walt Disney?, ¿quién era el Conde Drácula en tu mente? En el primer plano de las ideas aparecen Browning, Murnau y la Rebeca de Hitchcock: ese prólogo que nos conduce entre las ramas a las fauces de la trama, al agua oscura de las góndolas venecianas, de la decadencia de las esfinges a la niebla de los leopardos. ¿A dónde nos quieres llevar con todo esto?, ¿por qué acumulas toda la realidad en tu escondrijo? Vuelve el noticiario con un sonido fúnebre: se convierte en una marcha militar, la muerte se viste con el uniforme de las imágenes, formando un ejército que funda el territorio más privado del mundo, sólo destinado al placer, ¿lo llamaste Xanadú por no llamarlo Hollywood?, ¿dejaste que Borges te hablase del emperador Kubla Khan para hacer una película en blanco y negro sobre la maldición de los imperios? El cine, Orson, siempre fue para tí una oportunidad para coleccionar la realidad, para hacer elípsis de la misma y no aburrirte en los tiempos muertos, ¿o no es verdad que anhelaste ser el patriarca Noé, intentando acaparar toda la fauna existente, borracho y desnudo, cubierto por una manta de felpa? Aún los productores no te temían y eras considerado un verdadero Faraón. Corría el año 1941 y tú filmabas una película en medio de la segunda Guerra Mundial.
sábado, 6 de marzo de 2021
¿Quién es Tom Hanks?
Cuando se visionan las últimas dos décadas de un actor archiconocido como Hanks, una realidad escondida parece salir a relucir. Tanto en Greyhound (2020), A Beautiful Day in the Neighborhood (2019), Sully (2016), Saving Mr. Banks (2013), Capitán Phillips (2013), Charlie Wilson's War (2007) o La Terminal (2004), el actor californiano encarna lo que podríamos llamar héroes contemporáneos, personajes de acción engendrados en la fenomenología de la realidad y no en una novela. Este simple hecho que parece en apariencia costumbre común de ciertas estrellas de la gran pantalla, resucita una cuestión amarga para el gremio, jugosa para el pensamiento: ¿qué es en realidad un actor? Si dejamos a un lado el concepto shakespereano del término y centramos la atención sólo en la esencia del mismo, descubriremos que todo lo que un espectador busca en su interior al ver un film, es esa extraña verosimilitud a la que unos llaman ilusión y otros, autenticidad. En el mundo actual, reino por antonomasia de los simulacros, lo más complicado parece ser el poseer una identidad propia y original; una capacidad de proyectar lo verdadero, rodeado de mentiras. Así, Marlon Brando, Marylin Monroe o James Dean simbolizarían popularmente esa habilidad aprendida junto a Elia Kazan y Lee Strasberg en el prodigioso Actor's Studio de los años 50'. Stanislavski a la norteamericana. Todo exterior. Así podríamos decir que Víctor Mature o Jean Gabin fueron buenos actores, como lo fue James Stewart, Marlene Dietrich, Shirley MacLaine o Grace Kelly, pero ¿qué se repite en cada uno de ellos?, ¿qué hay en Orson Welles o Woody Allen, qué hay en Michi Panero o Pepe Isbert que logra consumar el efecto interpretativo? Parece ser que sólo hay una cosa que emparenta a todos estos actores y es el arte de ser uno mismo. La personalidad entendida como una de las Bellas Artes fue fundada y sublimada por Oscar Wilde desde el siglo XIX. No es el caso de Hanks, pero sí es cierto que es uno de los únicos actores de películas medias que ha conseguido mantener una fidelidad humana con el público, ya sea por la nostalgia que infunde una película como Big (1988) o la compasión masiva vertida por la sobrevalorada y dañina Forrest Gump (1994). Esta última es el ejemplo perfecto -junto a Cloud Atlas (2012)- de la inconsciente ambición de Hanks: ser todos y todo siendo él mismo. Seguramente nunca sabremos quién diablos es el extraño ser escondido tras la dulce careta de Tom Hanks, lo cuál no quiere decir que él haya logrado, sin ser un gran actor, un logro que sólo puede ser alcanzado por los grandes: un personaje para siempre. Actores como Charles Laughton, Cantinflas, Jerry Lewis, Juan Diego, Fernando Fernán Gómez, Héctor Alterio o Álex Angulo parece que consiguieron esto, construyendo un arquetipo de ellos mismos que se coló en el imaginario colectivo del público, generando la idea de la excelencia interpretativa a partir de una repetición insistente de una personalidad concreta. Pero, ¿qué misterio esconde la personalidad para ser posesión de sólo unos pocos? Para llegar a una respuesta, primero habría que comparar a estos ilustres titiriteros con otro tipo de actores como Emmanuel Schotté, Claude Hébert, Madeleine Desdevises, Martin LaSalle, Jackie Coogan o la pequeña Ana Torrent, para darse cuenta que tal vez, la raza actoral sólo es un manojo de tercas mentes obsesionadas con la experimentación psicoanalítica y los procesos dinámicos de la mutabilidad del Yo, cosa poco afin al cinematógrafo y más cercana al mundo lacaniano del divan flotante. Como todos los oficios del arte, el actor nace, no se hace y los que son tocados por esta suerte suelen ser fugaces, pues un alma está limitada a expresarse en su máxima plenitud en muy pocas ocasiones. Un actor real es un verso, un breve poema. Tal vez no existen los actores buenos o malos, sólo los famosos y los desconocidos, los repetitivos y los incapacitados, todos ellos destinados a fundar una personalidad que pueda venderse a lo largo de centenares de películas sin apenas variar su condición. Una fábrica de panes. Tom Hanks, sin ser auténtico, consigue repetirse como si fuese un novato, lo cuál conlleva una extraña inocencia que limpia su apariencia de todos los poderes propagandísticos e imperialistas que se esconden tras su figura y tras las películas que ha interpretado durante toda su vida, todas ellas repletas de una ideología subterránea y omnímoda, enmascarada en el dulce rostro de un hombre que sin querer, llegó a ser muchos otros, siendo él mismo. Creo que Robert Bresson, si le hubiera conocido, le podría haber ofrecido un papel de granjero.
jueves, 4 de marzo de 2021
LA GOLFILLA
(1979)
Jacques Doillon
Todo ocurre en un pajar, en medio del campo, lejos de la muchedumbre, como todas las cosas inimitables. Con un estilo heredado del mejor Bresson y el más lindo Eustache, el extrañamente marginado cineasta Jaques Doillon practica su oficio de una manera maestra, dejando alucinado a cualquiera al impresionar una fabula maupasantiana en un marco de inquietante fantasía. Precursor de cineastas tan dispares como Yorgos Lanthimos o Bruno Dumont, Doillon consigue despojar de horror una muy probable tragedia perversa, para inventar un mundo metafórico de juegos invisibles donde cada paso es la oportunidad de crear un nuevo signo, una nueva ley que trastorne la naturaleza. La esencia de los gloriosos años 70' llega a su cima en este pequeño cuento de aldea, filmada de manera tan orgánica que parece andar sola, sintiéndose una ficción poderosa que engaña al público de tal manera que, el alma, se olvida de los problemas terrenales y es convencida de que la infancia es más poderosa que cualquier otra fase de la vida. Ya advirtió Godard en 1977, cuando realizaba su increíble e irrepetible serie France/tour/detour/deux/enfants, de la carestía de películas sobre niños que albergaba el cine, o lo que es lo mismo, films centrados en el gesto, el lenguaje, los juegos: el pensamiento. Truffaut lo intentó en su irregular L'argent de poche (1976) y Chaplin lo sublimó en The Kid (1921), pero la cosa no es nada fácil, si no revisen la supuesta obra maestra de Charles Laughton, su rimbombante La noche del cazador (1955), para corroborar las sospechas. La Golfilla parece ser un cruce entre Ser y Tener (2002) de Nicolas Philibert y The Trouble with Harry, estrenada el mismo año que la de Lord Laughton. Nada es casualidad. De ahí que en 1983, cuatro después del estreno del maravilloso film de Doillon, un joven Víctor Erice realizaría su mejor película: El Sur, oscuro trasunto infantil, derivado de su misterioso primer film, El espíritu de la colmena (1973). Erice, en los 80’, ya se encaminaba hacia la oscuridad y el tenebroso túnel del cine de fin de siglo que desembocaría en las sombras del XXI, aunque esa ya es otra historia. Volviedo atrás: minimalismo, naturalidad y un talento endiablado hacen de La Golfilla una obra atemporal, de una frescura tan viva que hoy mismo parece sacada de la cartelera de las mejores películas independientes del año. Es un enigma que en su día no se le concediese ninguna prestigiosa distinción o excepcional comentario; a veces las cosas más importantes pasan desapercibidas. Lo bueno del cine es que permanecen y que siempre habrá alguien que las volverá a mirar.
(1983)
Margaret Williams
sábado, 26 de septiembre de 2020
De donde había salido
Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos
Sus ojos de doncella
Y ese permanente razonamiento de "sálvese quien pueda"
Tan exclusivamente suyo,
Pero desde el salón fosforescente iluminado por lámparas de entrañas
Nunca ha cesado de lanzar las órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche moral;
Por esa brecha veo
Las grandes sombras crujientes, la vieja corteza gastada,
desvaneciéndose
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la primera mujer,
Con toda libertad,
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo ha llegado a ser hombre,
Por la cual el marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
Y acróbatas trágicos,
Aferrados al hilo de la Virgen del deseo.
martes, 22 de septiembre de 2020
CRACK VISIONS
(El Crack I y El Crack II)
1981 -1983
Breve reflexión sobre cierto cine de Jose Luis Garci
El cine posee una cualidad casi esotérica, ausente en las demás artes; me refiero al hecho documental. Cualquier película, desde las de Spielberg a las de Albert Serra, contiene en su materia esencial algo que con la virtualidad actual va perdiéndose y por tanto, empobreciendo el cine: la capacidad de sellar lo real es un milagro que nunca debería perderse. En toda ficción, por debajo del argumento y los personajes, se va escamoteando aquello que en un futuro -aunque la película no resista el paso del tiempo- acabará saliendo a flote hasta convertirse en un verdadero tesoro; se trata de aquello que como un monumento, pertenece a la vida y por lo tanto, a la memoria. Si volvemos cuarenta años atrás, nos encontraremos dos ficciones de Jose Luis Garci (El Crack I y El Crack II), propuestas sobrias de género negro que en su día mostraban unos acentos y unos donaires muy de la época postfranquista, llena de rituales lingüísticos y cotidianos desaparecidos hoy, que en el aquel momento, de seguro, se pasaron por alto al imitar los modos del pasado. Pero cuatro décadas después y al revisar esta nostálgica ficción garciana, basada en la vida de un oscuro y silencioso detective madrileño conocido como el Piojo -interpretado de forma brillante por Alfredo Landa-, los tintes casposos y cierta torpeza narrativa se ven transformados milagrosamente por el tiempo, reactualizándose por varios motivos. El primero se basa en un hecho lleno de voluntad por parte del cineasta que fue la decisión de incluir en la película numerosas postales de la vida urbana madrileña, sobre todo nocturnas y vacías o muy distantes, intentando deshumanizar lo común y mostar un Madrid mitificado lleno de brumas y nieblas, luces azules y callejones pestilentes más cercanos a la literatura de Chandler que al Madrid de los pichis. Garci intenta de forma naif, evocar en su ciudad y sus diálogos su Nueva York idealizado, la ciudad a la que le hubiera gustado pertenecer, ya que él, como es más que sabido, es un mitómano inconsolable adorador del Hollywood clásico. Por tanto, comparado con la apariencia de la capital española hoy, el Madrid de El Crack es un Madrid casi imaginario, fantástico, casi de Blade Runner, por momentos irreconocible, repleto de descontextualización y sombras chinescas. Los planos que realiza de la calle Santa Isabel, donde aparece un Cine Doré ennegrecido y abandonado -casi irreconocible- y otros donde encuadra al fondo los Cines Ideal, con apariencia de tugurio desolado, dan muestras perfectas de una idea de muerte y desencanto que sobrevuela a ambos films. Por otra parte, el segundo factor que parece redimir a la película de su estereotipo de obra casposa y reaccionaria es la de su austera estética y ritmo atemperado, similar -guardando las distancias- a la de un Kaurismaki o un Resnais. Soy consciente de que esta afirmación podría llegar a ser polémica, pero tampoco quiere decir que a partir de ahora, El Crack deba valorar como una obra resucitada de entre las cenizas para pasar directamente al parnaso, ni mucho menos, esto sólo es un pequeño apunte para advertir sobre un fenómeno que puede revertir muchas percepciones en otros muchos casos debido al aplatanamiento de la producción fílmica industrial de nuestros días. Cuando Garci realizó estas películas, ni era un novato ni un director independiente, sino un autor comercial que realizaba films personales o mejor dicho, obras llenas de gustos personales y mitomanías, eso sí, sin mucha ambición técnica, limitándose a sus talentos exclusivamente, a su territorio conocido y sobre todo, a la influencia de cierto cine localista que se hacía en España por aquella época. Pues así y aunque parezca una exageración, el tiempo a otrogado a El crack el don que sintetiza una idea simple de hacer cine que muchos siguieron en la época y que tiene diversas conexiones con cines aparentemente tan alejados del suyo como el de Almodovar, Carlos Saura o Antonioni (¿o es que no es idéntico el ambiente de El Crack al de Crónica de un amor (1950)?). Soy consciente de que es una idea exraña, pero al visionar estas películas de los 80', uno ve perfectamente cómo era un mundo que se acababa y que no sabía cómo resucitar, lo cuál es un fenómeno extrafílmico que se rebela como el gran protagonista cuarenta años después; la realidad se convierte en algo sublime cuando se transforma. Jose Luis Garci representaba por aquellos tiempos, a esa ola nueva de lo español que en realidad soñaba con ser norteamericana -al igual que lo quiso durante los 60' y en gran medida, la Nouvelle Vague-, cargada aún de complejos y callejones sin salida. Así, el mundo noir, el mundo de las películas de gansters de los años 50' (La jungla de asfalto de John Huston) y las ficciones de detectives de los años 30' (Sangre Española de Raymond Chandler) crearon la idea de esta película que rescata a su protagonista de los clichés cómicos y bobalicones del cine basura que adquirió Landa durante décadas anteriores (Un curita cañón, 1974), transportándolo a otro nivel, otorgándole una somera beatitud. Miguel Rellán (el Moro) es la otra alegría del film: un personaje moderno, divertido y liviano, un Sancho Panza que habla de una España joven, pícara y bohemia abocada al fracaso. En cambio, el Piojo es serio, triste y escéptico, pero siempre triunfa porque es como Humphrey Bogart: un ser poderoso e instintivo que nunca falla. Un superhéroe. Todos estos factores empujan al ávido espectador a pensar de nuevo ciertas películas en apariencia muertas ya por olvido, ya por mitología. Cuando uno se detiene hoy a observar estas obras tan poco revisitadas y mencionadas, tan faltas de promoción, tan llenas de polvo al considerarlas inútiles, se descubre otra cosa, un extraño paso del tiempo, un momento civilizatorio perdido en la memoria, una fantasía de la oscuridad casi inverosimil: un milagro del cine. El eterno presente al que parecen obligar las redes al mundo actual, deja improcedente a la verdad de las cosas, a las antiguas apariencias, al mundo de ayer; otras sensibilidades. Parece haberse instalado una guerra contra el pasado, un estigma contra el hecho de mirar atrás para comprender dónde estamos y dónde vivimos. Es cierto que la cultura norteamericana recoge hoy los frutos de más de setenta años de imperalismo salvaje y aunque es paradójico, es muchísimo más sencillo revisitar obras estadounidenses que españolas, lo cuál desfigura la percepción que cualquiera puede tener de una tradición fílmica como la española. El crack es una ficción más, un pequeño palimpsesto de atmósferas y una simple historia de detectives, pero también una obra que contiene una latencia especial sólo apta para aquellos que sepan ver más allá del aburrimiento y el aburguesamiento de los que hoy consta el mundo. Como hace el Piojo en la película, descubriendo la clave de sus investigaciones al descubrir que una foto está invertida -o sea, que la realidad está invertida- miremos a contraluz el panorama general e intentemos darle la vuelta para encontrar una respuesta que nunca es explícita, que nunca es obvia, pero que nos haga disfrutar de otra manera a la establecida.
lunes, 14 de septiembre de 2020
sábado, 22 de agosto de 2020
DOCTOR SLEEP
Mike Flanagan
Prometía ser algo mejor, pero de todas maneras lo tenía muy difícil. Cuando un cineasta o realizador audiovisual decide versionar o crear una variación de una obra canónica, la mayoría de las veces, fracasa. Esto no justifica la macedonia tónica y genérica que plantea Flanagan, en su aparentemente flamante film. El gancho de Ewan McGregor y el prestigio de la obra de The shining (1980), parecían bastar para que la película saliera a flote, a pesar de su muerte anunciada, pero la pretensión y la falta de ingenio del director, consiguen un naufragio seguro. En el presente parecen abundar una especie de cineastas mitómanos, adoradores de la vaga idea de que con la ayuda de un voluminoso presupuesto y un equipo de técnicos a la última, todo puede ser realidad y el talento se puede suplir. Se está transformando en una superstición enfermiza el hecho del remake, del copypaste, del plagio... en la industria parece haberse extendido la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor y que si hubo un éxito hace medio siglo, ¿por qué no lo será hoy? Todo esto para explicar la carencia de riesgo y riqueza artística. Gran parte de los cineastas se agarran a un clavo ardiendo, intentando garantizar a sus productores fáciles dividendos, empleando supuestas viejas fórmulas y temas, como si fuese la piedra filosofal. La industria del cine se ha convertido en un bucle que se replica a sí mismo una y otra vez sin solución de continuidad. Nadie sabe hasta cuándo aguantará un público fiel a sagas interminables, a películas que se convierten en series inagotables, en trilogías que se multiplican como un virus. Además, todo deviene enfermizo: gran parte de la ficción mundial se basa en el macarrismo y la cultura pop (la ley del mínimo esfuerzo y el mínimo pensamiento), sentando las bases de un mundo materialista, superficial, sin ningún tipo de sentido más allá del dinero y la fama. Volviendo a Doctor Sleep, no se puede negar de que se trata de un wannabi de primera categoría, un producto hinchado con estrellas, dobles de estrellas, escenas robadas, plagiadas, mezclado con largas secuencias dignas de Buffy, cazavampiros (1997) y una apariencia de serie televisiva que en ciertos momentos echa para atrás. No es este un comentario de un defensor de la obra de Kubrick, pero sí de un defensor de la dignidad y de las cosas bien hechas. A Kubrick se le pueden echar muchas cosas en cara -pues, aunque se ha quedado con el sanbenito de mr. Perfecto, le quedó mucho para serlo-, pero nadie puede negar de que amaba el cine y practicaba su artesanía como el mejor. Hoy todo parece pasar por la virtualidad y el simulacro, mundo de falsedad y ruina emocional que amargan y estropean lo más valioso del cine: la realidad. Esto no contradice a géneros como el fantástico, al contrario: lo real ensalza lo irracional, lo imaginativo y el que esté en desacuerdo, que lea a Todorov un poquito. Hay que leer más y pasar menos horas ante la pantalla. la mayor parte de los cineastas de la actualidad son unos analfabetos que sólo piensan en la técnica y en la postproducción. El cine hay que hacer insitu para captar su esencia, para tocar sus imágenes. El cine es un arte táctil a pesar de su transparencia, un arte palpable a pesar de su fantasmagoría: todo lo que vemos debería existir, tener su duplicado en la realidad. Por eso, el desalmado de Flanagan se explaya en una cinta de dos horas y media creyendo efectuar una especie de obra maestra que no pasa de caca de vaca exprimida en un vaso con gaseosa, y lo digo en serio, sin sarcasmo. El problema de este tipo de ficciones seudo-fantásticas que juegan con el terror efectista, las persecuciones detectivescas y las conjuras demoniacas no hacen más que vaciar de humanidad al espectador, introduciéndole en un mundo infatiloide lleno de caprichos y guiños idiotas que nada significan y que acaban ofendiendo al público en general. Otros dirán que es difícil trabajar con niños y que tiene su mérito hasta cierto punto, ante lo cuál se podrían confrontar numerosos films dignos y modestos que demuestran un uso efectivo de la infancia para llegar a cotas más altas, a cotas dignas. Para no andarnos por las ramas, podemos comparar Doctor Sleep con la poco conocida Searching For Bobby Fischer (1993), una ficción hija de los temibles años 90', que poco a poco van valorándose mejor, debido a la montaña de basura en la que se está conviertiendo la gran producción industrial del siglo XXI, por culpa de directores bluff como Flanagan. Vean la película de Steven Zaillian: no se arrepentirán. Si una cosa tuvieron los 90', fue que crearon un fórmula mainstream tan perfecta, tan hitchconiana, que a veces, les salía bien.